PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
A mis estudiantes de Gran Bretaña a América,
que han sido la
inspiración y el estímulo de este libro...
Este libro es la esencia destilada de muchos años de estudios
bíblicos y metafísicos, y de las muchas conferencias que he impartido.
Hubiera sido tarea más fácil escribir una obra más amplia; pero
mi objeto ha sido ofrecer al lector un manual práctico de desarrollo
espiritual, y con tal fin he condensado todo lo posible la materia
porque, como sabe muy bien todo estudiante, la concisión es indispensable
para alcanzar el dominio de cualquier asunto.
Que nadie imagine que es posible asimilar todo el contenido del
libro en una o dos lecturas. Es necesario repasarlo muchas veces
para comprender a fondo el sentido completamente nuevo de la vida
y la gama de valores absolutamente originales que el Sermón del
Monte presenta a la humanidad. Sólo entonces se experimentará el
Nuevo Nacimiento.
El estudio de la Biblia no es distinto de la búsqueda de diamantes
en África del Sur. Al principio, los exploradores hallaban sólo
unos pocos en el barro amarillo, felicitándose por su buena fortuna,
pensando que eso sería todo lo que verían.
Luego, a medida que iban cavando capas más profundas, llegaron al
limo azul y quedaron maravillados al encontrar en un día tantas
piedras preciosas como las que antes habían obtenido en un año,
y lo que antes les había parecido una gran riqueza ahora resultaba
insignificante en presencia del nuevo tesoro.
De igual manera, querido lector, en tu exploración de la Verdad
en la Biblia, procura no quedar satisfecho ante los primeros descubrimientos
espirituales, los del barro amarillo. Sigue hasta que puedas dar
con el rico barro azul que se halla en el fondo. La Biblia, sin
embargo, difiere de los terrenos diamantíferos por el hecho sublime
de que debajo del limo azul aún quedan en ella más y más estratos.
Éstos son cada vez más ricos y esperan el contacto de la percepción
espiritual para toda la eternidad.
Sobre todo, mi buen lector, cuando leas la Biblia, afirma constantemente
que la Sabiduría Divina te va iluminando.
Es el camino para recibir la inspiración del Todopoderoso.
He seguido la conveniente práctica moderna a la que se acomodan
muchos autores de libros metafísicos y que consiste en usar mayúsculas
en todos aquellos términos que representen aspectos o atributos
de Dios.
JESUCRISTO es, sin duda, la figura más importante que jamás haya
aparecido en la historia de la humanidad. Esto hemos de admitirlo;
no importa cómo le consideremos. Ello es verdad así le llamemos
Dios u hombre; y, si le consideramos hombre, ya le tengamos por
el más grande Profeta y Maestro del mundo, o meramente como un bienintencionado
fanático que, después de una efímera y tempestuosa vida pública,
sufrió el dolor, la ruina y el fracaso. Sea cual sea nuestra interpretación,
quedará el hecho incontrovertible de que su vida y su muerte, así
como las enseñanzas que se le atribuyen, han influido en el curso
de la historia más que las de cualquier otro hombre que jamás haya
vivido. Mucho más, incluso, de lo que lo hicieron Alejandro, o César,
o Carlomagno, o Napoleón, o Washington. Son muchas las personas
influenciadas por sus doctrinas, o al menos, por las que se le atribuyen;
se escriben, leen y compran multitud de libros acerca de Él; se
pronuncian más discursos (o sermones) sobre su persona que sobre
todos los nombres mencionados juntos.
Él ha sido la inspiración religiosa de toda la raza europea durante
los dos milenios en que ésta ha dominado y moldeado los destinos
del mundo entero —tanto cultural, como social, como políticamente—,
y durante el período en que toda la superficie terrestre fue por
fin descubierta y ocupada y sus rasgos salientes trazados por la
civilización.
Estos hechos lo colocan a El en el primer lugar de la importancia
mundial.
No hay, por lo tanto, empresa más elevada que la de inquirir e investigar
acerca de Sus ideales.
- ¿Qué enseñó Jesús?
- ¿Qué quiso verdaderamente que creyésemos e hiciésemos?
- ¿Cuáles fueron los fines que albergaba en su corazón?
Y,
- ¿Hasta qué punto logró cumplir estos fines con Su vida y con Su muerte?
- ¿Hasta qué punto ha expresado o representado Sus ideas el movimiento llamado cristianismo, tal como ha existido durante los últimos diecinueve siglos?
- ¿Qué alcance tiene el mensaje que el cristianismo de hoy presenta al mundo?
Si Él volviese ahora,
- ¿Qué diría, en general, de las naciones que se llaman cristianas,
y en particular de las iglesias cristianas, de los adventistas
del Séptimo Día, de los anglicanos, los bautistas, los católicos,
los cuáqueros, los griegos ortodoxos, los metodistas, los presbiterianos,
los salvacionistas o los unitarios?
- ¿Qué fue lo que enseñó Jesús?
Éstas son las preguntas que tengo intención de responder en este
libro. Me propongo demostrar que el mensaje que nos trajo Jesús
tiene un valor único porque es la Verdad, la única explicación perfecta
de la naturaleza de Dios y del hombre, de la vida y del mundo, así
como de la interdependencia que existe entre ellos. Y lo que es
más, encontraremos que Su enseñanza no es una mera apreciación abstracta
del universo, lo cual sólo tendría un interés académico, sino que
constituye un método práctico para el desarrollo del alma, un método
que nos sirve para reformar nuestra vida y nuestro destino, de manera
que podamos hacer de ellos lo que queramos. Jesús nos explica lo
que es la naturaleza de Dios y lo que es nuestra propia naturaleza;
nos habla del significado de la vida y de la muerte; nos enseña
por qué cometemos errores; por qué caemos en la tentación; por qué
enfermamos y nos empobrecemos, por qué nos hacemos viejos; y, lo
que es más importante, nos dice cómo pueden ser vencidos todos estos
males, y cómo podemos traer salud, felicidad, y prosperidad verdadera
a nuestras vidas y a la vida de los que nos rodean, si ellos lo
desean realmente.
Lo primero que tenemos que comprender es un hecho de importancia
fundamental, porque significa romper con los puntos de vista ordinarios
de la ortodoxia. La verdad es que Jesús no enseñó teología alguna.
Su enseñanza es enteramente espiritual o metafísica. El cristianismo
histórico, desafortunadamente, ha puesto su mayor atención en las
cuestiones teológicas y doctrinales, las que, por extraño que parezca,
no tienen nada que ver con la enseñanza evangélica en sí. Mucha
gente sencilla se sorprenderá al comprobar que todas las doctrinas
y teologías de las iglesias son invenciones humanas, nacidas en
la mente de sus autores e impuestas a la Biblia desde fuera. Pero
es así. No hay absolutamente ningún sistema teológico o doctrinal
que pueda ser hallado en la Biblia; sencillamente ninguno. Personas
honradas que sintieron la necesidad de obtener cierta explicación
intelectual de la vida, creyendo también que la Biblia era una revelación
de Dios al hombre, llegaron a la conclusión de que una debía encontrarse
dentro de la otra, y luego, más o menos inconscientemente, se pusieron
a crear aquello que querían encontrar. Pero les faltaba la llave
espiritual y metafísica. No estaban afirmados sobre lo que podemos
llamar Base Espiritual, y en consecuencia buscaron una explicación
de la vida puramente intelectual o tridimensional, y es imposible
explicar la existencia con semejante criterio.
La explicación verdadera de la vida del hombre descansa en el hecho
de su entidad esencialmente espiritual y eterna, y en que este mundo,
y la vida que intelectualmente conocemos, no son más que lo que
muestra un corte en sección de la verdad completa acerca de él.
Y un corte en sección de cualquier cosa —sea una máquina o un caballo—
no puede damos ni tan siquiera una explicación parcial de lo que
es el todo.
Mirando a un rinconcito del universo —y eso con ojos entreabiertos—
y colocándose en un plano exclusivamente antropocéntrico y geocéntrico,
los hombres han creado absurdas y horribles fábulas acerca de un
Dios limitado y semejante al hombre, que rige su universo tal como
un reyezuelo oriental, más bien ignorante y bárbaro, que manejara
los asuntos de su pequeño reino. A este ser así creado se le atribuyen
toda suerte de flaquezas humanas, tales como la vanidad, la inconstancia,
y el rencor. Luego surgió una leyenda forzada e inconsecuente acerca
del pecado original, la expiación por la sangre, el castigo infinito
por transgresiones finitas, y, en ciertos casos, se añadió una doctrina
increíblemente horrible de la predestinación al tormento eterno
o a la felicidad eterna. La Biblia no enseña ninguna teoría semejante.
Y si estuviera en los objetivos de la Biblia sostener tal cosa,
ello aparecería claramente expuesto en algún capítulo u otro, pero
no es así.
El "Plan de Salvación" que figuraba con tanta prominencia en los
sermones evangélicos y en los libros de teología de la pasada generación,
es tan desconocido para la Biblia como lo es para el Corán. Nunca
hubo tal plan en el universo, y la Biblia no lo expone en ninguna
manera. Lo que ha sucedido es que algunos textos oscuros del Génesis,
ciertas frases sacadas acá y allá de las epístolas de San Pablo
y unos cuantos versículos aislados de otras partes de las Sagradas
Escrituras, han sido entresacados y reunidos por los teólogos para
sostener la clase de doctrina que a su parecer debería encontrarse
en la Biblia. Jesús desconocía todo esto. Claro está que El no es
en modo alguno como Pollyanna o un optimista. Nos advierte, no ya
una vez sino muchas, que la obstinación en el pecado trae en verdad
muy serias consecuencias, y que el hombre que perdiere la integridad
de su alma, aun cuando ganare el mundo entero, resulta extremadamente
necio. Por otra parte, nos enseña que somos castigados a causa de
nuestros propios errores, o mejor aún, son nuestros propios errores
los que nos castigan. Jesús nos enseña también que cada hombre o
mujer, por encenegados que estén en lo impuro y malo, tienen acceso
directo a un Dios de misericordia, paternal y todopoderoso, quien
los perdonará y les proporcionará Su propia fortaleza para ayudarles
a descubrirse de nuevo a sí mismos, setenta y siete veces si es
necesario.
Jesús ha sido también mal comprendido y mal representado en varias
otras maneras. Por ejemplo, no hay ningún fundamento en su enseñanza
sobre el cual establecer determinada forma de eclesiasticismo, jerarquía,
o tal o cual sistema ritualista. Él no autorizó semejante cosa,
y, de hecho, todo el contenido de su pensamiento es definitivamente
antieclesiástico. A través de toda su vida pública lo vemos frente
a los clérigos y demás oficiales religiosos de su propio país. Por
eso ellos se le opusieron y lo persiguieron después, llevados por
un instinto de propia conservación —instintivamente sintieron que
la Verdad, tal como Él la exponía, anunciaba el fin de su poderío,
y más tarde le hicieron matar—. Él pasó por alto la pretendida autoridad
que tenían ellos como representantes de Dios; y hacia su ritual
y ceremonias no mostró otra cosa que impaciencia y desprecio.
Parece ser que, en materia religiosa, la naturaleza humana está
más predispuesta a creer en aquello que quiere que en tomarse el
trabajo de escudriñar las Escrituras con una mente abierta. Hombres
realmente sinceros, por ejemplo, se han abrogado el papel de guías
del cristianismo con los más imponentes y pre-suntuosos títulos,
y después se han vestido de hábitos elaborados y magníficos para
impresionar así a las gentes, pese a que su Maestro, en el más claro
lenguaje, ordenó estrictamente a Sus discípulos que no hiciesen
nada de eso "Pero vosotros no os hagáis llamar Rabbí, porque uno
solo es vuestro maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos"
(MATEO 23:8). Denunció a los fariseos como hipócritas.
Jesús, como veremos más adelante, no sancionó nunca la importancia
de ceremonias rituales, ni de leyes rígidas, ni de ordenanzas severas
de ninguna clase. En lo que sí insistió fue en que cierto espíritu
prevaleciera en la conducta de uno, siendo cuidadoso en enseñar
sólo principios, sabedor de que cuando el espíritu es recto los
detalles lo serán en consecuencia, "la letra mata pero el espíritu
vivifica", según lo demostraba el triste ejemplo de los fariseos.
Sin embargo, a pesar de esto, la historia del cristianismo ortodoxo
se compone en su mayor parte de esfuerzos encaminados a hacer observar
a los fíeles toda clase de ritos externos.
Un ejemplo lo tenemos en los puritanos, al querer imponer a los
cristianos el sábado de los judíos como día de descanso, a pesar
de que las leyes sabáticas eran una ordenanza puramente hebraica.
También lo tenemos en los crueles castigos sufridos por los que
descuidaban lo referente exclusivamente a la profanación del sábado;
y a pesar del hecho de que Jesús no miraba con simpatía la observancia
supersticiosa del sábado, diciendo que el sábado fue hecho para
el hombre y no el hombre para el sábado, e insistiendo en hacer
cualquier cosa que creyera oportuno en ese día. A través de Su enseñanza
se advierte claramente que el hombre debe hacer de cada día un sábado
espiritual, pensando y conduciéndose de una manera espiritual.
Es obvio, pues, que si el sábado hebreo fuera todavía impuesto a
los cristianos, como éstos no guardan su observancia sino la del
domingo, aún estarían incurriendo en las mismas consecuencias de
quebrantarlo.
Muchos cristianos modernos, sin embargo, se dan cuenta de que no
hay ningún sistema de teología en la Biblia, a menos que se quiera
ponerlo allí de forma deliberada, y han renunciado casi por completo
a la teología; pero todavía cuentan con el cristianismo porque sienten
intuitivamente que es la Verdad. En realidad, su actitud carece
de justificación lógica puesto que no poseen la Clave Espiritual,
que hace inteligible la enseñanza de Jesús, y por eso tratan de
racionalizar su actitud de diversas maneras. Tal es el dilema de
quien no posee ni la ciega fe de la ortodoxia, ni la interpretación
espiritual y científica de la Biblia.
Se encuentra sin sostén en todo aquello que no pertenece a la vieja
Escuela Unitaria. Si no rechaza del todo los milagros, siente gran
incomodidad con respecto a ellos; le desconciertan y quisiera que
no apareciesen en la Biblia, se alegraría mucho si los pudiera dejar
de lado.
Un bien conocido clérigo ha publicado recientemente una Vida de
Jesús que ilustra cuán falsa es esta posición. En este libro el
autor concede la posibilidad de que Jesús curase a algunas personas
o les ayudase a curarse a sí mismas; pero nada más. Niega rotundamente
los otros milagros. Según él, éstos no fueron más que las acostumbradas
leyendas que se forman alrededor de todos los grandes personajes
de la historia. Cuando ocurría la tempestad en el lago, por ejemplo,
los discípulos se hallaban en extremo asustados, hasta que se acordaron
de Jesús, y este pensamiento sólo sirvió para calmar sus temores.
Este hecho fue exagerado más tarde hasta convertirse en una historia
absurda que describía a Jesús mismo andando sobre las aguas para
acercarse al barco.
En otra ocasión, sigue el mismo autor, parece que Jesús reformó
a un pecador, levantándole de una sepultura de pecados, y esto,
años después, llegó a ser una leyenda ridícula en que se relata
la resurrección de un muerto. Otra noche, mientras Jesús oraba fervorosamente,
su rostro se iluminó con un extraordinario resplandor, y Pedro,
que se había dormido, se despertó sobresaltado. Años después Pedro
refería, en un cuento confuso, cómo le pareció ver a Moisés en aquella
ocasión. Así se creó la leyenda de la Transfiguración, y tal es
el origen de otros y otros ejemplos semejantes.
Por supuesto, debemos escuchar con compasión los argumentos sinceros
de un hombre que se halla impresionado por la belleza y el misterio
de los Evangelios, pero, faltándole la Clave Espiritual, cree sentir
que su sentido común y toda la erudición científica de los hombres
están en contradicción con el contenido de esos Evangelios. Pero
no es tan sencillo. Si los milagros no sucedieron realmente, todo
el resto de los Evangelios pierde su significación real. Si Jesús
no creyó que fuesen posibles, tratando de llevarlos a cabo —nunca,
es cierto, por ostentación, pero sí constante y repetidamente—,
si Él no creyó y enseñó muchas cosas en franca contradicción con
la filosofía racionalista de los siglos dieciocho y diecinueve,
entonces el mensaje de los Evangelios es caótico, contradictorio
y carente de todo significado.
No podemos eludir este dilema diciendo que Jesús no estaba interesado
en las creencias y supersticiones de su tiempo, y que las aceptó
más o menos pasivamente porque lo que le interesaba en verdad era
el carácter. Éste es un argumento débil, porque este carácter debe
incluir una comprensión de la vida inteligente y vital a la vez.
Asimismo debe incluir ciertas creencias y convicciones definidas
acerca de las cosas de importancia valedera.
Pero los milagros sí ocurrieron. Todos los hechos que los cuatro
Evangelios relatan de Jesús sucedieron, y muchos más. "Muchas otras
cosas hizo Jesús, que si se escribiesen una por una, creo que este
mundo no podría contener los libros" (JN. 21:25). Jesús mismo justificó
con sus obras lo que la gente estimó ser una extraña y maravillosa
enseñanza; pero Él fue aún más lejos y dijo refiriéndose a aquellos
que estudian y practican sus enseñanzas: "Las cosas que hago las
haréis, y muchas más aún."
Después de todo, ¿qué es un milagro? Los que niegan la posibilidad
de los milagros apoyándose en el argumento de que el universo es
un sistema de leyes que funcionan perfectamente sin que quepa el
más mínimo fallo, están en lo cierto. Pero olvidan que el mundo
que conocemos a través de los cinco sentidos, y cuyas leyes son
las únicas conocidas por la mayoría de los hombres, no es más que
un pequeñísimo fragmento de todo el universo existente en la realidad,
y que cada ley está subordinada a otra superior en un sentido de
menor a mayor. Ahora bien, el recurrir de una ley inferior a otra
superior no es realmente quebrantar la ley, porque la posibilidad
de tal cosa cabe dentro de la constitución suprema del universo.
Por eso, en el sentido correcto de lo que la violación de una ley
implica, los milagros no son posibles. Empero en el sentido de que
todas las leyes ordinarias y las limitaciones corrientes de lo físico
pueden ser abrogadas y contrarrestadas por algo más alto que las
comprenda, los milagros, en el sentido coloquial de la palabra,
no solamente son posibles sino que pueden ocurrir y ocurren.
Supongamos, por ejemplo, que un lunes nuestros asuntos se encuentran
en tal condición que, humana-mente hablando, es seguro que antes
que la semana termine se producirán determinados cambios. Puede
tratarse de cuestiones legales, acaso alguna dura resolución judicial
o problemas físicos en nuestra salud corporal. Puede que una alta
autoridad médica haya decidido que es indispensable una operación
muy delicada, o aún más, que estime su deber decir al paciente que
no hay esperanzas de que recobre su salud. Ahora bien, si en presencia
de tales condiciones el sujeto en cuestión pueden elevar su conciencia
por encima de las limitaciones del plano físico —lo cual no es más
que una enunciación científica de lo que hacemos cuando oramos—
las condiciones de ese plano serán cambiadas, y de un modo del todo
imprevisto e imposible normalmente, las trágicas consecuencias esperadas
se desvanecerán. La sentencia legal no se pronunciará, el paciente
se recuperará en lugar de tener que sufrir la operación o de morir,
y las cosas se arreglarán para el provecho de todos.
En otras palabras, los milagros, en el sentido corriente de la palabra,
pueden suceder y, en efecto, suelen suceder como resultado de la
oración. La oración tiene realmente el poder de cambiar las cosas.
Sí, gracias a la oración, las cosas pueden venir en forma muy diferente
a como hubieran venido de no haberse orado. No importa cuál sea
la dificultad que enfrentamos; no importan las causas que la hayan
producido. Suficiente oración barrerá la dificultad; solamente debemos
ser perseverantes en nuestra apelación a Dios.
La oración, sin embargo, es al mismo tiempo una ciencia y un arte;
y fue a la enseñanza de esta ciencia y de este arte que Jesús dedicó
la mayor parte de su ministerio. Los milagros de los Evangelios
sucedieron porque Jesús tenía aquella comprensión espiritual que
le daba un poder en la oración superior al que nadie había tenido
jamás.
Encontramos otro intento de interpretar los Evangelios digno de
tomarse en cuenta, que es el de Tolstoi. Éste trató de presentar
El Sermón del Monte como una guía práctica de vida, tomando sus
preceptos literalmente y pasando por alto la interpretación espiritual
de la cual no era consciente; asimismo hizo exclusión del Plano
del Espíritu en el cual no creía. Aceptando de la Biblia sólo los
cuatro Evangelios y suprimiendo de ellos los milagros, hizo un esfuerzo
tan heroico como vano de armonizar cristianismo y materialismo,
y, por supuesto, fracasó. Su verdadero lugar en la historia resulta
así no el del fundador de un nuevo movimiento religioso, sino el
del genio cuyo anarquismo práctico abrió el camino a la revolución
bolchevique tal como Rousseau preparó el advenimiento de la Revolución
Francesa.
Es la Clave Espiritual lo que revela el misterio del contenido de
la Biblia en general, y de los Evangelios en particular. Es esa
Clave o interpretación espiritual lo que nos explica los milagros,
y nos muestra cómo Jesús los hizo para probamos que nosotros también
podíamos hacerlos y libramos así del pecado, de la enfermedad y
de las limitaciones. Con esa Clave podemos prescindir de las inspiraciones
de la elocuencia, y deshacemos de interpretaciones de la Biblia
literales y supersticiosas, y no obstante entender que es ella el
más preciado y auténtico tesoro que posee la humanidad.
Desde fuera, la Biblia es una colección de documentos inspirados
que fueron escritos a través de siglos por hombres de todos los
tipos y en circunstancias diversas. Muy contados de estos documentos
que han llegado a nosotros son originales; en su mayoría se trata
de redacciones y compilaciones de fragmentos más antiguos, y el
nombre de los autores rara vez se sabe con seguridad. Esto, no obstante,
no afecta en lo más mínimo al propósito espiritual de la Biblia;
sino que en realidad carece de importancia. El libro, tal como lo
tenemos, es una fuente inagotable de la Verdad espiritual, no importan
los caminos por los que ha llegado a su forma presente. El nombre
del autor de un capítulo cualquiera no tiene más interés que el
de su amanuense a quien tal vez se lo hubiera dictado. La Sabiduría
Divina es el autor, y eso es todo lo que nos importa. La exégesis
o alta crítica se ocupa exclusivamente del aspecto externo, de la
letra de las Escrituras, pasando por alto su contenido profundo,
y tal crítica carece de valor desde el punto de vista espiritual.
El mensaje profundo de la Biblia nos es presentado a través de formas
diversas: historia, biografía, así como lírica y otras formas poéticas;
pero sobre todo se emplea la parábola para expresar la verdad espiritual
y metafísica. En ciertos casos, lo que nunca había sido destinado
a ser más que una parábola, fue interpretado literalmente durante
algún tiempo; de ahí que a menudo haya parecido que la Biblia enseña
cosas en completa contradicción con el sentido común. Un ejemplo
de esto lo tenemos en la historia de Adán y Eva en el Jardín del
Edén. Interpretado correctamente, este relato es tal vez la más
maravillosa de todas las parábolas. No fue el objeto del autor presentar
esta historia como verídica, pero muchos la han tomado así, dando
origen a toda una serie de absurdas consecuencias.
La Clave o interpretación espiritual de la Biblia nos libera de
todas estas dificultades, dilemas y aparentes inconsecuencias. Al
mismo tiempo, nos evita caer en las falsas posiciones del ritualismo,
del evangelismo y también del llamado liberalismo, porque nos da
la Verdad. Y la Verdad viene a ser nada menos que la sorprendente
pero innegable realidad de que todo el mundo exterior —sea el cuerpo
físico o las cosas comunes de la vida, los vientos y la lluvia,
las nubes, la tierra misma— está sujeto al pensamiento del hombre,
y que él puede dominarlo cuando adquiere conciencia de ello. El
mundo exterior, lejos de ser una prisión de circunstancias como
comúnmente se le supone, no tiene en realidad ningún carácter propio,
ni bueno ni malo. Su carácter es ni más ni menos que el que nuestros
pensamientos le dan. Es plástico a nuestro pensamiento, cuya forma
toma, y ello es cierto, entendámoslo o no, querámoslo o no.
Los pensamientos que a lo largo del día ocupan nuestra mente, nuestro
lugar secreto, están modelando nuestro destino hacia lo bueno o
hacia lo malo. Verdaderamente, toda la experiencia de nuestra vida
no es más que la proyección externa de nuestro pensamiento.
Ahora bien, está en nosotros elegir la clase de pensamientos que
albergamos en nuestro receptáculo mental. Acaso sea difícil cambiar
el rumbo ordinario de nuestro vicioso modo de pensar, pero puede
hacerse. Podemos escoger la índole de nuestros pensamientos —y en
efecto, siempre lo hacemos así—, por consiguiente, nuestras vidas
son justamente el resultado de nuestra selección mental. Son, por
lo tanto, la hechura de lo que nosotros mismos hemos dispuesto,
y en consecuencia, existe perfecta justicia en el universo. No existen
sufrimientos como consecuencia del pecado original de otro, sino
que recogemos la cosecha que nosotros mismos hemos sembrado. Poseemos
libre albedrío, pero este albedrío descansa en nuestra selección
mental.
Tal es la esencia de lo que Jesús enseñó. Ello es, como veremos,
el mensaje fundamental de toda la Biblia, pero no está expresado
con igual claridad a través de toda ella. En los primeros fragmentos
del libro brilla tenuemente como la luz de una lámpara envuelta
en velos, pero a medida que pasa el tiempo los velos van desapareciendo
sucesivamente y la claridad de la luz va haciéndose más fuerte,
hasta llegar a los pasajes de Jesucristo en que la luz alcanza su
máxima pureza y resplandor. La Verdad nunca cambia, lo que cambia
es la comprensión que de ella tienen los hombres. A través de los
siglos esta comprensión ha ido mejorando. En verdad, lo que llamamos
progreso no es más que la expresión exterior correspondiente a la
idea cada vez más adecuada y amplia que se van formando los hombres
de Dios.
Jesucristo recapituló esta Verdad, la enseñó cabalmente y a fondo,
y sobre todo la encarnó, es decir, la demostró en su propia persona.
Ahora muchos de nosotros podemos comprender intelectualmente lo
que debe significar la plenitud de este mensaje, de lo que sucedería
si se llegara a alcanzar una comprensión completa del mismo. Pero
lo que podemos demostrar es algo muy diferente. Aceptar la Verdad
es el primer paso, pero poco hemos adelantado hasta que no la probemos
en nuestras acciones cotidianas. Jesús demostró todo lo que enseñó,
hasta la victoria sobre la muerte en lo que llamamos la Resurrección.
Por razones que no viene al caso explicar aquí, sucede que cada
vez que superamos una dificultad por medio de la oración prestamos
una ayuda a toda la raza humana en general, presente, pasada y futura;
y la ayudamos a vencer esa misma clase de dificultad en particular.
Jesús, al vencer toda suerte de limitaciones a que la humanidad
vive sujeta, y en particular venciendo a la muerte, llevó a cabo
una obra de un valor único e incalculable y por eso es lícito lla-marle
Salvador del mundo.
En una ocasión de su ministerio que estimó conveniente, Jesús quiso
reunir y expresar toda su enseñanza en una serie de discursos, que
probablemente le llevaron varios días, hablando quizá dos o tres
veces al día. Este ordenamiento ha sido comparado en ocasiones y
con bastante exactitud, a cierto sistema de escuelas de verano que
tenemos hoy día.
Jesús aprovechó aquella oportunidad para hacer un resumen de su
mensaje o, lo que es lo mismo, para poner los puntos sobre las íes,
como se dice vulgarmente. Es natural que muchos de los presentes
tomaran apuntes, los cuales fueron más tarde debidamente reunidos
y ordenados como el Sermón del Monte. Cada uno de los cuatro evangelistas
recogió material de aquel sermón de acuerdo con sus puntos de vista
personales, y es Mateo quien nos da la versión más completa y coherente.
La presentación que él nos ofrece es una codificación casi perfecta
de la religión de Jesucristo, y es por esa razón que se ha escogido
la versión de Mateo como texto fundamental para este libro. Mateo
contiene lo esencial; es personal y práctico; es conciso y específico,
y no obstante su enseñanza es pictórica de luz. Una vez que el sentido
de sus conceptos ha sido debidamente comprendido, no falta sino
ponerlos fielmente en práctica para obtener enseguida los resultados.
La importancia y el alcance de tales resultados estarán en relación
directa a la sinceridad y constancia con que sus instrucciones sean
aplicadas. Ésta es una cuestión individual que cada uno tiene que
responderse a sí mismo "nadie puede salvar el alma de su hermano,
o pagar la deuda de su hermano". Podemos y debemos ayudamos unos
a otros en determinadas ocasiones, pero es menester que cada uno
de nosotros aprenda a hacer su propio trabajo y a dejar de pecar,
antes que pueda sucederle una cosa peor.
Si lo que deseamos realmente es cambiar nuestras condiciones de
vida; si realmente queremos transfor-mamos; si de verdad anhelamos
la salud, la serenidad y el cultivo espiritual, debemos poner nuestra
mira en el Sermón del Monte, porque allí Jesús nos dice lo que tenemos
que hacer. La tarea no es fácil, pero estamos seguros de que puede
realizarse porque otros lo han hecho. Mas es necesario pagar el
precio, y éste consiste en aplicar estrictamente los principios
de Jesús en cada aspecto de la vida y en cada hecho cotidiano, tanto
si sentimos el deseo de hacerlo como si no, y especialmente en aquellos
casos en que nos sentimos inclinados a no hacerlo.
Si estamos dispuestos a pagar ese precio, entonces el estudio de
este magnífico Sermón del Monte se convertirá para nosotros verdaderamente
en el Monte de la Liberación.
Descargar el Libro completo:
El Sermón del Monte PDF
Nota: Todos los artículos están en formato PDF,
si no tiene el Adobe Reader,
que es el software para poder leerlos, bájenlo en:
Adobe Acrobat Reader DC
Copyright © 2018 - Todos los derechos reservados - Emilio Ruiz Figuerola
Template by OS Templates