 
 
La confusión entre el dominio esotérico e iniciático y el dominio 
místico, o, si se prefiere, entre los puntos de vista que les corresponden respectivamente, 
es una de las que se cometen hoy con más frecuencia, y eso, parece, de una manera 
que no siempre es enteramente desinteresada; por lo demás, hay en eso una actitud 
bastante nueva, o que al menos, en ciertos medios, se ha generalizado mucho en estos 
últimos años, y es por lo que nos parece necesario comenzar por explicarnos claramente 
sobre este punto.
Está ahora de moda, si se puede decir, calificar de «místicas» 
a las doctrinas orientales mismas, comprendidas aquellas en las que no hay ni siquiera 
la sombra de una apariencia exterior que pudiera, para aquellos que no van más lejos, 
dar lugar a una tal calificación; el origen de esta falsa interpretación es naturalmente 
imputable a algunos orientalistas, que, por lo demás, al comienzo pueden no haber 
sido llevados a ella por una segunda intención claramente definida, sino tan solo 
por su incomprensión y por la determinación más o menos inconsciente, que les es 
habitual, de reducirlo todo a puntos de vista occidentales.
Pero después 
han venido otros que se han apoderado de esta asimilación abusiva, y que, viendo 
el partido que podrían sacar de ella para sus propios fines, se esfuerzan en propagar 
la idea en cuestión fuera del mundo especial, y en suma bastante restringido, de 
los orientalistas y de su clientela; y esto es más grave, no solo porque es por 
eso sobre todo como esta confusión se extiende cada vez más, sino también porque 
no es difícil percibir en ello las marcas inequívocas de una tentativa «anexionista» 
contra la cual importa estar sobre aviso.
En efecto, éstos a los que hacemos 
alusión aquí son aquellos que se pueden considerar como los negadores más «serios» 
del esoterismo, queremos decir con esto los exoteristas religiosos que se niegan 
a admitir nada que éste más allá de su propio dominio, pero que estiman sin duda 
esta asimilación o esta «anexión» más hábil que una negación brutal; y, al ver de 
qué manera algunos de entre ellos se aplican a disfrazar de «misticismo» las doctrinas 
más claramente iniciáticas, parece verdaderamente que esta tarea reviste a sus ojos 
un carácter particularmente urgente.
A decir verdad, habría no obstante, 
en ese mismo dominio religioso al que pertenece el misticismo, algo que, bajo ciertos 
aspectos, podría prestarse mejor a una aproximación, o más bien a una apariencia 
de aproximación: es lo que se designa por el término de «ascético», ya que en ello 
hay al menos un método «activo», en lugar de la ausencia de método y de la «pasividad» 
que caracterizan el misticismo, sobre los cuales tendremos que volver enseguida; 
pero no hay que decir que esas similitudes son completamente exteriores, y, por 
otra parte, esta «ascética» sólo tiene metas que son demasiado visiblemente limitadas 
como para poder ser utilizada ventajosamente de esta manera, mientras que, con el 
misticismo, nunca se sabe exactamente dónde se va, y esa vaguedad misma es ciertamente 
propicia a las confusiones.
Únicamente, aquellos que se libran a ese trabajo 
a propósito deliberado, al igual que aquellos que les siguen más o menos inconscientemente, 
no parecen sospechar que, en todo lo que se refiere a la iniciación, no hay en realidad 
nada de vago ni de nebuloso, sino al contrario, cosas muy precisas y muy «positivas»; 
y, de hecho, la iniciación es, por su naturaleza misma, propiamente incompatible 
con el misticismo.
Por lo demás, esta incompatibilidad no resulta de lo que 
implica originalmente la palabra «misticismo» misma, que está incluso manifiestamente 
emparentada a la antigua designación de los «misterios», es decir, a algo que pertenece 
al contrario al orden iniciático; pero esta palabra es de aquellas para las cuales, 
lejos de poder referirse únicamente a su etimología, uno está rigurosamente obligado, 
si se quiere hacer comprender, a tener en cuenta el sentido que le ha sido impuesto 
por el uso, y que es, de hecho, el único que se le atribuye actualmente.
Ahora bien, todo el mundo sabe lo que se entiende por «misticismo», desde hace ya 
muchos siglos, de suerte que ya no es posible emplear este término para designar 
otra cosa; y es eso lo que, decimos, no tiene y no puede tener nada en común con 
la iniciación, primero porque ese misticismo depende exclusivamente del dominio 
religioso, es decir, exotérico, y después porque la vía mística difiere de la vía 
iniciática por todos sus caracteres esenciales, y porque esta diferencia es tal 
que resulta entre ellas una verdadera incompatibilidad.
Por lo demás, precisamos 
que se trata de una incompatibilidad de hecho más bien que de principio, en el sentido 
de que, para nós, no se trata de ningún modo de negar el valor al menos relativo 
del misticismo, ni contestarle el lugar que puede pertenecerle legítimamente en 
algunas formas tradicionales; así pues, la vía iniciática y la vía mística pueden 
coexistir perfectamente, pero lo que queremos decir, es que es imposible que alguien 
siga a la vez la una y la otra, y eso incluso sin prejuzgar nada de la meta a la 
cual pueden conducir, aunque, por lo demás, ya se pueda presentir, en razón de la 
diferencia profunda de los dominios a los que cada una se refiere, que esa meta 
no podría ser la misma en realidad.
Hemos dicho que la confusión que hace 
ver a algunos misticismos, allí donde no hay el menor trazo de él, tiene su punto 
de partida en la tendencia a reducirlo todo a los puntos de vista occidentales; 
es que, en efecto, el misticismo propiamente dicho es algo exclusivamente occidental 
y, en el fondo, específicamente cristiano.
A este propósito, hemos tenido 
la ocasión de hacer una observación que nos parece lo bastante curiosa como para 
que la anotemos aquí: en un libro del que ya hemos hablado en otra parte, el filósofo 
Bergson, oponiendo lo que llama la «religión estática» y la «religión dinámica», 
ve la más alta expresión de esta última en el misticismo, que, por lo demás, no 
comprende apenas, y que admira sobre todo por lo que podríamos encontrar en él, 
al contrario, de vago e incluso de defectuoso bajo algunos aspectos; pero lo que 
puede parecer verdaderamente extraño por parte de un «no cristiano», es que, para 
él, el «misticismo completo», por poco satisfactoria que sea la idea que se hace 
de él, por ello no es menos el de los místicos cristianos.
En verdad, por 
una consecuencia necesaria de la poca estima que siente por la «religión estática», 
olvida demasiado que los místicos en cuestión son cristianos antes incluso de ser 
místicos, o al menos, para justificar que sean cristianos, coloca indebidamente 
el misticismo en el origen mismo del cristianismo; y, para establecer a este respecto 
una suerte de continuidad entre éste y el judaísmo, llega a transformar en «místicos» 
a los profetas judíos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas 
y de la naturaleza de su inspiración, no tiene ni la menor idea.
Sea como 
sea, si el misticismo cristiano, por deformada o disminuida que sea su concepción 
de él, es así a sus ojos el tipo mismo del misticismo, la razón de ello es, en el 
fondo, bien fácil de comprender: es que, de hecho y para hablar estrictamente, no 
existe apenas otro misticismo que ese; e incluso los místicos que se llaman «independientes», 
y que diríamos gustosamente «aberrantes», no se inspiran en realidad, aunque sea 
sin saberlo, sino de ideas cristianas desnaturalizadas y más o menos enteramente 
vacías de su contenido original.
Pero eso también, como tantas otras cosas, 
escapa a nuestro filósofo, que se esfuerza en descubrir, con anterioridad al cristianismo, 
«esbozos del misticismo futuro», mientras que, en realidad, se trata de cosas totalmente 
diferentes; hay así, concretamente sobre la India, algunas páginas que dan testimonio 
de una incomprensión inaudita.
Las hay también sobre los misterios griegos, 
y aquí la aproximación, fundada sobre el parentesco etimológico que hemos señalado 
más atrás, se reduce en suma a un torpe juego de palabras; por lo demás, Bergson 
se ve forzado a confesar él mismo que «la mayoría de los misterios no tuvieron nada 
de místicos»; pero entonces ¿por qué habla de ellos bajo este vocablo? En cuanto 
a lo que fueron esos misterios, se hace de ellos la representación más «profana» 
que pueda darse; y, en verdad, ignorando todo de la iniciación, ¿cómo podría comprender 
que hubo allí, así como en la India, algo que en primer lugar no era de ningún modo 
de orden religioso, y que después iba incomparablemente más lejos que su «misticismo», 
e incluso, es menester decirlo, que el misticismo auténtico, que, por eso mismo 
de que se queda en el dominio puramente exotérico, tiene forzosamente también sus 
limitaciones?
No nos proponemos exponer al presente en detalle y de una manera 
completa todas las diferencias que separan en realidad los dos puntos de vista iniciático 
y místico, ya que solo eso requeriría todo un volumen; nuestra intención es sobre 
todo insistir aquí sobre la diferencia en virtud de la cual la iniciación, en su 
proceso mismo, presenta caracteres completamente diferentes de los del misticismo, 
hasta incluso opuestos, lo que basta para mostrar que se trata de dos «vías» no 
solo distintas, sino incompatibles en el sentido que ya hemos precisado.
Lo que se dice más frecuentemente a este respecto, es que el misticismo es «pasivo», 
mientras que la iniciación es «activa»; por lo demás, eso es muy verdadero, a condición 
de determinar bien la acepción en la que debe entenderse esto exactamente.
Eso significa sobre todo que, en el caso del misticismo, el individuo se limita 
a recibir simplemente lo que se presenta a él, y tal como se presenta, sin que él 
mismo cuente en eso para nada; y, digámoslo de inmediato, es en eso donde reside 
para él el peligro principal, por el hecho de que está «abierto» así a todas las 
influencias, de cualquier orden que sean, y de que además, en general y salvo raras 
excepciones, no tiene la preparación doctrinal que sería necesaria para permitirle 
establecer entre ellas una discriminación cualquiera.
En el caso de la iniciación, 
al contrario, es al individuo a quien pertenece la iniciativa de una «realización» 
que perseguirá metódicamente, bajo un control riguroso e incesante, y que deberá 
llevarle normalmente a rebasar las posibilidades mismas del individuo como tal; 
es indispensable agregar que esta iniciativa no es suficiente, ya que es bien evidente 
que el individuo no podría rebasarse a sí mismo por sus propios medios, pero, y 
es esto lo que nos importa por el momento, es esa iniciativa la que constituye obligatoriamente 
el punto de partida de toda «realización» para el iniciado, mientras que el místico 
no tiene ninguna, ni siquiera para cosas que no van en modo alguno más allá del 
dominio de las posibilidades individuales.
Esta distinción puede parecer 
ya bastante clara, puesto que muestra bien que no se podrían seguir a la vez las 
dos vías iniciática y mística, pero, no obstante, ella sola no podría bastar; podríamos 
decir incluso que no responde todavía más que al aspecto más «exotérico» de la cuestión, 
y, en todo caso, es demasiado incompleta en lo que concierne a la iniciación, de 
la que está muy lejos de incluir todas las condiciones necesarias; pero, antes de 
abordar el estudio de esas condiciones, todavía nos quedan que disipar algunas confusiones.


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