"¡No me siento capaz de soportar ni un momento más esta
amarga prueba Díganme de lo que van a acusarme, señores comisarios, que estoy
dispuesto a confesarme autor de la muerte del mismo Jesucristo!"
Los Templarios eran el ejército del Papa y significaban un importante
centro de poder por su fuerza militar, su dominio estratégico en Europa, especialmente
en Francia, y sobre todo por sus enormes riquezas, lo que les convierte en el sistema
bancario más importante del mundo.
Por eso un rey empeñado en afirmar su
autoridad absoluta tenía que terminar con la Orden del Temple, y no por ejemplo
con la del Hospital, que se comportaba y organizaba de un modo completamente distinto.
Los "sepultureros" de los Caballeros del Temple fueron el Rey de Francia, Felipe
IV "el Hermoso", el Papa Clemente V y los dominicos, orden muy experta en estas
jugadas. La tónica del monarca francés fue un intento de absolutismo, para lo que
le estorbaban los Templarios por su exención jurisdiccional y su poderío económico,
que humillaba a un soberano lleno de deudas.
FELIPE IV
Hasta el momento del proceso sólo se les achacaba su orgullo,
vicio censurado hasta por los pontífices romanos que en la persona de Nicolás IV
quiso unirlos a los Hospitalarios "para moderar su soberbia". Felipe IV se aprovechó
de esta decantada actitud y pidió al Papado que los humillara, diciéndole que no
convenía al pontificado una Orden sin control, por su excesivo poder y el peligro
de una rebelión. Quién mejor ayudó al monarca fue Esquino Floriano, delincuente
habitual que decía haber sido confidente de un templario en las mazmorras de Tolosa
y que se proclamaba conocedor de los vicios de la Orden. Otros dicen que era un
templario expulsado, sin que hayan trascendido los motivos. El caso es que el rey
acogió con agrado aquel costal de infundios que, vertidos en los dóciles oídos de
Clemente V, consiguieron que ordenase una inquisición contra los Caballeros del
Temple. Floriano aseguraba que al ingresar en la Orden sus miembros renegaban del
Salvador, pisoteando y escupiendo la cruz. Que en compensación de su celibato se
les permitía la sodomía, pecado que los maestres absolvían. Que adoraban ídolos
y que sus sacerdotes omitían intencionadamente en la misa las palabras de la consagración,
etc.
Los intentos del francés comenzaron en Lyon, en 1305, con motivo de
la coronación del arzobispo de Burdeos, Beltrán de Got, que pasaría a llamarse Clemente
V. El nuevo Papa no dio importancia al asunto, preocupado por el problema de Palestina,
ocupada por los árabes, para cuya solución necesitaba de los Templarios. En 1307,
Jacobo de Molay, último maestre del Temple, secundando los deseos papales de Cruzada,
llegó a Francia para reclutar tropas y abastecerse de vituallas. A su paso por el
país escuchó las calumnias propaladas contra su Orden y acudió ante el Papa solicitando
un examen formal para comprobar la falsedad de tan burdas calumnias. Accedió Clemente
V a sus deseos y así se lo comunicó al monarca francés por carta del 24 de agosto
de 1307. Felipe IV, dispuesto a apoderarse de los bienes del Temple, y aconsejado
por su ministro Guillermo de Nogaret, decidió adelantarse. El 12 de octubre de 1307,
a la salida de los funerales de la condesa de Valois, el maestre Molay y su séquito
fueron arrestados y encarcelados, lo mismo que todos los Templarios franceses, y
confiscados sus bienes bajo pretexto de la inquisición.
JACOBO DE MOLAY
Para mitigar el escándalo y consternación que produjo el hecho,
el Rey publicó un manifiesto redactado por Nogaret en el que se recogían todas las
injurias, ignominias y abominaciones imaginables contra la Orden, involucrando al
Papa en el acto. Cuando éste se enteró de la detención y del proceso, reprendió
al monarca y envió dos cardenales, Berenguer de Frédol y Esteban de Suisy, para
reclamar las personas y bienes de los encausados. Los purpurados, que debían sus
cargos al monarca francés, consiguieron convencer a Clemente V de la buena fe real
y enconar su ánimo contra los procesados. Felipe IV consiguió la facultad de juzgar
a los miembros franceses de la Orden del Temple y administrar sus bienes. Por medio
de la tortura, la Inquisición obtuvo las declaraciones que deseaba, pero estas confesiones
fueron revocadas por los acusados en la hora de su muerte en el suplicio, lo cual
echa por tierra su probatoriedad.
Sin embargo las confesiones obtenidas
convencieron al venal Clemente V, quién ordenó un proceso en todo el mundo. Sin
embargo se alzaron tantas voces de protesta, que el pontífice, por la bula Faciens
misericordiam, del 12 de agosto de 1308, mandó formar comisiones diocesanas en toda
la Cristiandad presididas por el obispo, dos canónigos y dos parejas de dominicos
y franciscanos, para escuchar a los Templarios que desearan defender su Orden.
Las comparecencias debían dar comienzo el 12 de abril de 1309, en París,
aunque tardaron varios meses en comenzar, hasta el 22 de noviembre de ese mismo
año. La ausencia de torturas y un encarcelamiento más propio de religiosos, provocó
que una tras otra todas las acusaciones fueran desmentidas por los caballeros sometidos
a interrogatorio, pues las retracciones nacían de la reflexión y no del miedo, lo
que comenzó a poner a las gentes a su favor. Pero Felipe IV y sus compinches no
podían permitir esa situación, por eso recurrieron a todas sus influencias, para
que se organizase con la mayor urgencia un concilio ecuménico de Sens. Lo consiguieron
en cinco meses, y fue anunciado por el Papa en la bula Regnan in coelis, la celebración
de un concilio en Sens, donde se trataría el problema de los Templarios.
Se inició en Abril de 1310, pero días más tarde empezaron a ser llevados a la
hoguera cincuenta y cuatro templarios en las proximidades del convento de Saint-Antoine,
por orden del monarca de Francia. Los inocentes fueron llevados a la muerte más
atroz sobre unas pilas de leños, elegidos para que ardieran lentamente. De esta
forma el suplicio resultó más inhumano. Testigos de este crimen múltiple dejaron
escrito que las víctimas murieron proclamando su inocencia, reconociendo la injusticia
que se cometía con su Orden y, por último, se pusieron en manos de Dios.
TEMPLARIOS EN LA HOGUERA
Además, siguieron quemándose a templarios por distintos puntos
de Francia, sin esperar a que se dictaran sentencias definitivas. Unas veces eran
los obispos los que firmaban las órdenes, y otras el inquisidor general Guillermo
de París, fiel servidor de Felipe el Hermoso. ¿Por qué se dejaron apresar los
miembros de la más formidable fuerza militar del mundo occidental?
Una de
las razones fue sin duda la avanzada edad de la mayoría de los Templarios que vivían
en Francia. Después de servir un tiempo en Oriente, muchos habían regresado a Europa
para ocupar puestos en la administración. Las caballeros más jóvenes habían sido
enviados a Chipre, y en 1307, más del setenta por ciento de la fuerza Templaria
había sido reclutada en los últimos siete años.
En Chipre se preparaban
para la acción militar: habían peleado con los sarracenos por Tortosa y esperaban
una invasión de la isla por parte de los mamelucos.
En el Concilio de Vienne,
entre el 16 de octubre de 1311, y el 3 de abril de 1312 el Papa anunció la supresión
del Temple. Los teólogos del concilio eran casi todos franciscanos y dominicos,
y ambas órdenes se distinguían por su animosidad y envidia contra los acusados.
Antes, los secuaces del rey francés habían recurrido de nuevo a las torturas y nuevamente
afloraron las confesiones de adoración demoníaca, prácticas sodomitas y de otros
pecados demenciales. La pantomima se había preparado meticulosamente, con ensayo
previo incluido y no parecía que nada pudiera fallar a la hora de llevarse a cabo
ante el público. Sin embargo, los primeros acusados que se presentaron ante el tribunal
defendieron al Temple y amenazaron con poseer un ejército de dos mil Templarios
escondido y listo para liberarles, pero ningún ataque se produjo, y por ello los
siguientes meses, como nadie se ponía de acuerdo para escoger a los defensores de
los Templarios (Jacobo de Molay renunció a ello por ser analfabeto) se parecieron
más al teatro que deseaban los detractores de la Orden. A puerta cerrada, los
"actores" representaban los papeles que se les habían asignado, sin despertar ninguna
emoción. La bula de supresión, Vox in excelso, se firmó el 22 de marzo y se leyó
el 3 de abril públicamente.
Por la bula Ad providam, el 2 de mayo de 1312,
Clemente V otorgó los bienes de la extinta orden a los caballeros de San Juan de
Jerusalén, es decir los Hospitalarios, pero no pudo evitar la depredación por parte
de Felipe el Hermoso, quien no sólo no devolvió el dinero que debía al Temple, alegando
que cánones prohibían pagar deudas a los herejes, sino que se presentó cínicamente
como acreedor de grandes sumas, por lo que los Sanjuanistas hubieron de entregarle
200.000 libras tornesas.
El día 6 de ese mes, el Papa dictó bulas para que
los "reconciliados y arrepentidos" fueran confinados en monasterios y condenados
a cadena perpetua. A los cuatro máximos dirigentes del Temple se les reservaba otro
juicio más severo, que se celebró el 18 de marzo de 1314.
CLEMENTE V
En esa fecha, fueron colocados Jacobo de Molay (maestre) Godofredo
de Charney (maestre en Normandía), Hugo de Peraud (visitador de Francia) y Godofredo
de Goneville (maestre de Aquitania) encima de un patíbulo alzado delante de Notre-Dame,
donde se les comunicó la pena de cadena perpetua. Pero cuando estaba dando comienzo
la ceremonia, y mientras los delegados pontificios leían los crímenes y herejías,
los máximos representantes de la Orden, los cuales ya llevaban siete años en prisión,
se adelantaron para dirigirse abiertamente a las gentes de París, y fue Jacobo de
Molay el que exclamó: "¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se
nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar
al Temple por salvar nuestras miserables vidas!"
Así habló el último maestre
del Temple, con voz alta y firme, ante los cardenales, frente a los representantes
del rey y delante de las gentes. Los "arrepentidos" habían dado un vuelco total
a la situación. Todo París no hablaba de otra cosa y se había provocado un escándalo
que no podía ser tolerado. Incluso se temió el estallido de un motín.
Aquel
mismo día, con la puesta de sol, se alzó una enorme pira en un islote del Sena,
denominado Isla de los Judíos, donde los cuatro dirigentes fueron llevados a la
hoguera. Según se cuenta, antes de ser consumido por las llamas, Jacobo de Molay
convocó al Rey y al Papa ante el tribunal de Dios para antes de que transcurriera
un año, con las palabras "Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte
con gran injusticia. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que
nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar
represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad".
Casualidad
o no, la verdad es que antes de un año, tal y como aseguró el maestre templario
antes de morir, fallecieron tanto Felipe IV como Clemente V. El primero que falleció
fue el Papa, a los 37 días. Ya estaba enfermo, pero una noche fue presa de "un dolor
insufrible que le mordía el vientre". Sus galenos comunicaron que había muerto "a
merced de unos horribles sufrimientos". El rey francés murió el 29 de noviembre,
al chocar con la rama de un árbol mientras montaba a caballo por el bosque de Fontainebleau.
El golpe fue tan grave que el monarca pereció de una parálisis general, con gran
padecimiento hasta su minuto final. ¿Se había cumplido la amenaza de
Molay? Lo
cierto es que de esta forma, los Templarios salieron de la Historia y entraron en
la Leyenda.
Desde el punto de vista de las acusaciones y los procesos montados
contra ellos por los consejeros del rey de Francia, los Templarios son completamente
inocentes. Los procesos son nulos de pleno derecho, alevosamente parciales, incluso
aquellos que prescindieron de la tortura. Pero históricamente, la degradación sufrida
por su adicción al dinero, al poder y a la política, los condena irremediablemente
como culpables. No por haber traicionado a la Iglesia o a la Monarquía, sino por
haberse traicionado a ellos mismos, a sus ideales y a sus orígenes.