
I
El Secreto Masónico
Entre la Masonería antigua y la Masonería moderna existe un punto 
común fundamental: el símbolo. Las dos instituciones siguieron vías distintas, opuestas 
a veces, basaron sus reclutamientos en criterios muy variados, pero preservaron 
la sustancia simbólica de la Orden y su contenido iniciático, aunque algunas obediencias 
renegaron, más o menos, de él. En su obra Los auténticos Hijos de la Luz, el masón 
Pierre Mariel nos explica en estos términos el carácter eterno de la francmasonería: 
«El símbolo es la esencia misma, la razón de ser de la Masonería. Lo visible es 
el reflejo de lo invisible.
Ahora bien, nosotros, los Masones, nos expresamos 
por símbolos no para distinguirnos de los demás seres humanos sino, simplemente, 
por una necesidad inherente a cualquier conocimiento verdadero... El objetivo de 
los símbolos no debe ocultarse. Su objetivo es seleccionar a quienes, integrándolos, 
se muestran dignos de la Verdad».
El gran secreto de la Masonería, que no 
puede ser traicionado por nadie, es el del significado profundo de sus símbolos. 
El caballero Ramsay lo afirmaba aun en el siglo XVIII «Tenemos secretos, son signos 
figurativos y palabras sagradas, que componen un lenguaje mudo a veces, muy elocuente 
otras, para comunicarlo a la mayor distancia y para reconocer a nuestros colegas, 
sean de la lengua que sean». La francmasonería moderna ha sabido conservar, pues, 
la riqueza esencial de las sociedades iniciáticas de la Edad Media, a saber, el 
mundo simbólico que permite, efectivamente, a algunos hermanos llegar más allá de 
la expresión racional, de la raza, de la cultura y del conjunto de los condicionamientos 
humanos.
Por ello, Oswald Wirth insistía tanto en la diferencia capital entre 
la francmasonería definida como una organización material y administrativa y el 
espíritu masónico, al que resumía así: «Aprender a construir corresponde, en la 
iniciación, al gran arte de la Vida». La vida construye sin cesar, es una obra en 
perpetuo devenir que los Masones intentan llevar hasta el más alto grado de perfección. 
La Masonería primitiva ofrecía a sus miembros, sobre todo, una concepción sagrada 
del trabajo y una experimentación permanente de la espiritualidad por medio de la 
inteligencia y de la mano.
Estamos en el meollo del secreto masónico; por 
un lado, hay un organismo humano con sus debilidades y sus errores. Por el otro, 
una Orden verdadera basada en la iniciación y en el simbolismo, una Orden que sólo 
revela sus riquezas a quienes cruzan la puerta de los grandes misterios y pasan 
de una iniciación ceremonial a una iniciación real. Así, Hermann Hesse escribía 
sobre el juramento: «Aunque me conceda la más entera libertad en lo que se refiere 
al relato de mis propias aventuras, me prohíbe cualquier revelación referente al 
propio secreto de la Orden». Según los testimonios de Masones que «vivieron» el 
símbolo, este secreto en espíritu solo se hace accesible a los adeptos que practican 
con asiduidad la vía iniciática. Los libros que anuncian grandes revelaciones sobre 
los secretos masónicos sólo pueden ser imposturas, puesto que el Conocimiento último 
de las verdades de la Orden se alcanza en el interior de una logia y no podría verse 
comprometido sin haber sido vivido.
Este «secreto», considerado de este modo 
por vanos escritores masónicos, es innegablemente uno de los valores inmortales 
que tiene la francmasonería. No reside en algunas «tras-logias» creadas por imaginaciones 
delirantes, sino en el espíritu del masón que integra en su vida v en su pensamiento 
el mensaje del simbolismo milenario que encuentra en su taller.


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