
Si el Infinito no hubiese querido que el hombre se volviera sabio, 
no le habría otorgado la facultad de conocer.
Si no hubiese querido que el 
hombre fuera virtuoso, no habría sembrado en el corazón humano las semillas de la 
virtud.
Si hubiese predestinado al hombre a limitarse a su pobre vida física, 
no le habría proporcionado percepciones ni sensibilidades que le permitiesen captar, 
al menos en parte, la inmensidad del universo exterior.
Los que proclaman 
la filosofía convocan a todos los hombres a una camaradería espiritual, a una fraternidad 
de pensamiento, a una asamblea de Yos.
La filosofía invita a todos los hombres 
a salir de la inutilidad del egoísmo, de la pesadumbre de la ignorancia y de la 
desesperación de la mundanalidad, de la parodia de la ambición y de las crueles 
garras de la codicia, del infierno rojo del odio y de la tumba fría del idealismo 
improductivo.
La filosofía conduciría a todos los hombres hacia las perspectivas 
amplias y serenas de la verdad, porque el mundo de la filosofía es una tierra de 
paz, en la cual tienen oportunidad de expresarse las mejores cualidades acumuladas 
dentro de cada alma humana.
Aquí se enseñan a los hombres las maravillas 
de las briznas de hierba; cada palo y cada piedra están dotados de palabra y revelan 
el secreto de su ser.
Toda la vida, bañada en el resplandor del entendimiento, 
se convierte en una realidad hermosa y maravillosa.
De las cuatro esquinas 
de la creación brota un cántico fortísimo de júbilo, porque aquí, a la luz de la 
filosofía, se revela la finalidad de la existencia; la sabiduría y la bondad que 
impregnan el Todo se vuelven evidentes hasta para el intelecto imperfecto del hombre.
El corazón anhelante de la humanidad encuentra aquí la camaradería que extrae 
de los lugares más recónditos del alma esa gran reserva de bondad que allí reside, 
como el metal precioso en una veta escondida en las profundidades.
Siguiendo 
el camino que señalan los sabios, quien busca la verdad llega finalmente a la cima 
del monte de la sabiduría y, al mirar hacia abajo, contempla el panorama de la vida 
que se extiende ante él.
Las ciudades de las planicies no son más que motitas 
y por todas partes el horizonte queda oculto tras la bruma gris de lo Desconocido.
Entonces el alma se da cuenta de que la sabiduría reside en la amplitud de miras 
y se incrementa en función de la perspectiva.
Entonces, como los pensamientos 
del hombre lo elevan hacia el cielo, las calles se pierden en ciudades, las ciudades 
en naciones, las naciones en continentes, los continentes en la tierra, la tierra 
en el espacio y el espacio en la eternidad infinita, hasta que al final solo quedan 
dos cosas: el Yo y la bondad de Dios.
Manly Palmer 
Hall
(Extraído del Libro Las Enseñanzas Secretas de todos los Tiempos - XLVII Conclusión)
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