PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
La Llave Para Triunfar En La Vida
El Padre Nuestro
(Una interpretación)
Ora bien el que ama bien ya sea hombre, pájaro o fiera. Ora bien el que ama bien a todas las cosas, grandes o pequeñas. Porque el Dios amado que nos ama, lo hizo y amó todo.
COLERIDGE
Padre
Nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre;
venga a nosotros tu reino.
hágase tu voluntad, como en el cielo
así en la tierra.
El pan nuestro de cada día dánosle hoy
y perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores.
Y no nos pongas en tentación, mas
líbranos del mal;
Porque tuyo es el reino, el poder,
y la gloria, por todos los siglos.
Amén.
El Padre Nuestro
El Padre Nuestro es el más importante de todos
los documentos cristianos. Fue concebido cuidadosamente por Jesús
con ciertos fines muy precisos. Es por eso que el Padre Nuestro
es la más conocida y citada de todas sus enseñanzas. En efecto,
es el denominador común de todas las iglesias cristianas. Cada una,
sin excepción, usa el Padre Nuestro, siendo tal vez el único terreno
en el que todas coinciden. A cada niño cristiano se le enseña el
Padre Nuestro, y cada cristiano que ora lo dice casi todos los días.
Es probable que su uso exceda al de casi todas las oraciones juntas.
El que trata de seguir el Camino trazado por Jesús debe sin duda
usar el Padre Nuestro todos los días, y usarlo inteligentemente.
Para llevar a cabo esto, hemos de entender que el Padre Nuestro
es una totalidad orgánica cuidadosamente organizada. Muchas personas
la dicen rápidamente como loros, olvidando la advertencia de Jesús
de que no incurriésemos en repeticiones vanas; y, por supuesto,
así no es posible sacar ningún provecho de ella.
La Gran Oración es una fórmula compacta para el desarrollo del alma.
Fue compuesta con infinito cuidado para ese fin, de manera que aquellos
que la usen regularmente comprendiéndola, experimenten un verdadero
cambio en el alma. No hay más progreso que este cambio, llamado
en la Biblia "nacer de nuevo". Y es este cambio en el alma la única
cosa que importa. La mera adquisición por la vía intelectual de
conocimientos nuevos, no opera cambio alguno en el alma; el Padre
Nuestro está preparado especialmente para efectuar ese cambio, y
jamás deja de hacerlo cuando se usa regularmente.
Cuanto más se analiza el Padre Nuestro, tanto más maravillosa parece
su construcción. Responde a la necesidad de cada persona en cualquier
plano que se encuentre. No solamente ofrece un rápido desarrollo
espiritual a aquellos que han avanzado lo bastante para captarlo,
sino que también en su sentido superficial provee a los más sencillos
y hasta a los más materialistas, lo que necesiten en el momento,
con tal que usen la Oración sinceramente.
Esta oración, la más grande de todas, tiene aún otra finalidad no
menos importante. Jesús previo que, en el curso de los siglos, su
enseñanza sencilla y primitiva sería gradualmente cubierta por toda
suerte de cosas exteriores que nada tienen que ver con ella. Previo
que hombres que no le habían conocido, confiando, sinceramente sin
duda, en su propia mente limitada, construirían teologías y sistemas
doctrinales, ofuscando la simplicidad directa del mensaje espiritual,
y en realidad levantando una muralla entre Dios y el hombre. El
compuso la Oración de tal manera que pasaría a través de las edades
sin sufrir alteración. La ordenó con acierto perfecto, a fin de
que no pudiese ser torcida o distorsionada, ni adaptada a ningún
sistema hecho por hombres; a fin de que llevase realmente dentro
de sí todo el mensaje cristiano, y que sin embargo no presentase
en la superficie nada que pudiera atraer la atención de los que
tuvieran el hábito de cambiarlo todo. Así, a través de todas las
vicisitudes de los siglos de historia cristiana, esta oración ha
llegado hasta nosotros en toda su prístina pureza.
La primera cosa que notamos es que la Oración se divide naturalmente
en siete cláusulas. Esto es muy característico de la tradición oriental.
El número siete simboliza la perfección del alma individual, así
como el número doce simboliza la armonía de todos los miembros de
un grupo. En el uso corriente encontramos muchas veces una octava
cláusula añadida —"Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria"—
pero aunque ésta, es una excelente afirmación, no es en verdad una
parte de la Oración. Las siete cláusulas están unidas con el mayor
cuidado, en perfecto orden y secuencia, y contienen todo lo que
el alma necesita para su propia vida. Consideremos la primera cláusula.
Padre Nuestro...
Estas dos palabras por sí solas constituyen un sistema de teología
completo y preciso. En ellas se fija clara y distintamente la naturaleza
y carácter de Dios. Resumen la verdad del Ser. Nos dicen todo lo
que el hombre necesita saber acerca de Dios, acerca de sí mismo
y acerca de su prójimo. Todo lo que a ellas se añada puede ser sólo
a guisa de comentario, pues muy bien podría oscurecerse y complicarse
el sentido verdadero del texto. Oliver Wendell Holmes dijo: "Toda
mi religión está contenida en las dos primeras palabras del Padre
Nuestro." Y la mayoría de nosotros nos encontramos en pleno acuerdo
con él.
Notemos lo conciso y directo de la afirmación, Padre Nuestro. En
esta cláusula Jesús establece de una vez para siempre que la relación
entre Dios y el hombre es la de Padre e hijo. Esto quita toda posibilidad
de que Dios pueda ser ese tirano cruel e implacable que nos presenta
a menudo la teología, cual déspota oriental gobernando a esclavos
serviles. Sabemos bien que los padres, sean cuales fueren sus defectos
en otro sentido, tratan de hacer siempre todo lo mejor que pueden
por sus hijos. Desgraciadamente, existen padres crueles que proceden
contra esta regla natural, pero son tan excepcionales que los periódicos
los estigmatizan. Hablando de la misma verdad. Jesús dijo también?
"Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros
hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas
buenas a quien se las pide!"; y por eso empieza su Oración estableciendo
el carácter del pacto de Dios como Padre perfecto con sus hijos.
Notemos que esta cláusula, que fija la naturaleza de Dios, establece
al mismo tiempo la naturaleza del hombre; porque si el hombre es
hijo de Dios, necesariamente tiene que participar de Su naturaleza,
ya que la naturaleza de los hijos es invariablemente similar a la
de los padres. Es una ley cósmica que "de tal padre tal hijo". No
es posible para un rosal producir lirios o para una vaca dar a luz
a un potrito. La prole, pues, es y tiene que ser de la misma naturaleza
que los padres; y, así como Dios es Espíritu Divino, el hombre tiene
que ser esencialmente Espíritu Divino también, no importa si las
apariencias dicen lo contrario.
Pero detengámonos aquí un instante y tratemos de damos cuenta del
progreso inmenso que hemos realizado al comprender la enseñanza
de Jesús a este respecto. ¿No es evidente que así Él eliminó de
un golpe el noventa por ciento de la vieja teología, con su Dios
vengativo, sus almas predestinadas, su fuego eterno del infierno
y todas las otras horribles creaciones concebidas por imaginaciones
enfermas y atormentadas? Dios existe. Y el Eterno, el Todopoderoso,
el Omnipresente, es el Padre misericordioso de la humanidad.
Si meditásemos en este hecho lo bastante para comprender, aun parcialmente,
lo que en verdad significa, la mayoría de nuestras dificultades
se encontrarían resueltas y nuestras enfermedades desaparecerían,
porque sus raíces hallan sustento en el temor. Y la causa fundamental
de toda dificultad es el temor. Si pudiésemos entender, tan sólo
en parte, que esta
Sabiduría Divina es nuestro vivo y amante Padre, casi todos nuestros
temores desaparecerían. Y si pudiésemos comprenderlo completamente,
toda cosa negativa en nuestra vida se disiparía, y la perfección
de nuestra existencia sería una demostración de nuestra perfecta
condición espiritual. Así podemos ver cuál era el propósito de Jesús
al expresar esta cláusula en primer lugar.
Seguidamente vemos que la Oración no dice "Padre Mío", sino "Padre
Nuestro", lo cual significa, sin ningún lugar a duda, el hecho verdadero
de la fraternidad de los hombres. Ello fuerza nuestra atención desde
el principio a fijarse en el hecho de que todos los hombres son
ciertamente hermanos, hijos de un mismo Padre; y que "No hay ya
judío o griego, no hay siervo o libre, no hay hombre o mujer", (GAL.
3, 28); porque todos los hombres son hermanos. Aquí Jesús, al establecer
su segundo punto, pone fin a todos los disparates absurdos tocantes
a una raza elegida, o a la superioridad de un grupo sobre otro.
El disipa la ilusión de que los hombres de cierta nación, raza,
color o clase social sean superiores a otros. La creencia en la
superioridad del grupo al que uno pertenece, el "rebaño", como lo
llaman los psicólogos, es una ilusión a la que es muy dado el género
humano, pero que no tiene lugar en la doctrina de Jesús. Él establece
que lo que señala la posición de un hombre es la condición espiritual
de su propia alma, y mientras esté siguiendo el camino espiritual
no existe diferencia alguna con respecto al grupo al que pertenezca.
Como consecuencia final de estas palabras se desprende el mandamiento
de que debemos orar no solamente por nosotros mismos, sino por toda
la humanidad. Todo investigador de la Verdad debería observar el
pensamiento de la Verdad del Ser para toda la raza humana por lo
menos un momento cada día, porque ninguno de nosotros vive para
sí mismo ni para sí muere. Somos, en verdad —y en un sentido más
literal de lo que generalmente se cree— miembros de un solo cuerpo.
Así empezamos a ver que es mucho más de lo que superficialmente
aparece, el sentido que encierran las simples palabras "Padre Nuestro".
Simples —y aún podríamos decir inocentes— Jesús ha escondido en
ellas un explosivo espiritual capaz de destruir todo sistema hecho
por el hombre que mantenga esclavizada a la humanidad.
Que estás en los Cielos...
Después de probar claramente que Dios es el Padre de los hombres,
y que todos los hombres son hermanos, Jesús sigue explicando la
naturaleza de Dios y describiendo los hechos fundamentales de la
existencia. Habiendo demostrado que Dios y el hombre son Padre e
hijo. Él expone sus funciones respectivas en el sistema del universo.
Explica que es propio de la naturaleza de Dios estar en los cielos,
y del hombre estar en la Tierra, porque Dios es Causa y el hombre
es manifestación. La expresión de una causa no puede ser la causa
misma, y contra tal confusión debemos mantenemos en guardia. Aquí
la palabra "cielos" —de acuerdo con la fraseología religiosa— significa
Presencia de Dios. En términos metafísicos Dios es lo Absoluto,
porque su reino es el reino del Ser Puro e Incondicionado, de las
ideas arquetipos. La palabra "Tierra" quiere decir manifestación,
y es la función del hombre manifestar o expresar a Dios. En otras
palabras. Dios es lo Infinito y la Causa Perfecta de todas las cosas;
pero la Causa ha de ser expresada, y Dios se expresa a si mismo
por medio del hombre. El destino del hombre es expresar a Dios por
toda suerte de medios gloriosos y maravillosos. Vemos parte de esta
expresión en lo que le rodea; primero su cuerpo, que es sólo la
parte más íntima de su encamación; luego su casa, su trabajo, su
recreación, en suma, su expresión completa. Expresar quiere decir
hacer salir, sacar a la luz lo que ya existe implícitamente. Cada
detalle o incidente de nuestra vida es la manifestación o expresión
de algo que ya existe en el alma.
Algunos de estos puntos pueden parecer un poco abstractos al principio;
pero como los conceptos falsos acerca de la relación entre Dios
y el hombre son precisamente la causa de todas nuestras dificultades,
vale la pena que nos tomemos la molestia de aprender bien la índole
de tal relación. Vivir en la manifestación sin preocupamos por la
Causa, es ateísmo o materialismo, que sabemos adónde conducen. Y
tratar de tener la Causa sin la manifestación hace al hombre suponerse
un dios personal, y esto frecuentemente termina en megalomanía o
en la parálisis de la expresión. Lo que importa saber es que Dios
está en los cielos y el hombre en la Tierra, y que cada uno tiene
su propio papel en el orden universal. Aunque son Uno, no son idénticos.
Jesús establece cuidadosamente esta distinción cuando dice: "Padre
Nuestro que estás en los cielos".
En la Biblia, como en otras partes, el "nombre" de una cosa significa
al mismo tiempo su naturaleza esencial y su carácter; por eso, cuando
se nos dice lo que es el nombre de Dios, se nos dice lo que es Su
naturaleza, y Su nombre o naturaleza, dice Jesús, es "Santificado".
Pero, ¿qué significa la palabra "santificado"? Si seguimos su origen
etimológico vemos que pertenece al mismo grupo que "santo", "sano",
"salud", "saludable". De manera que la naturaleza de Dios se nos
revela, no solamente digna de nuestra veneración, sino completa
y perfecta —enteramente buena—. De aquí se derivan notables consecuencias.
Estamos de acuerdo en que un efecto es siempre de la misma naturaleza
que la causa que lo produce, por lo tanto, como quiera que Dios
es santificado, todo lo que de Él proceda no podrá ser menos que
santificado también. Así como el rosal no puede producir lirios,
no puede venir de Dios más que el bien perfecto. O como nos dice
la Biblia, "Una misma fuente no puede hacer brotar aguas dulces
y saladas". De todo esto se desprende que Dios no puede, como la
gente piensa a veces, enviar la enfermedad, o la adversidad, o los
accidentes, ni mucho menos la muerte, porque esas cosas se contradicen
con Su naturaleza. "Santificado sea tu nombre" significa, "Tu naturaleza
es esencialmente buena y sólo Tú eres autor del bien perfecto".
"Muy limpio eres tú de ojos para contemplar el mal y no puedes soportar
[la vista] de la miseria." (HAB. 1, 13).
Si pensamos que nuestras dificultades han sido enviadas por Dios,
no importa cuán buena nos parezca la razón, estamos dando poder
a tales dificultades, y esto hará muy difícil que nos libremos de
ellas.
Venga a nosotros Tu Reino...
Hágase Tu voluntad como en el cielo así también en la Tierra.
El hombre como manifestación o expresión de Dios tiene un destino
ilimitado. Su obra consiste en expresar en forma concreta y definida
las ideas abstractas que Dios le proporciona, y para hacer esto
necesita estar dotado de poder creador. Si el hombre careciese de
este poder creativo, sería solamente una máquina, un autómata manejado
por Dios. Pero el hombre no es un autómata; es una conciencia individualizada.
Dios se individualiza en un número infinito de puntos focales de
conciencia, cada uno diferente del otro; en consecuencia, cada uno
de esos puntos está dotado de una capacidad distinta de percepción,
de una manera individual de apreciar el universo. Notemos cuidadosamente
que la palabra "individuo" significa "indiviso". La conciencia de
cada ser es distinta de la de Dios y de la de los otros, y no obstante
no pueden ser separadas. ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo pueden dos
cosas ser una sin ser idénticas? La respuesta es que ello no es
posible en el plano material, que es limitado; pero sí en el reino
del Espíritu, que es infinito. Con nuestra conciencia presente,
limitada y tridimensional, no podemos ver esto; pero podemos comprenderlo
intuitivamente a través de la oración.
Si Dios no se individualizara, no habría más que una experiencia;
pero es lo cierto que existen tantos universos como individuos,
quienes los conciben por el acto de pensarlos.
"Venga tu Reino" significa que es nuestro deber estar siempre ocupados
en ayudar a establecer el Reino de Dios en la tierra, a manifestar
en el plano terrestre cada vez más y más las ideas de Dios. Tal
es nuestra misión aquí. El decir antiguo de que "Dios tiene un plan
para cada hombre, y tiene uno para tí", es perfectamente correcto.
Para cada uno de nosotros Dios tiene proyectos maravillosos; Él
ha planeado una profesión espléndida, llena de interés, vida y alegría,
para cada uno, y si nuestras vidas son insípidas, o limitadas, o
mezquinas, no tiene Él la culpa, sino nosotros.
Si solamente descubrimos este plan que Él nos ha trazado individualmente,
y lo llevamos a cabo, todas las puertas se abrirán ante nosotros;
todos los obstáculos en nuestro camino se desvanecerán; disfrutaremos
del éxito; no nos faltará el dinero que necesitemos, y seremos gloriosamente
felices.
Hay un verdadero lugar en la vida para cada uno de nosotros, que
nos dará la seguridad y la felicidad completas, si sabemos hallarlo.
Si no encontramos ese lugar, no conoceremos nunca la felicidad ni
la seguridad, no importan todos los demás bienes que poseamos. Nuestro
verdadero lugar es el único donde podemos poner de manifiesto el
Reino de Dios, y decir con verdad, "Venga tu Reino".
Nosotros hemos visto cuán a menudo el hombre ejecuta su libre albedrío
de una manera negativa. Se permite a sí mismo pensar erróneamente,
con egoísmo, y este pensar injusto le acarrea toda suerte de dificultades.
En lugar de comprender que su función esencial es expresar a Dios,
estar siempre ocupado en los asuntos de Dios, él trata de dedicarse
a sus propios asuntos. Todos nuestros males se originan en esta
insensatez. Abusamos de nuestro libre albedrío, tratando de obrar
sin Dios; y las consecuencias naturales son todos los males, como
la enfermedad, la pobreza, el pecado, las penas, y finalmente la
muerte física. Ni por un instante debemos tratar de vivir para nosotros
mismos, o hacer nuestros planes sin contar con Dios, o suponer que
podemos ser felices o alcanzar éxito en cualquier otro camino que
no sea el de la Voluntad de Dios. Sea cual fuere nuestro deseo,
tanto si concierne a nuestro trabajo diario, a nuestros deberes
en el hogar, a nuestras relaciones con el prójimo, o a nuestros
proyectos personales, si buscamos nuestro bienestar personal en
vez de servir a Dios, estamos guardando para nosotros toda clase
de obstáculos, desilusiones e infelicidades, no obstante lo que
las apariencias muestren en ese momento. Mientras que si nos disponemos
a obrar conforme a lo que, mediante la oración, entendemos es Su
Voluntad, entonces nos estamos asegurando el éxito, la libertad,
el gozo, por mucho sacrificio y autodisciplina que ello pueda requerir
temporalmente.
Lo que nos trae cuenta es poner en armonía lo antes posible toda
nuestra naturaleza con la Voluntad de Dios, manteniendo una constante
comunión espiritual con El y observando una serena y continua vigilancia.
"Nuestra voluntad es nuestra para hacerla Tuya."
"En Su Voluntad está nuestra paz", dijo Dante, y La Divina Comedia
es en verdad un estudio de estados fundamentales de la conciencia:
el Infierno es la condición del alma que trata de vivir sin Dios;
el Paraíso, el alma que ha llegado a la unidad conciente con la
Voluntad Divina; y el Purgatorio, el alma que lucha para pasar de
un estado al otro. Fue este sublime conflicto del alma lo que arrancó
del corazón del gran Agustín este grito: "Tú nos has hecho para
Ti y nuestros corazones están inquietos hasta que no reposan en
Ti."
El pan nuestro de cada día dánosle hoy...
Porque somos los hijos de un Padre que nos ama, podemos esperar
de El todo lo que necesitamos. De manera natural y espontánea los
niños esperan recibir de sus padres todo lo que les falta, y de
igual manera debemos nosotros contar con Dios. Si con fe y conocimiento
lo hacemos así, jamás esperaremos en vano.
Es la voluntad de Dios que nuestras vidas sean sanas, felices, abundantes
en experiencias de dicha; que progresemos libre y constantemente,
día tras día y semana tras semana, a medida que vamos adelante en
el camino que conduce a la perfección. Para ese fin hemos menester
alimento, ropas, abrigo, medios de viajar, libros, etc; sobre todo
necesitamos libertad, y la Oración incluye todas estas cosas en
la palabra pan. El pan, es decir, no significa solamente el alimento,
sino todo lo que el hombre necesita para disfrutar una vida sana,
feliz, libre y armoniosa. Pero para obtener esos bienes tenemos
que demandarlos, no necesariamente en detalle, pero tenemos que
pedirlos, reconociendo a Dios, y sólo a Dios, como la fuente de
todo nuestro bien. Toda privación será siempre explicable por el
hecho de que hemos buscado nuestros bienes en alguna fuente secundaria,
en vez de recurrir a Dios mismo, el Autor y Dispensador de la vida.
Generalmente pensamos que nuestros recursos financieros nos vienen
de nuestras inversiones, o de ciertos negocios, o tal vez de nuestro
patrón; cuando en verdad éstos no son más que los canales por los
cuales nos viene lo que la Fuente Eterna provee. El número de canales
es infinito; la Fuente es Una. El medio particular por el cual recibimos
nuestros recursos de hoy, cambiará probablemente mañana, porque
el cambio es ley cósmica en la manifestación de la vida. El estancamiento
es la muerte, pero en tanto comprendamos que la Fuente de nuestras
posesiones es el Espíritu inmutable, todo va bien. Si un canal se
obstruye, otro se abrirá inmediatamente. Por otra parte, si creemos,
como la mayoría, que ese medio particular es la fuente de nuestra
prosperidad, tan pronto como se obstruya, lo cual ocurre a menudo,
nos encontraremos en la pobreza porque creemos que la fuente se
ha secado y los efectos en el plano físico son siempre tal y como
nos los imaginamos.
Tomemos el ejemplo de un hombre que considera su profesión como
la única fuente de sus recursos, y supongamos que, por una u otra
razón, pierde su puesto. Debido a que él cree que su posición es
su única fuente de ingresos, el perderla significará, naturalmente,
que sus ingresos cesan. De esta manera tiene que dedicarse a buscar
nuevo trabajo, y acaso transcurra un largo tiempo durante el cual
se vea prácticamente en la pobreza. Pues bien, si tal hombre, mediante
la comunión espiritual diaria, hubiese comprendido a Dios como el
único dispensador de sus bienes y a su puesto sólo como el camino
particular por donde venían, entonces, al cerrarse el que antes
tenía, otro —y probablemente uno mucho mejor— se habría abierto
inmediatamente. Si su confianza hubiese estado en Dios como fuente
de sus recursos —en Dios, que es inmutable, infalible, eterno—,
entonces nueva ayuda le habría llegado de alguna parte, a través
de cualquier canal, de la manera más fácil posible.
En un caso precisamente igual un hombre de negocios puede encontrarse
obligado, por razones que están fuera de su alcance, a cerrar su
empresa; o aquél cuyos recursos consisten en bonos y acciones puede
encontrar un día que sus valores han bajado a cero, debido a acontecimientos
inesperados en la bolsa, o a alguna catástrofe en una fábrica o
una mina. Si este hombre considera su negocio o sus inversiones
como su fuente de recursos, creerá entonces que tal fuente se ha
secado, y lógicamente sufrirá las consecuencias; mientras que si
su confianza descansa en Dios, permanecerá en cierto modo indiferente
al canal por el cual recibe, que será fácilmente suplantado por
uno nuevo. En suma, debemos ejercitamos en considerar a Dios como
la Causa o Fuente de donde nos viene todo lo que necesitamos, que
ya el canal —cosa enteramente secundaria— vendrá por sí mismo.
En su sentido más importante y profundo, nuestro pan de cada día
significa la realización de la Presencia de Dios —la íntima convicción
de que Dios no es solamente un nombre, sino la Gran Realidad—; la
seguridad de que, porque Él es Dios, perfectamente bueno, omnipotente,
sabio y misericordioso, no tenemos nada que temer; que podemos confiamos
a Él porque Él se encargará de nosotros, que Él quiere proveemos
de todo lo que hemos menester, enseñarnos todo lo que necesitamos
saber, y guiar nuestros pasos de tal manera que no cometamos errores.
Éste es el sentido de Emmanuel, o Dios con nosotros; y sepamos que
eso significa, sin lugar a duda, cierto grado de actual realización,
es decir, cierta experiencia consciente, y no un mero reconocimiento
teórico del hecho; no simplemente hablar de Dios, por muy bellamente
que lo hagamos, o pensar acerca de Él, sino tener de El una experiencia
real en algún sentido. Cierto que debemos empezar por pensar en
Dios, pero esto debe conducir a la realización de su Presencia,
que es el pan, o maná. He aquí el punto esencial. La realización,
o experiencia de Dios, es lo que importa. Ella es lo que marca el
progreso del alma, lo que asegura la demostración; o la manifestación
de Dios en nosotros. La realización, que nada tiene que ver con
elegantes teorizaciones de palabras, es "la sustancia de las cosas
que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven". Tal
es el Pan de Vida, el maná oculto; cuando uno lo tiene, posee todas
las cosas en verdad y en hechos. Jesús se refiere varias veces a
esta experiencia como pan, porque es el alimento del alma, tal como
el alimento material es para la nutrición del cuerpo. Con esta sustancia
el alma se desarrolla y se fortalece; privada de ella se marchita
y atrofia.
El más corriente error, por supuesto, es pensar que basta un reconocimiento
formal de Dios, o que hablar de las cosas divinas, por más poéticamente
que se haga, es lo mismo que poseerlas; pero esto es exactamente
lo mismo que suponer que mirar un plato de alimento o discutir acerca
de la composición química de sus ingredientes, equivale a comérselo.
Tal error es la explicación al hecho de que mucha gente ora durante
largos años sin resultados; porque si la oración es una fuerza viva,
es imposible orar sin que algún resultado se produzca.
La realización no se obtiene por mero deseo; ha de venir naturalmente
como resultado de la oración metódica diaria. Buscarla por el poder
de la voluntad es la vía más segura para no llegar a ella. Oremos
con regularidad serenamente, recordando que todo esfuerzo o agonía
mental se frustra a sí misma, y luego, tal vez cuando menos la esperemos,
como ladrón en la noche, la realización vendrá. Mientras tanto,
es bueno saber que toda clase de dificultades prácticas pueden ser
vencidas por la oración sincera, aun sin que ocurra una realización
consciente. Hemos sabido de algunas personas que han tenido sus
mejores demostraciones con un grado mínimo de realización; pero
en general no logramos el sentimiento de seguridad y bienestar,
al cual tenemos derecho hasta que percibamos en nosotros mismos
la Presencia Divina.
Otra razón por la cual la Presencia de Dios es simbolizada por un
alimento, es que la acción de ingerir nuestro sustento material
es esencialmente algo que debe ser hecho por nosotros mismos. Nadie
puede asimilar alimento por otro. Podemos emplear criados para que
hagan toda otra clase de menesteres; pero hay una cosa que tiene
que ser realizada por uno mismo: comer el propio alimento. De la
misma manera, nadie puede realizar por nosotros la Presencia de
Dios. Podemos y debemos ayudar a otros a sobrellevar determinadas
dificultades: "Sobrellevad los unos las cargas de los otros", pero
nadie puede pensar ni sentir por nosotros, y el acto de ver en espíritu
la "sustancia" y la "demostración" de la Presencia Divina no puede
ser cumplido sino por el individuo mismo.
Hablando de este "pan de vida". Jesús lo llama el "pan cotidiano".
La razón de ello es muy fundamental: nuestro contacto con Dios debe
ser latente y vivo. Es nuestra actitud real hacia Dios lo que gobierna
nuestro ser. "He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el
día de la salvación." La cosa más fútil del mundo es tratar de vivir
un concepto que pertenece al pasado. La cosa que tiene verdadero
valor espiritual en nuestra vida es verificar la Presencia de Dios
aquí y ahora. Nuestra más débil realización de hoy tiene infinitamente
más poder de ayudamos que la más viva de ayer. Seamos agradecidos
por nuestras experiencias pasadas, sabiendo que ellas quedan con
nosotros para siempre en el cambio que han operado en nuestro ser,
pero no confiemos un ápice en ellas para nuestras necesidades de
hoy. El Espíritu Divino Es, y el flujo y reflujo de la aprehensión
humana no lo hace cambiar. El maná del desierto en el Antiguo Testamento,
es el prototipo de esto. Las tribus que vagaban por el desierto
recibieron la promesa de que les caería del cielo cada día una cantidad
de maná suficiente para las necesidades de cada uno de ellos, con
la advertencia de que no guardasen nada para el día siguiente. Bajo
ningún concepto debían comer los alimentos del día anterior, y los
que desobedecían eran castigados con la pestilencia o la muerte.
Así es con nosotros. En tanto tratemos de sustentamos en nuestra
realización de ayer, estamos tratando de vivir en el pasado; y vivir
en el pasado es morir. El arte de la vida es vivir en el presente,
y hacer cada momento actual tan perfecto como sea posible, cayendo
en la cuenta de que somos instrumentos y la expresión misma de Dios.
La mejor manera de preparamos para mañana es hacer que el día de
hoy sea todo lo que debe ser.
Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos
a nuestros deudores...
Esta cláusula es el centro de gravedad de la Oración; la llave estratégica
de todo el Tratamiento Espiritual. Notemos que Jesús ha compuesto
esta maravillosa Oración de tal manera que corresponde perfectamente
a los estados sucesivos del desarrollo del alma, y del modo más
conciso y eficaz. No omite nada que sea indispensable para nuestra
salvación, y, sin embargo, tan concisa es que no sobra ni un pensamiento
ni una palabra. Cada idea ocupa su lugar en un orden lógico y armonioso.
Algo más sería redundancia; algo menos la dejaría incompleta. Este
punto que tratamos ahora concierne al factor crítico de perdonar
las ofensas.
Habiéndonos dicho lo que es Dios, lo que es el hombre, cómo funciona
el universo, cómo hemos de hacer nuestra parte —la salvación de
la humanidad y de nuestras propias almas— nos explica cuál es nuestro
verdadero alimento o provisión, y la manera de obtenerlo; y ahora
viene la cuestión del perdón de los pecados.
El perdón de los pecados es el problema central de la vida. El pecado
es una sensación de estar separados de Dios, y es la tragedia mayor
en toda la experiencia humana. Por supuesto que sus raíces están
en el egoísmo; el pecado es un esfuerzo para obtener un bien al
cual no tenemos derecho en justicia. Es una sensación de una existencia
exclusivamente personal, aislada, egoísta, mientras que la Verdad
del Ser es que todo es Uno. Nuestro ser real es Uno con Dios, inseparable
de Él, expresando Sus ideas, testificando de Su naturaleza —el Pensamiento
dinámico del Espíritu. Y como todos somos Uno con el gran Todo del
que somos espiritualmente una parte, de esto se deduce que somos
uno con todos los hombres. Precisamente porque "en El vivimos y
nos movemos y somos", todos, en un sentido absoluto, somos esencialmente
uno.
El mal, el pecado, la caída del hombre, representan la negación
de esta idea en nuestros pensamientos. Tratamos de vivir sin Dios,
de pasamos sin Él, como si tuviésemos una vida independiente, un
espíritu separado; como si nuestros proyectos, nuestros fines, nuestros
intereses fuesen distintos de los Suyos. Si tal fuese la verdad,
la vida del universo no sería coordinada y armoniosa, sino un caos
de rivalidades y de luchas; siendo separados de nuestro prójimo,
podríamos injuriarle, robarle, herirle, o hasta destruirle, sin
ningún perjuicio para nosotros mismos, más aún, cuanto más quitáramos
a los otros, tanto más tendríamos en nuestro provecho. Mientras
más pensásemos en nuestros propios intereses y más indiferentes
fuésemos al bienestar de los demás, tanto más poseeríamos. De ello
se seguiría naturalmente que nuestros prójimos tratarían de pagamos
con la misma moneda, y, de ser ello la verdad, el universo entero
se regiría por la ley de la jungla, y acabaría por destruirse a
sí mismo en la anarquía creada por su propia flaqueza. Afortunadamente,
ése no es el caso, y ahí reside la alegría de la vida.
No cabe duda que muchas personas se conducen como si creyesen que
la verdad es así, y muchas otras, que aparentemente no lo creen,
tienen, sin embargo, un sentimiento vago de que es así como están
organizadas las cosas, no obstante que su conducta no corresponda
a tal noción. Y es aquí precisamente donde se encuentra la verdadera
base del pecado en todas sus manifestaciones, resentimiento, condena,
celos, remordimientos, y toda la infinita gama del mal.
Esta creencia en una vida independiente y separada es el pecado
primitivo, y antes de esperar algún progreso en nuestra vida espiritual,
hemos de tomar el cuchillo y cortar esta cosa maligna de una vez
para siempre. Sabiendo esto. Jesús insertó en el punto crítico de
la oración una declaración cuidadosamente preparada, destinada a
dar cumplimiento a Su fin y al nuestro. Su cláusula con respecto
al perdón nos coloca en un trance definido, sin posibilidad alguna
de escape, evasión, reserva mental o subterfugio de ninguna clase,
a llevar a cabo el gran sacramento del perdón en toda su amplitud
y poderoso alcance.
Cuando repetimos inteligentemente la Gran Oración con reflexión
y sinceridad, nos encontramos de repente, por decirlo así, en un
callejón sin salida, no quedándonos más remedio que hacer frente
al problema. Tenemos positiva y definidamente que perdonar a todo
aquél a quien de alguna manera debamos perdón, principalmente a
aquellos que nos han ofendido. Jesús no deja lugar para ningún posible
rodeo en este aspecto tan importante. Él compuso Su oración con
más habilidad que la que ningún abogado desplegaría jamás en redactar
un contrato. De tal manera la ha formulado que, una vez fija en
ella la atención, nos es preciso, o perdonar a nuestros enemigos
con toda sinceridad, o nunca jamás repetir tal oración. Si tratamos
de recitarla sin perdonar de todo corazón, es probable que no podamos
terminarla. Este gran precepto central se nos adherirá en la garganta.
Notemos cuidadosamente que Jesús no dice, "Perdóname mis deudas
y yo trataré de perdonar a los otros". O "Veré si puedo hacerlo",
o "Yo voy a perdonar en general, pero reservándome ciertas excepciones".
Él nos obliga a declarar que hemos perdonado en verdad, y perdonado
a todos, y es de este perdón que depende el nuestro. ¿Quién es aquél
que posee gracia suficiente para decir sus oraciones, sin anhelar
al mismo tiempo el perdón u olvido de sus propios errores y faltas?
¿Quién sería tan insensato como para buscar el Reino de Dios sin
desear el verse redimido de su propio sentimiento de culpabilidad?
Nadie, sin duda. Pues de la misma manera nos encontramos cogidos
en la proposición ineludible de que no podemos demandar nuestra
libertad, antes de que hayamos liberado a nuestro hermano.
El perdón de las ofensas es el vestíbulo del Cielo, y Jesús, sabiéndolo,
nos ha conducido a la puerta. Hemos de perdonar a todo aquél que
nos haya ofendido de alguna manera, y dejar fuera toda censura de
la conducta de otros, si queremos entrar. Al mismo tiempo —cosa
no menos importante— hemos de liberamos de todo sentimiento de propia
condenación o remordimiento. Hemos de perdonar a los otros, y, habiendo
cesado de incurrir en nuestros pecados, nos es preciso aceptar que
Dios también los perdona a ellos, o no podremos alcanzar ningún
progreso espiritual. Uno tiene que perdonarse a sí mismo, pero no
podrá hacerlo sinceramente hasta que no haya perdonado a otros primero.
Habiendo perdonado a otros, uno debe estar listo para otorgarse
su propio perdón, porque rehusar hacerlo entraña solamente orgullo
espiritual. Y por este pecado cayeron los ángeles. Nunca se insistirá
demasiado en este punto; es necesario perdonar. Probablemente existe
muy poca gente en el mundo que alguna vez no haya sido ofendida,
o maltratada, o despreciada, o injuriada, o incomprendida, o tratada
injustamente de alguna manera por alguien. Estas heridas viejas
se ocultan en la memoria formando abcesos supurantes, y no hay más
que un remedio, extirparlas y arrojarlas fuera. Y para eso no hay
más que un método: el perdón.
Desde luego, nada hay tan fácil en el mundo como perdonar a quienes
no nos han hecho mucho daño; nada es tan fácil como olvidar las
pérdidas insignificantes. Todo el mundo está dispuesto a hacer esto.
Pero la Ley del Ser nos exige no solamente el perdón de esas bagatelas,
sino también de aquellas cosas tan duras de perdonar que al principio
nos parece de todo punto imposible hacerlo. El corazón dolorido
exclama: "Eso es mucho pedir. Tal cosa me ha herido demasiado. Es
imposible. No puedo perdonarlo." Pero el Padre Nuestro pone como
condición a nuestro perdón, que es escape de limitación y de culpa,
el perdón de los otros. No hay alternativa para esto; tiene que
haber perdón no importa cuán hondamente hayamos sido ofendidos,
o cuán terriblemente hayamos sufrido. Tenemos que perdonar.
Si nuestras oraciones no obtienen respuesta, indaguemos en nuestra
conciencia y veamos si hay alguien a quien todavía no hayamos perdonado.
Tratemos de descubrir si no hay algún viejo motivo que nos mantenga
llenos de resentimiento. Busquemos, no sea que aún alberguemos un
sentimiento de hostilidad (tal vez escondido en la convicción íntima
de que es nuestro derecho) contra algún individuo, grupo, nación,
raza, clase social, determinado movimiento religioso que desaprobamos,
un partido político, etc. Si es así, entonces hay
una acción de perdón que tenemos que llevar a cabo, y cuando lo
hagamos, probablemente podremos demostrar en nuestra vida la Presencia
de Dios. Si no podemos perdonar en el presente, tendremos que aguardar
hasta que podamos ver realizadas en nosotros las obras de Dios,
y también tendremos que posponer la recitación del Padre Nuestro,
so pena de colocamos en la posición de no desear el perdón de Dios.
Liberar a otros significa liberarse uno mismo, porque el resentimiento
es en realidad una forma de sujeción. Es una Verdad Cósmica que
se necesitan dos para hacer un prisionero —el propio prisionero
y su guardián—. No se puede ser prisionero de sí mismo; cada prisionero
debe tener su carcelero, y éste pierde la libertad tanto como su
cautivo. Mientras alimentamos resentimiento contra cierta persona,
estamos atados a ella por un enlace cósmico, por una verdadera cadena
de carácter espiritual. Estamos cósmicamente unidos a lo que odiamos.
La única persona tal vez a quien aborrecemos en el mundo, es la
misma a quien nos unimos por una cadena más fuerte que el acero.
¿Es eso lo que deseamos? ¿Es ésa la condición en la que queremos
seguir viviendo? Recordemos que pertenecemos a la cosa a la cual
estamos atados en pensamiento, y que, si ese enlace subsiste, tarde
o temprano el objeto de nuestro rencor intervendrá de nuevo en nuestra
vida, probablemente para causar nuevas calamidades. ¿Estamos dispuestos
a arrostrar tal contingencia? Sin duda que no. En ese caso la única
manera de liberamos es cortar los lazos que nos hacen vulnerables
por un acto puro de perdón. Desatemos el objeto de nuestro resentimiento,
y dejémoslo ir. Mediante el perdón nos libramos a nosotros mismos,
y salvamos nuestra alma. Y como la Ley del Amor es la misma para
todos, ayudamos también a nuestro ofensor a liberar la suya.
Pero ¿cómo, en el nombre de todo lo que es sabio y bueno, se llevará
a cabo el acto mágico del perdón, cuando hemos sido tan profundamente
lastimados que, aunque lo hemos deseado con todo el corazón, nos
ha sido completamente imposible perdonar, y habiéndolo intentado
una y otra vez hemos encontrado la tarea más allá de nuestras fuerzas?
La técnica del perdón es suficientemente simple, y no difícil de
poner en práctica tan pronto la entendamos. La única cosa esencial
es la voluntad de perdonar. Una vez sentado que deseamos perdonar
a nuestro ofensor, la mayor parte de la obra está hecha ya. El acto
de perdonar se convierte para muchos en un fantasma porque mantienen
la impresión errónea de que perdonar a una persona implica al mismo
tiempo, que tal persona nos agrade. Felizmente no es éste en modo
alguno el caso —no se trata de que nos guste alguien por quien no
sentimos espontánea simpatía, y en verdad no es posible sentir agrado
hacia otros por obligación—. Tratar de hacerlo equivale a querer
sujetar el viento en la mano cerrada, y si uno persiste en forzarse
a sí mismo a hacer tal, terminará por aborrecer a su ofensor en
grado aún mayor que antes. Muchos buenos cristianos solían pensar
que, cuando alguien los ofendía mucho, era su deber cultivar un
sentimiento de amistad y cariño hacia quien los maltrataba; y como
tal cosa es de todo punto imposible, resultaba que caían en tristes
estados de abatimiento y confusión, que terminaban necesariamente
en una deplorable sensación de fracaso y de pecado. No estamos obligados
a sentir amistad por nadie, a no ser espontáneamente; pero si estamos
bajo la ineludible obligación de amar a todos; amor o caridad, como
lo llama la Biblia, que significa un sentimiento activo e impersonal
de buena voluntad. Esta actitud no tiene directamente nada que ver
con nuestras simpatías individuales, aunque va siempre seguida,
tarde o temprano, por una maravillosa sensación de paz y felicidad.
Este es el método para llevar a cabo el perdón: Apartémonos a donde
podamos estar en quietud; repitamos una oración de nuestra preferencia,
o leamos un capítulo de la Biblia. Entonces repitamos serenamente,
"Yo perdono libre y totalmente a X; lo libero y lo dejo ir. Perdono
sin reservas todo lo tocante a este asunto. En todo lo que a mí
me concierne, está terminado para siempre. Dejo al Cristo que está
en mí toda mi carga. Ahora X está libre y yo también. Le deseo bien
en cada fase de su vida. Nuestro incidente ha terminado del todo.
La Verdad de Cristo nos ha hecho libres a los dos. Doy gracias a
Dios". Entonces levantémonos y vayamos a lo que nos interesa. Bajo
ningún concepto repitamos esta operación de perdonar, porque se
entiende que lo hemos hecho de una vez para siempre, y hacerlo una
nueva vez significaría tácitamente que hemos repudiado lo hecho
con anterioridad. Después, siempre que el recuerdo del ofensor o
de la ofensa venga a nuestra mente, bendigámosle brevemente, y echemos
fuera tal pensamiento. Hagamos esto cuantas veces tal pensamiento
nos inquiete. Volverá cada vez con menos frecuencia, y terminaremos
olvidándolo del todo. Luego, es posible que tras un intervalo más
o menos largo el viejo incidente vuelva a la memoria una vez más,
pero entonces comprobaremos que toda la amargura y resentimiento
han desaparecido, y que ambos estamos libres, con esa libertad perfecta
que conocen los hijos de Dios. El acto de perdón ha sido completo,
y una maravillosa experiencia de gozo inundará nuestro ser como
manifestación positiva de la Presencia de Dios en nuestra vida.
Todo el mundo debería practicar el perdón general todos los días.
Cuando hagamos nuestras preces diarias decretemos una amnistía general,
perdonando a cada uno que pueda habernos herido de alguna manera,
pero sin particularizar en lo más mínimo. Simplemente digamos: "Con
todo el corazón perdono a todos." Luego, si durante el día viene
el sentimiento de rencor a nosotros, bendigamos brevemente al culpable,
y fijemos la atención en otra cosa. Tal actitud disipará todo resentimiento
y toda condenación; tendrá una influencia vivificante en nuestra
salud y felicidad, y en verdad efectuará en nosotros un cambio revolucionario.
Y no nos pongas en la tentación, mas líbranos del mal...
Esta cláusula ha causado probablemente más controversias que ninguna
otra parte de esta oración. Para
muchas personas sinceras ha sido un verdadero tropiezo. Creen ellos,
y con razón, que Dios no podría conducir a nadie hacia tentación
o mal de ninguna clase, por lo cual el sentido de tales palabras
no suena sincero.
Por este motivo ha habido muchos intentos de modificar el contenido
de esa frase, pensando que Jesús no ha podido decir lo que tales
palabras suponen que dijo, y así se ha buscado cierta fraseología
que viniera más en concordancia con el tono general de Su enseñanza.
Heroicos esfuerzos se han hecho para variar el texto griego original;
pero ha sido tiempo perdido. La cláusula tal como está, expresa
a la perfección el contenido íntimo del mensaje. No olvidemos que
el Padre Nuestro abarca todos los aspectos de la vida espiritual.
Bajo su forma condensada constituye un manual completo para el desarrollo
del alma, y Jesús conocía bastante bien los peligros sutiles y las
dificultades sin número que el alma encuentra en cuanto comienza
a avanzar en el camino de la perfección. Como los que se hallan
todavía en una etapa preliminar de ese desarrollo no encuentran
tales dificultades, concluyen que esta cláusula es innecesaria;
pero se equivocan.
Cuanto más meditamos, cuanto más tiempo dedicamos a la oración,
tanto más se aumenta nuestra sensibilidad. Y si consumimos un gran
tiempo indagando acerca de las cuestiones que atañen a nuestra alma,
nos tomaremos extraordinariamente sensitivos. Ello es excelente
sin duda; pero como todo en este mundo, tiene sus peligros. Cuanto
más lejos se llega en el camino de la vida espiritual, tanto más
poder se gana en la oración; pero al mismo tiempo se hace uno más
vulnerable a nuevas tentaciones que son desconocidas a los novicios.
Se nota, además, que por faltas ordinarias, insignificantes a los
ojos de la mayoría, uno es castigado severamente; pero esto es bueno,
porque nos obliga a mantenemos en la línea recta, y en perenne vigilancia.
Las transgresiones aparentemente menores, "los zorros pequeños que
echan a perder nuestras viñas", malograrán todo nuestro poder espiritual
si no las atendemos prontamente.
Nadie que haya alcanzado este nivel espiritual será tentado a meter
la mano en la bolsa ajena, ni a robar una casa, pero ello no implica
que no tenga tentaciones, y las que se presenten serán cada vez
más sutiles, y por lo tanto más difíciles de vencer.
A medida que avanzamos en el terreno espiritual, nuevas y poderosas
tentaciones nos esperan en el camino, siempre listas a derrotamos
si no estamos vigilantes —la tentación de luchar por la propia gloria
en ensalzamiento en vez de por Dios; tentación de buscar honores
y distinciones, y aun ventajas, materiales; tentación de permitir
que las preferencias personales influyan en nuestros juicios cuando
es un deber sagrado tratar a todos los hombres con perfecta imparcialidad—.
Y más allá, y por encima de todos los pecados, está el pecado mortal
del orgullo espiritual, "la suprema flaqueza de un corazón noble",
que se embosca en este camino. Muchas almas elevadas que han pasado
victoriosamente todas las otras pruebas, han caído en una condición
de superioridad moral y propia justificación que ha venido a ser
como una cortina de acero entre ellos y Dios. El mucho saber comporta
mucha responsabilidad; y violar esa responsabilidad acarrea castigos
terribles. Noblesse oblige es una verdad primordial en las cosas
espirituales. El conocimiento que uno tiene de la verdad, por pequeño
que sea, es un sagrado depósito que nunca debe ser profanado. Así
como es cierto que no debemos "arrojar nuestras perlas a los cerdos",
ni imponer por fuerza la verdad allí donde no quieren recibirla,
no es menos cierto que debemos sabiamente diseminar el conocimiento
de Dios entre la humanidad, a fin de que "ninguno de estos pequeñitos
tenga hambre" a causa de nuestro egoísmo o indiferencia. "Apacienta
mis corderos, apacienta mis ovejas".
Los viejos escritores místicos estaban tan conscientes de estos
peligros que, con su don de alegoría, han representado al alma en
el camino ascendente como un viajero detenido en cada vuelta y sometido
a diversas pruebas antes de poder seguir. Si lograba pasar las pruebas
satisfactoriamente, podía continuar adelante con la bendición de
quien lo había desafiado. Pero si, desafortunadamente, fallaba,
se le negaba el paso.
Ocurre que algunas almas con escasa experiencia, ansiosas por un
rápido progreso, desean imprudente-mente someterse a toda clase
de pruebas, y aun se ponen a buscar dificultades que vencer, como
si sus propios caracteres no les presentasen ya amplia ocasión para
ejercitarse. Olvidan la sabia réplica de nuestro Señor en el desierto:
"No tentarás al Señor tu Dios", como está escrito, y los resultados
de obrar en contra son siempre desastrosos. Es por eso que Jesús
ha insertado esta cláusula, en la cual pedimos que se nos libre
de todo aquello que sea demasiado para nosotros de acuerdo con nuestro
nivel espiritual. Pero si somos sensatos orando diariamente por
sabiduría, inteligencia, pureza, y la guía del Espíritu Santo, jamás
nos veremos en presencia de ninguna dificultad contra la cual no
sean suficientes nuestros propios recursos para vencerla. "Ninguna
plaga tocará tu morada." "He aquí que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo."
Tuyo es el Reino y el Poder y la Gloria, por todos los siglos.
He aquí una estupenda cláusula sentenciosa en la que se resume la
verdad esencial de la Omnipresencia y la Totalidad de Dios. Significa
en verdad que Dios es el Todo en Todo; el hacedor, la acción y el
hecho, y podríamos decir también que el espectador. El reino en
este caso significa toda la creación, en todos los planos, porque
eso es la Presencia de Dios —Dios como manifestación o expresión.
El poder es evidentemente el poder de Dios. Sabemos que Dios es
el único poder; por eso cuando obramos u oramos, es realmente Dios
quien se expresa por medio de nosotros. Así como el pianista expresa
su música usando los dedos de su mano, aquellos que obedecen a Dios
vienen a ser como Sus dedos con los que El obra. Suyo es el poder.
Si cuando oramos mantenemos la idea de que es realmente Dios quien
actúa por medio de nosotros, nuestras oraciones ganarán inmensamente
en eficiencia. Digamos, "Es Dios quien me inspira". Antes de emprender
una obra cualquiera pensemos sinceramente, "La Divina Inteligencia
está actuando ahora a través de mí", y nos sorprenderemos de ver
con qué extraordinario éxito llevamos a cabo las tareas más difíciles.
El cambio maravilloso que se opera en nosotros a medida que realizamos
lo que la Presencia de Dios realmente significa, trasforma cada
fase de nuestra vida, volviendo la tristeza en gozo, la vejez en
juventud, las sombras en luz. Tal es la gloria —y la gloria que
nosotros recibimos es, por supuesto, la de Dios también— y la felicidad
que esa experiencia nos trae es, de nuevo. Dios mismo, quien está
consciente de esa felicidad a través de nosotros.
En años recientes, el Padre Nuestro se ha reescrito a menudo en
la forma afirmativa. Así, por ejemplo, la cláusula "Venga Tu reino,
hágase tu voluntad", viene a ser "Tu reino ha venido, tu voluntad
se está cumpliendo". Todas estas paráfrasis son interesantes y sugestivas,
pero su importancia no es vital. La forma afirmativa sería la más
conveniente con el propósito de curar, pero no es más que eso, una
forma de oración. Jesús usaba la forma invocatoria muy a menudo,
aunque no siempre, y su uso frecuente es indispensable para el desarrollo
del alma. No se debe confundir con la forma suplicatoria, en la
cual se demanda gimiendo como un esclavo que suplica a su dueño.
Esa actitud es siempre falsa. La forma más elevada de oración es
la contemplación, en la cual el pensamiento y el pensador se vuelven
uno. Ésta es la Unidad de los místicos, la cual es rara vez experimentada
en los primeros estados del desarrollo espiritual. Rece Ud. de la
manera que encuentre más fácil, porque la manera más fácil es el
mejor camino.
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