PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
En este maravilloso pasaje, Jesús se está dirigiendo
a aquellos que han llegado a comprender la esclavitud de las cosas
materiales y adquirido alguna comprensión de la naturaleza del Ser.
Es decir, Él está hablando a quienes reconocen la Omnipotencia de
Dios o del Bien, y la impotencia de lo malo en presencia de la Verdad.
A tales personas las llama "la sal de la tierra y la luz del mundo";
y ello ciertamente no es ensalzar demasiado a los que comprenden
la Verdad y la ponen de manifiesto en sus vidas personales. Es posible,
y en efecto, es demasiado fácil, aceptar la verdad de estos principios
fundamentales, proclamar su belleza, y sin embargo no ponerlos en
práctica en la propia vida. Pero ésta es una actitud peligrosa,
porque en tal caso la sal ha perdido su sabor y no es buena.
Si comprendemos y aceptamos lo que Jesús enseña; si nos esforzamos
por realizarlo en cada fase de nuestra vida diaria; si tratamos
sistemáticamente de destruir en nosotros mismos todo aquello que
sabemos no debería estar ahí, es decir, el amor propio, el orgullo,
la vanidad, la sensualidad, la presunción, el recelo, la conmiseración
de nosotros mismos, incluyendo también aquí el resentimiento, la
condenación, etcétera; si no alimentamos estos defectos cediendo
a ellos, sino que los dejamos morir negándonos a que tomen expresión;
si cultivamos con toda lealtad un recto pensar hacia todas las personas
o cosas a nuestro alcance, y especialmente a las personas que no
nos son simpáticas y a las cosas que no nos gustan, es entonces
cuando somos dignos de ser llamados "la sal de la Tierra".
Si verdaderamente vivimos esta vida, las circunstancias que nos
rodean actualmente carecen de toda importancia; cualesquiera que
sean las dificultades con que tengamos que luchar, serán superadas,
y la verdad de nuestra doctrina tendrá su demostración. Y no solamente
haremos esta demostración en el más breve tiempo posible, sino que
seremos capaces, positiva y literalmente, de ejercer una influencia
luminosa y sanadora a nuestro alrededor, y ser bendición para toda
la humanidad. Es más, haremos bien a hombres y mujeres en lugares
y tiempos remotos, a personas que jamás han oído ni oirán hablar
de nosotros, seremos así la luz del mundo, por sorprendente y maravilloso
que parezca.
El estado de nuestra alma se manifiesta a través de las condiciones
exteriores de nuestra vida material, y en la influencia intangible
que irradiamos. Hay una Ley Cósmica: que nada puede negar permanentemente
su propia naturaleza.
Emerson dijo: "Lo que eres grita con una voz tan alta que no puedo
oír lo que estás diciendo." En la Biblia la palabra "ciudad" simboliza
siempre la conciencia, y la palabra "montaña" simboliza la oración
o actividad espiritual. "Alzo mis ojos a los montes, de donde ha
de venir mi socorro" (SALMOS 121,1). "Si Yahvé no guarda la ciudad,
en vano vigilan sus centinelas" (SALMOS 127, 1.)
El alma que va desarrollándose y que se construye en la oración
no se puede esconder, brilla esplen-dorosamente a través de la vida
que vive. Habla de por sí, pero en un silencio profundo, y cumple
sus mejores obras inconscientemente. Su sola presencia sana y bendice
sin esfuerzos todo lo que la rodea.
Nunca debemos tratar de imponer a otros la Verdad Espiritual. Más
bien, vivamos de tal manera que se queden tan impresionados por
nuestra conducta, por la paz y felicidad que nos iluminan el semblante,
que acudan espontáneamente a pedimos que repartamos con ellos la
cosa maravillosa que poseemos. El alma que vive así habita en la
Ciudad de Oro, la Ciudad de Dios. Esto es lo que significa así ha
de lucir vuestra luz para gloria de nuestro Padre que está en los
cielos. (MT. 5.16)
No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he
venido para abrogar, sino a consumarla. (MT. 5,16)
Porque en verdad os digo, que antes pasarán el cielo y la tierra,
que falte una jota o una tilde de la ley, hasta que todo se cumpla.
Si, pues, alguno infringiere alguno de estos preceptos menores,
y así enseñare a los hombres, será tenido por muy pequeño en el
reino de los cielos; pero el que practicare y enseñare, éste será
tenido por grande en el reino de los cielos.
Porque os digo, que si vuestra justicia no supera a la de los escribas
y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
(MATEO, V-20)
El verdadero cristianismo es una influencia totalmente positiva.
Engrandece y enriquece la vida del hombre, la hace más amplia y
mejor; nunca más mezquina. El conocimiento de la Verdad no nos puede
acarrear la pérdida de nada que valga la pena poseer. Los sacrificios
vienen sin duda, pero las cosas que hemos de sacrificar son aquéllas
cuya posesión nos hace infelices, no las que nos traen la felicidad.
Muchas personas tienen la idea de que comprender mejor a Dios requiere
la renuncia a muchas cosas que sentirían perder. Decía una joven:
"Confiaré en la religión más tarde, o cuando sea vieja, pero ahora
quiero disfrutar un poco." Esto es confundir la cuestión. Las cosas
que uno tiene que sacrificar son el egoísmo, el temor y la idea
de que la limitación es necesaria. Una cosa sobre todo ha de ser
sacrificada: la creencia de que el mal tiene alguna resistencia
o poder aparte del que nosotros mismos le concedemos creyendo en
él. Acercarse a Dios no habría causado a aquella joven pérdida alguna
de felicidad. Por el contrario, habría ganado un caudal inmenso
de felicidad. Cierto es que, a medida que su alma fuera ganando
en desarrollo, habría encontrado que ciertas formas del placer ya
no le causaban satisfacción. Pero, de ocurrir esto, habría encontrado
también una compensación mucho más valiosa en la nueva luz que iluminaría
toda fase de su vida, y en los nuevos y maravillosos aspectos que
vería en las cosas a su alrededor. Son sólo las cosas sin valor
las que tienen que desaparecer bajo la acción de la Verdad.
Por otra parte, sería de todo punto insensato que una persona creyese
que el conocimiento de la Verdad del Ser la colocaría por encima
de la ley moral, autorizándola a quebrantarla. En tal caso descubriría
muy pronto que había cometido un error fatal. Cuanto mayor es nuestro
conocimiento espiritual, tanto más severo es el castigo que nos
acarrea si violamos la ley moral. El cristiano no puede permitirse
el ser más descuidado que
otros en la observancia rigurosa de todo el código moral; antes
al contrario, debe ser mucho más cuidadoso que las demás personas.
En efecto, todo desarrollo espiritual verdadero va acompañado necesariamente
de un progreso moral definido. Una aceptación teórica de la letra
de la Verdad puede ir acompañada de descuido moral (con grave peligro
del delincuente), pero es del todo imposible Progresar en el aspecto
espiritual a menos que se trate sinceramente de vivir según la ley
moral. No es posible en manera alguna separar el conocimiento espiritual
verdadero de la conducta justa y moralmente sana que le corresponde.
Una "jota" (la jota griega) significa "hod", la letra más pequeña
del alfabeto hebraico. La "tilde", parecida a un "pequeño cuer-no",
es una de esas pequeñas prominencias que distinguen una letra hebraica
de otra. Esto quiere decir que conviene no sólo vivir según la letra
de la ley moral, sino también en los más mínimos detalles. Hemos
de mostramos no sólo según las normas morales corrientes, sino de
acuerdo con el más elevado concepto del honor.
Los escribas y los fariseos, a pesar de sus defectos, eran en su
mayor parte hombres honrados, que obedecían en su vida particular
la ley moral tal como la comprendían. Por desgracia, no conocían
más que la letra de la ley a la cual se conformaban escrupulosamente,
cumpliendo su deber tal como lo concebían. Sus defectos consistían
en la fatal debilidad que surge dondequiera que haya formalismo
religioso: orgullo espiritual y presunción de la propia rectitud.
Ellos eran completamente inconscientes de tales defectos, creían
obrar bien en todo, lo cual es la mortal ilusión de estas enfermedades
del alma. Jesús comprendió esto y le dio su lugar; de ahí que advirtiera
a sus seguidores que, a menos que su conducta fuera tan buena como
la de aquella gente, y aun mejor, no debían en modo alguno suponer
que estaban progresando en el camino espiritual. El desarrollo espiritual
y el nivel más alto de conducta deben ir juntos. No puede existir
lo uno sin lo otro.
A medida que crecemos en poder espiritual y en comprensión, vamos
comprobando que muchas reglas que gobiernan el aspecto exterior
de la conducta llegan a ser completamente innecesarias; pero esto
es consecuencia de que nos hemos elevado sobre ellas; nunca, nunca,
porque hayamos caído por debajo de su nivel. Llegar a este punto,
donde la comprensión de la Verdad permite pasar por alto ciertos
requisitos y ordenanzas exteriores, es llegar a la Mayoría de Edad
Espiritual. Tan pronto como uno deja de ser es-piritualmente niño
deja de necesitar algunas de aquellas observancias externas que
antes le parecían indispensables. Nuestra vida, entonces, resulta
más pura, más verdadera, más libre y menos egoísta de lo que era
antes. Y ello es la prueba.
Para dar un sencillo ejemplo, algunas personas encuentran que, en
cierto estado de su progreso, sus procesos mentales alcanzan tal
grado de método y claridad que pueden hacer su trabajo diario, cumplir
sus compromisos y desempeñar sus deberes sin necesidad de reloj.
Al mismo tiempo sucede que un amigo, sabedor de esto y deseando
emularlos, deja en casa su reloj, y resulta que llega tarde a sus
citas, trastornando así todas las ocupaciones del día tanto a sí
mismo como a los demás. Cuando el discípulo esté listo espiritualmente
para pasar sin utilizar reloj, hará cada cosa a su tiempo sin tener
que consultarlo. Si, por el contrario, tiene que esforzarse para
pasarse sin reloj y después llega tarde a las citas del día, es
evidente que todavía no ha alcanzado el poder espiritual necesario.
Es mejor que lo lleve y que trabaje a su hora, y que se consagre
a cosas que realmente importan, tales como sanarse a sí mismo y
a otros, venciendo el pecado, esforzándose por lograr comprensión
y sabiduría, etcétera. No se puede apresurar ni forzar el momento
en que se alcanza la Mayoría de Edad Espiritual; tiene que llegar
a su debido tiempo, cuando la conciencia esté lista, así como el
florecimiento de un bulbo está sujeto a la evolución natural de
la planta. Tenemos que mostramos allí dónde estamos. Pretender mostramos
más allá de donde verdaderamente estamos no es prueba de espiritualidad.
El progreso espiritual es una cuestión de desarrollo, que no debe
ser imprudentemente apresurado. Pongamos con entusiasmo nuestra
atención en las cosas espirituales y, mientras tanto, hagamos todo
lo que es necesario hacer, sencillamente; y sin tratar conscientemente
de precipitamos, nos sorprendere-mos al comprobar lo rápido de nuestro
progreso.
Tomemos un simple ejemplo: supongamos que ha ocurrido un accidente
en la calle y nos encontramos con un hombre que se ha cortado una
arteria y le brota la sangre a chorros. Lo natural será que, si
no se reprime esa sangría, la víctima muera en pocos minutos. ¿Qué
debemos hacer? ¿Qué actitud mental debemos asumir? La respuesta
es muy sencilla. Debemos "mostrar la otra mejilla" conociendo la
Verdad de la Omnipresencia de Dios.
Si vemos esto lo suficientemente claro, como Jesús lo haría, por
ejemplo, la arteria cortada será curada enseguida, y no habrá que
hacer nada más. Sin embargo, es muy probable que la mayoría de nosotros
no haya alcanzado un desarrollo espiritual suficiente para obtener
tales resultados, por lo cual, mostrando en donde estamos, debemos
tomar las medidas habituales para salvarle la vida al hombre, improvisando
un torniquete.
O supongamos también, que un niño cae en un canal en el momento
que pasamos por allí. Si tenemos Poder Espiritual suficiente, el
niño se verá sano y salvo; pero si no, entonces tendremos que salvarle
del mejor modo posible, sumergiéndonos si es necesario, orando al
mismo tiempo.
Pero, ¿qué diremos del hombre que, consciente de sus imperfecciones
morales, acaso un grave pecado habitual, desea con sinceridad desarrollarse
espiritualmente? ¿Ha de posponer la búsqueda de conocimientos espirituales
hasta que su conducta sea reformada? De ninguna manera. En realidad,
todo esfuerzo para mejorar moralmente sin un previo desarrollo espiritual
está malogrado de antemano. Así como ningún hombre —para usar la
frase de Lincoln— puede levantarse del suelo tirando de las correas
de sus botas, tampoco
puede un pecador reformarse por sus propios esfuerzos personales.
El único resultado de confiarse a sí mismo en tales casos será un
repetido fracaso, el desaliento consiguiente, y probablemente, al
fin, la desesperación de no poder mejorar. La única cosa que debe
hacer la persona es orar sistemáticamente, sobre todo en el momento
de la tentación, y dejar a Dios la responsabilidad del éxito. De
esta suerte debe perseverar, no importa cuántos fracasos vengan;
y si continúa orando, especialmente orando de una manera científica,
encontrará muy pronto que, en efecto, el poder del mal se ha roto
y que él mismo está ya libre de ese pecado. Orar científicamente
es afirmar con insistencia que Dios nos ayuda, que la tentación
no tiene ningún poder sobre nosotros, y que el hombre es, según
su naturaleza verdadera, espiritual y perfecto. Este método es mucho
más eficaz que el de pedir simplemente la ayuda de Dios. De este
modo, la regeneración moral y el desarrollo espiritual se llevan
a cabo de manera simultánea. La vida cristiana no requiere que poseamos
una perfección de carácter; si así fuera, ¿quién de nosotros estaría
capacitado para vivirla? Lo que sí se requiere es un esfuerzo honrado
y genuino por acercamos lo más posible a tal perfección.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás; cualquiera que
matare, será reo de juicio.
Mas yo os digo, que quien se irrita contra su hermano, será reo
de juicio; y cualquiera que dijere, a su hermano "raca", será reo
ante el Sanedrín y el que dijere "loco" será reo de la gehenna del
fuego.
Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar, y allí te acuerdas
de que tu hermano tiene algo contra ti:
Deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con
tu hermano, y luego vuelve a presentar tu ofrenda. (MATEO, V 21-24)
La Ley Antigua, al tener que ver con un estado más primitivo y bajo
de la conciencia humana, se aplicaba necesariamente a cosas exteriores,
porque la evolución aparente del hombre primitivo operaba mientras
él se levantaba del mundo de las meras apariencias hacia la vida
del pensamiento, de lo exterior hacia lo interior; mientras que
todo desarrollo espiritual se expresa al revés, del espíritu hacia
el mundo de apariencias, de dentro hacia fuera. Toda la atención
del hombre primitivo está concentrada en lo que le llega a través
de sus sentidos. Él cree que puede encontrar en su mundo físico
la causa y también los efectos. Pero mientras se desarrolla espiritualmente,
llega a comprender que las cosas exteriores no son más que el resultado
de causas y sucesos interiores. Cuando esto se percibe, ha comenzado
la búsqueda de Dios. Así, la Ley Antigua, por lo menos en la letra,
se ocupaba casi exclusivamente de cuestiones externas, y quedaba
satisfecha si eran cumplidas. Si un hombre no mataba, obedecía la
Ley, por grande que fuese su deseo de matar, y por intenso que fuese
su odio hacia su enemigo. Con tal que no se apropiase de los bienes
de su vecino, el hombre vivía según la Ley, por mucho que desease
cometer el robo.
Jesús vino a preparar a la humanidad para dar el paso más importante
de todos, a saber, el de ensanchar nuestras fronteras espirituales.
El objeto principal del Sermón del Monte, que es la esencia del
mensaje cristiano, es mostramos la necesidad de dar este paso; es
enseñamos que, para alcanzar la Mayoría de Edad Espiritual no solamente
tenemos que conformamos con las reglas exteriores, sino que también
hemos de cambiar toda nuestra vida interior. Jesús decía que el
deseo de matar, o aun el enfadarse uno con su hermano, es por sí
mismo bastante para impedimos la entrada al Reino de los Cielos,
y por supuesto que así es. Fue un gran paso en el progreso cuando
se pudo persuadir a las gentes bárbaras y primitivas, no solamente
de que no matasen a quienes los ofendían o agraviaban, sino que
era necesario además adquirir bastante control de sí mismos para
dominar su cólera. Ninguna prueba espiritual puede Cumplirse si
no se destruye la cólera en el corazón. Es imposible tener alguna
experiencia de Dios, o ejercer una influencia espiritual digna de
atención, o llevar a cabo la sanación de los enfermos hasta que
uno se deshaga del resentimiento y de la condenación del prójimo.
Mientras no estemos listos para deshacemos de estos sentimientos
malos, el resultado de nuestras oraciones será de muy poco valor.
No cabe duda alguna de que cuanto más amor haya en el corazón, tanto
más poder tendrán las oraciones; por eso los que se proponen alcanzar
éxito en el camino del desarrollo espiritual, tienden a esforzarse
constantemente para quitar de su espíritu todos los pensamientos
de crítica y condenación. Saben que pueden escoger entre la prueba
o la indignación, pero nunca ambas a la vez. Y no malgastan su tiempo
tratando de realizar lo imposible.
La indignación, el resentimiento, el deseo de castigar a otros o
de verlos castigados, el deseo de decirse a sí mismo "le han pagado
con la misma moneda"; el sentimiento de "le está bien empleado",
todas estas cosas forman una barrera impenetrable a la acción espiritual.
Jesús, sirviéndose de símbolos a la manera oriental, nos dice que
si venimos con algún presente al altar y nos acordamos de que nuestro
hermano tiene algún resentimiento contra nosotros, debemos depositar
allí nuestro presente e ir a reconciliamos antes con nuestro hermano;
después de lo cual, el presente será aceptable. Como sabemos, era
costumbre llevar al templo ofrendas de diversas clases —desde toros
y vacas hasta palomas, y también incienso, o, si convenía, una ofrenda
en dinero del mismo valor de estas cosas—. Ahora, según la Nueva
Ley o dispensa cristiana, nuestro altar es nuestra propia conciencia
y nuestras ofrendas son nuestras oraciones y nuestros ejercicios
espirituales. Nuestros "sacrificios" son los pensamientos malos
que destruimos en el fuego espiritual. Y es por eso que Jesús nos
dice que, cuando vamos a orar, si nos acordamos de que tenemos un
sentimiento vengativo contra alguno de nuestros prójimos o contra
cierto grupo, debemos detenemos allí, reflexionar y
meditar hasta que nos deshagamos de este sentimiento enemigo, y
restablezcamos nuestra integridad espi-ritual.
Jesús desarrolla esta gran lección, otra vez según la manera oriental,
por pasos sucesivos —tres en este caso—. Primero dice que el que
está enojado con su hermano corre un gran riesgo; seguidamente expresa
que el hombre que guarda en sí un sentimiento vengativo contra su
prójimo está en peligro grave; y finalmente nos advierte que, si
nos permitimos considerar a nuestro hermano un marginal fuera de
los límites de conducta aceptable, y decirlo, nos cerramos así la
puerta del Reino de los Cielos mientras nos mantengamos en ese estado
mental. Y por último nos previene que el llamar a un hombre "loco"
en tal sentido equivale a no esperar ningún bien de él, esto es,
negar en un ser humano el poder del Cristo viviente. Y muy serias
consecuencias se derivarán seguramente de semejante actitud.
Muéstrate conciliador con tu adversario mientras vas con él por
el camino; no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil,
y seas puesto en prisión.
Que en verdad te digo, que no saldrás de allí, hasta que pagues
el último centavo. (MATEO, V 25-26)
Este párrafo es de la mayor importancia práctica. En él Jesús insiste
en su mandamiento "velad y orad". Es mucho más fácil superar una
dificultad que acaba de aparecer que esperar a que tenga tiempo
de arraigarse en la mente, hasta que se instale hondamente. Los
soldados saben que mientras las tropas enemigas marchen a campo
raso, es relativamente fácil derrotarlas y destruirlas; pero una
vez atrincheradas su derrota se hace muy difícil. Así sucede con
el mal. En el momento en que se presenta a nuestra atención, debemos
rechazarlo, repudiarlo, negarle cabida en nosotros, y, afirmando
serenamente la Verdad, no darle la oportunidad de instalarse. Si
hacemos esto, encontraremos que no tendrá ningún poder sobre nosotros.
Este método implicará una gran lucha mental, y es posible que por
un momento el enemigo parezca ganar terreno; pero, con tal que le
ataquemos al principio, le veremos de pronto desaparecer, y nosotros
saldremos victoriosos.
De otro modo, aceptando un error y pensando en él, lo incorporamos
a la mente; y en tanto persistamos en tal actitud, más difícil será
deshacemos de él. La mayoría de nosotros hemos comprobado la veracidad
de esta afirmación tras una dolorosa experiencia. Una vez que hemos
aprendido a orar científicamente, encontramos relativamente fácil
vencer nuevas dificultades a medida que se van presentando; pero
aquéllas que se hallan alojadas en la mente ya por mucho tiempo,
son difíciles de expulsar.
Siempre que Jesús deseaba acentuar para sus oyentes un punto de
importancia especial, acostumbraba a servirse de algún ejemplo tomado
de la vida diaria. Las leyes que entonces se referían a los deudores
eran en extremo severas. Cuando un hombre estaba en deuda, le era
importante llegar a un acuerdo con su acreedor de una manera u otra,
y lo más pronto posible. Aun hoy en día es conveniente que el caso
no llegue a los tribunales, si se quieren evitar gastos inútiles.
Cuanto más dura el proceso, tanto más se aumenta su costo: los honorarios
de los abogados, los impuestos del tribunal y otros gastos diversos
además de la deuda original. Así sucede con las distintas dificultades
que se nos presentan en la vida diaria. La dificultad inicial suele
multiplicarse muchas veces por nuestros pensamientos erróneos acerca
de ella, y no nos liberaremos hasta que la deuda no haya sido pagada.
En cambio, poniéndonos de acuerdo primero con el adversario, esto
es, aplicando al caso un pensamiento recto, no añadiremos gastos
a la deuda, y la dificultad será vencida fácil-mente.
Tomemos un ejemplo familiar: estamos estornudando. Si decimos: "Ya
he vuelto a resfriarme" y continuamos, como suelen hacer muchas
personas, pensando que hemos cogido un catarro con toda la serie
de inconvenientes que lo acompañan, estamos ofreciendo al resfriado
incipiente un terreno de cultivo donde desarrollarse. ¿Y quién no
se ha entregado algunas veces a una serie de reflexiones sobre las
enfermedades en general y los resfriados en particular? Trata uno
de determinar el momento exacto en que se resfrió, y decide con
cierta satisfacción que este resfriado es probablemente el resultado
de haberse sentado el martes cerca de una ventana abierta, o de
haberse quedado el miércoles con un amigo que tenía un resfriado,
etcétera. Luego se acuerda de va-RIOS llamados remedios, los cuales,
sin embargo, han resultado ineficaces en repetidas ocasiones. Empieza
a preguntarse cuánto tiempo durará este nuevo resfriado, suponiendo
que diez días o quince serán su duración apropiada. En ciertos casos,
habiendo adquirido la costumbre de atribuirles ciertas complicaciones,
decide que puede resultar una bronquitis, o un ensordecimiento general,
o un mal de vientre, o cualquier otra cosa. Tal como hemos visto,
éste es el orden exacto en que se producen todas estas cosas y,
como consecuencia natural, ocurre que en el mismo orden previsto
los síntomas van dejándose ver.
Si tal persona tiene algún conocimiento general de la Verdad, después
de estar pensando de aquel modo por un tiempo, comenzará a aplicarse
el tratamiento espiritual de la mejor manera a su alcance. Pero
ya el error ha tomado mucho cuerpo porque le ha permitido atrincherarse,
y le será muy difícil entonces desembarazarse de su resfriado. En
cambio, si al estornudar o sentir escalofríos, hubiese rechazado
inmediatamente la idea de resfriarse, reclamando su poderío y afirmando
la Verdad, eso habría puesto fin al caso, o por lo menos, la molestia
se habría pasado al cabo de unas horas.
La misma regla vale para cualquier otra forma de error mental. Tanto
las dificultades de la familia como las de los negocios o cualquier
cosa de la vida diaria, deberán ser tratadas de igual manera. Supongamos
que cierto
día, al abrir las cartas en el correo de la mañana, encontramos
malas noticias financieras. Digamos, por ejemplo, que el banco en
donde depositamos la mayor parte de nuestro dinero ha quebrado.
La actitud general en tales casos es aceptar lo peor y estancarse
en la mala noticia. En semejante situación, muchas personas se saturarían
completamente con la idea de la bancarrota, pensando en ella día
y noche, y discutiendo todos los detalles y repasando las diversas
dificultades que podrán sobrevenir. Además, sentirían en muchos
casos un agudo resentimiento y condena hacia los ejecutivos del
banco y hacia todos aquéllos que pudieran ser los culpables. Pero
incluso un conocimiento rudimentario del poder del pensamiento nos
permite percibir los resultados inevitables de esta actitud mental.
Sabemos que no puede hacer más que aumentar y multiplicar nuestras
dificultades.
Naturalmente, en tal caso todo discípulo sincero de Jesucristo empezaría,
tarde o temprano, a rechazar en su mente tales pensamientos negativos
y a sustituirlos por lo que está aprendiendo: la Ley Divina. Puede
ser, sin embargo, que, sorprendido por la precipitación y gravedad
del suceso, pase algún tiempo antes de que comience a ver el problema
a la luz de la Verdad; y es esta tardanza lo que complicará en gran
medida la dificultad. De acuerdo con Jesús, lo que conviene hacer
al recibir las malas noticias es volverse a Dios —el apoyo verdadero—,
negarse a aceptar los pensamientos de la pérdida y el peligro, y
todos los que tengan que ver con el resentimiento y el temor. Si
así se hace con persistencia hasta que se restablezca la tranquilidad
mental, se encontrará pronto fuera del peligro, de una manera u
otra; la desgracia se desvanecerá y el orden será restablecido.
El banco recobrará su crédito —y no hay razón alguna por la cual
la oración de una sola persona no pueda salvar de la ruina las fortunas
de miles de personas y al banco mismo— pero, si por alguna causa
esto no ocurre, él recibirá una suma igual o más grande que aquélla
que perdió, y acaso de una manera totalmente imprevista.
Este mismo principio puede aplicarse igualmente a todas las dificultades,
ya que la armonía universal es la Ley Verdadera de la creación.
Una disputa, una querella o una equivocación de cualquier clase,
deben ser tratadas de igual manera en el mismo momento en que aparecen.
Habéis oído que fue dicho: No adulterarás: Mas yo os digo, que todo el que mira a una mujer deseándola,
ya adulteró con ella en su corazón. (MATEO V, 27-28)
En este párrafo inolvidable. Jesús da énfasis a la Verdad Magistral,
tan marcadamente fundamental, aunque ignorada de los hombres, de
que lo que importa de veras es el pensamiento. Los humanos están
acostumbrados desde siempre a creer que, en tanto que los actos
se conformen a la ley, ya se ha hecho todo lo que razonablemente
podía esperarse de ellos, y que los pensamientos y sentimientos
son cosa de poca importancia, o que, por lo menos, no importan sino
al individuo. Pero ahora sabemos no sólo que un acto es la consecuencia
de un pensamiento, sino también que el tipo de pensamientos a los
que permitamos hacerse hábito en nuestra mente irán, tarde o temprano,
a expresarse en el plano de la acción. Comprendemos ahora, a la
luz de la Biblia, que nuestros pensamientos son realmente actos,
y que nuestra conducta depende en exclusiva de la selección mental
que hagamos de nuestros pensamientos. En otras palabras, hemos aprendido
que un pensamiento malo es tan destructivo como un acto malo.
La consecuencia lógica de este hecho cierto es sorprendente. Si
codiciamos los bienes de un vecino somos en el fondo del corazón
ladrones, aunque todavía no hayamos metido la mano en el cajón;
y si continuamos guardando en la mente un pensamiento codicioso,
será sólo cuestión de tiempo el que cometamos el robo. Si nos complacemos
en un sentimiento de odio, somos realmente asesinos, aunque nuestras
manos no se hayan movido para matar. El que aun sólo mentalmente
comete adulterio, está corrompiendo su alma, a pesar de que su pensamiento
nunca se exprese en el plano físico. La lujuria, el recelo, el deseo
de venganza, no pueden existir en nosotros a menos que los aceptemos
en el alma; y en esa aceptación reside la malignidad del pecado,
aun cuando tales sentimientos no se hayan traducido todavía en actos
exteriores. "Guarda tu corazón con toda cautela, porque de él brotan
manantiales de vida. " (PROV, 4,23)
Descargar el Libro completo:
El Sermón del Monte PDF
Nota: Todos los artículos están en formato PDF,
si no tiene el Adobe Reader,
que es el software para poder leerlos, bájenlo en:
Adobe Acrobat Reader DC
Copyright © 2018 - Todos los derechos reservados - Emilio Ruiz Figuerola
Template by OS Templates