
Dos de los principales responsables del nacimiento de la masonería 
moderna ––la masonería especulativa–– fueron religiosos, me refiero al presbítero 
James Anderson y al teólogo Jean Teophile Desaguliers. Por aquellos tiempos la masonería 
ya venía aceptando en sus filas a personas que no eran del “oficio”. Entre muchos 
antecedentes está el caso de una logia de Edimburgo, que en el año 1600 aceptó iniciar 
a un rico terrateniente. Es probable que la incorporación de profanos ajenos al 
oficio obedeciera al propósito ––entre otras razones–– de construir una suerte de 
paraguas protector, habida cuenta que las persecuciones y acusaciones eran cada 
vez más frecuentes. La formación de nuevos miembros ––los masones aceptados–– era 
una modalidad que crecía día a día. Algunas logias llegaban a tener más “masones 
aceptados” que antiguos y genuinos herederos de las fraternidades. Una logia de 
Escocia tan solo tenía diez masones operativos, sobre un total de cuarenta y nueve 
miembros, --el resto eran cuatro nobles, tres caballeros, ocho abogados, nueve mercaderes 
y quince comerciantes--.
La masonería estaba cambiando.
De a poco dejaba de ser un sindicato ilegal que estaba obligado a aceptar todas 
las doctrinas y dogmas de la Iglesia católica --obligación esta que alcanzaba a 
todo el mundo-- para transformarse en una organización de caballeros intelectuales 
partidarios de la tolerancia religiosa y la amistad entre hombres de distintas denominaciones, 
convencidos de que el absolutismo católico de las polémicas doctrinas religiosas, 
debía dar paso a una creencia en Dios simple y única. Anderson y Desaguliers compartían 
esta idea.
No resultó muy difícil convencerlos, les agradaba incorporarse 
a una organización que tenía antiquísimas vinculaciones con renombrados personajes 
bíblicos --incluso Dios podía haber sido el primer masón--, conocer sus misterios, 
practicar la fraternidad en el seno de una sociedad que no solo evitaba las discusiones 
religiosas, sino que además respetaba las tradiciones de la aristocracia y la clase 
dirigente.
La Gran Logia se constituyó en 1717.
El 
cargo de Gran Maestro fue cubierto en forma provisoria, hasta “que se tuviera el 
honor de que un Hermano noble fuera su Jefe”. Esto aconteció cuatro años más tarde, 
cuando el duque de Montagu fue elegido Gran Maestro; desde aquel entonces y a lo 
largo de 279 años, todos los Grandes Maestros han sido nobles o emparentados con 
la familia real.
La Masonería se desarrolló de diferentes maneras. Con la 
afluencia creciente de nobles e intelectuales creció por toda Europa en forma explosiva. 
Muy pronto los nobles --y otros no tan nobles-- sintieron la necesidad de diferenciarse, 
y de a poco irrumpieron en la escena nuevos y diferentes ritos, y con ellos, nuevos 
y exóticos altos grados ––jerarquías–– que se sumaron a los tres grados tradicionales 
de la masonería primitiva. Quien lee la historia de la masonería moderna descubre 
rápidamente que los problemas de regularidades, las profundas discrepancias que 
produjeron multiplicidad de cismas, los enfrentamientos y actitudes poco fraternas, 
aparecen en forma simultánea con este verdadero aluvión de grados, que llegan a 
sumar cerca de mil cuatrocientos, según Hamill y Gilbert.
Con esto no quiero 
sugerir que los altos grados sean enteramente responsables de las profundas desavenencias 
que han enraizado y fragmentado a la Fraternidad, aunque les asigno haber desempeñado 
una parte importante de este proceso. Pienso ––y lo digo con todo respeto–– que 
todos estos altos grados no son nada más que un aderezo innecesario. Pienso que 
es poco ––sino nada–– lo que han aportado a la Fraternidad, aunque no dudo que han 
contribuido de manera inequívoca a fomentar la discordia y la desigualdad. Hace 
unos pocos días resulte fuertemente descalificado en otra lista (Lista masónica 
en la Web a la que renuncié) por exponer mis ideas sobre este particular. Se me 
exigió retractarme, pedir disculpas y dar explicaciones.
Quienes así me apremiaban 
imprimieron en sus exigencias todo el peso “y derecho” que les confería el ser poseedores 
del grado 33 y otros títulos caballerescos muy rimbombantes.
Al decir de Wirth, “los masones convencidos no tienen necesidad 
de templos pomposamente decorados, ni de altos grados que los distancian y diferencian 
de sus hermanos. En Masonería ninguna actividad es superior a la del Maestro. Por 
sobre el Maestro no hay nada. El que dirige los Trabajos no es superior en nada 
a los otros Maestros y les debe cuenta del desempeño de su función. La Maestría 
es una cumbre, término fatal de toda ascensión: el que se siente Maestro no tiene 
nada más que ambicionar. El Maestro se instruye por todas partes, aún en las escuelas 
equívocas que se basan en tradiciones mal comprendidas. Si él no sabe rectificar 
constantemente y poner las cosas en su lugar, adivinando la verdad bajo la expresión 
desgraciada que la desfigura, es porque no ha encontrado la luz del tercer grado”.
Sigamos el consejo de Wirth, quien nos alentaba a juzgar también 
las instituciones a que pertenecemos.
La Masonería ha cambiado y debe seguir cambiando, adaptándose 
a las nuevas ideas y dejando de lado anquilosados y cuasi dogmáticos preceptos. 
Veamos ahora lo que pensaban de los altos grados algunos ilustres hermanos que nos 
precedieron, y con una mano sobre el corazón, saquemos nuestras propias conclusiones.
Según René Guenon:
Hemos visto que, debido a que la iniciación 
masónica conlleva tres fases sucesivas, sólo puede haber tres grados, los cuales 
representan precisamente estas tres fases; de lo que parecería resultar que todos 
los sistemas de altos grados son completamente inútiles, al menos teóricamente, 
ya que los rituales de los tres grados simbólicos describen, en su conjunto, el 
ciclo completo de la iniciación. De hecho, sin embargo, siendo que la iniciación 
masónica es simbólica, los masones que ella forma no son más que el símbolo de los 
verdaderos masones, puesto que allí se indica simplemente el programa de las operaciones 
que aquellos deberán realizar para alcanzar la iniciación efectiva.
Precisamente 
esta es la finalidad que perseguían, al menos en sus comienzos, los varios sistemas 
de altos grados, que parecen haber sido instituidos para llevar a la práctica aquella 
Gran Obra que la Masonería simbólica enseñaba en teoría. Con todo, hay que reconocer 
que bien pocos de estos sistemas alcanzaron realmente la finalidad que se proponían; 
en la mayor parte, encontramos incoherencias, lagunas, redundancias y en algunos 
casos los rituales son de un pobrísimo valor iniciático, en especial si se los compara 
con aquellos pertenecientes a los grados simbólicos. Estas imperfecciones resultan, 
por otra parte, tanto más evidentes cuanto mayor sea la cantidad de grados que incluya 
el sistema; y, si esto ya es evidente en el «Escocismo» de 25 y 33 grados," ¿Qué 
pensar, entonces, de aquellos Ritos de 90, 97 o incluso 120 grados?" Semejante multiplicidad 
de grados aparece tanto más inútil cuanto que se hace necesario conferirlos por 
series.
En el siglo XVIII, cada cual quiso forjar su propio sistema, desde 
luego incorporándolo siempre a la Masonería simbólica, y de la cual no hacía más 
que desarrollar sus principios fundamentales, interpretados demasiado a menudo según 
las concepciones personales del autor, como puede verse en casi todos los Ritos 
herméticos, cabalísticos y filosóficos y en las Ordenes de Caballería y de Iluminismo. 
De allí proviene, en efecto, esta prodigiosa variedad de Ritos, muchos de los cuales 
tan solo existieron en los papeles, y cuya enmarañada historia resulta prácticamente 
imposible de esclarecer; quienes intentaron poner un poco de orden en semejante 
caos debieron renunciar a su cometido, salvo cuando, por uno u otro motivo, no hayan 
preferido dar de los orígenes de los altos grados determinadas explicaciones más 
o menos fantasiosas, a veces inclusive completamente fabulosas.
A este propósito, 
no pasaremos reseña de todas las afirmaciones pretendidamente históricas que hemos 
encontrado en los escritos de diversos autores; de todos modos, lo que no admite 
dudas es que, contrariamente a lo que se ha sostenido con frecuencia, el caballero 
Ramsay no fue el inventor de los altos grados, y que, si en todo ello le cabe una 
responsabilidad, no es más que de manera indirecta, puesto que quienes concibieron 
el sistema del «Escocismo» se inspiraron en un discurso por él pronunciado en 1737, 
donde relacionaba a la Masonería con los Misterios de la antigüedad y, en un tiempo 
más próximo, con las Ordenes religiosas y militares de la edad media.
En 
todo caso, Ramsay puede considerarse tan poco responsable de los rituales de los 
grados «escoceses» como puede serlo Elías Ashmole de aquellos de los grados simbólicos, 
a pesar de lo que pretendería una opinión bastante generalmente admitida y reproducida 
por Ragón y otros historiadores. Elías Ashmole, docto anticuario, adepto del hermetismo 
y de los conocimientos secretos por aquel entonces de moda, fue recibido masón el 
16 de octubre de 1646, en Warrington, pequeña localidad del condado de Lancaster.
No reapareció en Logia sino al cabo de 35 años, el 11 de marzo de 1682, por 
segunda y última vez en su vida, como testimonia su diario personal, que nunca dejó 
de mantener actualizado, día tras día, con escrupulosa minuciosidad. Por lo demás, 
no pensamos que los rituales iniciáticos puedan ser considerados como la obra de 
una o más individualidades determinadas, sino que se han ido constituyendo progresivamente, 
a través de un proceso que resulta imposible precisar, que escapa a toda definición.
Por el contrario, aquellos rituales pertenecientes a los altos grados que aparecen 
como más o menos insignificantes, presentan todas las características propias de 
una composición ficticia, artificial, creada por la mentalidad de un individuo. 
En suma, sin demorarnos en consideraciones carentes de interés, es suficiente considerar 
a todos los sistemas, en su conjunto, como las diversas manifestaciones de la tendencia 
realizadora de hombres que no se contentaban con la pura teoría, pero que, queriendo 
pasar a la práctica, demasiado a menudo olvidaban que la iniciación real necesariamente 
debe ser en gran parte personal.
Hemos querido decir aquí simplemente lo 
que pensamos acerca de la institución de los altos grados y de su razón de ser; 
consideramos que revisten una utilidad práctica indiscutible, pero a condición –lamentablemente 
muy pocas veces respetada y sobre todo hoy día– de que sirvan realmente a la finalidad 
en vista de la cual fueron creados. Para ello, sería necesario que los Talleres 
de estos altos grados fueran reservados a los estudios filosóficos y metafísicos, 
demasiado descuidados en las Logias simbólicas; no debería olvidarse jamás el carácter 
iniciático de la Masonería, que no es ni puede ser –dígase lo que se diga– ni un 
club político ni una asociación de socorros mutuos.
Sin lugar a dudas, no 
se puede comunicar lo que por esencia es inexpresable y ésta es la razón por la 
cual los verdaderos arcanos se defienden por sí solos de toda indiscreción; pero, 
por lo menos, es posible dar las claves que permitirán a cada uno alcanzar la iniciación 
efectiva, por medio de sus propios esfuerzos y su meditación personal y asimismo 
se puede, según la tradición y la práctica constantes de los Templos y Colegios 
Iniciáticos de todos los tiempos y de todos los países, colocar a quien aspira a 
la iniciación en las condiciones más favorables de realización y proporcionarle 
esa ayuda sin la cual le sería prácticamente imposible consumar dicha realización.
No nos demoraremos más sobre este asunto, pensando haber dicho lo suficiente 
como para permitir entrever lo que podrían ser los altos grados masónicos, si, en 
lugar de quererlos suprimir lisa y llanamente, se los convirtiera en centros iniciáticos 
verdaderos, encargados de transmitir la ciencia esotérica y conservar integralmente 
el depósito sagrado de la Tradición ortodoxa, una y universal».
Traducción: 
Franco Peregrino. René Guenon, artículo publicado en «La Gnose», Nº de mayo de 1910, 
con la firma de «Palingenius» y reproducido por la revista “Símbolos”.

| Búsqueda en el | 
Copyright © 2018 - Todos los derechos reservados - Emilio Ruiz Figuerola