PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
Un alquimista del siglo XIX, conocido únicamente bajo el seudónimo
de Cyliani, pasó más de cuarenta años estudiando la Piedra Filosofal. Según él,
logró su objetivo en 1837, después de espantosas desdichas.
Por su valor
documental, damos a continuación la preparación completa, escrita por Cyliani en
su libro titulado Hermes develado (Hermès dévolé). Esta obra es absolutamente inhallable.
El estudio que publicamos es precedido por la narración de un sueño durante
el cual un “espíritu planetario” revela a nuestro alquimista el secreto que tanto
buscaba. Después de este relato, comienza al siguiente tratado que casi constituye,
por sí solo, la obra de Cyliani.
Tomé la materia que contiene las dos naturalezas
metálicas y empecé a embeberla, poco a poco, con el espíritu astral, a fin de despertar
los dos fuegos interiores que estaban como apagados, secando ligeramente y triturando
circularmente todo con el calor del sol; después, repetí esto y lo humedecí cada
vez más, secando y triturando hasta que la materia tomó el aspecto de una masa ligeramente
espesa.
Entonces, vertí encima una nueva cantidad de espíritu astral, de
manera que sobrenadara en la materia, y lo dejé todo así durante cinco días, al
cabo de los cuales decanté diestramente el líquido o la disolución, que conservé
en un lugar frío. Después, sequé directamente al calor solar la materia restante
en el vaso de vidrio de unos tres dedos de altura; embebí, trituré, sequé y disolví,
como ya lo había hecho antes, y reiteré esto hasta haber disuelto todo lo susceptible
de serlo, teniendo cuidado de verter cada disolución en el mismo vaso bien tapado.
Puse éste, durante diez días, en el lugar más frío que pude encontrar.
Una
vez que transcurrieron los diez días, puse toda la solución a fermentar en un recipiente
durante cuarenta días, al cabo de los cuales se precipitó una materia negra por
el efecto del calor interno de la fermentación. Entonces, la destilé sin fuego,
lo mejor que me fue posible, y la puse en un vaso de vidrio blanco, con tapón esmerilado,
en un lugar húmedo y frío.
Tomé la materia negra e hice que se secara con
el calor del sol, como ya lo dije, repitiendo las imbibiciones con el espíritu astral;
las interrumpí tan pronto advertí que la materia empezaba a secarse. Dejé que se
secara sola. Hice esto tantas veces como fue necesario para que la materia tomara
la apariencia de un pez negro y brillante.
Entonces, la putrefacción fue
total e interrumpí el fuego exterior para no dañar para nada la materia con la combustión
del alma blanda de la tierra negra. Por este medio, la materia se convirtió en algo
parecido a estiércol de caballo. De acuerdo con lo que dicen los filósofos, hay
que dejar que actúe el calor interior de la materia misma.
A esta altura,
es preciso recomenzar con el fuego exterior para coagular la materia y su espíritu.
Después de dejar que se seque sola, se la embebe, poco a poco y cada vez más, con
su líquido destilado que se tiene aparte, el cual contiene su propio fuego embebida,
se la tritura y se la pone a secar con suave calor solar hasta que haya “bebido”
toda su agua.
Por este medio, el agua se transforma enteramente en tierra,
y esta última, por su disecación, se transforma en un polvo blanco al que también
se llama “aire”, el cual cae como una ceniza que contiene la sal o el mercurio de
los filósofos.
En esta primera operación, se observa que la disolución o
el agua se transforma en tierra, y ésta, por sutilización o sublimación, se convierte
en aire puro.
Allí se interrumpe el primer trabajo.
Se toma esta
ceniza, que se hace disolver, poco a poco, con la ayuda del nuevo espíritu astral,
dejando, después de la disolución y decantación, una tierra negra que contiene el
azufre fijado.
Sin embargo, si reiteramos la operación sobre esta última
disolución, tal como lo acabamos de describir, se obtiene una tierra más blanca
que la primera vez, la cual es la primer “águila” y se reitera así de siete a nueve
veces. Por este medio se obtiene el mentruo universal, mercurio de los filósofos
o ázoe con cuya ayuda se extrae la fuerza activa y particular de cada cuerpo.
Es conveniente observar aquí, antes de pasar de la primer “águila”, al igual
que a las siguientes, que hay que repetir la operación precedente sobre la ceniza
que queda, si la sal, por el fuego central de la materia, no se eleva suficientemente
por la sublimación filosófica, a fin de que, después de la operación, solo quede
una tierra negra, despojada de su mercurio.
Préstese aquí mucha atención:
después de que la materia se hincha durante la fermentación que sigue a la disolución,
se forma, en la parte superior de la materia, una especie de piel nueva, debajo
de la cual se halla una infinidad de burbujitas que contienen el espíritu. Es entonces
cuando hay que manejar el fuego con prudencia, puesto que el espíritu adopta una
forma aceitosa y adquiere cierto grado de sequedad.
Cuando se vierte en
la tierra, poco a poco, la cantidad de agua necesaria para que se disuelva, hay
que tener cuidado de no empezar a embeberla antes de que la tierra se haya secado
convenientemente.
Tan pronto se disuelve la materia, ésta se hincha, entra
en fermentación y produce un ligero ruido que emana en forma de burbujas.
A fin de realizar bien la operación que acabo de describir, es necesario observar
el peso, el fuego del atanor y el tamaño del vaso.
El peso debe consistir
en la cantidad de espíritu astral necesario para disolver la materia.
El
fuego exterior del atanor no debe ser demasiado y hay que dirigirlo de manera que
no haga evaporar las burbujas que contienen el espíritu, sin que ni la “nata” ni
el azufre ardan sumándose al fuego exterior, todo esto de modo que el fuego se impulse
bastante lejos de la materia seca después de la fermentación o putrefacción de ella,
a fin de no ver lo rojo antes de lo negro.
Por último, el tamaño del vaso
debe calcularse según sea la cantidad de la materia, de manera que solamente contenga
una cuarta parte de su capacidad. Entiéndase bien esto: tampoco hay que olvidar
que la misteriosa solución de la materia o las bodas mágicas de Venus con Marte
se realizan en el templo del que ya he hablado, en una bella noche, con el cielo
sin nubes y en calma, el Sol en el signo de Géminis, y la Luna en su primer cuarto
total, con la ayuda del amante que atrae es espíritu astral del cielo, el cual se
rectifica siete veces hasta que pueda calcinar el oro.
Una vez que la operación
culminó, se posee el ázoe, el mercurio blanco, la sal o el fuego secreto de los
filósofos.
Algunos sabios hacen que se disuelva directamente en la menor
cantidad de espíritu astral necesario para tomar una disolución espesa. Después
de diluido, ellos lo dejan en un lugar frío para obtener tres capas de sal.
La primera sal tiene el aspecto del silicio, y la segunda, la del salitre con
pequeñísimas agujas. La tercera, es una sal fija alcalina.
Los filósofos
las emplean separadamente, y hay otros que las juntan, como lo indica A. de Villeneuve
en su Pequeño Rosario (Petit Rosaire), de 1306, bajo el título de “Dos Plomos”,
y las disuelven en cuatro veces su peso de espíritu astral a fin de realizar todas
las operaciones.
La primera sal es el verdadero mercurio de los filósofos,
es la llave que abre todos los metales, con cuya ayuda se extraen sus tinturas;
disuelve radicalmente todo, fija y madura todo de manera pareja y, por ser de naturaleza
fría y coagulante, fija todo.
En síntesis, es una esencia universal muy
activa, es el vaso en el que se efectúan todas las operaciones filosóficas. Por
lo tanto, se observa que el mercurio de los sabios es una sal que ellos denominan
agua seca que no moja las manos.
Sin embargo, para su utilización hay que
disolverla en el espíritu astral, como ya lo dijimos. Se emplean diez partes de
mercurio por uno de oro.
La segunda sal se usa para separar lo puro de lo
impuro, y la tercera, para aumentar nuestro mercurio de manera continua.
Alquimia Tradición que no Murió
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