PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO

"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"

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El Sermón Del Monte
Capítulo 7
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Rev. Emmet Fox




  1. Capítulo 1 ¿Qué enseñó Jesús?
  2. Capítulo 2 Las Bienaventuranzas
  3. Capítulo 3 Como un hombre piensa
  4. Capítulo 4 No resistáis al Mal
  5. Capítulo 5 Tesoro en los Cielos
  6. Capítulo 6 Con la medida con que midiereis
  7. Capítulo 7 Por sus frutos
  8. El Padre Nuestro (Una interpretación)

La Llave Para Triunfar En La Vida

La inteligencia es un factor del mensaje cristiano tan esencial como el amor. Dios es amor, pero Dios es también la inteligencia infinita y, a menos que estas dos cualidades estén en equilibrio en nuestra vida, no logramos la sabiduría; porque la sabiduría es la fusión perfecta de la inteligencia y del amor. El amor sin la inteligencia puede hacer involuntariamente mucho daño —el niño mimado es un ejemplo— y la inteligencia sin el amor puede resultar crueldad refinada. Toda actividad verdaderamente cristiana ha de expresar la sabiduría, porque el celo sin la discreción es proverbialmente perverso.
Suele suceder que las personas que por primera vez ven los horizontes infinitos de la Verdad y así se liberan de alguna dificultad penosa, se exaltan tanto de alegría que acuden a todas partes derramando a otros las noticias de su descubrimiento; y probablemente solicitándoles que acepten también la Verdad. Esta actitud es totalmente comprensible, porque el amor no desea más que compartir su bien; sin embargo, es muy imprudente. El hecho es que la aceptación de la Verdad implica, como hemos visto, el abandono de todos los valores viejos; y, después de todo, esto es un sacrificio tremendo que no se debe esperar de cualquier persona; y en todo caso, no puede suceder sino cuando uno está espiritualmente preparado para el cambio. Si esta Verdad se le presenta de una manera atractiva, el que está listo se alegrará de aceptarla; si no lo está, ninguna discusión intelectual o argumento alguno lo hará aceptarla.
No confiemos en nuestro propio juicio para decidir quién está listo para recibir la Verdad, y quién no lo está; más bien dejémonos guiar por el Espíritu Santo. La mayoría de nosotros hemos tenido la experiencia, cuando hemos caído en la cuenta de la Idea Espiritual y lo que significa, de obedecer al impulso natural de comunicar lo que se nos ha revelado a algunos de nuestros amigos, a quienes creemos que podemos persuadir fácilmente y nos hemos encontrado con que, en la mayoría de los casos se niegan por completo a recibirla. En cambio, algunas personas, a quienes considerábamos poco desarrolladas espiritualmente, se muestran muy receptivas y emprenden con éxito la transformación de su vida según el nuevo conocimiento. Si oramos regularmente todos los días pidiendo sabiduría, inteligencia y nuevas oportunidades de servir, las personas adecuadas se presentarán sin que las busquemos; o nosotros iremos a ellos; y una ocasión conveniente se presentará para introducir el asunto. Mientras no estemos seguros de que sea prudente hablar de la Verdad, abstengámonos de hacerlo; en lugar de ello, oremos en silencio pidiendo que se nos guíe y dejemos el asunto en manos de Dios. Algunas veces no ocurre nada, no se presenta ninguna oportunidad mientras estamos con nuestro amigo, lo cual quiere decir que no ha llegado la hora y que nuestros esfuerzos no habrían servido para nada. Muchas veces, sin embargo, una ocasión obvia se presenta en la conversación, o algún incidente externo brinda el pretexto para introducir el asunto. Y he comprobado algún despertar sorprendente y agradable que surgió de esta manera.
Sobre todo abstengámonos de obligar a las personas con quienes vivimos o con quienes trabajamos a considerar la cuestión de la Verdad; especialmente en casa. Es fácil que nos convirtamos en un fastidio tra-tando de forzar con nuestras ideas a personas que no pueden apreciarlas, pues aún no están preparadas. Como nuestros familiares y nuestros socios tienen que vemos frecuentemente, no es prudente importunarlos o irritarlos. Démonos cuenta de que ellos, al no haber experimentado nuestro despertar personal, no puedan ver la cosa como nosotros la vemos; y que lo que ellos ven es otra cosa. También es posible que todavía no tengamos el arte de explicar nuestras ideas de la mejor manera posible. Finalmente es bueno recordar que los que nos rodean tendrán constantemente la oportunidad de examinar nuestra conducta personal, conocerán a fondo nuestras faltas y flaquezas y que, si hablamos demasiado e indiscretamente de valores espirituales, ellos esperarán de nuestra parte una demostración más grande que la que al principio podamos hacer. ¿Y no tendrían que ser superiores a la mayoría de los seres humanos para no señalar algunas veces, en el momento más inoportuno, aquellos actos nuestros que contradicen nuestras palabras? En otras palabras "apresurarse despacio" es el lema. Obrar con un ardor imprudente y adquirir la reputación de ser tonto o molesto no es un modo correcto de propagar la Verdad. El modo más rápido de hacerlo es vivir la vida uno mismo. Entonces los que nos rodean notarán el cambio en nosotros y en cuanto se den cuenta de que ha mejorado nuestra salud, que hay más prosperidad en nuestras vidas y que en nuestro rostro brilla la felicidad, vendrán espontáneamente, pidiéndonos que compartamos con ellos el secreto. No habrá que persuadirlos de que beban en las aguas de la vida.
Cuando tengamos deseos de presentar la Verdad a cierta persona, o a cierto grupo, conviene prepararnos mentalmente durante algunos días. Pidamos que la Inteligencia y el Amor nos ayuden a superar toda impaciencia y a hacer frente al ridículo y a la falta de afabilidad. Y sobre todo reguemos que esa Sabiduría, que combina el Amor y la Inteligencia, nos inspire. Afirmemos que la acción de Dios nos haga decir la palabra justa en el momento oportuno, y que al mismo tiempo los que nos escuchan sean guiados por las mismas cualidades divinas. No nos permitamos ocupamos en modo alguno de los resultados que puedan seguir a la discusión. Hablemos según la Verdad y dejémosla obrar. A menudo nos sorprenderemos, unos días después, de la eficacia de esa preparación espiritual.
Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
Porque quien pide, recibe, quien busca, halla y a quien llama, se le abre.
Pues, ¿quién de vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!
(MATEO VII, 7)

Éste es el pasaje maravilloso en el que Jesús enuncia la verdad primordial de la Paternidad de Dios. Esta verdad se puede llamar fundamental porque es la piedra angular sobre la cual se eleva el edificio de la religión verdadera. Mientras los hombres no comprendían la significación profunda del hecho de que Dios es Padre del hombre, no les era posible conocer plenamente la experiencia religiosa. Mientras creían que había dioses diversos, el sentido esencial de la religión escapaba a su alcance, porque la verdadera experiencia religiosa es la búsqueda de la unión consciente con Dios. Aceptar a varios dioses es imponerle a cada dios necesariamente limitaciones, y como los dioses de antaño se representaban en conflicto perpetuo entre sí, sólo un pensamiento caótico podía acompañar tal creencia. Los que se habían desarrollado espiritualmente bastante para aceptar la idea de un Dios único, el Dios verdadero, Le representaban todavía, casi en general, como un déspota oriental, o un sultán caprichoso y sin misericordia, poseyendo a sus súbditos y gobernándolos tiránicamente. El Dios de muchos capítulos del Antiguo Testamento es un tirano celoso y cruel, implacable en su ira, vindicativo, insaciable. Él parece no tener en común con los hombres nada más que lo que los hombres tienen en común con los animales; menos, en efecto, porque el hombre sabe que él es vulnerable al sufrimiento físico, al hambre y a la muerte, lo mismo que los animales.
Esta concepción oriental de un Dios despótico, de hecho, ha sido mantenida por un gran número de fer-vorosos cristianos ortodoxos, negando toda semejanza entre el hombre y el Creador. Un escritor moderno jocosamente ha comparado a este Dios con cierto millonario inglés quien por puro capricho mantiene un jardín zoológico cerca de Londres. Este jardín está lleno de animales que existen solamente porque interesan y divierten al dueño. De vez en cuando, el amo viene a verlos, y siguiendo, sin duda, consejos expertos, manda que se destruyan unos, que se trasladen otros a jaulas más espaciosas, y que otros se traten de una manera determinada. Es evidente que no existe entre los animales y su dueño comunión espiritual alguna; ellos no son más que juguetes animados que le divierten. Esta comparación no es de ninguna manera una descripción exagerada de las ideas de muchos hombres, de los fundamentalistas, por ejemplo.
Cuando se lee la Biblia con la mente abierta, se ve que Jesús, en este pasaje, una vez para siempre, penetra en la raíz de esta superstición abominable. De una manera clara y definida, afirma —dando énfasis del modo más circunstancial— que la relación verdadera que existe entre el hombre y Dios es la de un padre y un hijo. Dios cesa de ser el soberano que trata con esclavos serviles, y llega a ser un Padre, lleno de amor para nosotros, que somos Sus hijos. Es sumamente difícil estimar el alcance de esta declaración en lo que toca a la vida del alma. Cuando se lee y se relee este pasaje, afirmando la paternidad de Dios, todos los días durante algunas semanas, se descubre que esto sólo resuelve muchos problemas religiosos. Se puede decir que se aclara así, de una vez para siempre, un sinnúmero de cuestiones perplejas. En el tiempo de Jesús, esa enseñanza acerca de la Paternidad de Dios era original y única. En el Antiguo Testamento nunca se llama a Dios "Padre". Cuando se hacen referencias a su Paternidad, se refieren a Él como padre de una nación y no de los individuos. En efecto, éste es el motivo por el cual Jesús hizo de la declaración de Paternidad de Dios la primera frase de lo que llamamos El Padre Nuestro. Esto explica, por ejemplo, la tremenda declaración del Génesis de que el hombre es a imagen y semejanza de Dios.
Es evidente, por supuesto, que la descendencia ha de ser de la misma naturaleza y la misma especie que el padre; y entonces si Dios y el hombre son en verdad Padre e hijo, el hombre ha de ser de esencia divina y susceptible de un infinito crecimiento y progreso y desarrollo en el camino ascendente hacia la divinidad. Esto quiere decir que, a medida que se desarrolle la naturaleza verdadera del hombre, su carácter espiritual, lo cual quiere decir que vaya siendo cada vez más consciente de ello, ampliará su conciencia espiritual hasta que haya trascendido todos los límites de la imaginación humana, cada vez más hacia delante. Este es nuestro glorioso destino, como ya hemos visto. Jesús mismo dijo, además, citando el Antiguo Testamento: "He dicho que sois dioses y todos vosotros hijos del Altísimo" (JUAN X, 34-35). Entonces reforzó su declaración añadiendo significativamente: "Y no se puede quebrantar la Escritura."
Por consiguiente, en este pasaje somos liberados, de una vez para siempre, de la última cadena que nos ata a un destino limitado y envilecido. Somos hijos de Dios; y si somos hijos, coherederos con Jesucristo, como dice San Pablo; y. como hijos de Dios somos herederos de los bienes de nuestro Padre no somos extraños, ni criados recompensados, ni mucho menos esclavos. Somos los hijos de la casa, quienes un día hemos de gozar plenamente de nuestra herencia. Por el momento nos encontramos colmados de limitaciones e incapacidades porque no somos sino niños, menores de edad desde el punto de vista espiritual. Los niños son irresponsables; les faltan la sabiduría y la experiencia; hay que dirigirlos a fin de que sus errores no les traigan consecuencias graves. Pero así que el hombre logre su mayoría espiritual, reclama sus derechos y los obtiene. "Mientras el heredero es niño, siendo el dueño de todo, no difiere del siervo, sino que está bajo tutores y administradores hasta la fecha señalada por el Padre." (GAL. 4, 1-2) y cuando llega esa hora, se despierta a la Verdad y obtiene su mayoría espiritual. Comprende que es la voz de Dios mismo la que está en su corazón haciéndole gritar: "Abba, Padre". Entonces, al fin, comprende que es el hijo del gran Rey, y que todo lo que posee su Padre es suyo y que puede gozarlo, ya sea salud, prosperidad, oportunidad, belleza, felicidad, o cualquier otra manifestación de Dios.
La cosa más perjudicial de la vida es la lentitud del hombre, se puede decir su desgana, para percibir su propio dominio. Dios nos ha dado dominio sobre todas las cosas, pero, como niños asustados, rehuimos asumirlo, aunque asumirlo es la única salida para nosotros. La humanidad se parece a menudo a un fugitivo, sentado al volante de un automóvil listo para llevarle a un lugar seguro, pero que, debido a su nerviosismo, no puede coger el control y ponerlo en marcha. Allí se queda, medio helado de terror, mirando atrás, preguntándose si sus perseguidores van a alcanzarle y qué le pasará si eso sucede. Podría, en cualquier momento, escaparse a un lugar seguro, pero no lo hará, ni se atreverá.
Jesús, quien conocía el corazón humano como no lo ha conocido nadie, ni antes ni después, comprendía nuestra dificultad y nuestra debilidad a este respecto; y con ese don sin igual de encontrar las palabras con vida, con ese poder mágico de expresar las cosas más fundamentales en un lenguaje tan claro, tan sencillo, tan directo que hasta un niño puede comprenderlo, nos manda: "Pedid, y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Pues quien pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre".
Sería imposible imaginar una expresión más clara, o encontrar palabras más precisas que éstas. Sencillamente, no existen palabras de ninguna lengua más claras ni más enfáticas; y, sin embargo, la mayoría de los cristianos tranquilamente las pasan por alto, o las interpretan en un sentido tan estrecho que se pierde casi todo su valor.
Y de nuevo nos enfrentamos a este dilema —o Jesús sabía lo que decía, o no lo sabía— y, como difícilmente podríamos creer que no, tenemos que aceptar esas palabras como ciertas —¿cabe aquí alguna escapatoria?
Pedid, y se os dará. ¿No es ésta la Carta Magna de la libertad personal de cada hombre, cada mujer, cada niño del mundo? ¿No es el decreto de la emancipación de toda clase de servidumbre, física, mental, o espiritual? ¿Cabe lugar para la llamada virtud de la resignación, tantas veces predicada? El hecho es evidente: la resignación no es de ningún modo una virtud. Al contrario, es un pecado. Lo que condecoramos pomposamente con el nombre bello de resignación es en verdad una mezcla malsana de cobardía y pereza. No tenemos derecho a aceptar con resignación la disarmonía, de cualquier clase que sea, porque la disarmonía no puede ser la voluntad de Dios. No tenemos derecho a aceptar con resignación la enfermedad, o la pobreza, el pecado, la lucha, la infelicidad, o el remordimiento. No tenemos derecho a aceptar nada menos que la libertad, la armonía, el gozo, porque solamente así glorificamos a Dios, y expresamos Su Santa Voluntad, que es nuestra razón de ser.
Es nuestro deber más sagrado, en el nombre mismo de Dios, negamos a aceptar algo menos que la felicidad completa y el buen éxito y no nos conformaremos a los deseos y a las instrucciones de Jesús si nos contentamos con menos. Debemos rezar y meditar con perseverancia, y reorganizar nuestra vida según los principios de su enseñanza, hasta que logremos nuestro objetivo. No solamente es posible nuestra victoria sobre todas las condiciones negativas, sino que nos ha sido definitivamente prometida en esas gloriosas palabras, que constituyen la divisa de la libertad del género humano: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá."
Por eso, cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselos vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los Profetas.
(MATEO VII, 12)

Éste es el precepto sublime que llamamos la Regla de Oro. Jesús formula de nuevo la Ley Suprema en un resumen conciso. Esta repetición sigue a la gran declaración de la Paternidad de Dios. Esa ley se origina en el hecho metafísico de que, fundamentalmente, somos todos uno, ya que cada uno de nosotros es una parte del Espíritu Infinito. Y porque somos todos uno, hacerle daño al otro equivale a dañarse a sí mismo, mientras que ayudar al otro es, en efecto, ayudarse a sí mismo. La paternidad de Dios nos hace aceptar también la condición de hermanos de los hombres y, espiritualmente la fraternidad es unidad. La comprensión de esta gran verdad contiene en sí cualquier otro conocimiento religioso; y es lo que la fraseología de antaño llamaba La ley y los profetas.
Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta, y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta, y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos los que dan con ella!
(MATEO VII, 13-14).

No hay más que un modo bajo el sol de conseguir la armonía, es decir, la salud, la prosperidad, la paz mental —la salvación, en el sentido verdadero de la palabra— y es operar un cambio radical y permanente en la conciencia. Éste es el único modo; no hay otro. Hace un sinnúmero de generaciones que la humanidad se esfuerza en lograr la felicidad de todos los otros modos posibles. Durante muchos siglos el hombre se ha propuesto proyectos para conseguir la felicidad haciendo varios cambios en sus condiciones externas. Pero mientras el hombre trate de modificar su universo concreto, mientras se dedique a cambiar lo que le rodea y las circunstancias externas, sin preocuparse de la calidad de sus pensamientos y del progreso de su alma, todos sus esfuerzos resultan vanos. Ahora podemos ver que, debido a la naturaleza de nuestro ser, no se puede conseguir un cambio verdadero de las circunstancias exteriores de nuestra vida sino por la transformación de nuestra conciencia. Este cambio de la vida interior es la "puerta estrecha" de la que habla Jesús, y según dice Él, pocos son los que la encuentran. Sin embargo, realmente el número aumenta de día en día, y según vayan pasando los años, aumentará cada vez más. Aunque es comparativamente pequeño, en tiempos de Jesús lo era aún mucho más.
A esta doctrina según la cual lo que pasa en nuestra conciencia es lo que importa, porque nuestros conceptos son lo que vemos, Jesús la llama el Camino de la Vida; y El añade que todas las demás doctrinas no son sino caminos anchos que conducen a la destrucción y a la decepción. ¿Por qué, entonces, está el hombre tan poco dispuesto, al parecer, a transformar su conciencia? ¿Por qué, según parece, prefiere probar cualquier otro método que se presente, por arduo o forzado que sea? A través de la historia, se han probado todos los métodos imaginables para efectuar la salvación de la humanidad, y todos han fracasado, por supuesto; sabemos ahora por qué; sin embargo, el hombre raras veces elige la senda "estrecha", a menos que le obligue a ello, individualmente, una fuerza irresistible.
La respuesta es que, como ya hemos visto, el cambio de conciencia es realmente muy duro, exige una vigilancia constante y el romper nuestros hábitos mentales, procedimiento penoso de sufrir durante un tiempo. El hombre es naturalmente perezoso; obedece a la ley del mínimo esfuerzo, y en esto, como en cosas de menos importancia, no va al fondo de las cosas a menos que se vea obligado a hacerlo.
El Camino de la Vida, la puerta estrecha, vale, sin embargo, infinitamente más de lo que cuesta. En este camino, las recompensas no son temporales, sino permanentes; cada milla ganada es ganada por toda la eternidad. Se puede decir que el cambio de conciencia es, en efecto, todo lo que vale la pena conseguir. Una comparación de la vida diaria nos permite ilustrar esta idea. Supongamos que hemos quitado una mancha a una prenda de vestir; nos aprovecharemos de esa acción durante unos meses, mientras dure la prenda. Por otro lado, supongamos que, haciendo ejercicios, desarrollemos una función corporal, digamos la capacidad de los pulmones; ese mejoramiento nos durará todo el resto de la vida, cincuenta o sesenta años, tal vez. Es evidente que de la segunda acción hemos sacado más provecho que de la primera. En lo que toca al cambio cualitativo de conciencia que resulta de la oración o de la sanación espiritual, no solamente sentimos los efectos de ese cambio en cada fase de la vida terrestre, sino que el cambio persistirá por toda la eternidad, porque no podemos perderlo nunca. Los ladrones no pueden "horadar y llevárselo".
En cuanto se obtenga la conciencia espiritual se encontrará que en verdad todas las cosas concurren para el bien de los que aman el Bien o a Dios. Entonces experimentaremos la perfecta salud, la prosperidad, la felicidad completa. Entonces nos sentiremos tan bien de salud que el mero vivir será un placer inexplicable; el cuerpo ya no será una carga penosa, como la que lleva tanta gente, sino que parecerá tener alas en los pies.
La prosperidad será tal que ya no necesitaremos considerar la cuestión de dinero; tendremos bastante para llevar a cabo nuestros planes. Nuestro mundo se llenará de personas simpáticas, deseosas de ayudamos todo lo posible. Nos ocuparemos en varias actividades tan útiles como agradables e interesantes. Todas nuestras ambiciones, todos nuestros talentos encontrarán una esfera amplia de acción; y, en pocas palabras, adquirire-mos poco a poco esa "personalidad completamente integrada y expresada al máximo", con que suena la psicología moderna.
Aquellos a quienes el mensaje de Jesús no les haya revelado todavía su secreto no pueden ver en todo eso nada más que una bella visión, "demasiado hermosa para ser verdad", pero ésa es precisamente la esencia misma del mensaje de Cristo, que nada es demasiado hermoso para ser verdad, porque el Amor y el Poder de Dios son verdad. Es precisamente esta creencia de que la completa armonía es demasiado hermosa para ser verdad lo que nos impide conseguirla. Nosotros, al ser seres mentales, hacemos las leyes bajo las cuales vivimos y tenemos que vivir bajo las leyes que hacemos.
Un error trágico, que cometen muchas personas que son religiosas de una manera ortodoxa, es asumir que la Voluntad de Dios para con ellas debe de ser alguna cosa poco interesante, poco atractiva, si no absolutamente desagradable. Conscientemente o no, consideran a Dios como un maestro implacable, o como un padre puritano y austero. Muy a menudo sus oraciones parecen decir esto: "Dios, por favor, concédeme esa cosa buena que me hace tanta falta —pero no creo que quieras, porque no creerás que eso es bueno para mí." Inútil es añadir que una oración de esa clase tiene la respuesta de todas las oraciones, según la fe del que ora; porque se recibe lo que se espera. La verdad es que la Voluntad de Dios para con nosotros significa siempre más libertad, una existencia más amplia, mejor salud, una prosperidad más segura, y más oportunidades para servir a otros, —una vida más abundante.
Si uno está enfermo o es pobre, o tiene que hacer un trabajo que no le gusta, si se siente solo o tiene que vivir con personas antipáticas, puede estar seguro de que no está expresando la Voluntad de Dios, y mientras no exprese la Voluntad de Dios, es natural que experimente disarmonía; y es igualmente verdad que, cuando uno exprese la Voluntad Divina, la armonía se restablecerá.
Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, mas de dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se recogen racimos de los espinos, o higos de los abrojos?
Todo árbol bueno da buenos frutos y todo árbol malo da frutos malos.
No puede árbol bueno dar malos frutos, ni árbol malo buenos frutos.
El árbol que no da buenos frutos es cortado y arrojado al fuego.
Por los frutos, pues, los conoceréis.
(MATEO VII, 15-20)

¿Hay un método infalible por el cual un hombre pueda averiguar la Verdad acerca de Dios, acerca de la vida, acerca de sí mismo? ¿Puede averiguar cuál es la religión verdadera, cuál es la iglesia genuina y cuál es falsa, y qué libros y qué maestros enseñan la Verdad? ¡Cuántos honrados buscadores, confusos y perplejos ante el alboroto de las teologías divergentes y las sectas rivales, han anhelado con todo el corazón poseer la piedra de toque de la Verdad!
¿Hay un cristiano sincero que no se esforzara en conformar su vida a las instrucciones de Jesucristo, si pudiese estar seguro de cuáles son? Toda clase de personas y toda clase de iglesias le dicen que sólo ellas representan la doctrina verdadera, y que es peligroso pasar por alto sus doctrinas y sus disciplinas; y él percibe que estos grupos diversos no están de acuerdo entre sí sobre los puntos esenciales ni de teoría ni de práctica, y que cada grupo a su vez está lleno de inconsistencias ilógicas.
Si en realidad le faltase al hombre un método para discernir la Verdad, se encontraría en un lamentable aprieto, pero afortunadamente, no es así. Jesús, el más profundo, y al mismo tiempo el más directo y más práctico de todos los maestros que el mundo haya conocido jamás, ha provisto lo necesario, dándonos una prueba sencilla y universalmente aplicable. Es una prueba que cualquier persona puede aplicar, en cualquier parte; es tan decisiva como la reacción química que nos muestra enseguida si lo que tenemos en la mano es oro. Es esta sencilla pregunta: ¿da frutos?
Esta prueba es de una sencillez tan sorprendente que muchas personas listas la han pasado por alto, como si no valiese la pena tomarla en cuenta, olvidando que todas las cosas fundamentales de la vida son sencillas. Esta sigue siendo la prueba fundamental de la verdad —¿da frutos?— porque la verdad siempre da frutos. La verdad siempre sana. Cuando se examina cuidadosamente una historia verdadera, resulta coherente; mientras que, cuando se analiza lo suficiente, la mentira más plausible se revela tal como es. La Verdad sana el cuerpo, purifica el alma, reforma al pecador, pone fin a las disensiones, y pacifica las luchas. De esto se desprende que, según Jesús, la enseñanza que es verdadera automáticamente se demostrará a sí misma en su aplicación práctica. "...en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos se encontrarán bien" (MARCOS 16, 17-18). Al contrario, la enseñanza falsa, por atractivamente que se presente, sea el que fuere el prestigio social o académico que posea, no puede cumplir ninguna de estas cosas. Los que la proponen son los profetas falsos que vienen vestidos con piel de oveja. Aunque habitualmente son perfec-tamente sinceros en sus demandas y pretensiones, sin embargo se interponen entre el buscador y la Verdad salvadora, y son, por consiguiente, a pesar de sus buenas intenciones, lobos rapaces en el ámbito espiritual. Por sus frutos los conoceréis.
Así que comprendemos claramente que los felices resultados son la prueba, y la única prueba, de la comprensión verdadera ya no nos quedan más pretextos para desviamos del Camino. Puede ser que nuestro progreso, por una razón u otra, sea comparativamente lento, pero por lo menos podremos seguir el buen Camino. Si salimos del Camino, lo sabremos siempre, porque los frutos malos nos advertirán. La mayoría de nosotros encontramos dificultades particulares en demostrar ciertas cosas, mientras que nos es relativamente fácil hacer nuestra demostración en otras. Esto es natural, y solamente quiere decir que hay que aplicarse con más tenacidad a las cosas que parecen las más difíciles. Sin embargo, si nuestros esfuerzos no van efectuando ningún cambio apreciable, es que hemos salido del Camino, y que no estamos haciendo oración en el modo correcto; debemos entonces inmediatamente volver al Camino, afirmando que la Inteligencia Divina nos inspira, y que estamos expresando la Verdad. Ningún mal puede resultar de este procedimiento, aun cuando el período infructuoso parezca durar mucho tiempo; y durante esta prueba aprenderemos mucho. Pero, por otra parte, si seguimos el ejemplo del fariseo, y, en lugar de admitir francamente nuestro error, tratamos de justificamos, si practicamos el orgullo espiritual, nos irá mal. Si, como algunas personas extraviadas, decimos algo así: —"No demuestro nada"—; o tal vez, si hablamos así, no sólo decimos disparates, sino que pretendemos blasfemar de la misma Sabiduría Divina; y éste es el pecado contra el Espíritu Santo.
No se buscan los resultados materiales como el fin último; solamente importa la búsqueda de la Verdad. Y porque la Ley decreta que, tan pronto como se dé un paso adelante en ese camino, sigue automáticamente, un mejoramiento de las condiciones exteriores ese cambio mismo constituye la prueba tangible de nuestro cambio interior "el signo externo y visible de la gracia espiritual interior". El mundo concreto es entonces como el indicador que nos permite saber lo que pasa dentro de una caldera. Por medio de las condiciones de nuestro mundo material podemos saber infaliblemente dónde estamos.
La razón verdadera para desear demostraciones es que son la prueba de que hemos logrado la compren-sión. No hay tal cosa como una comprensión espiritual que no sea demostrable en el plano material. Si queremos saber dónde estamos en el Camino de la Verdad, examinemos las condiciones exteriores en que nos encontramos, comenzando con el cuerpo mismo. No puede haber en el alma nada que, tarde o temprano, no se ponga de manifiesto en el mundo exterior, y no puede haber en el mundo exterior nada que no tenga su correspondencia en el interior.
Tanto si es una prueba para nuestra propia alma, como para un maestro, para un libro o una iglesia, esta prueba es siempre sencilla directa e infalible:
¿Es beneficioso? ¿Cuáles son sus frutos? Porque "por sus frutos los conoceréis."
No todo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre, y en nombre tuyo lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?
Yo entonces les diré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad.
(MATEO VII, 21-24)

El género humano es lento en reconocer que no hay otro modo de salvación que cambiar la conciencia, lo que significa tratar de hacer la Voluntad de Dios constantemente en cada aspecto de la vida. Todos queremos hacer Su Voluntad algunas veces y en ciertas cosas; pero mientras que no estemos listos para hacerla en todas las cosas, grandes o pequeñas. —una dedicación total de uno mismo, de hecho— no obtendremos más que resultados parciales. Mientras que permitamos que una cosa secundaria se interponga entre nosotros y la Causa Primordial, no seremos salvados. "No hay paz alguna para el alma que mantiene la sombra de una mentira" dijo George Meredith.
He aquí un peligro extraordinariamente sutil. Tan pronto como lo hemos evitado en un lado, nos ataca por otro lado. Exige una vigilancia incesante, un valor casi heroico. Nada es más cierto en la vida del alma que el precio de la libertad es una eterna vigilancia. No debemos permitir que ninguna consideración, ninguna institución, ninguna organización, ningún libro, ningún hombre o ninguna mujer se interponga entre nosotros y nuestra búsqueda de Dios. Si confiamos en otra cosa que nuestra propia comprensión de la Verdad, nuestros esfuerzos dejarán de dar frutos. Si contamos indebidamente con otra persona, con cierto maestro o médico, por ejemplo, un día vendrá en que, a la hora de nuestra necesidad, él estará lejos, y no será suya la culpa. Cuando más le necesitemos, nos faltará. Este mismo principio se aplica a las personas que se permiten ser dominadas por circunstancias especiales. Una mujer dijo: "Sólo puedo dedicarme a cosas espirituales cuando estoy en la biblioteca de nuestra iglesia; el ambiente en ella es tan hermoso." Poco después, su marido fue mandado por el gobierno a un puesto en el corazón de África donde tuvo que hacer frente a una crisis a miles de millas de cualquier biblioteca, y más de cien millas de cualquier otra mujer blanca. En ese momento tuvo que buscar refugio en sus propios recursos espirituales y, naturalmente, avanzó muchísimo en la comprensión espiritual.
Es nuestro deber recibir la ayuda que podamos leyendo libros, escuchando a maestros; pero a menos que confiemos en nuestro propio entendimiento, estaremos solamente diciendo: "¡Señor, Señor!" con los labios, y pretendiendo hacer profecías en Su Nombre mientras "no Le conocemos", lo cual, en la práctica, viene a ser como si Él no nos conociera a nosotros. No se entra de esa manera en el Reino de los Cielos. Repitamos que, para lograr comprender a Dios, tenemos que hacer un trabajo en nuestra propia conciencia, un trabajo genuino, consecuente y difícil.
Muchas personas tardan en salir de una iglesia ortodoxa en cuyas creencias ya no pueden consentir; por razones prácticas o sentimentales, no quisieran romper una tradición de familia. Pero: "El que ama al padre o a la madre más que a mí no es digno de mí. " (MT. 10, 37) Otras personas son bastante valientes para salir de una iglesia ortodoxa, pero se vuelven hacia alguna nueva organización que les parece corresponder a un concepto más elevado; aquí parecen dormirse de nuevo, bajo la ilusión de que al fin han encontrado la Verdad, y no necesitan preocuparse más. Este error del individuo es exactamente el de todas las iglesias ortodoxas: ellas también, en el origen, querían reformar las herejías. ¿Qué se gana separándose de una organización, si se entrega de nuevo la recién ganada libertad?
En algunos casos se ha desarrollado una devoción personal a algún maestro independiente que ha causado una sumisión completa a su juicio. En otros casos se ha encontrado un libro favorito que se considera infalible.
La única línea de conducta infalible conocida por el hombre es la que Jesús nos ha dado: "Por sus frutos los conoceréis."
Se debería sacar provecho gozosamente de la inspiración recibida de un pastor esclarecido o de un conferenciante instruido. Conviene guardar abierto el espíritu a las fuentes exteriores, escuchar a los que, según nuestro parecer, expresan la sabiduría y nos pueden extender los horizontes mentales, y servimos de libros que nos estimulen el pensamiento; pero no rindamos nunca a otra persona nuestro propio juicio espiritual. Demos las gracias a los que nos han ayudado; agradezcamos el bien recibido; pero estemos siempre dispuestos a dar el paso que sigue. No olvidemos que la Verdad del Ser tiene que ver con el infinito, que es el impersonal Principio de la Vida, y no puede someterse a la explotación ni de una persona ni de una organización particular.
No debemos ni un átomo de lealtad a ninguna persona ni a ninguna cosa en el universo, excepto al Cristo que mora en nuestro Lugar Secreto; solamente siendo leales a El, podemos conservar nuestra integridad espiritual. Si el mero hecho de asociamos a algún grupo fuese garantía de la comprensión espiritual, la cuestión de nuestra salvación sería mucho más sencilla de lo que es. Desafortunadamente el problema resulta mucho más complejo. Sociedades, iglesias, escuelas, conferencias y libros concurren para proporcionamos un lienzo en el cual podamos representar nuestra vida espiritual; pero el trabajo de hecho ha de hacerse en nuestra conciencia íntima. Esperar demasiado de nuestro mundo exterior no es más que superstición. Cuando llegue la hora de la prueba, si nos apoyamos en una iglesia particular, o en nuestra devoción a un director espiritual, o bien en un conocimiento de un libro que sabemos de memoria, la Voz de la Verdad proclamará que nunca nos ha conocido; y tendremos que pasamos sin nuestra demostración.
La vida del hombre y su personalidad son tan complejas que la Biblia nos presenta cada problema desde varios puntos de vista. Así se destaca de este pasaje del Sermón del Monte otra lección muy importante; a saber, que la única manera de alcanzar cualquier cosa es practicar la Presencia de Dios. Es el único método por el cual se pueden obtener resultados permanentes. Se pueden obtener resultados temporales mediante el ejercicio de la voluntad, pero no son sino transitorios y, tarde o temprano, lo que parece ganarse de esa manera se pierde de nuevo, dejándolo todo peor que antes. Una fortuna grande, por ejemplo, puede ser amontonada por la voluntad misma de su dueño, pero algún día los bienes así adquiridos adquieren alas y vuelan, dejando a la víctima más pobre que nunca. Si el que amontona los bienes de este mundo no conoce la Verdad del Ser, la Verdad no le conoce a él y entonces no puede ayudarle. Formulado a la manera oriental, en términos dramáticos, la Biblia nos advierte de este peligro: "Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad."
Cuando una persona ha cometido tal error, el remedio consiste, evidentemente, en dejar de tratar de obrar sin Dios. La falta será perdonada, como lo son todas las faltas, en cuanto la corrijamos, así que nos arrepintamos de ella. Entonces se debe enriquecer la vida espiritual, afirmando que Dios es la fuente inagotable y siempre accesible de toda abundancia. Así se crea la conciencia de la prosperidad verdadera, y, hecho esto, uno no puede nunca empobrecerse.
Aquel, pues, que escucha mis palabras y las pone por obra, será como el varón prudente que edifica su casa sobre roca.
Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca.
Pero el que me escucha estas palabras y no las pone por obra, será semejante al necio que edificó su casa sobre arena.
Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, que se derrumbó estrepitosamente.
(MT.7, 24-27)

El Sermón termina con una de esas ilustraciones que por la sencillez gráfica y la fuerza directa no tienen igual fuera de la enseñanza de Jesús. Nadie que haya leído esta parábola de las dos casas puede olvidarla. Se nos advierte una vez más de la vanidad de la teoría sin verificación en la práctica, y del peligro grave en que se encuentran los que conocen la Verdad, o por lo menos están al corriente de Ella, sin hacer todo lo posible para practicarla. Sería mejor, tal vez, no haber oído hablar nunca de la Verdad, que conocerla sin practicarla.
Uno de los símbolos más antiguos y más importantes para el alma humana es el de un edificio —morada o templo— que el hombre está ocupado en construir. El hombre que construye es un personaje de la tradición oculta tan común como el pastor, o el pescador, o el rey —como lo hemos encontrado en una sección anterior—. La primera preocupación de todo constructor es elegir unos cimientos firmes, porque, sin éstos, por muy hábil y concienzudamente que esté hecha la construcción, se derrumbará en la primera tormenta que venga. Jesús, recordemos, fue educado en la casa y el taller de un carpintero, quien, en esa época, hacía el papel de constructor, como lo hace hoy día entre nosotros en remotos lugares rurales. En las cambiantes arenas del desierto no es posible construir nada, y la gente tiene que vivir en tiendas. Cuando el oriental desea construir un edificio permanente, busca una roca y allí se levanta su casa. En la Biblia, la palabra roca quiere decir el Cristo, y la intención es evidente. La Verdad del Cristo es la única fundación sobre la cual es posible levantar con seguridad el templo del alma regenerada. Esa Verdad es lo único en la vida que es absolutamente real, que nunca cambia, que nunca se muda —la misma ayer, hoy y siempre—. Asentados en este cimiento quedaremos seguros cuando los vientos, las lluvias, las inundaciones del error, del temor, de la duda, del remordimiento vengan a atacamos. ¡Que nos ataquen! Nosotros los resistiremos, porque nos apoyamos en la Roca. Pero en cuanto contemos con algo menos que esa Roca, con nuestra propia voluntad, con nuestra llamada seguridad material, con la buena voluntad de otros, con nuestros propios recursos personales —con todo menos con Dios— estamos construyendo sobre la arena, y grande será nuestra ruina.
Cuando acabó Jesús estos discursos, se maravillaban las muchedumbres de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus doctores.
(MT. 7, 28-29)

Al terminar. Mateo nos dice sencillamente que la gente se admiraba escuchando lo que le dijo Jesús. Siempre es así. El mensaje del Cristo es completamente revolucionario. Trastorna todas las ideas y todos los métodos, no solamente del mundo, sino también de la religión convencional y ortodoxa, porque dirige nuestra atención desde el exterior hasta el interior y desde el hombre y sus obras a Dios.
Enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. La ventaja más grande de la Base Espiritual es que se comienza a saber. Cuando uno ha obtenido, gracias a la Oración Científica, la demostración más mínima, ha experimentado algo que ya no puede perder; tiene dentro de sí el testimonio (la prueba) de la Verdad. No tiene por qué confiar más en la palabra de otra persona; lo sabe para sí; y esta revelación es la única autoridad que vale. Jesús tenía esta autoridad: la probaba por sus obras. Si leemos el siguiente capítulo del Evangelio según Mateo, aprendemos que inmediatamente después de dar el último discurso del Sermón del Monte, Jesús, volviendo al pueblo, curó instantáneamente a un leproso. Así probó que sus preceptos no eran mera teoría, y lo probó con creces.
Jesús vivía en contacto directo con Dios; y, por eso, cuando hablaba, pronunciaba la Palabra de Poder.

* Y mientras buscó al Señor, Dios le protegió.


El Sermón Del Monte
La Llave Para Triunfar En La Vida

  1. Capítulo 1 ¿Qué enseñó Jesús?
  2. Capítulo 2 Las Bienaventuranzas
  3. Capítulo 3 Como un hombre piensa
  4. Capítulo 4 No resistáis al Mal
  5. Capítulo 5 Tesoro en los Cielos
  6. Capítulo 6 Con la medida con que midiereis
  7. Capítulo 7 Por sus frutos
  8. El Padre Nuestro (Una interpretación)


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