Música Celestial
Leopoldo de Trazenies Granda
Tengo tan mal oído que de chico no me dejaban
cantar ni el "Happy birthday" en los cumpleaños infantiles. "El gringuito
que se calle, por favor", decía la madre del agasajado, "que va a aguarle
la fiesta a mi hijo".
Yo enmudecía con bastante resignación poniéndome
colorado. Posteriormente tuve innumerables ocasiones para avergonzarme
de mi incapacidad para distinguir las notas; quizá la más humillante
fue cuando un sargento de artillería me mandó callar entre seiscientos
reclutas pre-militares cantando el himno nacional: "¡Traseñí...! ¡Cállese!".
Y yo me puse firme sacando pecho y estirando las mangas de mi uniforme
“Texoro”.
Mi trauma musical llegó a ser tan importante que la
música no sólo dejó de gustarme sino que me irrita y cuando subo por
los ascensores con hilo musical pienso que algunos compositores no han
escrito sus obras para deleitar al mundo sino para "sacarme cachita"
a mí, sobre todo los clásicos. Siento que invaden mis espacios interiores
y agitan mi revuelto espíritu. A los modernos siempre los he visto como
unos señores/as que se empeñan en desgañitarse rodeados de una serie
de aparatos ruidosos. Sólo soporto las bandas de las plazas de toros
porque más que por los oídos entran por los poros.
Sin embargo
no puedo negar que una de mis únicas satisfacciones musicales ocurrió
poco después de mi llegada a España. Por la radio estaban retransmitiendo
el concierto de primero de año de Viena y nada más empezar la música
dije categórico: "Es la marcha Radiescky" dejando asombrados a todos
los compañeros conocedores de mi mal oído. En realidad no tenía mucho
mérito porque la había escuchado durante seis años todos los domingos
en los "desayunos musicales" del colegio. El hermano García la lanzaban
al patio, después de la misa obligatoria, por unos horrendos altavoces,
mientras los alumnos bebíamos en botellas de "Crush" un chocolate caliente
con sabor a ladrillo y un “chancay” con granos de ajonjolí. Creo que
es la única vez que he quedado bien en el tema musical y quién me lo
iba a decir a mí, gracias a las costumbres de un colegio jesuita que
tuvo el triste honor de educar a una generación de puteros.
Ya
en esa época había dejado de ir a misa y me las ingeniaba para aparecerme
sólo a la hora del desayuno, pero no porque hubiera perdido la fe en
Dios, sino simplemente porque encontraba que las iglesias estaban mal
ventiladas. Me agobiaba el aire viciado de las naves, el calor, la aglomeración
de los cuerpos. Llegué a sospechar que los curas lo hacían aposta, que
en el noviciado les daban instrucciones precisas para incomodar al público,
para convertir las iglesias en infiernos de sudor e incienso ante una
Inmaculada siempre fresca en los altares abriendo las puertas del cielo.
Durante el interminable sermón a ventana cerrada, el mundo se debatía
entre el Infierno y el Paraíso; la Tierra se quedaba fuera, se convertía
sólo en el lugar donde se cometen los pecados. Por eso de niño creía
que las puertas del Edén se encontraban detrás del altar mayor de las
catedrales, allí debían estar las escaleras larguísimas que conducían
directamente al despacho con aire acondicionado de san Pedro. Sin embargo,
el día que intenté comprobarlo un cura gordo, recién llegado de Pamplona,
que yo no conocía de nada me sacó de detrás de la Inmaculada cogiéndome
por las orejas.
-¡Se estaba orinando el jodío niño!
(Del libro Conjeturas y otras cojudeces de un sudaca. Colección
"El ábaco roto". Sevilla, 1996. EL AUTOR. Nació en Lima, Perú, en 1941)
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