PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
Afirmamos que hay pruebas irrefutables de que la Piedra Filosofal
existe, y pasaremos a exponer los hechos sobre los cuales basamos nuestras convicciones.
Hemos dicho los hechos, pues lo que se demuestra mediante razonamientos más
o menos sólidos puede considerarse absolutamente serio. En el campo de la historia,
lo que se afirma suele ser fácil de comprobar en esta época y, por ello, verdaderamente
irrefutable.
Ahora vamos a exponer los argumentos invocados por los adversarios
de la Alquimia contra la transmutación; éstos son hechos que, por sí solos, podrán
refutar victoriosamente cada una de esas objeciones.
Correspondió al mayor
de los hermanos Geoffroy encargarse, en 1772, de efectuar el proceso de los alquimistas
ante la Academia. Si damos crédito al memorial que él presentó, los numerosos casos
de transmutación, sobre los cuales los adeptos basan su fe, se pueden explicar fácilmente
como supercherías, filósofos irreprochables, como Paracelso y Raimundo Lulio, dejan
de lado, por un momento, las especulaciones abstractas para efectuar astutos escamoteos
ante personas crédulamente embobadas. Sin embargo, analicemos los medios para engañar
de los que ellos disponían, y procuremos establecer condiciones experimentales que
anulen tales argumentos.
Según Geoffroy, los alquimistas se valen de los
siguientes elementos para engañar a los asistentes:
A fin de que se concrete una de estas condiciones, es necesario
que el alquimista esté presente en la operación o que haya tomado contacto, de antemano,
con los instrumentos empleados. Por lo tanto, la condición primera e imprescindible,
para determinar experimentalmente una transmutación, consiste en que el alquimista
esté ausente.
Además, será preciso que no haya tenido en sus manos objeto
alguno que luego sirva para esa transmutación. Y para responder al último argumento,
es indispensable que las premisas fundamentales de la química contemporánea sean
incapaces de explicar normalmente el resultado obtenido. Para que nuestro trabajo
encuentre una prueba más sólida aún, es preciso que sea el lector mismo quien pueda
controlar con facilidad todo lo que sostenemos. Por este motivo, extraeremos nuestros
argumentos de una sola obra:
La Alquimia y los Alquimistas, del ya citado
Figuier. Antes de proseguir, recordemos las condiciones más esenciales:
Abrimos el libro de Figuier, edición de 1854, capítulo III, en
la página 206. Allí no encontramos un solo hecho, ¡sino tres! que responden a todas
nuestras condiciones y que vamos a comentar uno por uno. El operador no solo no
es alquimista sino que es un sabio respetado y un enemigo declarado de la Alquimia:
esto responde, con más fuerza aún, a nuestra cuarta condición. Hablamos, en primer
término, de Helvetius y de su transmutación.
Citamos textualmente a Figuier,
“Johann Frederick Schweitzer (1625-1709), conocido con el nombre latino de Helvetius,
era uno de los adversarios más acérrimos de la Alquimia y había alcanzado notoriedad
por un escrito suyo contra el “polvo simpático” (sympathetic powder) de Sir Kenelm
Digby (1603-1665).
El 27 de diciembre de 1666, recibió en La Haya la visita
de un extranjero vestido como un hombre corriente del norte de Holanda, quien se
negó obstinadamente a dar a conocer su nombre. El extranjero dijo a Helvetius que,
enterado de su disputa con Sir Digby, acudía para darle pruebas concretas de que
la Piedra Filosofal realmente existía. En una larga conversación, el adepto defendió
los principios herméticos y, para disipar las dudas de su adversario, le mostró
la Piedra Filosofal:
“Mientras conversaba con ese hombre y examinaba la Piedra Filosofal,
Helvetius se las ingenió para separar con una uña unas partículas.”
Cuando
estuvo solo, se dedicó a poner a prueba las supuestas virtudes de esas partículas.
Fundió plomo en un crisol y efectuó la proyección. Sin embargo, todo se disipó en
una humareda.
Lo único que quedó en el crisol fue un poco de plomo y tierra
vitrificada. Entonces, Helvetius pensó que aquel hombre era un impostor, y habría
olvidado lo ocurrido si, tres semanas después y en el día señalado, el extranjero
no hubiese reaparecido.
Sin embargo, se negó a efectuar él mismo la operación,
pero cediendo a los ruegos de Helvetius, le regaló un poco de su “Piedra”, cuyo
grosor era apenas el de un grano de mijo.
Y como Helvetius expresó sus temores
de que tan pequeña cantidad de sustancia careciera de la menor propiedad, el alquimista,
considerando que incluso ese regalo era demasiado dispendioso, retiró la mitad y
le dijo que lo que quedaba era suficiente para transmutar algo más de una onza y
media de plomo.
Al mismo tiempo, se encargó de informarle sobre las precauciones
que debía tener para que la Obra fuera exitosa y, sobre todo, le recomendó que,
en el momento de la proyección, recubriera la Piedra Filosofal con un poco de cera
para protegerla del humo del plomo.
En ese instante, Helvetius comprendió
por qué había fracasado en su intento de transmutación; no había recubierto la Piedra
con cera y había descuidado, en consecuencia, una precaución indispensable.
Además, el extranjero prometió regresar el lunes para asistir a la experiencia.
“El lunes, Helvetius aguardó inútilmente. Así pasó todo el día sin que se presentara
nadie. Al anochecer, la esposa de Helvetius, incapaz de contener su impaciencia,
le urgió para que intentara él solo la operación. Entonces, él lo hizo en presencia
de su esposa y de sus hijos.”
“Fundió una onza y media de plomo, proyectó
sobre el metal fundido la Piedra recubierta de cera, tapó convenientemente el crisol
y lo dejó expuesto a la acción del fuego durante un cuarto de hora. Al cabo de ese
lapso, el metal había adquirido un bello color verde: era oro fundido, el cual,
colado y enfriado, adquirió un color amarillo espléndido.”
“Todos los orfebres
de La Haya estimaron muy alto el valor de ese oro. Povelius, aquilatador de las
monedas de Holanda, lo sometió siete veces a la prueba del antimonio sin que su
peso disminuyera.”
Así es cómo Helvetius narró esta aventura. Los términos
y pormenores precisos de su relato excluyen toda sospecha de impostura por parte
de él.
Este hecho le maravilló de tal manera que escribió su Vitulus aureus,
(La Haya, 1667, obra reproducida en Museum Hermeticum Reformatum, Francfort, 1678,
y The Hermetic Museum Restored and Enlarged, Londres, 1893).
De esta manera
es cómo él narra lo ocurrido y sale en defensa de la Alquimia.
Alquimia Tradición que no Murió
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