PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
La inteligencia es un factor del mensaje cristiano
tan esencial como el amor. Dios es amor, pero Dios es también la
inteligencia infinita y, a menos que estas dos cualidades estén
en equilibrio en nuestra vida, no logramos la sabiduría; porque
la sabiduría es la fusión perfecta de la inteligencia y del amor.
El amor sin la inteligencia puede hacer involuntariamente mucho
daño —el niño mimado es un ejemplo— y la inteligencia sin el amor
puede resultar crueldad refinada. Toda actividad verdaderamente
cristiana ha de expresar la sabiduría, porque el celo sin la discreción
es proverbialmente perverso.
Suele suceder que las personas que por primera vez ven los horizontes
infinitos de la Verdad y así se liberan de alguna dificultad penosa,
se exaltan tanto de alegría que acuden a todas partes derramando
a otros las noticias de su descubrimiento; y probablemente solicitándoles
que acepten también la Verdad. Esta actitud es totalmente comprensible,
porque el amor no desea más que compartir su bien; sin embargo,
es muy imprudente. El hecho es que la aceptación de la Verdad implica,
como hemos visto, el abandono de todos los valores viejos; y, después
de todo, esto es un sacrificio tremendo que no se debe esperar de
cualquier persona; y en todo caso, no puede suceder sino cuando
uno está espiritualmente preparado para el cambio. Si esta Verdad
se le presenta de una manera atractiva, el que está listo se alegrará
de aceptarla; si no lo está, ninguna discusión intelectual o argumento
alguno lo hará aceptarla.
No confiemos en nuestro propio juicio para decidir quién está listo
para recibir la Verdad, y quién no lo está; más bien dejémonos guiar
por el Espíritu Santo. La mayoría de nosotros hemos tenido la experiencia,
cuando hemos caído en la cuenta de la Idea Espiritual y lo que significa,
de obedecer al impulso natural de comunicar lo que se nos ha revelado
a algunos de nuestros amigos, a quienes creemos que podemos persuadir
fácilmente y nos hemos encontrado con que, en la mayoría de los
casos se niegan por completo a recibirla. En cambio, algunas personas,
a quienes considerábamos poco desarrolladas espiritualmente, se
muestran muy receptivas y emprenden con éxito la transformación
de su vida según el nuevo conocimiento. Si oramos regularmente todos
los días pidiendo sabiduría, inteligencia y nuevas oportunidades
de servir, las personas adecuadas se presentarán sin que las busquemos;
o nosotros iremos a ellos; y una ocasión conveniente se presentará
para introducir el asunto. Mientras no estemos seguros de que sea
prudente hablar de la Verdad, abstengámonos de hacerlo; en lugar
de ello, oremos en silencio pidiendo que se nos guíe y dejemos el
asunto en manos de Dios. Algunas veces no ocurre nada, no se presenta
ninguna oportunidad mientras estamos con nuestro amigo, lo cual
quiere decir que no ha llegado la hora y que nuestros esfuerzos
no habrían servido para nada. Muchas veces, sin embargo, una ocasión
obvia se presenta en la conversación, o algún incidente externo
brinda el pretexto para introducir el asunto. Y he comprobado algún
despertar sorprendente y agradable que surgió de esta manera.
Sobre todo abstengámonos de obligar a las personas con quienes vivimos
o con quienes trabajamos a considerar la cuestión de la Verdad;
especialmente en casa. Es fácil que nos convirtamos en un fastidio
tra-tando de forzar con nuestras ideas a personas que no pueden
apreciarlas, pues aún no están preparadas. Como nuestros familiares
y nuestros socios tienen que vemos frecuentemente, no es prudente
importunarlos o irritarlos. Démonos cuenta de que ellos, al no haber
experimentado nuestro despertar personal, no puedan ver la cosa
como nosotros la vemos; y que lo que ellos ven es otra cosa. También
es posible que todavía no tengamos el arte de explicar nuestras
ideas de la mejor manera posible. Finalmente es bueno recordar que
los que nos rodean tendrán constantemente la oportunidad de examinar
nuestra conducta personal, conocerán a fondo nuestras faltas y flaquezas
y que, si hablamos demasiado e indiscretamente de valores espirituales,
ellos esperarán de nuestra parte una demostración más grande que
la que al principio podamos hacer. ¿Y no tendrían que ser superiores
a la mayoría de los seres humanos para no señalar algunas veces,
en el momento más inoportuno, aquellos actos nuestros que contradicen
nuestras palabras? En otras palabras "apresurarse despacio" es el
lema. Obrar con un ardor imprudente y adquirir la reputación de
ser tonto o molesto no es un modo correcto de propagar la Verdad.
El modo más rápido de hacerlo es vivir la vida uno mismo. Entonces
los que nos rodean notarán el cambio en nosotros y en cuanto se
den cuenta de que ha mejorado nuestra salud, que hay más prosperidad
en nuestras vidas y que en nuestro rostro brilla la felicidad, vendrán
espontáneamente, pidiéndonos que compartamos con ellos el secreto.
No habrá que persuadirlos de que beban en las aguas de la vida.
Cuando tengamos deseos de presentar la Verdad a cierta persona,
o a cierto grupo, conviene prepararnos mentalmente durante algunos
días. Pidamos que la Inteligencia y el Amor nos ayuden a superar
toda impaciencia y a hacer frente al ridículo y a la falta de afabilidad.
Y sobre todo reguemos que esa Sabiduría, que combina el Amor y la
Inteligencia, nos inspire. Afirmemos que la acción de Dios nos haga
decir la palabra justa en el momento oportuno, y que al mismo tiempo
los que nos escuchan sean guiados por las mismas cualidades divinas.
No nos permitamos ocupamos en modo alguno de los resultados que
puedan seguir a la discusión. Hablemos según la Verdad y dejémosla
obrar. A menudo nos sorprenderemos, unos días después, de la eficacia
de esa preparación espiritual.
Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
Porque quien pide, recibe, quien busca, halla y a quien llama, se
le abre.
Pues, ¿quién de vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da
una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros
hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará cosas
buenas a quien se las pide!
(MATEO VII, 7)
Éste es el pasaje maravilloso en el que Jesús enuncia la verdad
primordial de la Paternidad de Dios. Esta verdad se puede llamar
fundamental porque es la piedra angular sobre la cual se eleva el
edificio de la religión verdadera. Mientras los hombres no comprendían
la significación profunda del hecho de que Dios es Padre del hombre,
no les era posible conocer plenamente la experiencia religiosa.
Mientras creían que había dioses diversos, el sentido esencial de
la religión escapaba a su alcance, porque la verdadera experiencia
religiosa es la búsqueda de la unión consciente con Dios. Aceptar
a varios dioses es imponerle a cada dios necesariamente limitaciones,
y como los dioses de antaño se representaban en conflicto perpetuo
entre sí, sólo un pensamiento caótico podía acompañar tal creencia.
Los que se habían desarrollado espiritualmente bastante para aceptar
la idea de un Dios único, el Dios verdadero, Le representaban todavía,
casi en general, como un déspota oriental, o un sultán caprichoso
y sin misericordia, poseyendo a sus súbditos y gobernándolos tiránicamente.
El Dios de muchos capítulos del Antiguo Testamento es un tirano
celoso y cruel, implacable en su ira, vindicativo, insaciable. Él
parece no tener en común con los hombres nada más que lo que los
hombres tienen en común con los animales; menos, en efecto, porque
el hombre sabe que él es vulnerable al sufrimiento físico, al hambre
y a la muerte, lo mismo que los animales.
Esta concepción oriental de un Dios despótico, de hecho, ha sido
mantenida por un gran número de fer-vorosos cristianos ortodoxos,
negando toda semejanza entre el hombre y el Creador. Un escritor
moderno jocosamente ha comparado a este Dios con cierto millonario
inglés quien por puro capricho mantiene un jardín zoológico cerca
de Londres. Este jardín está lleno de animales que existen solamente
porque interesan y divierten al dueño. De vez en cuando, el amo
viene a verlos, y siguiendo, sin duda, consejos expertos, manda
que se destruyan unos, que se trasladen otros a jaulas más espaciosas,
y que otros se traten de una manera determinada. Es evidente que
no existe entre los animales y su dueño comunión espiritual alguna;
ellos no son más que juguetes animados que le divierten. Esta comparación
no es de ninguna manera una descripción exagerada de las ideas de
muchos hombres, de los fundamentalistas, por ejemplo.
Cuando se lee la Biblia con la mente abierta, se ve que Jesús, en
este pasaje, una vez para siempre, penetra en la raíz de esta superstición
abominable. De una manera clara y definida, afirma —dando énfasis
del modo más circunstancial— que la relación verdadera que existe
entre el hombre y Dios es la de un padre y un hijo. Dios cesa de
ser el soberano que trata con esclavos serviles, y llega a ser un
Padre, lleno de amor para nosotros, que somos Sus hijos. Es sumamente
difícil estimar el alcance de esta declaración en lo que toca a
la vida del alma. Cuando se lee y se relee este pasaje, afirmando
la paternidad de Dios, todos los días durante algunas semanas, se
descubre que esto sólo resuelve muchos problemas religiosos. Se
puede decir que se aclara así, de una vez para siempre, un sinnúmero
de cuestiones perplejas. En el tiempo de Jesús, esa enseñanza acerca
de la Paternidad de Dios era original y única. En el Antiguo Testamento
nunca se llama a Dios "Padre". Cuando se hacen referencias a su
Paternidad, se refieren a Él como padre de una nación y no de los
individuos. En efecto, éste es el motivo por el cual Jesús hizo
de la declaración de Paternidad de Dios la primera frase de lo que
llamamos El Padre Nuestro. Esto explica, por ejemplo, la tremenda
declaración del Génesis de que el hombre es a imagen y semejanza
de Dios.
Es evidente, por supuesto, que la descendencia ha de ser de la misma
naturaleza y la misma especie que el padre; y entonces si Dios y
el hombre son en verdad Padre e hijo, el hombre ha de ser de esencia
divina y susceptible de un infinito crecimiento y progreso y desarrollo
en el camino ascendente hacia la divinidad. Esto quiere decir que,
a medida que se desarrolle la naturaleza verdadera del hombre, su
carácter espiritual, lo cual quiere decir que vaya siendo cada vez
más consciente de ello, ampliará su conciencia espiritual hasta
que haya trascendido todos los límites de la imaginación humana,
cada vez más hacia delante. Este es nuestro glorioso destino, como
ya hemos visto. Jesús mismo dijo, además, citando el Antiguo Testamento:
"He dicho que sois dioses y todos vosotros hijos del Altísimo" (JUAN
X, 34-35). Entonces reforzó su declaración añadiendo significativamente:
"Y no se puede quebrantar la Escritura."
Por consiguiente, en este pasaje somos liberados, de una vez para
siempre, de la última cadena que nos ata a un destino limitado y
envilecido. Somos hijos de Dios; y si somos hijos, coherederos con
Jesucristo, como dice San Pablo; y. como hijos de Dios somos herederos
de los bienes de nuestro Padre no somos extraños, ni criados recompensados,
ni mucho menos esclavos. Somos los hijos de la casa, quienes un
día hemos de gozar plenamente de nuestra herencia. Por el momento
nos encontramos colmados de limitaciones e incapacidades porque
no somos sino niños, menores de edad desde el punto de vista espiritual.
Los niños son irresponsables; les faltan la sabiduría y la experiencia;
hay que dirigirlos a fin de que sus errores no les traigan consecuencias
graves. Pero así que el hombre logre su mayoría espiritual, reclama
sus derechos y los obtiene. "Mientras el heredero es niño, siendo
el dueño de todo, no difiere del siervo, sino que está bajo tutores
y administradores hasta la fecha señalada por el Padre." (GAL. 4,
1-2) y cuando llega esa hora, se despierta a la Verdad y obtiene
su mayoría espiritual. Comprende que es la voz de Dios mismo la
que está en su corazón haciéndole gritar: "Abba, Padre". Entonces,
al fin, comprende que es el hijo del gran Rey, y que todo lo que
posee su Padre es suyo y que puede gozarlo, ya sea salud, prosperidad,
oportunidad, belleza, felicidad, o cualquier otra manifestación
de Dios.
La cosa más perjudicial de la vida es la lentitud del hombre, se
puede decir su desgana, para percibir su propio dominio. Dios nos
ha dado dominio sobre todas las cosas, pero, como niños asustados,
rehuimos asumirlo, aunque asumirlo es la única salida para nosotros.
La humanidad se parece a menudo a un fugitivo, sentado al volante
de un automóvil listo para llevarle a un lugar seguro, pero que,
debido a su nerviosismo, no puede coger el control y ponerlo en
marcha. Allí se queda, medio helado de terror, mirando atrás, preguntándose
si sus perseguidores van a alcanzarle y qué le pasará si eso sucede.
Podría, en cualquier momento, escaparse a un lugar seguro, pero
no lo hará, ni se atreverá.
Jesús, quien conocía el corazón humano como no lo ha conocido nadie,
ni antes ni después, comprendía nuestra dificultad y nuestra debilidad
a este respecto; y con ese don sin igual de encontrar las palabras
con vida, con ese poder mágico de expresar las cosas más fundamentales
en un lenguaje tan claro, tan sencillo, tan directo que hasta un
niño puede comprenderlo, nos manda: "Pedid, y se os dará, buscad
y hallaréis, llamad y se os abrirá. Pues quien pide recibe, quien
busca halla y a quien llama se le abre".
Sería imposible imaginar una expresión más clara, o encontrar palabras
más precisas que éstas. Sencillamente, no existen palabras de ninguna
lengua más claras ni más enfáticas; y, sin embargo, la mayoría de
los cristianos tranquilamente las pasan por alto, o las interpretan
en un sentido tan estrecho que se pierde casi todo su valor.
Y de nuevo nos enfrentamos a este dilema —o Jesús sabía lo que decía,
o no lo sabía— y, como difícilmente podríamos creer que no, tenemos
que aceptar esas palabras como ciertas —¿cabe aquí alguna escapatoria?
Pedid, y se os dará. ¿No es ésta la Carta Magna de la libertad personal
de cada hombre, cada mujer, cada niño del mundo? ¿No es el decreto
de la emancipación de toda clase de servidumbre, física, mental,
o espiritual? ¿Cabe lugar para la llamada virtud de la resignación,
tantas veces predicada? El hecho es evidente: la resignación no
es de ningún modo una virtud. Al contrario, es un pecado. Lo que
condecoramos pomposamente con el nombre bello de resignación es
en verdad una mezcla malsana de cobardía y pereza. No tenemos derecho
a aceptar con resignación la disarmonía, de cualquier clase que
sea, porque la disarmonía no puede ser la voluntad de Dios. No tenemos
derecho a aceptar con resignación la enfermedad, o la pobreza, el
pecado, la lucha, la infelicidad, o el remordimiento. No tenemos
derecho a aceptar nada menos que la libertad, la armonía, el gozo,
porque solamente así glorificamos a Dios, y expresamos Su Santa
Voluntad, que es nuestra razón de ser.
Es nuestro deber más sagrado, en el nombre mismo de Dios, negamos
a aceptar algo menos que la felicidad completa y el buen éxito y
no nos conformaremos a los deseos y a las instrucciones de Jesús
si nos contentamos con menos. Debemos rezar y meditar con perseverancia,
y reorganizar nuestra vida según los principios de su enseñanza,
hasta que logremos nuestro objetivo. No solamente es posible nuestra
victoria sobre todas las condiciones negativas, sino que nos ha
sido definitivamente prometida en esas gloriosas palabras, que constituyen
la divisa de la libertad del género humano: "Pedid, y se os dará;
buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá."
Por eso, cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres,
hacédselos vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los Profetas.
(MATEO VII, 12)
Éste es el precepto sublime que llamamos la Regla de Oro. Jesús
formula de nuevo la Ley Suprema en un resumen conciso. Esta repetición
sigue a la gran declaración de la Paternidad de Dios. Esa ley se
origina en el hecho metafísico de que, fundamentalmente, somos todos
uno, ya que cada uno de nosotros es una parte del Espíritu Infinito.
Y porque somos todos uno, hacerle daño al otro equivale a dañarse
a sí mismo, mientras que ayudar al otro es, en efecto, ayudarse
a sí mismo. La paternidad de Dios nos hace aceptar también la condición
de hermanos de los hombres y, espiritualmente la fraternidad es
unidad. La comprensión de esta gran verdad contiene en sí cualquier
otro conocimiento religioso; y es lo que la fraseología de antaño
llamaba La ley y los profetas.
Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta, y espaciosa
la senda que lleva a la perdición, y muchos los que por ella entran.
¡Qué estrecha es la puerta, y qué angosta la senda que lleva a la
vida, y cuán pocos los que dan con ella!
(MATEO VII, 13-14).
No hay más que un modo bajo el sol de conseguir la armonía, es decir,
la salud, la prosperidad, la paz mental —la salvación, en el sentido
verdadero de la palabra— y es operar un cambio radical y permanente
en la conciencia. Éste es el único modo; no hay otro. Hace un sinnúmero
de generaciones que la humanidad se esfuerza en lograr la felicidad
de todos los otros modos posibles. Durante muchos siglos el hombre
se ha propuesto proyectos para conseguir la felicidad haciendo varios
cambios en sus condiciones externas. Pero mientras el hombre trate
de modificar su universo concreto, mientras se dedique a cambiar
lo que le rodea y las circunstancias externas, sin preocuparse de
la calidad de sus pensamientos y del progreso de su alma, todos
sus esfuerzos resultan vanos. Ahora podemos ver que, debido a la
naturaleza de nuestro ser, no se puede conseguir un cambio verdadero
de las circunstancias exteriores de nuestra vida sino por la transformación
de nuestra conciencia. Este cambio de la vida interior es la "puerta
estrecha" de la que habla Jesús, y según dice Él, pocos son los
que la encuentran. Sin embargo, realmente el número aumenta de día
en día, y según vayan pasando los años, aumentará cada vez más.
Aunque es comparativamente pequeño, en tiempos de Jesús lo era aún
mucho más.
A esta doctrina según la cual lo que pasa en nuestra conciencia
es lo que importa, porque nuestros conceptos son lo que vemos, Jesús
la llama el Camino de la Vida; y El añade que todas las demás doctrinas
no son sino caminos anchos que conducen a la destrucción y a la
decepción. ¿Por qué, entonces, está el hombre tan poco dispuesto,
al parecer, a transformar su conciencia? ¿Por qué, según parece,
prefiere probar cualquier otro método que se presente, por arduo
o forzado que sea? A través de la historia, se han probado todos
los métodos imaginables para efectuar la salvación de la humanidad,
y todos han fracasado, por supuesto; sabemos ahora por qué; sin
embargo, el hombre raras veces elige la senda "estrecha", a menos
que le obligue a ello, individualmente, una fuerza irresistible.
La respuesta es que, como ya hemos visto, el cambio de conciencia
es realmente muy duro, exige una vigilancia constante y el romper
nuestros hábitos mentales, procedimiento penoso de sufrir durante
un tiempo. El hombre es naturalmente perezoso; obedece a la ley
del mínimo esfuerzo, y en esto, como en cosas de menos importancia,
no va al fondo de las cosas a menos que se vea obligado a hacerlo.
El Camino de la Vida, la puerta estrecha, vale, sin embargo, infinitamente
más de lo que cuesta. En este camino, las recompensas no son temporales,
sino permanentes; cada milla ganada es ganada por toda la eternidad.
Se puede decir que el cambio de conciencia es, en efecto, todo lo
que vale la pena conseguir. Una comparación de la vida diaria nos
permite ilustrar esta idea. Supongamos que hemos quitado una mancha
a una prenda de vestir; nos aprovecharemos de esa acción durante
unos meses, mientras dure la prenda. Por otro lado, supongamos que,
haciendo ejercicios, desarrollemos una función corporal, digamos
la capacidad de los pulmones; ese mejoramiento nos durará todo el
resto de la vida, cincuenta o sesenta años, tal vez. Es evidente
que de la segunda acción hemos sacado más provecho que de la primera.
En lo que toca al cambio cualitativo de conciencia que resulta de
la oración o de la sanación espiritual, no solamente sentimos los
efectos de ese cambio en cada fase de la vida terrestre, sino que
el cambio persistirá por toda la eternidad, porque no podemos perderlo
nunca. Los ladrones no pueden "horadar y llevárselo".
En cuanto se obtenga la conciencia espiritual se encontrará que
en verdad todas las cosas concurren para el bien de los que aman
el Bien o a Dios. Entonces experimentaremos la perfecta salud, la
prosperidad, la felicidad completa. Entonces nos sentiremos tan
bien de salud que el mero vivir será un placer inexplicable; el
cuerpo ya no será una carga penosa, como la que lleva tanta gente,
sino que parecerá tener alas en los pies.
La prosperidad será tal que ya no necesitaremos considerar la cuestión
de dinero; tendremos bastante para llevar a cabo nuestros planes.
Nuestro mundo se llenará de personas simpáticas, deseosas de ayudamos
todo lo posible. Nos ocuparemos en varias actividades tan útiles
como agradables e interesantes. Todas nuestras ambiciones, todos
nuestros talentos encontrarán una esfera amplia de acción; y, en
pocas palabras, adquirire-mos poco a poco esa "personalidad completamente
integrada y expresada al máximo", con que suena la psicología moderna.
Aquellos a quienes el mensaje de Jesús no les haya revelado todavía
su secreto no pueden ver en todo eso nada más que una bella visión,
"demasiado hermosa para ser verdad", pero ésa es precisamente la
esencia misma del mensaje de Cristo, que nada es demasiado hermoso
para ser verdad, porque el Amor y el Poder de Dios son verdad. Es
precisamente esta creencia de que la completa armonía es demasiado
hermosa para ser verdad lo que nos impide conseguirla. Nosotros,
al ser seres mentales, hacemos las leyes bajo las cuales vivimos
y tenemos que vivir bajo las leyes que hacemos.
Un error trágico, que cometen muchas personas que son religiosas
de una manera ortodoxa, es asumir que la Voluntad de Dios para con
ellas debe de ser alguna cosa poco interesante, poco atractiva,
si no absolutamente desagradable. Conscientemente o no, consideran
a Dios como un maestro implacable, o como un padre puritano y austero.
Muy a menudo sus oraciones parecen decir esto: "Dios, por favor,
concédeme esa cosa buena que me hace tanta falta —pero no creo que
quieras, porque no creerás que eso es bueno para mí." Inútil es
añadir que una oración de esa clase tiene la respuesta de todas
las oraciones, según la fe del que ora; porque se recibe lo que
se espera. La verdad es que la Voluntad de Dios para con nosotros
significa siempre más libertad, una existencia más amplia, mejor
salud, una prosperidad más segura, y más oportunidades para servir
a otros, —una vida más abundante.
Si uno está enfermo o es pobre, o tiene que hacer un trabajo que
no le gusta, si se siente solo o tiene que vivir con personas antipáticas,
puede estar seguro de que no está expresando la Voluntad de Dios,
y mientras no exprese la Voluntad de Dios, es natural que experimente
disarmonía; y es igualmente verdad que, cuando uno exprese la Voluntad
Divina, la armonía se restablecerá.
Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos
de ovejas, mas de dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se recogen racimos de
los espinos, o higos de los abrojos?
Todo árbol bueno da buenos frutos y todo árbol malo da frutos malos.
No puede árbol bueno dar malos frutos, ni árbol malo buenos frutos.
El árbol que no da buenos frutos es cortado y arrojado al fuego.
Por los frutos, pues, los conoceréis.
(MATEO VII, 15-20)
¿Hay un método infalible por el cual un hombre pueda averiguar la
Verdad acerca de Dios, acerca de la vida, acerca de sí mismo? ¿Puede
averiguar cuál es la religión verdadera, cuál es la iglesia genuina
y cuál es falsa, y qué libros y qué maestros enseñan la Verdad?
¡Cuántos honrados buscadores, confusos y perplejos ante el alboroto
de las teologías divergentes y las sectas rivales, han anhelado
con todo el corazón poseer la piedra de toque de la Verdad!
¿Hay un cristiano sincero que no se esforzara en conformar su vida
a las instrucciones de Jesucristo, si pudiese estar seguro de cuáles
son? Toda clase de personas y toda clase de iglesias le dicen que
sólo ellas representan la doctrina verdadera, y que es peligroso
pasar por alto sus doctrinas y sus disciplinas; y él percibe que
estos grupos diversos no están de acuerdo entre sí sobre los puntos
esenciales ni de teoría ni de práctica, y que cada grupo a su vez
está lleno de inconsistencias ilógicas.
Si en realidad le faltase al hombre un método para discernir la
Verdad, se encontraría en un lamentable aprieto, pero afortunadamente,
no es así. Jesús, el más profundo, y al mismo tiempo el más directo
y más práctico de todos los maestros que el mundo haya conocido
jamás, ha provisto lo necesario, dándonos una prueba sencilla y
universalmente aplicable. Es una prueba que cualquier persona puede
aplicar, en cualquier parte; es tan decisiva como la reacción química
que nos muestra enseguida si lo que tenemos en la mano es oro. Es
esta sencilla pregunta: ¿da frutos?
Esta prueba es de una sencillez tan sorprendente que muchas personas
listas la han pasado por alto, como si no valiese la pena tomarla
en cuenta, olvidando que todas las cosas fundamentales de la vida
son sencillas. Esta sigue siendo la prueba fundamental de la verdad
—¿da frutos?— porque la verdad siempre da frutos. La verdad siempre
sana. Cuando se examina cuidadosamente una historia verdadera, resulta
coherente; mientras que, cuando se analiza lo suficiente, la mentira
más plausible se revela tal como es. La Verdad sana el cuerpo, purifica
el alma, reforma al pecador, pone fin a las disensiones, y pacifica
las luchas. De esto se desprende que, según Jesús, la enseñanza
que es verdadera automáticamente se demostrará a sí misma en su
aplicación práctica. "...en mi nombre echarán los demonios, hablarán
lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren
ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos, y
éstos se encontrarán bien" (MARCOS 16, 17-18). Al contrario, la
enseñanza falsa, por atractivamente que se presente, sea el que
fuere el prestigio social o académico que posea, no puede cumplir
ninguna de estas cosas. Los que la proponen son los profetas falsos
que vienen vestidos con piel de oveja. Aunque habitualmente son
perfec-tamente sinceros en sus demandas y pretensiones, sin embargo
se interponen entre el buscador y la Verdad salvadora, y son, por
consiguiente, a pesar de sus buenas intenciones, lobos rapaces en
el ámbito espiritual. Por sus frutos los conoceréis.
Así que comprendemos claramente que los felices resultados son la
prueba, y la única prueba, de la comprensión verdadera ya no nos
quedan más pretextos para desviamos del Camino. Puede ser que nuestro
progreso, por una razón u otra, sea comparativamente lento, pero
por lo menos podremos seguir el buen Camino. Si salimos del Camino,
lo sabremos siempre, porque los frutos malos nos advertirán. La
mayoría de nosotros encontramos dificultades particulares en demostrar
ciertas cosas, mientras que nos es relativamente fácil hacer nuestra
demostración en otras. Esto es natural, y solamente quiere decir
que hay que aplicarse con más tenacidad a las cosas que parecen
las más difíciles. Sin embargo, si nuestros esfuerzos no van efectuando
ningún cambio apreciable, es que hemos salido del Camino, y que
no estamos haciendo oración en el modo correcto; debemos entonces
inmediatamente volver al Camino, afirmando que la Inteligencia Divina
nos inspira, y que estamos expresando la Verdad. Ningún mal puede
resultar de este procedimiento, aun cuando el período infructuoso
parezca durar mucho tiempo; y durante esta prueba aprenderemos mucho.
Pero, por otra parte, si seguimos el ejemplo del fariseo, y, en
lugar de admitir francamente nuestro error, tratamos de justificamos,
si practicamos el orgullo espiritual, nos irá mal. Si, como algunas
personas extraviadas, decimos algo así: —"No demuestro nada"—; o
tal vez, si hablamos así, no sólo decimos disparates, sino que pretendemos
blasfemar de la misma Sabiduría Divina; y éste es el pecado contra
el Espíritu Santo.
No se buscan los resultados materiales como el fin último; solamente
importa la búsqueda de la Verdad. Y porque la Ley decreta que, tan
pronto como se dé un paso adelante en ese camino, sigue automáticamente,
un mejoramiento de las condiciones exteriores ese cambio mismo constituye
la prueba tangible de nuestro cambio interior "el signo externo
y visible de la gracia espiritual interior". El mundo concreto es
entonces como el indicador que nos permite saber lo que pasa dentro
de una caldera. Por medio de las condiciones de nuestro mundo material
podemos saber infaliblemente dónde estamos.
La razón verdadera para desear demostraciones es que son la prueba
de que hemos logrado la compren-sión. No hay tal cosa como una comprensión
espiritual que no sea demostrable en el plano material. Si queremos
saber dónde estamos en el Camino de la Verdad, examinemos las condiciones
exteriores en que nos encontramos, comenzando con el cuerpo mismo.
No puede haber en el alma nada que, tarde o temprano, no se ponga
de manifiesto en el mundo exterior, y no puede haber en el mundo
exterior nada que no tenga su correspondencia en el interior.
Tanto si es una prueba para nuestra propia alma, como para un maestro,
para un libro o una iglesia, esta prueba es siempre sencilla directa
e infalible:
¿Es beneficioso? ¿Cuáles son sus frutos? Porque "por sus frutos
los conoceréis."
No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en
tu nombre, y en nombre tuyo lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos
muchos milagros?
Yo entonces les diré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores
de iniquidad.
(MATEO VII, 21-24)
El género humano es lento en reconocer que no hay otro modo de salvación
que cambiar la conciencia, lo que significa tratar de hacer la Voluntad
de Dios constantemente en cada aspecto de la vida. Todos queremos
hacer Su Voluntad algunas veces y en ciertas cosas; pero mientras
que no estemos listos para hacerla en todas las cosas, grandes o
pequeñas. —una dedicación total de uno mismo, de hecho— no obtendremos
más que resultados parciales. Mientras que permitamos que una cosa
secundaria se interponga entre nosotros y la Causa Primordial, no
seremos salvados. "No hay paz alguna para el alma que mantiene la
sombra de una mentira" dijo George Meredith.
He aquí un peligro extraordinariamente sutil. Tan pronto como lo
hemos evitado en un lado, nos ataca por otro lado. Exige una vigilancia
incesante, un valor casi heroico. Nada es más cierto en la vida
del alma que el precio de la libertad es una eterna vigilancia.
No debemos permitir que ninguna consideración, ninguna institución,
ninguna organización, ningún libro, ningún hombre o ninguna mujer
se interponga entre nosotros y nuestra búsqueda de Dios. Si confiamos
en otra cosa que nuestra propia comprensión de la Verdad, nuestros
esfuerzos dejarán de dar frutos. Si contamos indebidamente con otra
persona, con cierto maestro o médico, por ejemplo, un día vendrá
en que, a la hora de nuestra necesidad, él estará lejos, y no será
suya la culpa. Cuando más le necesitemos, nos faltará. Este mismo
principio se aplica a las personas que se permiten ser dominadas
por circunstancias especiales. Una mujer dijo: "Sólo puedo dedicarme
a cosas espirituales cuando estoy en la biblioteca de nuestra iglesia;
el ambiente en ella es tan hermoso." Poco después, su marido fue
mandado por el gobierno a un puesto en el corazón de África donde
tuvo que hacer frente a una crisis a miles de millas de cualquier
biblioteca, y más de cien millas de cualquier otra mujer blanca.
En ese momento tuvo que buscar refugio en sus propios recursos espirituales
y, naturalmente, avanzó muchísimo en la comprensión espiritual.
Es nuestro deber recibir la ayuda que podamos leyendo libros, escuchando
a maestros; pero a menos que confiemos en nuestro propio entendimiento,
estaremos solamente diciendo: "¡Señor, Señor!" con los labios, y
pretendiendo hacer profecías en Su Nombre mientras "no Le conocemos",
lo cual, en la práctica, viene a ser como si Él no nos conociera
a nosotros. No se entra de esa manera en el Reino de los Cielos.
Repitamos que, para lograr comprender a Dios, tenemos que hacer
un trabajo en nuestra propia conciencia, un trabajo genuino, consecuente
y difícil.
Muchas personas tardan en salir de una iglesia ortodoxa en cuyas
creencias ya no pueden consentir; por razones prácticas o sentimentales,
no quisieran romper una tradición de familia. Pero: "El que ama
al padre o a la madre más que a mí no es digno de mí. " (MT. 10,
37) Otras personas son bastante valientes para salir de una iglesia
ortodoxa, pero se vuelven hacia alguna nueva organización que les
parece corresponder a un concepto más elevado; aquí parecen dormirse
de nuevo, bajo la ilusión de que al fin han encontrado la Verdad,
y no necesitan preocuparse más. Este error del individuo es exactamente
el de todas las iglesias ortodoxas: ellas también, en el origen,
querían reformar las herejías. ¿Qué se gana separándose de una organización,
si se entrega de nuevo la recién ganada libertad?
En algunos casos se ha desarrollado una devoción personal a algún
maestro independiente que ha causado una sumisión completa a su
juicio. En otros casos se ha encontrado un libro favorito que se
considera infalible.
La única línea de conducta infalible conocida por el hombre es la
que Jesús nos ha dado: "Por sus frutos los conoceréis."
Se debería sacar provecho gozosamente de la inspiración recibida
de un pastor esclarecido o de un conferenciante instruido. Conviene
guardar abierto el espíritu a las fuentes exteriores, escuchar a
los que, según nuestro parecer, expresan la sabiduría y nos pueden
extender los horizontes mentales, y servimos de libros que nos estimulen
el pensamiento; pero no rindamos nunca a otra persona nuestro propio
juicio espiritual. Demos las gracias a los que nos han ayudado;
agradezcamos el bien recibido; pero estemos siempre dispuestos a
dar el paso que sigue. No olvidemos que la Verdad del Ser tiene
que ver con el infinito, que es el impersonal Principio de la Vida,
y no puede someterse a la explotación ni de una persona ni de una
organización particular.
No debemos ni un átomo de lealtad a ninguna persona ni a ninguna
cosa en el universo, excepto al Cristo que mora en nuestro Lugar
Secreto; solamente siendo leales a El, podemos conservar nuestra
integridad espiritual. Si el mero hecho de asociamos a algún grupo
fuese garantía de la comprensión espiritual, la cuestión de nuestra
salvación sería mucho más sencilla de lo que es. Desafortunadamente
el problema resulta mucho más complejo. Sociedades, iglesias, escuelas,
conferencias y libros concurren para proporcionamos un lienzo en
el cual podamos representar nuestra vida espiritual; pero el trabajo
de hecho ha de hacerse en nuestra conciencia íntima. Esperar demasiado
de nuestro mundo exterior no es más que superstición. Cuando llegue
la hora de la prueba, si nos apoyamos en una iglesia particular,
o en nuestra devoción a un director espiritual, o bien en un conocimiento
de un libro que sabemos de memoria, la Voz de la Verdad proclamará
que nunca nos ha conocido; y tendremos que pasamos sin nuestra demostración.
La vida del hombre y su personalidad son tan complejas que la Biblia
nos presenta cada problema desde varios puntos de vista. Así se
destaca de este pasaje del Sermón del Monte otra lección muy importante;
a saber, que la única manera de alcanzar cualquier cosa es practicar
la Presencia de Dios. Es el único método por el cual se pueden obtener
resultados permanentes. Se pueden obtener resultados temporales
mediante el ejercicio de la voluntad, pero no son sino transitorios
y, tarde o temprano, lo que parece ganarse de esa manera se pierde
de nuevo, dejándolo todo peor que antes. Una fortuna grande, por
ejemplo, puede ser amontonada por la voluntad misma de su dueño,
pero algún día los bienes así adquiridos adquieren alas y vuelan,
dejando a la víctima más pobre que nunca. Si el que amontona los
bienes de este mundo no conoce la Verdad del Ser, la Verdad no le
conoce a él y entonces no puede ayudarle. Formulado a la manera
oriental, en términos dramáticos, la Biblia nos advierte de este
peligro: "Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad."
Cuando una persona ha cometido tal error, el remedio consiste, evidentemente,
en dejar de tratar de obrar sin Dios. La falta será perdonada, como
lo son todas las faltas, en cuanto la corrijamos, así que nos arrepintamos
de ella. Entonces se debe enriquecer la vida espiritual, afirmando
que Dios es la fuente inagotable y siempre accesible de toda abundancia.
Así se crea la conciencia de la prosperidad verdadera, y, hecho
esto, uno no puede nunca empobrecerse.
Aquel, pues, que escucha mis palabras y las pone por obra, será
como el varón prudente que edifica su casa sobre roca.
Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron
sobre la casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca.
Pero el que me escucha estas palabras y no las pone por obra, será
semejante al necio que edificó su casa sobre arena.
Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron
sobre la casa, que se derrumbó estrepitosamente.
(MT.7, 24-27)
El Sermón termina con una de esas ilustraciones que por la sencillez
gráfica y la fuerza directa no tienen igual fuera de la enseñanza
de Jesús. Nadie que haya leído esta parábola de las dos casas puede
olvidarla. Se nos advierte una vez más de la vanidad de la teoría
sin verificación en la práctica, y del peligro grave en que se encuentran
los que conocen la Verdad, o por lo menos están al corriente de
Ella, sin hacer todo lo posible para practicarla. Sería mejor, tal
vez, no haber oído hablar nunca de la Verdad, que conocerla sin
practicarla.
Uno de los símbolos más antiguos y más importantes para el alma
humana es el de un edificio —morada o templo— que el hombre está
ocupado en construir. El hombre que construye es un personaje de
la tradición oculta tan común como el pastor, o el pescador, o el
rey —como lo hemos encontrado en una sección anterior—. La primera
preocupación de todo constructor es elegir unos cimientos firmes,
porque, sin éstos, por muy hábil y concienzudamente que esté hecha
la construcción, se derrumbará en la primera tormenta que venga.
Jesús, recordemos, fue educado en la casa y el taller de un carpintero,
quien, en esa época, hacía el papel de constructor, como lo hace
hoy día entre nosotros en remotos lugares rurales. En las cambiantes
arenas del desierto no es posible construir nada, y la gente tiene
que vivir en tiendas. Cuando el oriental desea construir un edificio
permanente, busca una roca y allí se levanta su casa. En la Biblia,
la palabra roca quiere decir el Cristo, y la intención es evidente.
La Verdad del Cristo es la única fundación sobre la cual es posible
levantar con seguridad el templo del alma regenerada. Esa Verdad
es lo único en la vida que es absolutamente real, que nunca cambia,
que nunca se muda —la misma ayer, hoy y siempre—. Asentados en este
cimiento quedaremos seguros cuando los vientos, las lluvias, las
inundaciones del error, del temor, de la duda, del remordimiento
vengan a atacamos. ¡Que nos ataquen! Nosotros los resistiremos,
porque nos apoyamos en la Roca. Pero en cuanto contemos con algo
menos que esa Roca, con nuestra propia voluntad, con nuestra llamada
seguridad material, con la buena voluntad de otros, con nuestros
propios recursos personales —con todo menos con Dios— estamos construyendo
sobre la arena, y grande será nuestra ruina.
Cuando acabó Jesús estos discursos, se maravillaban las muchedumbres
de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad,
y no como sus doctores.
(MT. 7, 28-29)
Al terminar. Mateo nos dice sencillamente que la gente se admiraba
escuchando lo que le dijo Jesús. Siempre es así. El mensaje del
Cristo es completamente revolucionario. Trastorna todas las ideas
y todos los métodos, no solamente del mundo, sino también de la
religión convencional y ortodoxa, porque dirige nuestra atención
desde el exterior hasta el interior y desde el hombre y sus obras
a Dios.
Enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. La
ventaja más grande de la Base Espiritual es que se comienza a saber.
Cuando uno ha obtenido, gracias a la Oración Científica, la demostración
más mínima, ha experimentado algo que ya no puede perder; tiene
dentro de sí el testimonio (la prueba) de la Verdad. No tiene por
qué confiar más en la palabra de otra persona; lo sabe para sí;
y esta revelación es la única autoridad que vale. Jesús tenía esta
autoridad: la probaba por sus obras. Si leemos el siguiente capítulo
del Evangelio según Mateo, aprendemos que inmediatamente después
de dar el último discurso del Sermón del Monte, Jesús, volviendo
al pueblo, curó instantáneamente a un leproso. Así probó que sus
preceptos no eran mera teoría, y lo probó con creces.
Jesús vivía en contacto directo con Dios; y, por eso, cuando hablaba,
pronunciaba la Palabra de Poder.
* Y mientras buscó al Señor, Dios le protegió.
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