PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
La integridad del alma es la única cosa que importa. No hay otro
problema que resolver ni otra necesidad que satisfacer sino ésa,
porque teniéndola, se tiene todo. Y es por eso que Jesús se esfuerza
constantemente en hacemos comprender la abrumadora importancia de
esta verdad profunda, y en enseñarnos cómo podemos realizarla.
Él insiste en que ningún sacrificio es demasiado grande si asegura
la integridad del alma. Absolutamente toda cosa que la impide debe
abandonarse. Cueste lo que cueste, implique lo que implique, hay
que preservar la integridad del alma, porque todas las demás cosas
—los pensamientos, la conducta, la salud, la prosperidad, la vida
misma— dependen de ella. Mejor es sacrificar el mismo ojo derecho,
dice El, o amputar la mano derecha si fuera necesario, para que
el alma pueda conseguir la claridad de comprensión, sin la cual
no hay salvación alguna.
Todo lo que se oponga a nuestra comunión con Dios debe desaparecer
—un pecado, un viejo rencor todavía sin perdón, la codicia de cosas
materiales, cualquier cosa que sea, es necesario deshacerse de ella—.
Tales cosas, sin embargo, son tan evidentes, que el transgresor
no puede menos que descubrirlas. Pero hay otras, en cambio, más
sutiles, como el egocentrismo, el sentimos rectos según nuestra
propia estimación, el orgullo espiritual, y demás, que son muy difíciles
de percibir y exorcizar; pero hay que hacerlo. Algunas veces ocurre
que el ejercicio de cierta profesión, o la compañía de ciertas personas,
o el ser miembro de cierto grupo es lo que nos impide el camino.
En ese caso tampoco debemos vacilar: hay que pagar el precio.
También se ha dicho dicho: El que repudiare a su mujer, déle libelo
de repudio.
Pero yo os digo que quien repudie a su mujer —excepto el caso de
fornicación— la expone al adulterio, y el que se casa con la repudiada
comete adulterio. (MATEO, V 31-32)
En el tiempo en que Jesús enseñó, la ley hebraica concedía el divorcio
por razones insignificantes. Los casados que no vivían armoniosamente
estaban dispuestos a huir del problema obteniendo una disolución
y probando fortuna con otra persona. Pero ninguna felicidad permanente
puede ser obtenida de este modo. Mientras huyamos de un problema
lo continuaremos encontrando bajo una nueva apariencia a cada vuelta
del camino. La solución científica es hacer frente a la dificultad
allí donde aparece, mediante la acción espiritual o la Oración Científica.
Esto se aplica a los problemas matrimoniales tanto como a los otros,
si no más aún. Como nadie es perfecto, y tanto el querellante como
el delincuente tienen cada uno sus faltas, ambos deberían esforzarse,
si es posible, para restablecer la armonía. Si el que se cree ofendido
hace cuanto sea posible para ver en el otro la Verdad Espiritual,
es casi seguro que resultará una solución feliz.
Yo podría citar varios ejemplos. Una mujer que había adoptado esa
actitud mental hacia su marido, dijo después de algunos meses: "El
hombre del que me iba a divorciar ha desaparecido; y el hombre con
el que me casé ha vuelto. Ahora volvemos a ser completamente felices."
Si una persona cambia de una vocación a otra, o de un modo de vida
a otro sin efectuar un cambio en sí misma, cada vez se encontrará
más o menos en las mismas condiciones. De la misma manera, los que
se divorcian fácilmente volviendo a casarse de nuevo, acaban siempre
tan descontentos como empezaron. Los problemas matrimoniales, como
cualquier otra clase de dificultades, deben resolverse cuando se
presentan por medio de la Oración Científica.
Sin embargo, lo que un hombre o una mujer pueden soportar en el
matrimonio tiene su límite, y en casos excepcionales la disolución
es el mal menor; pero sólo debe recurrirse a ésta en último extremo.
Sabemos que Jesús se abstuvo siempre de formular reglas a cal y
canto para los detalles de nuestra conducta, persuadido de que,
si obedecemos sus principios, nuestros actos se producirán en consecuencia;
y podemos estar seguros de que con su manera eminen-temente realista
y práctica de afrontar los problemas humanos. Él habría encontrado
en cada caso particular la solución sabia y misericordiosa. Fue
así como, a pesar de las Escrituras, Él perdonó a la mujer adúltera
y la despidió en paz, no obstante que, según la Ley de Moisés todavía
vigente en aquel tiempo, ella debería haber sido apedreada. Todos
aquellos que estén en duda acerca de cómo actuar en una situación
como ésta, cualesquiera que fueren las circunstancias, tienen a
mano un sencillo recurso —la Oración Científica—. Deberán afirmar
mentalmente que la Sabiduría Divina los está iluminando y dirigiendo
en sus acciones, y evitar los pasos definitivos hasta haber encontrado
en la propia conciencia la guía precisa.
Esta misma regla sirve para todas las situaciones de la vida. No
acudamos precipitadamente al divorcio, o tratemos enseguida de amputar
lo malo; dejemos más bien que la dificultad vaya disolviéndose hasta
que desaparezca por completo en nuestra acción espiritual. Así lo
hizo la mujer que dijo que el hombre con quien se casó había vuelto;
y consideró que su demostración era perfecta.
También habéis oído que se dijo a los antiguos: No perjurarás; antes
cumplirás al Señor tus juramentos.
Pero yo os digo: No juréis en ninguna manera: ni por el cielo, porque
es el trono de Dios; Ni por la tierra, pues es el escabel de sus
pies; ni por Jerusalén, pues es la ciudad del gran Rey.
Ni por tu cabeza jurarás tampoco, porque no está en ti volver uno
de tus cabellos blanco o negro.
Sea vuestra palabra: Sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, de
mal procede. MATEO, V 23-27)
No juréis, es uno de los puntos cardinales que Jesús enseña. Quiere
decir, brevemente, que no debemos hacer votos, que no debemos hipotecar
el futuro de antemano. No prometer hacer o dejar de hacer algo mañana,
o el año próximo, o de hoy en treinta años. Es insensato disponer
hoy nuestra conducta o nuestras creencias de mañana. Es parte vital
de la enseñanza de Jesús esta obligación de buscar constantemente
la inspiración directa de Dios, y mantenemos siempre listos para
permitir al Espíritu Santo manifestarse por medio de nosotros. Pues,
si decidimos de antemano lo que vamos a hacer, o a creer, o a pensar
mañana, o el año que viene o el resto de la vida, y en especial
si tomamos esta decisión irrevocable por el acto solemne de un voto,
ya no estamos accesibles a la acción del Paracleto, sino que por
este acto le cerramos la puerta. Si queremos dejamos guiar por la
Sabiduría Divina, es absolutamente necesario que mantengamos abierta
la mente, porque muy a menudo ocurre que la actitud sabia no concuerda
con nuestras opiniones personales o sentimientos del momento. Si
por un voto o una promesa hemos comprometido nuestra alma, nuestra
libertad se ha perdido; y si no somos libres, la acción del Espíritu
Divino no puede efectuarse. Éste es, en efecto, ni más ni menos
que el pecado contra el Espíritu Santo del que habla la Biblia;
pecado que ha asombrado tanto a los corazones sensibles, y del cual
existe un falso concepto general.
¿Cuál es ese pecado contra el Espíritu? Tal pecado consiste en toda
acción que impida en nosotros la obra del Espíritu Santo; todo aquello
que intercepte la acción vivificante y siempre renovadora de Dios,
porque ese hecho es la vida espiritual misma. El castigo de este
error es el estancamiento espiritual, y puesto que el único remedio,
en este caso, es buscar la acción directa del Espíritu Santo y nuestro
error consiste precisamente en impedir esa acción, la condición
resultante de ello es un lamentable círculo vicioso. Es evidente
que las cosas no pueden cambiar mientras persistamos en nuestra
equivocación. De ahí que, en este sentido, el pecado se convierte
en irremisible, es decir, no tiene perdón. El problema no puede
resolverse de ninguna manera hasta que la víctima no esté lista
para cambiar su actitud. Los síntomas de esta enfermedad son la
parálisis del alma y la falta de poder para elevarse hacia la Verdad;
síntomas éstos que van acompañados muchas veces de un sentimiento
de superioridad moral y de orgullo espiritual.
Naturalmente, Jesús no quiere decir que no debemos comprometemos
en los negocios ordinarios de la vida, tales como tomar en alquiler
una casa, firmar un contrato, aceptar un socio, o tantas otras cosas.
Tampoco quiere decir que el juramento ordinario exigido por los
tribunales es inadmisible, porque estas cosas facilitan las transacciones
entre los hombres y son correctas y necesarias en una sociedad organizada.
El Sermón del Monte, como hemos visto, es una disertación sobre
la vida espiritual, que lo dirige todo. El que comprende la enseñanza
espiritual de Jesús y la pone en práctica no podrá faltar a una
obligación de honor. Será un buen inquilino, un socio honrado, y
un testigo digno de confianza ante los tribunales.
Muchas iglesias exigen todavía a sus ministros, en el momento de
su ordenación, que prometan so-lemnemente que van a continuar creyendo
durante el resto de su vida en las doctrinas de su secta particular,
y esto ocurre en un momento de su ejercicio en que todavía son jóvenes,
y sus mentes carecen de madurez. Esto es exactamente lo que Jesús
quería evitar. Si un joven ora todos los días pidiendo esclarecimiento
y dirección, es evidente que no seguirá guardando las mismas ideas
a medida que envejezca, sino que las irá ampliando y corrigiendo
continuamente. El hombre que es hoy, morirá cada día, para renacer
al día siguiente más sabio y mejor.
Otros movimientos religiosos todavía exigen a sus miembros que acepten
determinado libro de reglas e instrucciones destinadas a servirles
de guía perpetua; pero esto resulta fatal porque impide automáticamente
que se realice la acción del Espíritu Divino. En lo que a esto respecta,
ciertas iglesias organizadas recientemente están tan faltas de sabiduría
como las antiguas. Cada persona debe, en cada momento, ser libre
de dirigir los asuntos de su alma según la inspiración recibida
del Altísimo. Orar o dejar de orar, hacerlo de esta manera o de
otra, leer o no ciertos libros, asistir o no a la iglesia —todo
esto no puede planearse arbitrariamente de antemano, sino que debe
decidirse según la urgencia espiritual del momento.
En este mismo espíritu fatal, algunos directores espirituales prohíben
a sus discípulos que lean otros libros religiosos que no sean los
de su propia iglesia. Éste es un crimen contra la vida misma del
alma, y resulta tan espantoso que no hay palabras para calificarlo.
En general, este mandamiento contra las reglas a cal y canto se
aplica sobre todo a nuestras oraciones. Muchas personas se han fabricado
moldes rígidos para la expresión de sus oraciones, pero de esa rigidez
resulta infaliblemente, tarde o temprano, la destrucción de la vida
espiritual. Unos dicen: "Siempre comienzo con la plegaria del Señor"
o con cierto Salmo o alguna otra cosa. Todo esto debe evitarse,
porque siempre conviene orar según la inspiración del momento, guiados
por la acción del Espíritu Santo. Es la oración espontánea, el pensamiento
que se produce en el momento mismo, lo que tiene la eficacia suficiente.
Un pensamiento que se nos da de esta manera tiene diez veces más
poder que uno que pudiéramos seleccionar de antemano. Recordemos,
sin embargo, que sólo las reglas inflexibles deben evitarse. Es
bueno tener algunos modelos de oraciones que podrán ser usadas cuando
no se presente algo mejor; y a la mayoría de los principiantes tal
cosa les será necesaria por algún tiempo. Lo que importa es estar
siempre dispuesto a abandonar la regla para escuchar al Espíritu.
Algunas veces se llega a un extremo en que las oraciones parecen
no tener resultado. Esto se debe con frecuencia a que la forma reglamentada
de la oración la ha convertido en una cosa maquinal. En tal caso,
es necesario buscar a tientas alguna inspiración, dejarse guiar
por el primer pensamiento que llegue, o bien tratar de descubrir
la inspiración abriendo la Biblia a la ventura.
Este pasaje del Sermón nos enseña, además, que no debemos empeñamos
en señalar nosotros mismos
determinadas condiciones o circunstancias, o soluciones particulares
a nuestros problemas. Cuando tengamos que enfrentamos a alguna dificultad
debemos pedir espiritualmente la armonía y la libertad, pero no
tratar de determinar la solución exacta que haya de acontecer, o
decidir el curso exacto que vayan a seguir las cosas. Si uno se
resuelve de antemano a obtener una cosa particular, podrá, si tiene
cierto tipo de mentalidad, lograrla; pero de ese ejercicio del libre
albedrío resulta, casi infaliblemente, una serie de complicaciones.
La persona obtendrá lo que deseaba, pero luego lo lamentará profundamente.
Sí, sí; no, no, representan lo que llamamos en la Oración Científica
la Afirmación y la Negación, res-pectivamente. Éstas son la Afirmación
de Verdad y Armonía y la Omnipresencia de Dios en la Realidad; y
la negación de cualquier poder en el error y la limitación.
Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo, y diente por diente.
Pero yo os digo: No resistáis al mal, y si alguno te abofetea en
la mejilla derecha, dale también la otra;
Y al que quiera litigar contigo y quitarte la túnica, déjale también
en manto, y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos.
Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo
prestado (MATEO V, 38-42)
Jesús es el más revolucionario de todos los maestros. El vuelve
las cosas de arriba abajo para los que aceptan su enseñanza. Una
vez que se acoge su mensaje, todo cambia de aspecto; nada vuelve
a ser como era antes. Todos los valores humanos se transforman de
manera radical. Aquellas cosas en las cuales con-sumíamos caudales
de energía y de tiempo, parecen luego no valer en absoluto la pena
de poseerse, mientras que otras que pasábamos por alto llegan a
ser las únicas que nos importan. Comparados con Jesús, el resto
de los revolucionarios y reformadores de la historia no han hecho
más que escarbar en la superficie —arreglando un poco los detalles
externos y de menor importancia—. En cambio Jesús ahondó hasta la
raíz misma de las cosas.
La Vieja Ley, destinada a mantener cierto grado de orden, por rudimentario
y sencillo que fuese, entre un pueblo bárbaro —porque cualquier
ley es siempre mejor que la anarquía— se había basado en la conocida
frase: ojo por ojo y diente por diente. Cualquier daño que un hombre
hiciese a otro, tendría que sufrirlo en sí mismo por vía de castigo.
Si mataba a otro, la ley lo mataba a él. Si le sacaba un ojo a otro
hombre los oficiales de la justicia le sacaban el suyo propio. En
la medida en que él dañara o perjudicara a otro, estaba condenado
a recibir en sí mismo idéntico castigo. Y sin embargo, un código
así era mejor que ninguno, y acaso no fue malo como comienzo. Para
gente bárbara, incapaz de apreciar la idea abstracta de la justicia
y de ver más allá de la pasión momentánea, sin imaginación para
darse cuenta de un castigo que no era obvio esto sirvió, sin duda
alguna, en la mayoría de los casos, de freno eficaz a los instintos
primitivos. Luego, a medida que pasó el tiempo y la barbarie se
fue convirtiendo en civilización, la misma opinión pública se fue
encargando de modificar paulatinamente este código primitivo hasta
hacerse menos rudo y brutal de lo que había sido hasta entonces.
Tal me el caso en lo que a la justicia pública se refiere. En la
vida privada, no obstante, el viejo código continuó imperando en
los corazones y en las mentes, aunque ya sin traducirse en actos
de extrema violencia; y no es exagerado decir que su influencia
ha subsistido hasta la hora presente. El deseo de venganza, de recobrar
lo propio, de traer las cosas a su nivel de una manera u otra cuando
nos han lastimado o hemos sufrido una injusticia o hemos sido testigos
de cosas que no aprobamos, subsiste todavía en nosotros —y seguirá
subsistiendo a menos que lo destruyamos deliberadamente—. "La venganza",
dijo Bacon, "es una clase de justicia salvaje", y el hombre natural,
con su instintiva sed de justicia (porque la verdadera justicia
es parte de la Divina Armonía, y los hombres en cada etapa de su
desarrollo parecen tener un destello intuitivo de esa Armonía Espiritual
y Divina que se esconde tras todas las apariencias) siente que el
camino más exitoso para restablecer el roto equilibrio de la justicia,
no es otro que pagar con la misma moneda.
Pero éste es precisamente el error fatal que se encuentra en la
raíz de toda discordia, pública o privada, en este mundo. Es la
causa directa de las guerras internacionales, de las discusiones
en familia y de las querellas personales y, como veremos en el estudio
científico de la Biblia, es también la causa de muchas, si no de
la mayor parte, de nuestras enfermedades y otras miserias que acaecen
en la vida del hombre. Pero he aquí que Jesús siempre nos expone
el reverso de esta situación, es decir, que si alguien nos hace
daño, en lugar de buscar venganza o de pagarle con la misma moneda,
debemos perdonarle y dejarle ir en paz. No importa cuál sea la provocación
ni cuántas veces se haya repetido; hemos de proceder de esa manera.
Conviene liberarle y dejarle ir en paz, porque solamente así conseguiremos
liberamos a nosotros mismos, y de este modo podremos conservar la
integridad de nuestra alma. Devolver mal por mal, responder a la
violencia con la violencia y al odio con el odio, es entrar en un
círculo vicioso en el que se consumirá nuestra vida y también la
de nuestro hermano.
"El odio no cesa con el odio", dijo la Luz de Asia, enunciando con
muchos siglos de anterioridad esta gran Verdad Cósmica; y Jesús,
la Luz del Mundo, la puso en primer lugar en su enseñanza, porque
es la piedra angular de la salvación.
Esta doctrina de la "no-resistencia al mal" es el gran secreto metafísico.
Al mundo profano que no lo puede comprender, esta rendición completa
al agresor le parece un suicidio moral; sin embargo, a la luz revelada
en Jesucristo, adquiere un aspecto nuevo, y vemos que en realidad
constituye una estrategia espiritual admirable. Cuando consideramos
con hostilidad una situación, le damos el poder de gobernamos; cuando
no le ofrecemos resistencia, la privamos del poder y el prestigio.
Como hemos visto. Jesús es el Supremo Metafísico, y Él mismo se
interesa solamente por los estados de conciencia, los pensamientos
y las creencias que adoptan los hombres, porque éstas son las cosas
que importan, las cosas en las que residen las fuerzas causales.
El no da instrucción alguna en lo referente a los detalles de la
conducta o las acciones exteriores; y cuando habla de los procedimientos
de la justicia, de la ropa y del manto, de prestar o pedir prestado
y de volver la otra mejilla, está sirviéndose de símbolos para describir
estados mentales, y estas palabras no deben interpretarse en un
sentido literal. Esto no representa un intento de evadirse o de
evitar comentar un texto difícil. Nunca recordaremos demasiado que
si nuestro pensamiento es justo, nuestra conducta no puede ser mala;
y por otra parte, toda acción motivada por causas exteriores puede
ser mala o buena, porque no hay reglas generales adecuadas para
una conducta recta. Ningún maestro puede decir que determinada acción
será justa en cualquier tiempo, porque el juego de circunstancias
de la vida es demasiado complicado para una predicción tal. Cualquier
persona con la más ligera experiencia del mundo sabe, por ejemplo,
que prestar dinero sin discriminación a cuantos lo pidan no es siempre
un acto sabio —muchas veces incluso injusto para uno mismo y para
los que de uno dependen, y en muchos casos hasta al que recibe el
dinero prestado le resulta un mal en lugar de un bien—. Notemos
que Jesús mismo, cuando le golpearon en casa de Pilato, hizo frente
con dignidad solemne a sus agresores. La exhortación de volver la
otra mejilla no tiene más que un valor simbólico. Se refiere a lo
que debemos hacer con los pensamientos cuando estamos en presencia
del error, y simboliza el acto de oponerle al error, no otro error,
sino la Verdad, lo cual funciona generalmente como por arte de magia.
Cuando alguien esté comportándose mal a nuestros ojos, si en vez
de pensar en la falta cometida apartamos la atención de lo humano
para fijarla en lo Divino o en la Realidad Espiritual de la persona
en cuestión, veremos cómo su conducta cambiará de forma inmediata.
Este es el secreto para tratar con personas de carácter difícil,
y Jesús había comprendido esto profundamente Si los que nos rodean
se molestan, no tenemos más que cambiar deliberadamente nuestro
pensamiento respecto a ellos, y enseguida cambiarán ellos también.
Tal es la verdadera venganza. Este procedimiento ha sido probado
miles, acaso millones, de veces; y nunca falla si se aplica de buena
fe. A veces es hasta divertido verlo funcionar como un mecanismo.
Si alguien entra de mal talante en nuestra casa, en la oficina o
en la tienda donde estamos, no le contrarrestemos agresivamente
ni pensemos en huir de la dificultad; todo lo contrario. Fijémonos
en la Armonía Divina, y nos complaceremos al ver cómo la ira desaparece
de su semblante y se sustituye por otra expresión. Sus facciones
sin duda revelarán el cambio progresivo que tiene lugar en el corazón.
Tal vez puede que al principio nos sea más fácil llevar a cabo el
"tratamiento" sin mirar directamente al sujeto, pero cuando tenga-mos
práctica nos será posible ver a través de él la Verdad Espiritual.
Una mujer se incomodó oyendo a dos hombres que trabajaban debajo
de su ventana y que, ignorando su proximidad, se expresaban de una
manera grosera. Por un momento la ira y el desprecio se levantaron
en ella pero, recordando este mandamiento, enseguida concentró su
atención en la Presencia Divina en cada uno de los hombres —presencia
que duerme en el fondo del corazón de todo ser humano— y (hablando
en términos religiosos modernos) saludó mentalmente al Cristo que
había en ellos. Al instante cesó el lenguaje vulgar. Ella dijo que
fue como si la conversación se hubiera cortado con un cuchillo.
Probablemente ella se dio cuenta de una forma tan intensa de la
Verdad y, en ese caso, los dos hombres recibieron una sustancial
elevación, un le-vantamiento espiritual, y acaso quedaron del todo
curados de su vulgaridad oral.
Todos los que han tenido alguna experiencia en estas aplicaciones
prácticas de la Verdad podrían citar numerosos ejemplos en los que
se ha restablecido la armonía por este método sencillo de Jesús.
Los animales responden aún más fácilmente a este tratamiento que
los seres humanos. Recuerdo dos ocasiones en que unos perros luchaban
con tal ferocidad entre ellos que todos los esfuerzos para separarlos
habían resultado inútiles, cuando la visión mental del Amor Divino
en todas las criaturas bastó para restablecer la paz. En uno de
estos casos el efecto tomó varios minutos; en el otro fue prácticamente
instantáneo.
Algunas veces ocurre que uno se encuentra en un grupo donde la conversación
tiende a ser muy negativa. Se habla de enfermedades o desgracias
de toda índole, describiéndolas detalladamente, o se critica sin
piedad a los ausentes. Por una u otra razón puede sernos difícil
abandonar la reunión; en tal caso, nuestro deber es claro: debemos
mentalmente "volver la otra mejilla", y ayudar así tanto a los que
hablan como a sus víctimas "Déjale también la capa" y "vete con
él dos millas", son dos expresiones dramáticas que subrayan aún
más el principio de no ofrecer resistencia mental a las condiciones
aparentes del mal. Simpaticemos con la actitud del prójimo tanto
como sea posible, concedamos cada punto que no sea absolutamente
esencial, y redimamos el resto con la Verdad de Cristo. Nunca nos
rindamos al error, por supuesto; pero es al pecado y no al pecador
a quien debemos condenar.
Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu
enemigo.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os
persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los
cielos: Él hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre
justos e injustos.
Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No
hacen esto también los publicanos?
Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más?
¿No hacen esto también los gentiles? (MATEO V, 43-48)
Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced
bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os
persiguen. "El odio no cesa con más odio", he aquí el mismo tema
otra vez; pero ahora Jesús presenta esta verdad fundamental de una
manera tan clara y sencilla que hasta un niño de corta edad puede
entenderla. En lugar de odiar al que parece ser nuestro enemigo,
como el instinto primitivo nos incita a hacer, debemos amarle. A
las maldiciones debemos responder con bendiciones; al odio, con
bondad. Debemos orar en especial por aquellos que llevan las cosas
hasta el extremo de perseguimos. Jesús nos lo dice de una manera
plena y directa, y a fin de ser comprendido por todos, hasta por
los más sencillos; añade: "Si al amor respondéis con amor, ¿qué
recompensa tendréis?" Nada seguramente, porque cualquiera haría
otro tanto. Para adelantar en los caminos del espíritu hay que hacer
mucho más. Hay que deshacerse de la hostilidad y del resentimiento;
hay que cambiar el estado mental hasta ser consciente sólo de la
armonía y la paz interiores, y mantener un sentimiento de buena
voluntad hacia todos.
Este sistema no solamente es el más práctico, sino que, por razones
que forman la base del Sermón del Monte, es el único con el cual
se puede hacer algún progreso. La misma salud física, por ejemplo,
es un bien del cual no podemos gozar indefinidamente si no guardamos
sentimientos de misericordia y de buena voluntad hacia los demás;
y aun nuestra prosperidad material desaparecerá un día si nuestra
alma no se ha purificado de la hostilidad y la condenación. En efecto,
tal libertad es requisito sin el cual es imposible progreso alguno,
y todos los que tengan sentido espiritual reconocerán fácilmente
esto cuando les toque a ellos. Todo aquél que llega a ser consciente
del significado de la Idea Espiritual encuentra que estos versículos
constituyen una lección maravillosa para la práctica del tratamiento
espiritual o la Oración Científica. La Idea Espiritual es la comprensión
del hecho fundamental de la permanencia, la omnipresencia y la omnipotencia
del Bien; y la comprensión de que el mal es una ilusión transitoria,
sin base ni carácter propio, que es destruido por la Oración Científica.
De ahí que, lo que podemos llamar el secreto del tratamiento espiritual,
no reside en luchar contra el error, porque eso sólo le da más vida
y poder, sino en destruirlo, negándole precisamente esa energía
de creer en él, que es lo que hace que tome cuerpo. La única existencia
que posee es la que nosotros le damos animándolo temporalmente con
nuestros pensamientos. Quitémoselos, y se esfumará en la nada. Nosotros
hemos pensado el error en la existencia, conscientemente o, con
muchas más frecuencia, inconscientemente, y así le damos vida. Está
en nuestro poder quitarle esa vida. Dejemos de pensarlo. Es siempre
nuestro pensamiento lo que importa. En realidad, como dice Shakespeare:
"No hay nada del todo bueno o malo, sino que es el pensamiento el
que hace que lo parezca." Así pues, el temor, el odio y el re-sentimiento
son ideas cargadas de emoción, y cuando las añadimos a cualquier
dificultad no hacemos sino inyectarle nueva y vigorosa energía haciéndola
aún más difícil de vencer. Es más, el mero repaso mental de cualquier
dificultad le infunde nueva vida. Volver sobre pasados agravios,
pensar cuán injustamente nos trató alguien en cierta ocasión, recordando
los detalles, por ejemplo, tiene como efecto el vivificar aquello
que estaba muriendo lentamente por abandono.
Cualquiera que sea la dificultad que se nos presenta de improviso,
es la acogida mental que le brindamos, la actitud que adoptamos
hacia ella, lo que determina completamente el efecto que producirá
en nosotros. Esto es lo que importa. No las personas, o las cosas,
o las circunstancias en sí, sino los pensamientos y la posición
mental que observamos hacia ellas. No es la conducta de otros lo
que nos mejora o nos frustra, sino nuestros propios pensamientos.
Escribimos la historia futura de nuestra vida con nuestros pensamientos
de hoy. Somos nosotros mismos los que construimos nuestro destino
día a día, por el modo como reaccionamos a las circunstancias que
se nos presentan. Reaccionar correctamente es el arte supremo de
la vida, y Jesús condensó el secreto de ese arte en unas palabras:
No resistáis al mal.
No resistir al mal: he aquí el principio que, referido a su sentido
espiritual, constituye el gran secreto del éxito. Nos permite salir
de la tierra de Egipto y de la Casa de Servidumbre, regenerar el
cuerpo, liberar el alma, y en verdad rehacer la vida de arriba abajo.
Tan pronto como resistamos mentalmente una circunstancia desagradable,
o inesperada, le damos por esa resistencia un poder que se volverá
contra nosotros, y en igual medida reducimos nuestros propios recursos.
Cualquiera que sea la dificultad con la que nos enfrentemos —ya
se refiera a la salud, a los bienes materiales, a los negocios o
a los sentimientos personales— no nos lancemos contra ella mentalmente,
como es la costumbre general, ni nos plantemos obstinadamente en
medio del camino exclamando:
"¡No conseguirás lo que pretendes!" Obedezcamos la ley de Jesús,
y no resistamos al mal. Abstengámonos de contrarrestarla mentalmente,
así como de alimentarla con nuestra propia esencia. Busquemos mentalmente,
a tientas, la Presencia de Dios, como buscaríamos algún apoyo si
de repente nos encontráramos metidos en un cuarto oscuro. Fijemos
nuestro pensamiento firmemente en esa Presencia que está con nosotros,
y que está también en la persona o en el lugar en que el mal se
ha presentado; en otras palabras "ofrezcamos la otra mejilla". Si
así lo hacemos, la situación desfavorable y el malestar provocado
por la misma, desaparecerán en la nada, de donde vinieron, y nos
dejarán libres. En esto consiste el verdadero método espiritual
de amar a nuestros enemigos.
El amor es Dios, y es, por consiguiente, todopoderoso. Tal es la
aplicación científica del amor, al cual ningún mal puede resistir.
El amor destruye las condiciones del mal, y si se refiere a una
persona, la libera a ella tanto como a nosotros. Pero responder
al odio con el odio, a la maldición con la maldición, al temor con
la agresión, no hace más que aumentar la dificultad, igual que un
sonido débil es multiplicado por el amplificador.
Devolver amor por odio a la manera científica es seguir el camino
real de la liberación trazado por Jesucristo. Éste es el método
perfecto de protegemos ante cualquier circunstancia y por medio
del cual nos hacemos invulnerables.
Si alguien nos trata con odio no nos enfademos; no resistamos al
mal. Veamos en el enemigo la Presencia Divina y todo marchará bien.
Él cesará de molestamos, cambiando su actitud hacia nosotros, o
desaparecerá por completo de nuestra vida, sacando provecho de nuestro
pensamiento. Si recibimos malas noticias, no las resistamos mentalmente;
seamos conscientes de la naturaleza inmutable y la armonía infinita
del Bien, siempre a nuestro alcance en cada momento de nuestra existencia,
y todo se arreglará. Si estamos descontentos en nuestro trabajo,
o en casa, no resistamos estas condiciones mentalmente.
Tampoco nos quejemos ni nos compadezcamos a nosotros mismos. Tales
cosas no harán sino fortalecer esa particular materialización del
error; no resistáis al mal. Busquemos a tientas la Presencia del
Espíritu Divino en derredor nuestro; afirmemos su realidad en todas
las cosas; proclamemos que tenemos dominio sobre toda circunstancia,
cuando decimos la Palabra en nombre de Yo Soy El que Soy, y pronto
nos veremos libres.
Además, amar a los enemigos según este método científico es también
el secreto de la salud física, que es imposible de alcanzar si no
se posee ese amor. Tal secreto se basa en la realización de la Vida
Divina y del Amor Divino. Todo mejoramiento físico sigue al descubrimiento
de este secreto; no lo precede. Hoy día se habla mucho de la influencia
de las glándulas en el organismo, pero las glándulas mismas son
gobernadas enteramente por nuestras emociones. Por lo tanto, si
queremos asegurarnos de que funcionan a la perfección es preciso
cultivar sentimientos generosos, inclusive en la mente subconsciente,
lo cual sólo puede conseguirse mediante el tratamiento u Oración
Científica.
Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial.
(MATEO, V 48)
Este mandamiento de Jesús es una de las cosas más tremendas que
aparecen en toda la Biblia. Meditemos Sus palabras. El nos manda
que seamos perfectos como Dios mismo es perfecto; y, como sabemos
que Él no ordenaría lo imposible, vemos cómo Él afirma aquí la doctrina
de que es posible que el hombre pueda llegar a ser divinamente perfecto.
Pero aún es más: Jesús lo propone como algo que tenemos que efectuar.
De aquí se desprende, por tanto, que el hombre no puede ser ese
hijo del pecado, desheredado y sin esperanza, que tan a menudo nos
ha presentado la teología, sino que es de linaje divino —hijo del
Padre que está en los Cielos— y en consecuencia potencialmente divino
y perfecto.
Ahora bien, si en verdad somos hijos de Dios, capaces de expresar
la perfección divina, no puede existir ningún poder verdadero en
el mal o en el pecado que nos pueda mantener permanentemente esclavizados.
Es decir, usando el método correcto, será sólo cuestión de tiempo
el que alcancemos nuestra verdadera salvación espiritual; por lo
tanto, no vacilemos más antes de emprender la marcha hacia arriba.
Es preciso que, en este mismo momento, si todavía no lo hemos hecho,
nos levantemos como el hijo pródigo de entre los desperdicios de
la materialidad y la limitación y, confiándonos a las promesas de
Jesús, exclamemos: "Me levantaré e iré hacia mi Padre".
Los que se sientan desanimados por un sentimiento de indignidad
y de falta de comprensión propias, y se crean a sí mismos muy lejos
del camino, deberán recordar que todos los Grandes Maestros Espirituales
han convenido en una frase que viene a recordar: "Para alcanzar
el reino de los cielos hay que pasar por la tormenta."
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