PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
El Sermón del Monte comienza con las ocho Bienaventuranzas.
Esta es, sin duda, una de las secciones más conocidas de la Biblia.
Aun aquellas personas cuyo conocimiento de las Escrituras se limita
a media docena de los capítulos más familiares, conoce de memoria
las Bienaventuranzas. Casi nunca las comprenden, por desgracia,
y generalmente las consideran como consejos hacia una perfección
teórica sin aplicación alguna en la vida diaria. Tal hecho se debe
a una carencia completa de la Clave Espiritual.
Las Bienaventuranzas constituyen un hermoso poema en prosa de ocho
versos, formando un todo armonioso que es al mismo tiempo un resumen
acabado de la enseñanza cristiana. Se considera más una sinopsis
espiritual que literaria, que recoge el espíritu de la enseñanza
mejor que la letra. Resúmenes de esta índole son característicos
del antiguo sistema oriental de tratar una cuestión religiosa o
filosófica. Nos recuerda los Ocho Caminos del Budismo, los Diez
Mandamientos de Moisés y otros compendios semejantes.
Jesús se dedicó exclusivamente a enseñar principios generales, los
cuales tenían siempre que ver con estados mentales, porque Él sabía
que cuando se piensa con rectitud la conducta resulta asimismo recta,
y, por el contrario, cuando el pensamiento toma una dirección torcida,
nada puede salir bien. A diferencia de otros grandes guías religiosos.
Jesús no nos da instrucciones detalladas acerca de lo que debemos
o no debemos hacer; no nos manda comer o beber ciertas cosas ni
abstenemos de ellas; no nos ordena cumplir tales o cuales observancias
rituales en determinados tiempos o estaciones. En realidad, todo
su mensaje es antirritualista y antiformalista. Por eso fue intransigente
en todo momento con el clero judío y su teoría de la salvación mediante
las ceremonias verificadas en el templo, "...es llegada la hora
en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... pero
ya llega la hora y ahora es cuando los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores
que el Padre busca. Dios es espíritu y los que le adoran han de
adorarle en espíritu y en verdad."
Los fariseos, con su terrible y detallado código de requisitos externos,
fueron los únicos contra quienes Jesús mostró una completa intolerancia.
Un fariseo escrupuloso de aquel tiempo —la mayoría de ellos eran
extremadamente estrictos— tenía que dar cumplimiento cada día a
un sinnúmero de detalles exteriores para alcanzar conciencia de
que había satisfecho las exigencias de su Dios. Un rabí contemporáneo
ha calculado el número de tales requisitos en unos seiscientos,
y como es obvio que ningún ser humano podría llenar cumplidamente
una responsabilidad semejante, la consecuencia natural sería que
la víctima, sabiéndose siempre muy lejos del exacto cumplimiento
de su deber, viviera perennemente bajo un crónico sentimiento de
pecado. Ahora bien, creerse pecador equivale prácticamente a ser
pecador con todas las consecuencias que se derivan de tal condición.
La ética de Jesús contrasta con todo esto. Su objeto es precisamente
liberar al corazón de poner su confianza en cosas externas, sea
para lograr recompensas temporales o para alcanzar la salvación
espiritual. Él quiere llevamos a una actitud mental completamente
nueva, y esto es lo que las Bienaventuranzas nos muestran gráficamente.
'Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino
de los cielos.'
Aquí, desde el principio, hemos de tener en cuenta un hecho de gran
importancia práctica en el estudio de la Biblia y es que está escrita
en su lenguaje característico, es decir, con abundancia de giros
y expresiones, y algunas veces palabras, que se emplean en un sentido
muy diferente al que se les da actualmente en la vida diaria. A
esto tenemos que agregar el hecho de que el significado de muchos
términos ha variado desde que se tradujeron.
En realidad, la Biblia es un texto de metafísica, un manual para
el desarrollo del alma, y todas las cuestiones que en ella se tratan
son consideradas sobre esa base. Nunca será demasiado el énfasis
que se dé a este punto. Tal es la razón por la cual en la Biblia
cada asunto se toma en su apreciación más amplia. Todas las cosas
se consideran allí en su relación con el alma humana, y muchas expresiones
comunes se usan en un sentido mucho más profundo que el que suele
dárseles corrientemente. Por ejemplo, la palabra "pan", tal como
se emplea en la Biblia, significa no solamente cualquier clase de
alimento para el cuerpo físico, lo cual es la interpretación literaria
más comprensiva, sino todas las cosas que el ser humano requiere,
tales como ropa, albergue, dinero, educación, amistades, etcétera,
y, sobre todo, las cosas espirituales, como percepción, com-prensión
y, en especial, realización espiritual. "Danos hoy el pan de cada
día." "Yo soy el pan de la vida." "El que coma de este pan..."
Otro ejemplo es la palabra "prosperidad". En las Escrituras significa
mucho más que la mera adquisición de bienes materiales. Su verdadero
significado es eficacia en la oración. Obtener respuesta a la oración:
he aquí, para el alma humana, la única prosperidad que vale la pena
de ser buscada. Y si alcanzamos tal respuesta es natural también
que todas nuestras necesidades materiales sean igualmente satisfechas.
Claro que ciertas cosas materiales son esenciales en este plano
de la existencia, pero esta clase de riqueza es, en efecto, lo que
menos importancia tiene en la vida, y esto es lo que quiere decir
la Biblia cuando da a la palabra "próspero" su sentido verdadero.
Ser pobre en espíritu no significa bajo ningún concepto lo que hoy
en día llamamos "pobreza espiritual". Ser pobre en espíritu significa
haber renunciado a toda idea preconcebida para buscar a Dios de
todo corazón. El que es pobre en espíritu está dispuesto a dejar
a un lado su actual modo de pensar, sus ideas y prejuicios, y hasta
su presente manera de vivir si es necesario. En otras palabras,
está dispuesto a echar por la borda todo aquello que pudiera representarle
un obstáculo en su búsqueda de Dios.
Uno de los pasajes más conmovedores de toda la literatura es el
que se refiere al hombre rico y joven, el cual pasó por alto una
de las oportunidades más grandes que se le brindaron. He aquí la
historia de la humanidad en general. Rechazamos la salvación que
Jesús nos ofrece —es decir, nuestra oportunidad de encontrar a Dios—
porque "tenemos grandes posesiones". Esto no significa que seamos
muy ricos en lo que a dinero se refiere —los ricos son realmente
una minoría—. Nuestras grandes posesiones suelen ser de otra clase:
opiniones preconcebidas, confianza en nuestro propio juicio y en
las ideas con que estamos familiarizados, orgullo espiritual como
producto de méritos académicos, predisposición sentimental o material
hacia determinadas instituciones y organizaciones, hábitos de vida
que nos duele abandonar, preocupación por el respeto de los demás,
o quizá temor al ridículo, o un inusitado interés en los honores
y distinciones del mundo. Y todas estas "posesiones" nos mantienen
encadenados a la roca del suplicio que es nuestro exilio de Dios.
El hombre rico y joven es una de las figuras más trágicas de todos
los tiempos, no porque fuera rico, ya que la riqueza no es de por
sí ni buena ni mala, sino porque su corazón estaba esclavizado por
aquel amor al dinero al cual se refiere San Pablo cuando lo relaciona
con la raíz del mal o de la perversión. Aun cuando hubiera sido
multimillonario en plata y en oro si no hubiese puesto su corazón
en sus riquezas, habría podido entrar en el Reino de los Cielos
tan fácilmente como el mendigo más pobre. Empero su confianza estaba
en sus posesiones, y esto le cerró la puerta.
¿Por qué el clero de Jerusalén no recibió con regocijo el mensaje
de Cristo? Porque tenían grandes posesiones, posesiones de erudición
rabínica, de honor e importancia públicos, de cargos autorizados
por ser ellos los maestros oficiales de la religión. Estas posesiones
habrían tenido que ser sacrificadas para recibir la enseñanza espiritual
de Jesús. La gente humilde e ignorante que oía complacida al Maestro
era feliz, a pesar de no tener tales posesiones que les pudiesen
tentar a abandonar la Verdad.
¿Por qué me que en los tiempos modernos, cuando el mismo sencillo
mensaje de Cristo anunciando la inmanencia y acercamiento de Dios
así como la Luz Interior que arde perennemente en el alma humana,
apareció de nuevo en el mundo, fueron otra vez los sencillos e indoctos
quienes lo recibieron de buena gana? ¿Por qué no fueron los obispos,
los decanos, los ministros o los presbíteros quienes lo dieron al
mundo? ¿Por qué no fue Oxford, o Cambridge, o Harvard, o Heidelberg
el gran centro de difusión de éste, el más importante de todos los
conocimientos? La respuesta vuelve a ser: porque tenían grandes
posesiones; grandes posesiones de orgullo intelectual y espiritual;
grandes posesiones de egoísmo y presunción; grandes posesiones de
honores académicos y de prestigio social.
Los pobres en espíritu no sufren ninguno de estos impedimentos,
bien porque no los han tenido nunca, o bien porque se han elevado
hacia un plano superior, gracias al influjo de la comprensión espiritual.
Se han liberado del amor al dinero y a los bienes terrenales, del
temor al qué dirán y a la desaprobación de familiares o amigos.
Ya ninguna autoridad humana, por elevada que sea, los intimida.
Han abandonado toda necia confianza en la infalibilidad de sus propias
opiniones. Por fin han comprendido que sus creencias más queridas
pueden haber estado equivocadas, y que acaso su modo de ver las
cosas y sus ideas sobre ellas podrían ser falsas y requieren de
modificación. Están listos para emprender otra vez la ruta de la
vida, y comenzar de nuevo a aprender su significación.
'Bienaventurados los que lloran: porque ellos serán consolados.'
La desgracia y la aflicción no son, en sí, buenas, siendo la voluntad
de Dios que cada criatura conozca la alegría y alcance una vida
de gozoso éxito. "He venido para que tengan vida, y para que la
tengan en abundancia." Sin embargo, el dolor y el sufrimiento son
a menudo extremadamente útiles, porque mucha gente no se tomará
la molestia de buscar la Verdad hasta que la adversidad o el fracaso
los fuerce a hacerlo. Entonces el dolor se convierte en algo relativamente
bueno. Tarde a temprano, cada ser humano tendrá que descubrir la
verdad que es en Dios, y verificar por sí misma su propio contacto
con El. Tendrá que alcanzar aquella comprensión de la Verdad que
le liberará para siempre de las limitaciones de nuestro mundo tridimensional
y sus concomitantes —el pecado, la enfermedad y la muerte—. Pero
la mayoría no emprenderán la búsqueda de Dios de todo corazón a
menos que los obligue a ello algún tipo de contrariedad. Lo cierto
es que no es necesario que el hombre sufra desgracias, porque si
antes buscase a Dios las desgracias nunca vendrían. Siempre es posible
elegir entre aprender por medio del desarrollo espiritual o mediante
las dolorosas experiencias, y si alguien escoge este último procedimiento,
nadie sino él tiene la culpa.
Por regla general, sólo después que se ha perdido la salud, y todos
los recursos ordinarios de la medicina han fallado en proporcionamos
alivio, es cuando nos decidimos seriamente a buscar esa comprensión
espiritual del cuerpo como encamación verdadera de la Vida Divina,
única cosa que nos ofrece la garantía de superar la enfermedad y
finalmente la muerte. Pero si, conocedores de nuestra verdadera
naturaleza, nos volviésemos a Dios mientras nuestra salud es buena,
no se daría nunca el caso de que cayésemos enfermos.
De igual manera sucede con la pobreza: sólo cuando la apretura económica
se extrema, habiéndose perdido los más indispensables recursos,
es cuando nos volvemos a Dios como último refugio, y aprendemos
que el Poder Divino es en realidad la fuente de todos los bienes
que la humanidad recibe, y que las cosas materiales no son sino
los canales por los cuales se manifiesta la bondad de Dios.
Pero es necesario que esta lección sea aprendida a fondo antes de
que un hombre pueda alcanzar expe-riencias más altas y amplias que
las que tiene en el presente. En la Casa del Padre hay varias moradas
pero la llave de la morada superior es siempre el dominio completo
de aquélla en la cual estamos. Por eso resulta muy conveniente el
hecho de que debamos aprender lo antes posible de dónde y cómo nos
viene nuestra prosperidad. Si los que son prósperos reconocieran
a Dios como la verdadera fuente de lo que tienen, mientras aún están
prósperos, y oraran regularmente por mayor comprensión espiritual
acerca de este punto, jamás tendrían que lamentar pobreza o estrechez
económica de ninguna clase. Al mismo tiempo, hemos de tener presente
que debemos emplear bien nuestros recursos actuales, no acumulando
riquezas por egoísmo sino más bien reconociendo que es a Dios a
quien todo pertenece en el mundo, y que nosotros no somos más que
sus agentes u hombre de confianza. La posesión de dinero lleva consigo
una responsabilidad ineludible. Precisa que sea administrado con
prudencia o, de lo contrario, habrá que atenerse a las consecuencias.
Este principio general es aplicable a todos nuestros problemas,
no solamente a las dificultades físicas o financieras, sino también
a todos los otros males a que está sujeto el género humano. Ningún
motivo de pesar —problemas de familia, altercados e incomprensiones,
pecados y remordimientos, etcétera— nos quitará nunca la paz si
buscamos en primer lugar el Reino de los Cielos y la Recta Comprensión.
En cambio, si no lo hacemos así, todo aquello nos vendrá, aunque
el sufrimiento nos reconfortará, a pesar de su apariencia ingrata.
En la Biblia "confort" significa Presencia de Dios, la cual es el
final de toda lamentación.
Las iglesias ortodoxas nos han presentado con demasiada frecuencia
un Cristo crucificado muriendo en la cruz; pero el que nos da la
Biblia es un Cristo que se alza triunfante.
'Bienaventurados los mansos: porque ellos heredarán la tierra por
heredad.'
A primera vista esta Bienaventuranza parece tener muy poco sentido,
y los hechos ordinarios de la vida parecen contradecir el que tiene.
Ningún hombre cuerdo, observando el mundo que le rodea y estudiando
la historia, podría sinceramente aceptar este dicho al pie de la
letra, y la mayoría de los cristianos lo han pasado por alto en
la práctica, sintiendo con pena que las cosas deberían ser así sin
duda, pero que de hecho no lo son ciertamente.
Pero esta actitud no conduce a nada. Tarde o temprano el alma llega
a un punto en que tiene que descartar de una vez para siempre todas
las evasiones y subterfugios, y enfrentarse honradamente a las realidades
de la vida, cueste lo que cueste.
Es necesario admitir que o Jesús pensaba lo que decía, o que no
lo pensaba; que sabía de qué hablaba, o no lo sabía. De lo contrario,
si esto no se toma en serio, nos vemos arrastrados a una posición
que ningún cristiano querría aceptar —o que Jesús decía lo que no
creía en verdad, como hace la gente poco escrupulosa, o que decía
disparates—. Esta situación ha de ser definida en el mero principio
de nuestro estudio del Sermón del Monte. Es decir, o tomamos en
serio a Jesús, o no, y en este caso su enseñanza deberá ser abandonada
del todo y la gente debe dejar de llamarse cristiana. Honrar a Jesús
de labios afuera, decir que el Evangelio es la Verdad divinamente
inspirada, jactamos de ser cristianos y después evadimos de poner
en práctica en la vida diaria todo lo que se infiere de su doctrina,
es simplemente debilidad fatal e hipocresía de la peor especie.
O Jesús es un guía digno de confianza, o no lo es. Y si lo es, honrémosle
aceptando que Él, en realidad, sabía lo que decía, y que conocía
mejor que nadie el arte de vivir. Las penas y ansiedades que padece
la humanidad se deben por completo al hecho de que nuestro modo
de vivir es tan opuesto a la Verdad que las cosas que Jesús dijo
y enseñó nos parecen a primera vista absurdas y locas.
Lo cierto es que cuando se la comprende correctamente, encontramos
que la enseñanza de Jesús es no solamente verdadera, sino sumamente
practicable. En verdad es la más practicable de todas las doctrinas.
Llegamos a descubrir, pues, que Jesús no era un visionario sentimental
ni un mero dispensador de tri-vialidades, sino un consumado realista
como sólo un gran místico puede serlo; y la esencia total de su
doctrina así como su aplicación práctica están comprendidas sumariamente
en este texto.
Esta Bienaventuranza se halla entre la media docena de los versículos
más importantes de la Biblia. Cuando se está en posesión del sentido
espiritual de este texto, se posee el Secreto de Dominio, el secreto
que nos hace aptos para superar toda clase de dificultad. Es, literalmente,
la Llave de la Vida. Es el mensaje de Jesús reducido a una sola
frase.
Estas palabras son, actualmente, como la Piedra Filosofal de los
Alquimistas que transforman el metal básico de la limitación y la
aflicción en el oro del "confort", o sea, la verdadera armonía.
Notemos que hay en el texto dos palabras que obran como polos sobre
la atención: "manso" y "tierra" —ambas son empleadas en un sentido
muy especial y altamente técnico, el cual ha de ser bien aclarado
antes de que se revele el significado oculto que llevan en el fondo—.
En primer lugar, la palabra "tierra" no se usa en la Biblia como
mera referencia al globo terrestre. Significa manifestación; manifestación
o expresión es el resultado de una causa. Es necesario que una causa
se manifieste o exprese antes que podamos conocerla; y, por otra
parte, toda manifestación o expresión tiene que tener su causa.
Ahora bien, en la metafísica divina, y particularmente en el Sermón
del Monte, aprendemos que toda causa es mental, y que nuestros cuerpos
y todo lo que nos concierne —hogar, negocios, toda nuestra experiencia—
no son sino la manifestación de nuestro propio estado mental. El
hecho de que seamos inconscientes de la mayor parte de nuestros
estados mentales no quiere decir nada, porque de todos modos están
ahí en la mente subconsciente, no importa que ya los hayamos olvidado
o que jamás hayamos sido conscientes de ello.
En otras palabras, nuestra "tierra" significa la totalidad de nuestra
experiencia externa, y "heredar la tierra" significa adquirir dominio
sobre esa experiencia, o sea, tener la facultad de ordenar nuestra
vida en condiciones de armonía y éxito positivo. "Toda la tierra
se llenará de la gloria del Señor." "Su alma morará a gusto y su
simiente (oraciones) heredera la tierra" "El Señor reina, gócese
la tierra." Así vemos que cuando la Biblia habla acerca de la tierra
—poseer la tierra, gobernar la tierra, llenar la tierra de Su gloria,
etcétera—, se refiere a nuestras condiciones de vida, desde la salud
corporal hasta el más mínimo detalle de nuestros asuntos personales.
Y este texto está ahí para decimos cómo podemos alcanzar pleno dominio
sobre nuestra vida y ser así los dueños de nuestro destino.
Pero veamos cómo puede hacerse esto. La Bienaventuranza dice que
el dominio, o sea, la capacidad de gobernar las condiciones de nuestra
vida, ha de alcanzarse de cierta manera, y de la más inesperada
de las formas —nada menos que siendo manso—. No obstante, es también
cierto que esta palabra está usada en un sentido especial y técnico.
Su significación verdadera no es en modo alguno la que hoy se la
da en el lenguaje moderno. En efecto, actualmente hay pocas cualidades
de la naturaleza humana más desagradables que aquélla expresada
por la palabra "mansedumbre". Para el lector moderno el adjetivo
sugiere generalmente la idea de una persona débil, falta de valor
y de respeto hacia sí misma, y probablemente hipócrita y ruin al
mismo tiempo. No ocurría lo mismo en tiempos de Dickens. El lector
moderno, con estas connotaciones de la palabra en mente, se siente
inclinado a menospreciar el concepto general del Sermón del Monte,
porque ya al principio se le dice que sólo siendo manso obtendrá
la facultad de dominio; y tal doctrina le resulta inaceptable.
Pero la palabra "mansedumbre", en sentido bíblico, quiere dar a
entender una actitud mental que ninguna otra palabra en particular
describe con exactitud, y precisamente en esa actitud mental radica
el secreto de la "prosperidad" o del éxito en la oración. Es una
combinación de mente abierta, de fe en Dios, y del convencimiento
de que la voluntad de Dios con respecto a nosotros es siempre algo
vital e interesante, que trae gozo a la existencia, y muy superior
a cuanto nosotros pudiéramos imaginar. Este estado mental incluye
asimismo una completa predisposición a permitir que la voluntad
de Dios se manifieste en la forma que considere mejor la Sabiduría
Divina, y no según el modo particular que nosotros hayamos escogido.
Esta actitud mental, compleja en su análisis aunque sencilla en
sí misma, es la Llave del Poder, o sea, el éxito en la prueba. No
hay palabra para ella en el lenguaje corriente porque la cosa no
existe sino para quienes están afirmados sobre la Roca Espiritual
de la palabra de Jesucristo. Si deseamos heredar la tierra, debemos
absolutamente adquirir "mansedumbre".
Moisés, que tuvo un éxito tan extraordinario en la oración, se destacaba
notablemente por esta cualidad.
Sobrepasó la creencia establecida sobre la vejez, mostrando la potencia
física de un joven en plenitud de vida, cuando, de acuerdo con el
calendario contaba ciento veinte años de edad, y por fin trascendió
completamente su ser físico, o se "desmaterializó", sin morir. Recordamos
también que Moisés, además de su éxito personal, realizó una obra
maravillosa por su pueblo, liberándolo de la esclavitud en Egipto
a través de increíbles dificultades (porque el afortunado Éxodo
fue la "prueba" de Moisés y de unas cuantas almas superiores que
le ayudaban) e influyendo en todo el curso ulterior de la historia
con su enseñanza y sus hazañas. Moisés tenía una mente abierta,
lista siempre para aprender y poner en práctica nuevos modos de
pensar y de actuar. No rechazaba una revelación acabada de surgir
con el pretexto de ser novel o revolucionaria, como habría hecho
la mayoría de sus presuntuosos colegas de la jerarquía religiosa
en Egipto. Él no estaba exento, por lo menos al principio, de serias
faltas en su carácter, pero su alma era demasiado grande para ser
tocada por el orgullo espiritual o intelectual; por eso se fue alzando
poco a poco sobre tales defectos, a medida que el nuevo conocimiento
de la Verdad actuaba en lo íntimo de su ser.
Moisés comprendía cabalmente que acomodarse de una manera estricta
a la voluntad de Dios, lejos de acarrear la pérdida de ningún bien,
sólo podía significar una vida más alta, mejor y más espléndida.
En consecuencia, no consideró como un sacrificio la aceptación de
esa Voluntad; por el contrario, la estimó como la más elevada forma
de glorificación personal, en el verdadero y maravilloso sentido
de esta palabra. La
glorificación personal del egoísta es la vanidad vil que, al fin,
conduce a la humillación. La verdadera glorificación personal, la
que es realmente gloriosa, es la glorificación de Dios."El Padre
en mí. El hace el trabajo. Yo en Ti y Tú en mí". Moisés comprendió
a la perfección el poder de la Palabra hablada para hacer surgir
el bien, lo cual es fe científica. Fue uno de los hombres más mansos
que jamás hayan vivido, y nadie, con excepción de nuestro Señor,
ha recibido la tierra por heredad hasta tal punto.
Un delicioso proverbio oriental afirma que "la mansedumbre obliga
a Dios mismo".
'Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque
ellos serán saciados.'
"Justicia" es otra de las palabras clave de la Biblia que el lector
tiene que poseer si quiere penetrar en el profundo sentido del libro.
De igual manera que "tierra" y "manso", "justicia" es un término
técnico usado en un sentido definido y especial.
Justicia, en su acepción bíblica, tiene que ver no solamente con
rectitud de conducta, sino con el pensamiento recto en cada aspecto
de la vida. A medida que nos adentremos en el estudio del Sermón
del Monte, encontraremos en cada frase una reiteración de esta gran
verdad: las cosas exteriores no son sino la expresión (expresar,
presionar hacia fuera), o manifestación gráfica de nuestros pensamientos
y creencias internas. Encontraremos también que tenemos el dominio
o poder de guiar a voluntad el curso de nuestros pensamientos, por
lo cual, indirectamente, somos nosotros quienes hacemos nuestras
vidas conforme a la índole de nuestro pensar. Jesús nos repetirá
constantemente en estas pláticas que nosotros no podemos ejercer
acción directa alguna sobre las cosas exteriores, porque éstas no
son más que las consecuencias o, por decirlo así, las imágenes de
lo que ocurre en el Lugar Secreto. Si nos fuera posible cambiar
directamente lo exterior sin alterar nuestro modo de pensar, ello
significaría que podríamos pensar en una cosa y producir otra, lo
cual sería contrario a la Ley del Universo. En efecto, es esta noción,
errónea, la que constituye precisamente la base falsa de todas las
desgracias humanas —enfermedades, pecado, contiendas, pobreza, y
hasta la misma muerte—.
Sin embargo, la gran Ley del Universo es ni más ni menos ésta: lo
que llevamos en nuestra mente es la causa determinante de nuestra
experiencia. Tal como es lo de dentro, así es lo de afuera. No podemos
pensar una cosa y producir otra. Si queremos tener control sobre
las circunstancias que nos rodean para hacerlas armoniosas y felices,
primero tenemos que convertir en armoniosos y felices nuestros pensamientos,
y entonces lo exterior seguirá el mismo camino. Si deseamos salud,
pensemos antes que nada en salud, y, recordémoslo, esto no quiere
decir solamente pensar en un cuerpo sano, aunque ello es importante,
sino que tal estado mental incluye pensamientos de paz, de gozo
y de buena voluntad para con todos, porque, como veremos más adelante
en el Sermón, las emociones negativas son una de las principales
causas de la enfermedad. Si queremos elevar nuestra estatura espiritual
y crecer en el conocimiento de Dios, debemos imprimirles un ritmo
espiritual a nuestros pensamientos, y concentrar nuestra atención
(que es la vida misma) en Dios más bien que en nuestras limitaciones.
Si queremos prosperar materialmente, hemos de tener pensamientos
de prosperidad, y hacer un hábito de este pensar, porque lo que
mantiene a la mayoría de la gente en la pobreza es la costumbre
de pensar en términos de pobreza. Si queremos vemos rodeados de
amable compañerismo y tener el afecto de los demás, es preciso que
en nuestros pensamientos se reflejen el amor y la buena voluntad.
"Todas las cosas trabajan juntas para el bien de aquellos que aman
el bien."
Cuando un hombre despierta al conocimiento de estas grandes verdades,
naturalmente trata de aplicarlas a la vida. Comprendiendo al fin
la importancia vital de la justicia, o de mantener solamente pensamientos
armoniosos, un hombre razonable empieza en seguida a tratar de poner
en orden su casa. Pero encuentra que, aunque la teoría es bastante
simple, la práctica es cualquier cosa menos fácil. Ahora bien, ¿por
qué ha de ser esto así? La respuesta estriba en la extraordinaria
potencia del hábito; y nuestros hábitos de pensamiento son a la
vez los más sutiles y los más difíciles de romper. Abandonar un
hábito físico es comparativamente más fácil, si uno se lo propone
con seriedad, porque la acción sobre el plano físico es mucho más
lenta y palpable que sobre el plano mental. Cuando se trata de hábitos
mentales no podemos, por así decirlo, echamos a un lado y mirarlos
objetivamente como hacemos al contemplar nuestras acciones. Nuestros
pensamientos se deslizan por el campo del conocimiento en una corriente
incesante, y con tal rapidez que sólo con una vigilancia activa
y constante podemos dirigirlos. Además, el teatro de nuestros actos
es el lugar en que nos encontramos. No puedo obrar más que en donde
estoy. Puedo, por supuesto, dar órdenes por carta o por teléfono,
o puedo tocar un timbre y obtener ciertos resultados a distancia.
No obstante, el acto mismo ocurre donde estoy y en el momento actual.
En cambio, con el pensamiento puedo recorrer todo el panorama de
mi vida, evocar a todas las personas que he conocido, y con igual
facilidad puedo sumergirme en el pasado o remontarme hacia el futuro.
Vemos, por lo tanto, que la tarea de lograr un equilibrio de pensamiento
justo y pleno de armonía, es mucho mayor de lo que a primera vista
parece.
Por esta razón, muchos se desalientan y se culpan a sí mismos, al
no poder transformar enseguida su ritmo mental y, como dice San
Pablo, destruir para siempre al viejo Adán. Esto, por supuesto,
es un grave error. La condena de sí mismo, al ser un pensamiento
negativo y por lo tanto injusto, tiende a producir más dolor aún,
conservando el viejo círculo vicioso. Si no progresamos tan aprisa
como quisiéramos, el remedio es redoblar la vigilancia a fin de
mantener el pensamiento en un cuidadoso estado de armonía. No nos
detengamos en nuestros errores o en la lentitud de nuestro progreso.
Clamemos por la Presencia de Dios en nuestra vida, con tanto más
ahínco cuanto mayor sea la dificultad que trata de desalentamos.
Pidamos Sabiduría, Poder o Prosperidad en la oración. Hagámonos
un inventario mental y revisemos con cuidado nuestra vida, no sea
que en algún rinconcito de nuestra mente aún se escondan pensamientos
torcidos. ¿Sigue habiendo aún algún aspecto de nuestra conducta
que no es del todo recto? ¿Hay alguien a quien no hemos perdonado
todavía? ¿Nos permitimos algún tipo de odio político, religioso,
o racial? Si tenemos allí tal sentimiento, seguro que está disfrazado
bajo la capa de una falsa justificación. Si lo descubrimos, arranquémosle
el disfraz de ilusión con que se oculta, y deshagámonos de él como
si fuera una cosa perniciosa porque está envenenando nuestra vida.
¿Se nos ha colado en el corazón cierta dosis de envidia personal
o profesional? Este sentimiento vicioso es mucho más común de lo
que suele admitirse en buena sociedad. Si damos con él, echémoslo,
cueste lo que cueste. ¿Estamos abatidos por alguna pena sentimental,
algún anhelo inútil o imposible? En tal caso, refle-xionemos. Como
almas inmortales e hijos de Dios, poseyendo el dominio espiritual,
ninguna cosa buena está fuera de nuestro alcance, aquí y ahora.
No malgastemos tiempo lamentando el pasado, sino saquemos del presente
y del futuro la realización espléndida de los deseos de nuestro
corazón ¿Nos agobia el remordimiento por faltas pasadas? Pues tengamos
presente que éste, a diferencia del arrepentimiento, no es más que
una forma de orgullo espiritual. Gozarse en él, como hacen algunos,
es traicionar al Amor y a la Misericordia de Dios, quien dice: "Contemplad
ahora el día de la salvación." "Contemplad como hago cosas nuevas".
En esta Bienaventuranza, Jesús nos aconseja que no nos desanimemos
si no obtenemos enseguida la victoria, si nuestro progreso parece
lento. Por otra parte, si no hacemos ningún progreso, ello se debe
con toda seguridad a que no estamos orando bien, y nos toca a nosotros
descubrir la causa examinando nuestra vida y pidiendo de lo Alto
sabiduría y dirección. En verdad, debemos pedir constantemente a
Dios que nos ilumine y nos guíe, y derrame sobre nosotros el poder
vivificante del Espíritu Santo, para que la eficacia de nuestra
oración —nuestra prosperidad— se acreciente de día en día. Pero
si vemos algún adelanto, si las cosas mejoran aun cuando sea despacio,
no hay motivo para que nos sintamos desanimados. Tan sólo es necesario
que nos esforcemos resueltamente, y que nuestros intentos sean sinceros.
Es imposible que un hombre persevere en buscar la verdad y la justicia
de todo corazón, sin que sea coronado por el éxito. Dios no es falso
y no se burla de sus hijos.
'Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia.'
He aquí un resumen conciso de la Ley de la Vida, que Jesús desarrolla
más adelante en el Sermón (MATEO 7,1-5). Esta Bienaventuranza no
requiere mucho comentario, porque las palabras empleadas comportan
el sentido habitual que hoy se les da en la vida diaria, y la frase
es tan clara y obvia en su significado como la ley expresada es
sencilla e inflexible en su acción.
El punto que necesita tener en cuenta un científico cristiano que
quiere aplicar científicamente su religión es que, como siempre,
la aplicación vital del principio formulado en esta Bienaventuranza
ha de hacerse en el campo del pensamiento. Lo que en esencia importa
es que seamos mentalmente misericordiosos. Las buenas acciones,
si van acompañadas de pensamientos no bondadosos, son pura hipocresía,
dictadas por el temor, o el deseo de vanagloria, o algún motivo
semejante. Son falsificaciones que no dan provecho al dador ni al
que las recibe. Por otra parte, un pensamiento bueno hacia nuestro
prójimo lo bendice espiritual, mental y materialmente, y nos bendice
a nosotros al mismo tiempo. Seamos misericordiosos al juzgar a nuestro
prójimo, porque lo cierto es que todos somos uno, y cuanto mayor
parezca ser su error, tanto más grande es nuestro deber de ayudarle
con el pensamiento adecuado, facilitándole así la manera de liberarse.
Tan pronto comprendamos el poder del Pensamiento Espiritual —la
Verdad del Cristo— adquirimos una responsabilidad que otros no tienen,
y que no podemos evadir. Cuando tengamos evidencia de la falta de
nuestro prójimo, recordemos que el Cristo que está en él clama por
el socorro de nosotros, que estamos iluminados; así que, seamos
misericordiosos.
Porque en realidad y en verdad todos somos uno; formamos parte del
manto viviente de Dios. El mismo trato que hoy les damos a otros,
tarde o temprano lo recibiremos; igualmente recibiremos la misma
misericordia, en el momento en que la necesitemos, de aquellos que
están más adelantados en el camino que nosotros. Por encima de todo
hay una verdad, y es que, liberando a otros del peso de nuestra
condena, hacemos posible el absolvemos a nosotros.
'Bienaventurados los limpios corazón; porque ellos verán a Dios.'
Éste es otro de esos preceptos maravillosos en los que la Biblia
es tan rica. Toda la filosofía de la religión se encuentra aquí,
resumida en pocas palabras. Como es costumbre en las Escrituras,
las palabras están usadas en un sentido técnico y abarcan una idea
mucho más amplia que la que tienen en la vida diaria.
Empecemos considerando la promesa que se nos hace en esta Bienaventuranza.
Nada menos que ver a Dios. Ahora bien, sabemos desde luego que Dios
no tiene forma corporal, y por lo tanto el asunto no consiste en
"verle" tal como vemos físicamente con nuestros ojos a un semejante
o un objeto. Si pudiésemos ver a Dios de esta manera, sería El limitado
y, por lo tanto, ya no sería Dios. "Ver" se refiere aquí a la percepción
espiritual, aquella capacidad de concebir la naturaleza verdadera
de Dios, de la cual infortunadamente carecemos.
Vivimos en el universo de Dios, pero no conocemos en manera alguna
cómo es en realidad. El Cielo no es un lugar lejano en el firmamento,
sino que nos está rodeando ahora mismo. Pero como nos falta la percepción
espiritual, no podemos reconocerlo, o, por decirlo de otro modo,
no podemos experimentarlo. Y ése es el sentido en que podemos entender
que se nos niega la entrada al Cielo. Estamos en contacto con un
fragmento pequeñísimo de ese Cielo al cual llamamos universo, pero
aun ese pequeño fragmento lo vemos torcido en su mayor parte. El
Cielo es el nombre religioso que significa la presencia de Dios.
El Cielo es infinito, pero nuestra manera de ver las cosas nos lleva
a interpretarlo en función de un mundo de tres dimensiones. El Cielo
es la Eternidad, pero la experiencia que tenemos aquí llega a nuestro
conocimiento en serie, en una secuencia que llamamos "tiempo", lo
cual nunca permite que comprendamos una experiencia en su totalidad.
Dios es el Espíritu Divino, y en ese Espíritu no hay limitaciones
ni restricciones de ninguna clase. Sin embargo, vemos todas las
cosas distribuidas en lo que llamamos "espacio", es decir, están
espaciadas; ello da lugar a una restricción artificial que constantemente
estorba el reagrupamiento de los sucesos de nuestra experiencia
que requiere el pensamiento creador.
El Cielo es el reino del Espíritu, la Sustancia pura; allí no hay
vejez, ni decadencia, ni discordia; es el reino del Eterno Bien.
Y sin embargo, a nuestros ojos todo está envejeciendo, decayendo,
deteriorándose; floreciendo para marchitarse, naciendo para morir.
Nos parecemos a un daltónico que estuviera en un jardín rodeado
de bellas flores. Por todo su alrededor hay colores gloriosos, pero
él no los percibe, no está consciente de ellos. Para él todo es
negro, o blanco, o gris. Si suponemos que le falta también el sentido
del olfato, comprenderemos que no puede apreciar más que una parte
infinitesimal de la magnificencia de ese jardín. No obstante, todo
ese resplandor está delante de él y es para él; pero no es capaz
de percibirlo.
A esta limitación se la conoce en Teología como "Caída del Hombre"
y consiste en tener una tendencia a ejercer su voluntad en oposición
a la voluntad de Dios. "Dios hizo al hombre íntegro, pero éste se
ha buscado muchas limitaciones." Nuestra tarea es superar esas limitaciones
tan rápidamente como sea posible, hasta que lleguemos a conocer
las cosas como en realidad son. Esto es lo que quieren decir las
palabras "ver a Dios" y verle "cara a cara". Ver a Dios es comprender
la Verdad, una experiencia que trae la libertad infinita y la felicidad
perfecta.
En esta maravillosa Bienaventuranza Jesús nos dice exactamente cómo
habrá de cumplirse esta tarea suprema, y quiénes son los que la
llevarán a cabo: los limpios de corazón. Aquí de nuevo hay que tener
en cuenta que las palabras "puro" y "pureza" tienen un sentido mucho
más amplio que el que corrientemente se les atribuye. "Pureza",
en la Biblia, significa mucho más que la limpieza física, por importante
que ésta sea. En plenitud de sentido consiste en el reconocimiento
de Dios como la única Causa verdadera y el único Poder verdadero
que existe. Es lo que en otro lugar se denomina "el ojo simple"
y es nada menos que el secreto por medio del cual podemos escapar
de toda enfermedad, desgracia o limitación, en fin, a la caída del
hombre. Por lo cual, bien podríamos parafrasear esta Bienaventuranza
más o menos de este modo:
"Bienaventurados quienes reconocen a Dios como la única Causa verdadera,
la única Presencia verdadera y el único Poder real, no de una manera
teórica o formal, sino en la práctica, es decir, con palabras, y
acciones; y no meramente en una parte de su vida, sino en todo rincón
de la vida y del espíritu; no teniendo reserva alguna para con Dios,
sino armonizando la voluntad de ellos, aun en los detalles más menudos,
con la voluntad de Él —porque ellos vencerán todas las limitaciones
de espacio, tiempo y materia, así como las flaquezas de la mente
camal; y estarán conscientes y gozarán para siempre de la Presencia
de Dios—."
Podemos advertir lo tosca que resulta cada paráfrasis de la verdad
bíblica comparada con la concisión y gracia del Libro Santo. Pero
conviene que cada persona parafrasee de vez en cuando los textos
más conocidos de la Escritura, porque esto le ayudará a comprender
con exactitud cuál es el significado que les va atribuyendo. Ello
también servirá para destacar algún sentido profundo sobre el cual
se ha pasado inadvertidamente. Notemos que Jesús habla de los limpios
de corazón. La palabra "corazón" en la Biblia indica generalmente
lo que los psicólogos modernos llaman la mente subconsciente. Esto
es de extrema importancia, porque no basta que aceptemos la Verdad
sólo con la mente consciente. En tal caso nuestra aceptación no
es más que una opinión. Sólo cuando es aceptada por la mente subconsciente,
y asimilada así por toda la mentalidad, puede la Verdad reformar
el carácter y transformar la vida. "Como un hombre piensa en su
corazón así es él." "Guarda tu corazón con diligencia, pues de él
brotan las fuentes de la vida."
Mucha gente, especialmente la que se considera culta, posee un caudal
de conocimientos que no logran cambiar ni mejorar su vida. Los médicos
saben todo sobre la higiene, pero viven a menudo de una manera poco
higiénica; los filósofos que están enterados de la sabiduría humana
atesorada a través de los siglos, continúan conduciéndose de una
manera tonta y absurda. Por consiguiente, unos y otros tienen vidas
frustradas e infelices. La razón de ello es que sus conocimientos
son simplemente opinión, erudición acu-mulada en la mente. Para
que un conocimiento pueda cambiamos es necesario que se incorpore
a nuestra mente subconsciente, vale decir, que penetre hasta lo
más íntimo del corazón. Los psicólogos modernos están en lo cierto
al tratar de reeducar la mente subconsciente, aunque hasta ahora
no han encontrado el método seguro para ello. Ese método no es otro
que la Oración Científica, o sea, la práctica de la Presencia de
Dios.
'Bienaventurados los pacíficos: porque ellos serán llamados hijos
de Dios.'
Recibimos aquí una lección práctica de incalculable valor sobre
el arte de la oración —y la oración, recordémoslo, es el único modo
de renovar nuestra comunión con Dios—. A primera vista, esta Biena-venturanza
puede pasar por una generalización religiosa de carácter meramente
convencional, y hasta por una de esas trivialidades sentenciosas
que usan los que quieren impresionar a sus oyentes no teniendo nada
original que decir. A decir verdad, la oración es la única acción
completa en el sentido más exacto de la palabra, porque es la única
cosa capaz de cambiar el carácter. Un cambio en el carácter o en
el espíritu es un verdadero cambio. Cuando se verifica un cambio
de esa clase, el sujeto se toma diferente, y durante el resto de
su vida se conduce de manera diferente. En otras palabras, ya no
es la misma persona de antes. El grado de diferencia puede ser casi
imperceptible cada vez que se ora; sin embargo, aunque pequeño,
tiene lugar, porque es imposible orar sin que nos hagamos diferentes
en algún grado Si pudiésemos tomar consciencia plenamente de la
Presencia de Dios, un cambio radical y dramático se obraría en nuestro
carácter en un abrir y cerrar de ojos, transformando nuestro modo
de pensar, nuestros hábitos, nuestra vida entera. La historia registra
numerosos ejemplos de esta clase, tanto en Oriente como en Occidente;
las llamadas conversiones son hechos auténticos que lo ejemplifican
con claridad. Tan radical es el cambio que resulta de la oración
que Jesús lo llama "nacer de nuevo". En efecto, puesto que la persona
se convierte en otro ser, es lo mismo que si naciera de nuevo. La
palabra "oración" incluye toda forma de comunión con Dios, así como
todo esfuerzo encaminado a ese fin, ya sea vocal o puramente mental.
La oración puede ser también afirmación o invocación, siendo cada
una de ellas buena en su propio lugar; puede ser asimismo meditación,
y la más elevada de todas las formas de oración, que es la contemplación.
Si no estamos acostumbrados a orar, todo lo que podemos hacer es
expresar nuestra personalidad tal como es en cualquier circunstancia
de la vida en que nos encontremos. A tal punto es cierto esto, que
la mayoría de los que nos conocen podrían decir de antemano cómo
reaccionaríamos en presencia de cualquier dificultad o crisis; pero
la oración, al cambiar nuestro carácter hace posible una reacción
nueva.
Cuando la oración es eficaz, la Presencia de Dios se realiza en
nosotros, que es el secreto de nuestra curación y la curación de
otros también; asimismo obtenemos aquella inspiración que es la
vida del alma y la causa de nuestro desarrollo espiritual. Pero
para que esta Presencia de Dios sea un hecho en nosotros, y nuestras
oraciones sean eficaces, es preciso que alcancemos cierto grado
de verdadera paz mental. Esta paz interior ha sido llamada por los
místicos serenidad y ellos no se cansan jamás de repetirnos que
la serenidad es el gran vehículo de la Presencia de Dios —el mar
suave como un espejo que rodea al Gran Trono Blanco—. Esto no quiere
decir que sin la serenidad no se puedan vencer por medio de la oración
aun las mayores dificultades, porque por supuesto se puede. En efecto,
cuanto mayores son nuestros problemas, menor es la serenidad de
que podemos disponer, y la serenidad misma sólo se obtiene por la
oración y por la acción de perdonar a los demás y a uno mismo. Pero
hemos de tener la serenidad para avanzar en el reino del espíritu,
aquella tranquilidad de alma a la cual se refiere Jesús con la palabra
"paz", una paz que supera el entendimiento humano.
Los pacíficos de que se habla en esta Bienaventuranza, son aquellos
que realizan esta paz verdadera o sere-nidad en sus propias almas,
porque son ellos los que superan las dificultades y limitaciones
y llegan a ser no sólo potencialmente sino, verdaderamente, los
hijos de Dios. Esta condición de espíritu es el objetivo principal
de todas las instrucciones que Jesús nos da en el Sermón del Monte,
y en otras partes: "La paz os dejo, mi paz os doy. No se turbe vuestro
corazón ni se intimide". Cuando hay temor, o resentimiento, o alguna
inquietud en nuestro corazón, esto es, mientras nos falta la serenidad
o la paz, no nos es posible lograr mucho.
Para conseguir la concentración del espíritu se precisa tener cierto
grado de serenidad.
Por supuesto que ser pacífico en el sentido corriente, como el que
se dedica a poner fin a las querellas de otros, es sin duda cosa
excelente; pero, como bien sabe todo aquél que esté dotado de sentido
práctico, es un papel bastante difícil de interpretar. Cuando uno
interfiere en contiendas ajenas, generalmente las cosas empeoran
en lugar de mejorar. Por regla general, es nuestra opinión personal
la que nos sirve de guía, y es raro que una opinión personal no
sea injusta. Si logramos que los adversarios examinen de nuevo las
causas de la disputa desde otro punto de vista, nuestros esfuerzos
no habrán sido inútiles; pero, por otra parte, si solamente ponemos
por obra un término medio en el cual consienten por motivos de propio
interés o por compulsión, entonces la reconciliación no será más
que superficial, no habiendo en ese caso paz verdadera, porque ambos
no se sienten así contentos e indulgentes.
Una vez que comprendamos el poder de la oración, seremos capaces
de sanar muchas disputas de manera definitiva; algunas veces sin
pronunciar palabra alguna. Pensar silenciosamente en el Amor y la
Sabiduría del Todopoderoso es suficiente para disipar imperceptiblemente
los motivos que acarrean disputas. Entonces, la mejor solución para
todos, cualquiera que sea, se efectuará gracias al poder silencioso
de la Palabra.
'Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia:
porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois
cuando os vituperaren y os persiguieren y dijeren de vosotros todo
mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced
es grande en los cielos: que así persiguieron a los profetas que
hubo antes de vosotros.'
Como hemos visto, el carácter esencial de la enseñanza de Jesús
es que la Voluntad de Dios para nosotros es armonía, paz y gozo;
que tales cosas puedan convertirse en realidad para nosotros cultivando
un modo de pensar justo y recto es una frase que nos sorprende.
Jesús nos dice constantemente que es la voluntad de nuestro Padre
damos su Reino y que para merecer la justicia hemos de cultivar
la serenidad, la paz interior. Él declara que los pacíficos que
cumplen esto adquirirán orando prosperidad, heredarán la tierra,
verán a Dios y su duelo se transformará en gozo. No obstante, aquí
aprendemos que los que son perseguidos a causa de la justicia, son
bienaventurados, porque de ese modo triunfarán; que el ser vituperado
y denunciado es causa de gozo y felicidad, y que los Profetas y
los grandes Iluminados también sufrieron estas cosas.
Todo esto es sin duda asombroso, y a la vez perfectamente correcto;
sólo que comprendamos una cosa: que el origen de toda esta persecución
no es otra cosa que nosotros mismos. No hay un persecutor exterior
a nosotros mismos. Siempre que encontremos difícil lo justo o el
pensar con rectitud; siempre que sintamos la tentación de considerar
injustamente determinada situación, o persona, o aun nosotros mismos;
siempre que nos sintamos inclinados a ceder a la cólera, o a la
desesperación, entonces somos perseguidos a causa de la justicia,
lo cual resulta ser una condición bienaventurada y bendita.
Todo tratamiento espiritual u Oración Científica implica una lucha
con el "Yo inferior" el cual prefiere el viejo modo de pensar y
se levanta y nos insulta, por decirlo dramáticamente, a la manera
oriental.
Todos los grandes Profetas e Iluminados de la especie humana, que
al fin alcanzaron la victoria, lo hicieron tras una serie de batallas
consigo mismos, cuando su naturaleza inferior, el viejo Adán, los
perseguía. Jesús mismo "tentado en todo según nuestra semejanza"
tuvo más de una vez que hacer frente a esta "persecución", especialmente
en el Huerto de Getsemaní, y durante algunos minutos, en la Cruz
misma. Ahora bien, como estos combates con nuestra naturaleza inferior
han de llevarse a cabo tarde o temprano, será mejor efectuar la
lucha y vencer lo antes posible. De manera que estas persecuciones
resulten ser, relativamente hablando, bendiciones divinas.
Notemos que en realidad no hay virtud alguna o provecho siquiera
en el mero hecho de que otros nos molesten o persigan. Nada absolutamente
viene a nuestra experiencia, a menos que haya algo en nosotros que
lo atraiga. Por lo cual, si nos acontecen molestias o dificultades
es sin duda debido a que algo en nuestra mente necesita ser examinado
y aclarado; porque siempre vemos las cosas como somos capaces de
concebirlas. He aquí un peligro grave para los débiles, los vanidosos
y los presuntuosos. Si los demás no los tratan como ellos quisieran,
o si no reciben el respeto y la consideración que ellos creen que
se les debe tener, aunque probablemente no lo merecen, se sienten
con frecuencia inclinados a creer que son "perseguidos" a causa
de su superioridad espiritual, e incurren en el absurdo de darse
aires de grandeza con tal motivo. He aquí una patética ilusión.
Según la Gran Ley de la Vida, de la cual todo el Sermón del Monte
es una exposición, solamente podemos recibir a través de nuestra
existencia lo que en cada momento nos corresponde, y nadie puede
impedimos el conseguir lo que nos toca; por esta razón toda persecución
o frustración proviene absolutamente de lo interior.
A pesar de que hay una tradición sentimental a la que va unido,
el martirio no conlleva ninguna virtud en sí. Si el "mártir" tuviese
una comprensión suficiente de la Verdad, no le sería necesario sufrir
esa experiencia. Jesús no fue un mártir. Habría podido escaparse
en cualquier momento, si hubiese querido evitar la crucifixión.
Pero era necesario que alguien triunfase sobre la muerte, y por
esa razón consintió en morir. Él quiso, de forma deliberada y a
su modo, realizar para nosotros una obra de antemano premeditada,
y no precisamente un martirio. Lejos esté de nosotros el menospreciar
el valor ilustre y la abnegación heroica de los mártires de todos
los siglos; pero debemos recordar que si hubiesen tenido una comprensión
cabal, no habrían llegado al hecho del martirio. Tener el martirio
como un bien supremo, tal como hacían muchos, es tentar al destino,
porque se atrae toda cosa sobre la cual se concentra la atención.
Aún admirándolos a causa de la elevación espiritual que alcanzaron,
sabemos que, si los mártires hubiesen amado a sus enemigos lo bastante
—es decir, amarlos en el sentido científico de la palabra—, reconociendo
en ellos la Verdad, entonces sus perse-guidores romanos —incluso
el mismo Nerón— habrían abierto las puertas de sus prisiones, y
los fanáticos de la Inquisición habrían reconsiderado su causa.
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