En enero de 1879, el francmasón Jules Grévy se convierte en presidente
de la República Francesa. El francmasón Gambetta obtiene la presidencia de la Cámara
y el francmasón Jules Ferry el puesto de ministro de Instrucción Pública. A partir
de febrero, Ferry comienza un combate sin cuartel contra la enseñanza religiosa.
Innegablemente, el principio de gratuidad de la enseñanza laica constituye un atractivo
para muchas familias francesas.
El Gran Oriente apoya sin restricciones la
política de Ferry, pues desea arrancar el máximo de jóvenes de las manos de los
eclesiásticos. ;Qué ocurre, aquel año, en el terreno estrictamente iniciático? Una
anécdota del todo sintomática bastará para ilustrar. En el mes de agosto, un profano
llamado Monat se dirige hacia las cinco de la tarde a la logia «Los verdaderos hermanos
unidos inseparables-para que le inicien. Votada la admisión, se entregan unas gafas
negras al profano que permanecí, así en la oscuridad. Los Masones le toman de la
mano y le hacen salir del taller. le llevan al patio del Carrousel. y el profano,
algo inquieto, siente de pronto que se eleva. Dócil, no hace preguntas. Se celebra
rápidamente una ceremonia de iniciación y, luego se quitan las gafas negras al nuevo
hermano. Con no disimulado orgullo, ti Venerable le anuncia que se encuentra en
un globo cautivo y que acaban de darle la luz a novecientos metros de altura. Es,
concluye el Venerable, el símbolo de la altura que puede alcanzar la francmasonería.
La Masonería escocesa sufre en esa época una dura prueba; doce logias, que desaprueban
la dirección autoritaria del Supremo Consejo, fundan una «Gran Logia Simbólica Escocesa»
que, al igual que el Gran Oriente, se libera del Supremo Consejo, afirma su ideal
republicano y su deseo de combatir a la Iglesia. Todo volverá a su cauce más tarde,
pero las peripecias de este tipo, a partir de finales del siglo XIX, son numerosas.
Las obediencias rivales se dirigen discretos ataques, a veces pérfidos, cuya historia
es casi imposible de reconstituir y no tiene, por lo demás, un gran interés para
la evolución de la Masonería. Advirtamos que la «Gran Logia simbólica escocesa»
se fusionará en 1896 con la Gran Logia de Francia fundada aquel mismo año. Volvamos
a 1880, cuando el gobierno, al que puede calificarse sin exagerar de «gobierno masónico»,
abre las hostilidades contra la Iglesia suprimiendo la Compañía de Jesús y obligando
a todas las congregaciones a solicitar un reconocimiento legal en un plazo de tres
meses, bajo pena de ser disueltas. Se plantean igualmente los peores problemas a
la capellanía militar y se llega, incluso, a hacer que la policía expulse a los
monjes de sus conventos.
En 1881, una gran victoria alegra a los Masones:
la gratuidad de la enseñanza primaria. La mayoría de católicos están indignados
y doloridos: nunca habrían imaginado que la Masonería pasara así a la acción. Responden
entonces con la calumnia, afirmando, por ejemplo, que los Masones bollan con los
pies el Santo Sacramento del altar en las logias. Algunos católicos son mas tolerantes.
como el cardenal Bonnechose. que hace un análisis lucido de la situación: para el.
el catolicismo sufre un inevitable retroceso. Se ha metido demasiado en política.
comprometiéndose decididamente con la derecha los movimientos de izquierdas debían
actuar un día u otro.
La Masonería, políticamente muy fuerte, no está al
abrigo de críticas durante los años 1822-1824, que ven el ascenso de un antisemitismo
sectario. Por increíble que parezca, se acusa a los judíos de degollar bebés cristianos
y, naturalmente, esos judíos asesinos encuentran refugio en las logias masónicas
que son secretamente «infiltradas» por los israelitas. A tantas inepcias se añade
la Encíclica del papa León XIII, con fecha del 20 de abril de 1884: «Para los francmasones»,
dice León XIII, «se trata de destruir de punta a cabo toda la disciplina religiosa
y social nacida de las instituciones cristianas y de sustituirlas por una nueva,
modelada de acuerdo con sus ideas y cuyos principios fundamentales son tomados del
naturalismo».
Esta vez, el Vaticano deja de lado los secretos y los temibles
juramentos de la Masonería para proceder a un análisis intelectual en profundidad;
las frases que acabamos de citar son claras y revelan cierto miedo de la Iglesia
romana ante una Orden que, efectivamente, reniega de la civilización cristiana y
quiere instaurar una sociedad laica que no tenga necesidad alguna de espiritualidad,
en el sentido católico del término. León XIII, a comienzos de su pontificado, no
sentía ninguna especial animosidad contra los Masones; fueron las sucesivas transformaciones
del Gran Oriente las que le obligaron a reafirmar la posición doctrinal de la Iglesia.
La francmasonería y la Iglesia rompen, pues, todo contacto y las esperanzas
de «negociación» se desvanecen. Los Masones acusan a los jesuitas de haber alentado
al papa a condenarlos y de haberle dictado los términos de la Encíclica; no son
todavía conscientes de un peligro mucho más grave, un peligro que se llama Leo Taxil
cuya obra titulada Los misterios de la francmasonería es un fantástico éxito de
edición el año 1885. Es el inicio de una increíble mistificación cuyas consecuencias
son duraderas aún. Leo Taxil, cuyo verdadero nombre es Gabriel Jogand-Pagés, es
un hombre de letras de la peor ralea. Se ha creado una reputación en París gracias
a obras como Los amores de Pío IX, o Las amantes del papa, en las que ese antiguo
alumno de los jesuitas cae en el más sumario anticlericalismo. Las denuncias y las
multas le hacen perder el dinero que gana, y practica un poco la estafa de diversos
modos.
A pesar de numerosas condenas cuyas causas van de la falta de pago
al proxenetismo, Taxil no es en absoluto molestado por la policía, de la que es
un fiel soplón. Iniciado en la Masonería por una logia que no debía de ser muy exigente
con la calidad de sus miembros, es expulsado rápidamente y no supera el grado de
Aprendiz. El corto paso por la Orden le procura un nuevo terna literario: la denuncia
de las fechorías masónicas. Escribe entonces verdaderos cuentos chinos donde las
inepcias se mezclan con las más delirantes divagaciones; Lucifer es el Gran Maestro
secreto de la Orden que se entrega a los peores horrores en la penumbra de las tras-logias.
Los Masones adoran a 44.43 5.633 demonios infernales v un horrendo diablillo
entrega a los hermanos las convocatorias. Naturalmente, los Masones envenenan a
todos los que detestan y confeccionan talismanes que les permiten ganar dinero en
los juegos de azar. Es una organización satánica la que dirige la Masonería y engañan
a numerosos hermanos que ignoran que los dignatarios masónicos pasean en la punta
de una pica las cabezas de sus víctimas y hacen aparecer demonios en las logias.
Estas «revelaciones» están acompañadas por sugerentes dibujos que no dejan duda
alguna sobre la naturaleza real de la Orden; los católicos están llenos de júbilo.
Por muy extravagante que parezca, dan fe a los escritos de Taxil a pesar de las
puestas en guardia de jesuitas como el padre Gruber o el padre Portahé que descubren
de inmediato la enorme superchería. Los diarios publican extractos de la literatura
«taxihana», los creyentes encuentran en ella pruebas de sus sospechas. Algunas revistas
eruditas, dirigidas por sabios adeptos del racionalismo, retoman también las frases
de Taxil.
En 1893, monseñor León Meurin, s.j., publica La francmasonería,
sinagoga de Satán, en el que da un aval eclesiástico casi oficial a las tesis de
Taxil. Para el obispo, la Masonería es satánica en su origen, en su organización,
en su acción, en su objetivo, en sus medios.
Resumiendo, es el propio infierno.
L'Osservatore Romano y L'Echo de Rome dan su pleno acuerdo a estas ideas. Taxil
se divierte mucho; en abril de 1897, prepara un nuevo golpe de efecto y, el día
19 de ese mes, ante un pasmado auditorio reunido en la sala de Geografía, declara
indolentemente: «No os enojéis, reverendos padres, sino reíd de buena gana al saber
hoy lo que ha ocurrido (...)». Taxil reconoce que sus elucubraciones estaban destinadas
a procurarle el mayor dinero posible y que toda su «obra» no es más que un tejido
de mentiras.
Por desgracia, el falsificador ha convencido a varios eclesiásticos
de alto rango; la conclusión del periódico Le Matin del 20 de abril de 1897 es severa:
«Montar toda una mistificación, burlase durante doce años de la Iglesia, mofarse
de los curas, los obispos, reírse de los cardenales y hacer que el propio Santo
Padre bendijera esa tomadura de pelo, ésa es la lamentable obra a la que se entrego
Leo Taxil». «¡Vamos!», proclamaba éste, «la tontería humana no tiene limites»; de
hecho, cuesta comprender la ingenuidad de aquella época, cuando las payasadas de
Taxil tomaron un aspecto relativamente trágico, puesto que la Iglesia y la Masonería
salen debilitadas de esa inverosímil prueba.
La primera ha perdido la confianza
de muchos católicos; la segunda sufre todavía el peso de las calumnias «taxilianas»,
y algunas personas siguen convencidas de que el diablo aparece en las tras-logias
donde se degüella a los recién nacidos. Dejemos ese deplorable hecho de armas trucadas
y regresemos al año 1886, que ve el despertar del esoterismo masónico gracias a
hombres como Stanislas de Guaita y Oswald Wirth. Hojeando antiguos grimorios, advierten
que el simbolismo de la Orden está lleno de sentido y que merece algo mejor que
un desdén teñido de ironía.
Sus primeros esfuerzos son discretos, pues la
mayoría de los Masones tiene otras preocupaciones, sobre todo en el terreno de la
enseñanza donde los profesores se adhieren, cada vez de mejor gana, a la Masonería.
Cuando los Masones simbolistas publiquen un Ritual interpretativo para el grado
de Aprendiz, serán desaprobados por las instancias superiores de la Orden y recibirán
la adhesión de una sola y única logia donde, sin embargo, podrán reagruparse para
proseguir su trabajo de investigación. Pese a las dificultades internas, el renacimiento
esotérico se inicia. En 1895 se había creado una nueva obediencia masónica, la Gran
Logia de Francia, que es hoy el segundo poder masónico trances por el numero de
hermanos.
Mantiene buenas relaciones con el Supremo Consejo del Rito Escocés,
que le concede la administración de las logias llamadas «azules» (grados de aprendiz,
de compañero y de maestro) y conserva la de los altos grados (del cuarto al trigésimo
tercer grado del rito escocés). La nueva Gran Logia desea diferenciarse claramente
del Gran Oriente; sus talleres trabajan a la gloria del Gran Arquitecto y cuentan
con Masones simbolistas que no tienen ambición política alguna. En 1896 existen
dos «bloques» masónicos: el Gran Oriente por un lado, el Supremo Consejo del Rito
Escocés y la Gran Logia de Francia, que permanecerán unidos hasta 1964, por el otro.
El caso Dreyfus estalla en 1898 y provoca una inmensa oleada de antisemitismo.
Como suele suceder en los grandes asuntos públicos, los Masones se dividen en
dos bandos; los unos militan a favor de Dreyfus, al que consideran víctima de una
conspiración de jesuitas, los demás se pronuncian contra él. El periodista Drumont
no vacila en afirmar que la Masonería es un conglomerado de judíos y hugonotes fanáticos
que, si no se tiene cuidado, pronto dirigirán Francia. En 1899, hay unos 24.000
francmasones en el hexágono y, entre ellos, están los más influyentes políticos.
Las logias estudian temas como la remuneración de los maestros, las casas de jubilación,
las modificaciones del código penal, el alcoholismo.
Este tipo de temas es
caro todavía al Gran Oriente contemporáneo. Se hacen también estudios sobre la asistencia
pública, el problema de la vejez o la democratización de la enseñanza. El Gran Oriente
alienta la simplificación de los rituales y la supresión de símbolos que considera
anticuados.
El masón Emile Combes obtiene la presidencia del Consejo en
1902. Muy creyente en su juventud, paso cierto tiempo en un seminario pero se le
negaron las ordenes, Este fracaso le inculco un odio visceral contra la Iglesia
y todo lo que se refiere a ella de cerca o de lejos.
Los sentimientos de
Combes descansan sobre la idea de que el catolicismo del siglo XIX ha traicionado
de un modo tunda-mental el mensaje de Cristo y la alta intelectualidad de santo
Tomas de Aquino, cuyo pensamiento ha estudiado mucho. La Masonería será el instrumento
de la venganza, destruirá a esa Iglesia renegada que no merece vivir. Combes hace
que se cierren miles de escuelas religiosas y ordena la expulsión de los monjes;
las congregaciones femeninas no se libran de ello. En 1903, el ejército expulsa
de su convento a los monjes de la Gran Cartuja. En 1904, ningún organismo religioso
está autorizado para impartir enseñanza. León XIII trata a los Masones de «maniqueos»
y los diarios católicos se inflaman, afirmando que Combes asiste a misas negras.
El presidente del Consejo, apoyado por el Gran Oriente, permanece en su
lugar. El muy oscuro asunto de 1904 empaña una vez más el renombre de la Orden.
Por una denuncia del masón Bidegain, la opinión publica sabe que el Gran Oriente
posee miles de fichas destinadas a diferenciar los oficiales realmente republicanos
de los demás, es decir, de los malos soldados que son todavía católicos. Estas fichas
se entregan al Ministerio de la Guerra, que favorece el ascenso de los «republicanos»
y dificulta el de los católicos. El Gran Oriente se defiende torpemente, afirmando
que actuaba en interés de la nación; su objetivo era simplemente identificar a los
malos soldados capaces de perjudicar a la República. La mentira no engaña a nadie
y el escándalo es enorme.
Buen numero de Masones del Gran Oriente encuentran
excesiva esta guerra solapada contra la Iglesia y se vuelven hostiles a Combes,
que debe dimitir en enero de 1905. Uno de los mayores artífices de su caída no era
otro que Alexandre Millerand, su hermano en Masonería, que fue luego expulsado del
Gran Oriente. La gran esperanza de Emile Combes, la separación de la Iglesia y del
Estado, se realiza, sin embargo, en 1905. Hasta 1914, el gobierno inspirado por
la Masonería hace votar leyes sociales para mejorar la suerte de los obreros y desarrollar
el sentido de la salud pública.
Lo que no impide que algunos grupúsculos
de extrema izquierda ataquen a la Masonería, que dificulta la lucha de clases a
causa de su famosa «fraternidad». Junto a esa francmasonería social cuya buena voluntad
no puede negarse subsiste, a trancas y barrancas, una Masonería iniciática cuyo
más célebre representante es Oswald Wirth, que funda, en 1912, la revista Le symbohsme
en la que escritores masónicos intentan recuperar el significado de sus rituales
y de sus símbolos. Edouard de Ribaucourt, profesor de ciencias naturales, piensa
que la herencia de los constructores medievales es el mayor tesoro de la Masonería.
El Gran Arquitecto le parece una base intangible de la Orden, al igual que
el Volumen de la Ley sagrada simbolizado por la Biblia. Tales ideas no son muy apreciadas
en el Gran Oriente al que pertenece Ribaucourt, que presenta su dimisión y funda,
en 1913, una nueva obediencia masónica, la «Gran Logia Nacional Independiente y
Regular para Francia y las colonias francesas», la actual Gran Logia Nacional Francesa.
En un manifiesto del 27 de diciembre, se explica en estos términos: «Nos hemos visto
llevados, para salvaguardar la integridad de nuestros rituales rectificados y salvar,
en Francia, a la verdadera Masonería de tradición, la única mundial, a constituirnos
en Gran Logia Nacional independiente y regular para Francia y las colonias francesas».
La Gran Logia de Inglaterra ve renacer en Francia una tendencia masónica a la que
aprueba.
La Primera Guerra Mundial proporciona a los Masones, como a los
demás franceses, su cortejo de lutos y de sufrimientos. En 1917, la Masonería francesa
alienta la eclosión de la Revolución Rusa en la que participan las escasas logias
clandestinas del imperio zarista; sus esperanzas serán de corta duración, pues Lenim
y Trotski no toleran la presencia de sociedad secreta alguna en el territorio de
la Unión Soviética, situación que sigue siendo real en nuestros días. En Francia,
el partido radical, principal sostén de la Orden, no tiene ya la misma audiencia
después de la guerra. Compite con nuevos partidos de izquierdas que no están enfeudados
en la Masonería. La Orden sigue siendo fuerte, puesto que cuenta, en 1919, con más
de 2.500.000 Masones en el mundo que hacen oír sus tesis humanistas por la voz de
la Sociedad de Naciones que dirige el francmasón León Burgeois. El hermano Quartier
la Tente intenta poner en contacto todas las obediencias mundiales por medio de
un buró internacional de relaciones masónicas; su fracaso se consuma en 1920, pues
los ingleses se oponen a este proyecto que deja indiferente a la mayoría de las
logias.
El Gran Oriente y la Gran Logia de Francia participan en el congreso
de 1921, en Ginebra, donde las tendencias masónicas presentes intentan redefinir
la naturaleza de la Orden tras las pruebas de la guerra. De estas entrevistas se
desprende que todos los hombres son hermanos y que la Masonería es, esencialmente,
una institución filosófica y progresista que busca mejoras materiales, sociales,
intelectuales y morales para el mayor beneficio de la humanidad. En el plano político,
eso supone decir que la Masonería francesa debe situarse en el meollo de la unión
de izquierdas para organizar una poderosa defensa nacional y promover el espíritu
cívico en cualquier circunstancia. En noviembre de 1922, el IV Congreso de la Internacional
Comunista se inaugura en Moscú.
En el orden del día figura la decisión de
romper cualquier contacto con la francmasonería mundial. Dicho de otro modo, no
es ya posible ser, a la vez, miembro del Partido Comunista y francmasón. Los comunistas
que pertenezcan todavía a la Orden deberán presentar su dimisión en el más breve
plazo, puesto que la Masonería es sólo una emanación de la burguesía reaccionaria
entre otras muchas. La mayoría de los Masones franceses abandona el Partido Comunista,
pero esta disensión no será definitiva; en 1945, el Partido Comunista y el Gran
Oriente reanudarán unos vínculos que, luego, irán ampliándose. En 1923, el fascismo
italiano declara la guerra a la Orden desvalijando o destruyendo algunas logias.
Durante el año 1924, el Gran Oriente intenta reafirmar sus posiciones políticas
reuniendo, varias veces, bajo su férula, a los principales dirigentes de los partidos
políticos de izquierdas. La Unión de las Izquierdas es la luz tras un debate celebrado
en el local del Gran Oriente.
La francmasonería se convierte en una especie
de superpartido político que «corona» el conjunto de los movimientos republicanos
ofreciéndoles una mística humanista alimentada por la certeza de que el pensamiento
humano evoluciona constantemente. Humanismo que conoce algunas restricciones, puesto
que las logias prusianas no aceptan a ningún judío y las logias de la Jurisdicción
Norte de los Estados Unidos frenan al máximo su admisión. El hermano Lantoine, que
hace una violenta crítica de la Masonería en 1926, admite sin embargo su politización:
«Seria conveniente», escribe, «que impusiéramos a los francmasones, como un deber,
sin perjuicio, no obstante, de sus conveniencias personales, el examen de las cuestiones
políticas, incluso, y sobre todo, de las más actuales». Oswald Wirth, que encabeza
la tendencia simbolista, no comparte esta opinión. Dirige dos críticas complementarias,
una a la Iglesia, otra a la Masonería. En la primera, reprocha a los católicos,
especialmente a monseñor Jouin, que creen todavía en el carácter diabólico de la
Orden.
«¿No será el orgullo el punto flaco de la Santa Iglesia que, por
muy divina que sea, parece no escapar al poder insinuante del maligno?» En la segunda,
insiste en el hecho de que la iniciación masónica es la obra ininterrumpida de toda
una existencia consagrada a la práctica del símbolo. «En interés del buen reclutamiento
de la francmasonería», escribe, «es hora ya de que el punto sea ilustrado sobre
las cuestiones iniciáticas y que comprenda bien que no es posible ser iniciado por
virtud de una ceremonia o por la admisión formal en una asociación, sea la que sea».
La francmasonería de los Países Bajos toma, en 1927, una iniciativa hábil y respetuosa
de la tradición masónica, al mismo tiempo, para lograr que cesen las diferencias
entre obediencias nacionales; en la asamblea de la Asociación Masónica Internacional,
propone a todos los Masones que reconozcan la existencia de un principio superior,
simbólicamente denominado Gran Arquitecto del Universo, puesto que esa posición
deja a cada masón libre de mantener sus opciones religiosas. Ese inteligente intento
fracasa, pues las obediencias se aferran a sus doctrinas particulares.
Exasperada
por estas disensiones, la Gran Logia de Inglaterra dirige a las obediencias francesas
el gran ultimátum de 1929. Sólo la Gran Logia Nacional Francesa, fundada en 1913,
responde a los criterios de regularidad que dispensan los ingleses. Consisten, de
entrada, en reconocer la soberanía absoluta de la Gran Logia de Inglaterra, luego
en creer en la voluntad revelada del Gran Arquitecto, en colocar de un modo visible
las tres Grandes Luces en la logia (es decir, el Volumen de la Ley sagrada, la Escuadra
y el Compás), en prohibir cualquier discusión política o religiosa en los talleres.
El Gran Oriente se muestra del todo insensible a este acto de soberanía y prefiere
permanecer en la «irregularidad» antes que ceder a las exigencias inglesas. Ni siquiera
el simbolista Oswald Wirth aprecia esta voluntad de hegemonía y no vacila en escribir
estas líneas en 1930: «Concedemos toda nuestra indulgencia a los débiles de espíritu,
pero cuando exigen que les demos la razón, exageran. No renegaremos por oportunismo
de los principios que hacen la grandeza y la fuerza de la francmasonería. Diez fieles
valen más que miles de extraviados».
Según el análisis del masón Maréchal,
la francmasonería de comienzos del siglo XX se divide en dos tendencias que considera
igualmente contrarias al verdadero espíritu masónico; por un lado se encuentra la
Gran Logia de Inglaterra que cree poseer la verdad e imponerla, por el otro el Gran
Oriente y sus émulos, que confunden iniciación y política. La descripción de una
sesión masónica por el historiador G. Huard, en 1930, es una buena imagen del clima
interno del Gran Oriente: «Uno de ellos se levanta para anunciar algo: en el programa
de la sesión había una charla sobre el arte de la puesta en escena por un masón,
actor y director de teatro al mismo tiempo; lamentablemente, el buen hermano, cuya
comunicación se aguardaba con impaciencia, aviso muy tarde al buró de que no podía
acudir; otro amigo de las logias, diputado radical-socialista y, en este momento,
titular de una subsecretaría en el ministerio, tratará el mismo tema en su lugar,
a vuela pluma».
Mientras el gobierno Edouard Herriot de 1932 cuenta con doce
francmasones que mantienen el poder político de la Orden, los Masones simbolistas
se muestran cada vez más críticos e insisten sin miramientos en las desviaciones
de la cofradía. Uno de los más ardientes analistas de la situación es el escritor
Rene Guénon, que pertenece a distintos grupos ocultistas, de los que renegó luego.
Admitido como francmasón en 1907, abandonó definitivamente las logias después de
1914. Para Guénon, el mundo moderno es absolutamente antitradicional y antiniciático;
en varias obras, considera que la Masonería y el Compañerismo son las dos únicas
sociedades occidentales cuya autenticidad tradicional es indiscutible, pero reprocha
a la primera que haya olvidado los principios básicos de la iniciación, que considera
un deber recordarle.
Con el seudónimo de La Esfinge, redactó artículos críticos
en una revista antimasónica y la emprendió con Oswald Wirth, cuyas interpretaciones
simbólicas le parecían insuficientes. Guénon creo una doctrina de la iniciación
que, como todas las doctrinas, tiene sus límites y sus debilidades; muchos Masones
contemporáneos admiran su obra y respetan sus preceptos intelectuales.
Los
años 1933-1934 infligen a la Orden graves pruebas. Los países donde reinan doctrinas
totalitarias, como Alemania o Italia, persiguen a los Masones; bastara con recordar
que el titular de la sección SS encargada de liquidar la Masonería en Alemania se
llamaba Eichmann. En Francia, los católicos publican listas donde se revelan los
nombres de miles de Masones. Los partidos monárquicos favorecen la creación de ligas
antimasónicas que pasan a la ofensiva y saquean logias de provincias. El Gran Oriente
se ve obligado a hacer que protejan su local guardias armados. En la Francia de
1934, es preferible callar la calidad de francmasón, sobre todo en las pequeñas
localidades provinciales donde la Orden suscita odios que no han desaparecido por
completo aún hoy. La oleada antimasónica aumenta hasta el punto de que un proyecto
de ley referente a la disolución de la Masonería es presentada en la Cámara el 28
de diciembre de 1935; es rechazada por 370 votos contra 91.
La llegada al
poder del Frente Popular, aprobada y alentada por el Gran Oriente, devuelve cierto
vigor al reclutamiento masónico que había disminuido considerablemente los años
precedentes. Se admite entonces, sin el menor control ni la menor exigencia, a todos
los que desean entrar en las logias para obtener una promoción social más rápida
y mejorar su red de relaciones profesionales. Oswald Wirth, que sigue desaprobando
el formalismo de la Masonería inglesa y el abandono del Gran Oriente, escribe en
1936 una frase que indica la línea de conducta ideal de una Masonería fiel a su
tradición esotérica: «Es indispensable que la Masonería siga siendo iniciática,
de ahí su obligación de mantener todo lo que se relacione con la iniciación. Esto
es una indudable Landmark».
En 1937, el masón Lantoine, que no aprecia demasiado
el simbolismo, advierte sin embargo la degradación espiritual de su tiempo; escribe
una carta al soberano pontífice en la que desea una especie de «alianza» de la Iglesia
y la francmasonería para salvaguardar los valores profundos de la civilización occidental.
El Supremo Consejo Escocés reclama con sus votos el nacimiento de una nueva conciencia
religiosa de naturaleza cósmica que iría mas allá de todos los dogmas. la Iglesia
observa estas gestiones con actitud distante, las altas instancias masónicas se
muestran claramente desaprobadoras. Decepcionado, Lantoine observa con amargura:
«Contaminada por un elemento demagógico que, imprudentemente, ha dejado penetrar
en sus templos, la francmasonería ha dejado de recurrir sólo a la élite, y la élite
se ha retirado de ella».
La Segunda Guerra Mundial interrumpe brutalmente
los trabajos de la pequeña minoría de Masones que desean restaurar el esoterismo
de su Orden. A los movimientos antimasónicos les sucede una verdadera persecución
que comienza con el decreto de Vichy del 14 de agosto de 1940, que suprimió todas
las sociedades secretas. Se procede a arrestos y a ejecuciones sumarias, y los funcionarios
francmasones son expulsados de su puesto.
Quienes pertenecieron a la Masonería
ven como se les impide el acceso a las funciones administrativas. El gobierno del
mariscal Pétain solo había disuelto la Gran Logia de Francia y el Gran Oriente,
olvidando las demás obediencias; los alemanes, que identifican a los francmasones
con los judíos, llevan a cabo una precisa investigación sóbre las corrientes masónicas
francesas y exigen la prohibición de las obediencias omitidas por el decreto.
Oficiales alemanes, por otra parte, se dirigen a los distintos locales masónicos
donde se apoderan de archivos y ficheros. Más grave aún es el nombramiento de Bernard
Fay a la cabeza de una oficina, que se instala en el pasaje Rapp y cuya misión consiste
en perseguir a los miembros de las sociedades secretas y, en particular, a los francmasones.
Administrador de la Biblioteca Nacional e historiador, Bernard Fay piensa
que la francmasonería estuvo en el origen de la Revolución Francesa y que es antipatriótica
por naturaleza. Con un increíble fanatismo, Fay establece listas de Masones, en
su mayoría del pueblo llano, y los hace detener; le ayudan en esta tarea algunos
Masones que traicionan a los hermanos y revelan sus nombres, esperando así escapar
a las persecuciones. Pierre Laval pone trabas a la acción de Bernard Fay.
No siente deseo alguno de perseguir a la Masonería, en cuyo seno tiene algunos
amigos. Por eso impide la destitución de algunos funcionarios Masones y varios arrestos
solicitados por Fay. Laval se da cuenta de que la ley sobre las sociedades secretas
fue un pretexto para revanchas personales, al vengarse los no Masones de la administración
de Masones cuyo ascenso habían advertido con amargura.
La historia de este
sombrío período es difícil de escribir aún, al menos por lo que se refiere a la
Masonería; ;por qué, por ejemplo, el prefecto de policía Langéron, que pertenecía
a la Orden, protegió menos a sus hermanos que a Laval? ¿Qué esperanzas alentaban
a los Masones que permanecieron fieles a Vichy a pesar de las persecuciones?
Dentro de la gran guerra se producía una no menos cruel agresión contra la francmasonería
que no se consideraba compatible con un Estado omnipotente. En 1941, los documentos
requisados en las logias sirven para montar una exposición destinada a ridiculizar
a los Masones y a mostrar lo nocivo de su institución. Son tratados de judíos usureros
y de bolcheviques que desean la perdición de Francia y de su moral.
Curiosamente,
esos lamentables propósitos no engañan a los visitantes, buena parte de los cuales
se apasiona por el simbolismo masónico y comienza a advertir los sufrimientos que
se infligen a la Orden. Digamos de paso que los archivos poseídos por los alemanes
pasaron, luego, a manos de los rusos cuando se derrumbó el nazismo; las obediencias
francesas reconstituidas pidieron al gobierno soviético que se los devolvieran,
pero éste opuso una negativa definitiva. El Gran Maestro de la Gran Logia de Francia,
Dumesmil de Gramont, es un amigo personal del general De Gaulle.
Aboga ante
él por la Masonería y es escuchado. Por una orden del 15 de diciembre de 1943, el
general anula la ley de Vichy y devuelve a las sociedades secretas una existencia
legal. A partir de 1943, los Masones se reúnen de nuevo e intentan preparar la unión
de todas las obediencias. El proyecto fracasa rápidamente, puesto que el Gran Oriente
y la Gran Logia de Francia toman direcciones muy distintas; el primero desea abandonar
cada vez más la investigación simbólica, el segundo, por el contrario, desea profundizar
en la tradición masónica.
En 1944, una Masonería dolorida se interroga de
nuevo sobre su vocación. Varias logias han sido diezmadas por la guerra, hay que
proceder a una depuración reintegrando en la Orden solo a los hermanos que no han
traicionado de un modo u otro. Se utilizará incluso el termino de «limpieza espiritual»
para calificar este período de la transición. Esta del todo claro que la Orden masónica
no tiene ya poder político alguno al finalizar el segundo conflicto mundial. El
Gran Oriente, al no disponer de una influencia suficiente para participar en la
dirección de los asuntos del Estado, hace que sus logias trabajen sobre temas como
la seguridad social, la demografía en el mundo o la enseñanza laica.
El
reclutamiento es considerable a partir de 1945 y, en 1947, las distintas obediencias
masónicas han reorganizado su administración. El Gran Maestro del Gran Oriente,
Francis Viaud, recuerda a los miembros de su obediencia que cuanto más se ocupe
de política, la Masonería mas débil será; sus esfuerzos no se ven coronados por
el éxito, pues los Masones del Gran Oriente sueñan con restaurar su poder social
de antaño.
Desde la liberación hasta nuestros días, la Masonería vive en
paz y prosigue su propia aventura en el seno de la sociedad francesa que se interesa,
con menos pasión y mas clarividencia, por las distintas tendencias masónicas que
van de un materialismo dialéctico teñido de humanismo al más profundo esoterismo.
Las grandes obediencias se aferran aún a su originalidad, y asistimos a distintas
querellas cuya relación sería enojosa.
Para comprender la naturaleza de
las obediencias contemporáneas, lo mas sencillo es describirlas precisando sus opciones
fundamentales. Antes, volvamos la mirada hacia el pasado para conocer la evolución
de la francmasonería moderna de 1717 a mediados del siglo xx.
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