El Origen del temor a los viernes 13 La Maldición de los Templarios
La aversión al número 13 está fuertemente arraigada en la cultura
occidental. En la Última Cena había trece personas (doce apóstoles y Jesús), siendo
Judas el traidor, el número 13. En el Apocalipsis, el capítulo 13 corresponde al
anticristo y a la bestia. A su vez, la Cábala –una disciplina de pensamiento esotérico
relacionada con el judaísmo– enumera a 13 espíritus malignos; al igual que las leyendas
nórdicas, donde Loli, el dios de las travesuras, aparece en ocasiones citado como
el invitado número 13. Por su parte, el viernes según la tradición cristiana es
el día que Jesucristo de Nazaret fue crucificado. Además, algunos estudiosos de
la Biblia creen que Eva tentó a Adán con la fruta prohibida un viernes y que Abel
fue asesinado por su hermano Caín el quinto día de la semana. Cabe recordar que
los siete días de la semana –establecidos en función del tiempo en el que transcurre
un ciclo lunar– son definidos por las religiones judeo-cristianas y musulmanas como
el tiempo que tardó Dios en crear los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos.
El viernes, considerado por las razones anteriores un día aciago por la tradición
cristiana, coincide entre 1 y 3 veces por año con el número de la mala suerte, el
13, dando lugar a la fecha más «maldita», de la que cine y literatura han dado buena
cuenta. No en vano, el miedo por los viernes 13 tiene su epicentro histórico en
una fecha que quedó marcada por el misterio y la traición: el viernes 13 de octubre
de 1307. En la madrugada de este día, el Rey francés Felipe IV inició una brutal
persecución contra la Orden de los Caballeros Templarios que provocó el arresto
masivo de sus miembros. Felipe IV persuadió al Papa Clemente V para que iniciase
un proceso contra los templarios acusándolos de sacrilegio a la cruz, herejía, sodomía
y adoración a ídolos paganos a través de la práctica de ritos heréticos. Especialmente
humillante –bajo el prisma de la época– era la acusación de practicar actos homosexuales
entre los caballeros de la Orden del Temple, que vivían a medio camino entre la
austeridad de un monje y las exigencias de un guerrero. No obstante, se trataban
de falsedades sin base alguna para ocultar las verdaderas causas de carácter económico.
El Rey de Francia –donde los templarios vertebraban la mayor parte de la influencia
y el patrimonio adquiridos durante las Cruzadas– coaligado con el papado y los dominicos
ambicionaban acabar con la poderosa y acaudalada orden militar, convertida en el
principal prestamista de la Corona francesa y de otros países europeos.
Las calumnias se convierten en acusaciones
Clemente V, pese a ser francés y antiguo arzobispo de Burdeos,
mostró inicialmente su oposición a la guerra que Felipe IV pretendía desencadenar
contra los templarios, puesto que necesitaba de su ayuda militar para iniciar una
nueva cruzada en la zona de Palestina. Sin embargo, la negativa del último gran
maestre, Jacques de Molay al proyecto Red Bellator –impulsado por la Corona de Aragón
para fusionar todas las órdenes militares bajo un único rey soltero o viudo– predispuso
al Papa en contra de la Orden. En 1307, Jacobo de Molay, secundando los deseos
papales de Cruzada, llegó a Francia para reclutar tropas y abastecerse de vituallas.
A su paso por el país escuchó las calumnias propagadas contra su Orden por el Monarca
francés. Para ello se sirvió de las acusaciones de Esquieu de Floyran, un espía
al que Jaime II de Aragón había expulsado de su corte por verter falsedades contra
los templarios pero que fue recibido con los brazos abiertos por el Rey galo, deseoso
de provocar su caída a cualquier precio. Ofendido por la campaña de desprestigio
contra la Orden del Temple, Jacobo de Molay acudió ante el Papa solicitando un examen
formal para desacreditar las burdas calumnias. Accedió Clemente V a sus deseos y
así se lo comunicó al Monarca francés por carta del 24 de agosto de 1307. Pero Felipe
IV, quien había intentado entrar sin éxito entre las filas templarías cuando se
quedó viudo, no estaba dispuesto a dilatar el asunto y cerró el puño sobre su presa.
Aconsejado por su ministro Guillermo de Nogaret, Felipe IV despachó correos a todos
los lugares de su reino con órdenes estrictas de que nadie los abriera hasta la
noche previa a la operación: el jueves, 12 de octubre de 1307. Los pliegos ordenaban
la captura de todos los templarios y la requisa de sus bienes. El 12 de octubre
de 1307, a la salida de los funerales de la condesa de Valois, el maestre Molay
y su séquito fueron arrestados y encarcelados. Y durante la madrugada del viernes
13, la mayoría de los templarios franceses fueron apresados y sus bienes confiscados
bajo pretexto de la Inquisición. La resistencia militar fue mínima a causa de la
avanzada edad de los guerreros que permanecían en Francia. Los jóvenes se encontraban
preparando la inminente cruzada en la base de Chipre. Para mitigar el escándalo,
el Rey publicó un manifiesto donde involucraba al Papa en la decisión. Cuando Clemente
V se enteró de la detención, reprendió al Monarca y envió dos cardenales, Berenguer
de Frédol y Esteban de Suisy, para reclamar las personas y bienes de los encausados.
Tras pactar con el Papa las condiciones del proceso, Felipe IV consiguió la facultad
de juzgar a los miembros franceses de la Orden del Temple y administrar la mayoría
de sus bienes. No obstante, el proceso fue del todo irregular. Sin ir más lejos,
los templarios habían de ser juzgados con respecto al Derecho canónico y no por
la justicia ordinaria de Francia. Asimismo, Guillermo de Nogaret –mano ejecutora
del Rey– estuvo bajo la excomunión formal de la Iglesia desde el principio hasta
el fin de los procesos.
Una amenaza, que resultó ser una profecía
Por medio de la tortura, la Inquisición obtuvo las declaraciones
que deseaba, incluso del Gran Maestre, pero estas confesiones fueron revocadas por
la mayoría de los acusados posteriormente. Mientras el Papa tomaba una decisión
definitiva sobre la Orden y el futuro del Gran Maestre y el resto de cargos superiores,
un goteo de templarios fue pasando por la hoguera en medio de un sinfín de irregularidades
y el recelo del pueblo llano. En 1314, Jacobo de Molay, Godofredo de Charney, maestre
en Normandía, Hugo de Peraud, visitador de Francia, y Godofredo de Goneville, maestre
de Aquitania, fueron condenados a cadena perpetua, gracias a la interferencia del
Papa y de importantes nobles europeos. No en vano, encima de un patíbulo alzado
delante de Notre-Dame, donde se les comunicó la pena, los máximos representantes
de la orden renegaron de sus confesiones: «¡Nos consideramos culpables, pero no
de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la
infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas!». El desafío
de los líderes templarios, rompiendo lo pactado, les condenó a muerte. Aquel
mismo día, se alzó una enorme pira en un islote del Sena, denominado Isla de los
Judíos, donde los cuatro dirigentes fueron llevados a la hoguera. Según se cuenta
entre el mito y la realidad, antes de ser consumido por las llamas, Jacobo de Molay
se dirigió a los hombres que habían perpetrado la caída de los templarios: «Dios
conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. No tardará
en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar
la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte.
Yo pereceré con esta seguridad». Fuera real la frase o un adorno literario añadido
posteriormente por los cronistas, la verdad es que antes de un año fallecieron tanto
Felipe IV como Clemente V. En el resto de Europa, la persecución Templaria no
fue tan violenta y sus miembros fueron absueltos en la mayor parte de los casos.
Sus bienes, no en vano, fueron repartidos entre la nobleza o integrados en otras
órdenes militares como la de los Hospitalarios.