Nuestro rápido examen de las antiguas iniciaciones habrá mostrado,
eso esperamos, que sus ideales, sus símbolos y sus ritos fueron preservados, en
parte, por la Masonería.
Tras haber evocado las sociedades secretas de Egipto
v de Grecia, llegamos ahora a una época decisiva en la historia de (Occidente. Con
el nacimiento de Cristo, cierta idea del mundo se disuelve y aparece otra. La Iglesia
católica se opone, progresivamente, a todas las religiones antiguas y, con la ayuda
del poder político, prevalece.
El nacimiento del cristianismo es un problema
muy complejo. Nuestra intención no es estudiarlo en profundidad sino, sencillamente,
señalar la existencia de tres comunidades iniciáticas contemporáneas de Cristo:
los esenios. los gnósticos y los terapeutas, algunas de cuyas enseñanzas recogieron
los Masones. Junto al cristianismo oficial, en efecto, se formo un cristianismo
paralelo que, apoyándose en una interpretación distinta de las palabras del Señor,
propuso una espiritualidad poco conocida aun.
La secta india de los esenios
se instalo en Palestina durante el siglo II a.C. Fue rápidamente sospechosa de herejía
y la sinagoga no tardo en excomulgar a aquella cofradía que vivía al margen de las
autoridades reconocidas. Hacia 65 a. C... los esenios fueron perseguidos y su Gran
Maestre fue. probablemente, ejecutado tras atroces suplicios. Se exiliaron por cierto
tiempo, luego fundaron una nueva comunidad en el paraje de Qumran, al sur de Jericó,
en una región desértica. Subsistió hasta el 70 d.C; nuevos peligros les amenazaron
y los esenios desaparecieron definitivamente de la historia en esa fecha, tras haber
escondido sus libros sagrados.
En 1947, un beduino descubrió parte de ellos
en una gruta; en 1952 y en 1955, nuevos hallazgos resucitaron la secta de los esenios.
Gracias a las excavaciones, se identificó el cenáculo para los banquetes, las albercas
para los baños rituales, un gran baúl para los trabajos comunitarios y un escritorio
para la redacción de los textos.
No olvidemos que varios de estos escritos
fueron traducidos en la Edad Media y que formaron parte, pues, de los conocimientos
que poseían los Maestros de Obras. La entrada en la comunidad esenia estaba severamente
reglamentada.
El postulante debía obediencia a un instructor que guiaba
a cada cual hacia el Conocimiento según las aptitudes personales. Una vez admitido
por ese instructor, el neófito aguardaba un año; no estaba ya en el mundo exterior,
pero no era aún miembro de la cofradía.
Periódicamente, lo purificaban con
baños rituales y observaban su carácter, su modo de vivir, sus disposiciones intelectuales.
Si era reconocido apto para comprender los misterios, el adepto sufría dos años
más de pruebas antes de su admisión definitiva.
Las decisiones que le concernían
eran adoptadas por un consejo de ancianos que examinaba su evolución espiritual
con mucho rigor.
Nadie evitaba los años probatorios; cuando la última votación
resultaba positiva, el adepto podía participar por fin en el banquete ritual.
«Se examinará su espíritu», dice la Regla de los esenios sobre los postulantes,
«y se examinarán sus obras año tras año, para ascender a cada cual según su inteligencia
y la perfección de su conducta o degradarlo según las faltas que haya cometido».
La Regla recomienda no ocultar nada de las enseñanzas secretas a los nuevos
miembros. Cada hermano debe guiar a su igual por el camino de la iniciación y hacerle
participar en los misterios que haya descubierto con su búsqueda personal.
Se pide también a los adeptos que se reprendan los unos a los otros y no sucumban
a una sensiblería que iría contra la verdadera fraternidad; si cada cual es capaz
de dominar sus pasiones, la más total sinceridad resultará fructífera.
«Y
nadie», precisa la Regla, «descenderá por debajo del puesto que debe ocupar ni se
elevará por encima del lugar que le asigna lo suyo». Así, la comunidad entera se
convertirá en un auténtico cuerpo espiritual.
El rito esencial era el banquete.
Tras haberse bañado, los esenios se ponían vestiduras reservadas para el acontecimiento.
Ningún profano era admitido en el banquete que se iniciaba con un profundo silencio;
luego, el presidente elegido por sus hermanos recitaba una plegaria para sacralizar
la asamblea. Cuando el neófito era admitido por primera vez en el banquete, prestaba
un juramento calificado de temible.
Juraba observar una inalterable piedad
para con Dios, practicar la justicia con los hombres sin dañar nunca a nadie, combatir
junto a los iniciados contra el error, respetar a los jefes de la Orden, no ceder
ante las vanidades, amar por encima de todo la verdad y mantener las manos puras.
«Jura también», prosigue el texto esenio, «no ocultar nada a los miembros
de la secta ni revelar nada a otros que no sean ellos, aunque se usara contra él
la violencia hasta la muerte»; además, no tendrá que comunicar enseñanza alguna
de modo distinto a como él mismo la habrá recibido. Los esenios afirmaron que detentaban
el sentido esotérico de la Biblia.
El significado literal les parecía destinado
a hombres fútiles, mientras que el sentido simbólico del libro servía como base
a la iniciación. Semejantes pretensiones, justificadas sin duda, atrajeron la venganza
de los judíos llamados «ortodoxos» que no conseguían desvelar los secretos de la
comunidad esenia. Todos los aspectos que acabamos de evocar se aplican a las cofradías
masónicas. Añadamos que el método de trabajo de los esenios sigue estando en vigor
en las logias. «Que nadie», proclama un texto, «hable en medio de las palabras de
otro, antes de que ese otro haya terminado de hablar. Y, además, que no hable antes
de su rango». Los dignatarios abren la sesión, luego los ancianos profundizan en
el tema tratado; cada adepto, por fin, tiene la posibilidad de retomar las ideas
abordadas y hacer de ellas un nuevo desarrollo. Cuando un esenio siente el deseo
de tomar la palabra, se levanta y dice: «Tengo algo que decir a los Numerosos».
Si quien preside la sesión da una opinión favorable, la palabra es concedida.
El título corriente del iniciado esenio es «Hijo de la Luz»; al convertirse
en miembro del consejo de la Orden, ha participado en la guerra de los Hijos de
la Luz contra los de las tinieblas; éstos equivalen a las naciones privadas de Dios
y, sobre todo, a los romanos, los ocupantes de Palestina. El iniciado esenio, como
el iniciado masón, puede convertirse en un maestro. El mito central del esenismo
es el martirio del Maestro de Justicia, jefe superior de la comunidad torturado
hacia el siglo II a.C. por un odioso tirano llamado «el sacerdote impío». Hecho
fundamental, el Maestro de Justicia fue traicionado por los suyos, al igual que
Maese Hiram tuvo que sufrir la villanía de tres compañeros que estaban a sus órdenes;
además, el Maestro de Justicia, como Hiram, practicaba el oficio de arquitecto.
Él fue, nos dicen los textos, quien estableció los fundamentos sobre la roca y utilizó
el cordel de justicia para el armazón. Utilizaba también la plomada de verdad para
controlar las piedras puestas a prueba.
Como en el pitagorismo, estaba prohibido
pronunciar el nombre del Maestro, el Anónimo por excelencia según la observación
de Dupont-Sommer. Era el ejemplo a seguir, el modelo a respetar; martirizado y traicionado,
no dejaba de ser el Maestro encargado de construir la comunidad y de aliviar la
miseria de los hombres. La comparación con la leyenda ritual del grado de Maestro
Masón es evidente y nos encontramos, sin duda, ante una filiación directa que no
había sido aún puesta de relieve, que nosotros sepamos.
En el terreno de
los símbolos, encontramos por lo menos tres de la clase de los esenios que conservó
la Masonería. El primero es un paño de lino que indica la necesidad de una purificación
constante; el aprendiz masón recibe un delantal de piel blanca que le inculca una
noción comparable. El segundo es la hachuela que se convirtió en el mazo del Venerable
masónico; lo encontramos también en el símbolo de la «piedra cúbica con punta» cuya
parte superior está hendida por un hacha. El tercero es la estrella, símbolo esencial
del grado de Compañero masón; «la estrella», nos dice el Escrito de Damasco, «es
el buscador de la ley». El papel del compañero es, precisamente, buscar la verdad
viajando por el mundo.
A la corriente esenia debe añadírsele la corriente
gnóstica. En este caso, no estamos ante una comunidad bien definida en el espacio
y en el tiempo; el gnosticismo es una ideología compuesta en la que se mezclan elementos
egipcios, griegos, persas, babilónicos, judíos y cristianos. La Gnosis se sitúa
a sí misma por encima de los partidos y las religiones, intentando descubrir el
sentido esotérico de todas las confesiones. Hasta finales del siglo II, se afirma
como el esoterismo cristiano; la enseñanza gnóstica está reservada a quienes desean
ir más allá del bautismo y conocer los secretos del mundo celestial. Sorprendentemente,
la Gnosis gozó de una especie de existencia legal en el seno de la Iglesia; como
en la antigüedad, había una iglesia exterior para la mayoría y una iglesia interior
para la minoría. La Masonería medieval recuperará el mismo ideal, prolongando las
revelaciones ofrecidas a todos. En sus orígenes, por consiguiente, la Gnosis era
una profundización de la Fe. Esta situación no duró demasiado. Una fracción de la
Iglesia cristiana acusó a los gnósticos de los crímenes más abyectos; sus reuniones,
dice, sólo son orgías sexuales y llegan incluso a matar a la mujer preñada y a devorar
el embrión. Informadores pertenecientes a la Iglesia oficial se infiltraron en los
círculos gnósticos, copiaron listas de miembros y los denunciaron a la justicia
con los más falsos pretextos.
Varios gnósticos fueron obligados a confesar
faltas imaginarias a consecuencia de los tormentos y un odio irreductible acabó
oponiendo el gnosticismo al dogma cristiano. Es extraño comprobar que las mismas
acusaciones se harán, mucho más tarde, a la francmasonería y que los mismos métodos
de delación se emplearán con ellos. Sin embargo, a la luz de los textos gnósticos
cuyas ediciones y traducciones se multiplican desde hace algunos años, se advierte
que esa corriente de ideas era portadora de una ferviente espiritualidad. También
los gnósticos se llamaban «Hijos de la Luz»; su jerarquía iniciática comportaba
tres grados: la purificación, la iluminación y la perfección.
Consideraban
que el bautismo cristiano sólo tenía un objetivo «psíquico»; era preciso superar
ese estadio para alcanzar la regeneración.
El único Hombre real, según los
gnósticos, es la comunidad fraterna, ese gran cuerpo por el que circula la energía
divina que crea todas las cosas. Por ella, se conoce lo suprasensible y se transforma
la creencia en conocimiento. Los gnósticos no encontraban la sabiduría en los escritos
cristianos sino en las revelaciones de los antiguos misterios, especialmente de
los misterios egipcios. Insistieron a menudo en la figura del demiurgo, el ordenador
del universo, que los Masones convertirán en el Gran Arquitecto del Universo. Se
comunicaban de buena gana entre sí por medio de un alfabeto esotérico cifrado, del
que el alfabeto masónico, que hoy no se practica ya, será la última muestra.
Con los gnósticos, se vuelve una nueva página de la historia de las iniciaciones.
No son constructores sino pensadores; no forman una cofradía bien estructurada,
sino que alimentan una corriente de opinión basada en la búsqueda esotérica. Además,
son los primeros oponentes cristianos al cristianismo de Estado; descontentos con
la dirección espiritual de los asuntos de la Iglesia, dan otro aspecto del mensaje
cristológico y desean afirmar una profunda originalidad con respecto a lo que consideran
una traición a las enseñanzas de Cristo.
Cierta Edad Media, con mucha menos
virulencia, fue gnóstica; existe todavía hoy una francmasonería gnóstica, una «Iglesia
de Juan» que desea ir más allá de las proposiciones de la «Iglesia de Pedro».
Una tercera asociación iniciática del tiempo de Jesús merece nuestra atención:
los terapeutas, etimológicamente «los curadores». Según Filón de Alejandría, que
escribió un libro sobre esta cofradía, son «ciudadanos del cielo y del mundo, realmente
unidos al Padre y al Creador del universo por la virtud que les ha procurado la
amistad con Dios».
Como entre los esenios, el rito principal es el banquete.
Varios detalles evocan la Masonería de un modo muy concreto; el gesto ritual, por
ejemplo: la mano derecha entre el pecho y el mentón, la mano izquierda cayendo a
lo largo del cuerpo. Es exactamente el gesto propio del grado de Compañero masón.
El orden de los trabajos durante el banquete es interesante también: ningún esclavo
para servir la mesa, sólo jóvenes iniciados que aprenden la humildad. Durante los
banquetes masónicos tradicionales, son los nuevos aprendices quienes se ocupan de
esta tarea. Durante esas reuniones que se celebran cada siete semanas, los terapeutas
se consagran al contenido esotérico de los libros escritos por los antiguos; vestidos
de blanco, con las manos purificadas, ponen en marcha un pensamiento creador común
para contemplar lo invisible a través de lo visible. Sobre todo, pedían los terapeutas,
que no se confundieran los banquetes iniciáticos con banales comilonas.
Vayamos
ahora al siglo XVIII de nuestra era y releamos ese fragmento del discurso escrito
por el francmasón Ramsay: «Nuestros festines no son lo que el mundo profano y el
vulgar ignorante imaginan. Todos los vicios del corazón y del espíritu se expulsan
y se proscribe la irreligión y el libertinaje, la incredulidad y la orgía.
Nuestras comidas recuerdan aquellas virtuosas cenas de Horacio, donde se hablaba
de todo lo que podía ilustrar el espíritu, regular el corazón e inspirar la afición
a lo verdadero, a lo bueno y a lo hermoso».
Idéntico ideal, por consiguiente;
además, el banquete masónico reposa sobre un simbolismo: la mesa es el taller; el
mantel, el velo del santo de los santos; el plato, la teja; la cuchara, la llana;
el cuchillo, la espada; el pan, la piedra bruta; los manjares son los materiales
de construcción del templo. Esenios, gnósticos y terapeutas contribuyeron a crear
un estado de animo y a propagar símbolos que no fueron olvidados en la Edad Media
y que se integraron, incluso, en las estructuras masónicas del siglo XVIII.
De esas asociaciones iniciáticas nació un cristianismo no ortodoxo, que nunca
desapareció por completo y que hallo, con toda naturalidad, refugio en las cofradías
posteriores.
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