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Rito Escocés Antiguo y Aceptado
del Guajiro

La Hermandad para toda la Humanidad

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Moral y Dogma
del
Rito Escocés Antiguo y Aceptado

Grado Veintiocho
Caballero del Sol o Príncipe Adepto

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Dios es el Creador de todo lo que existe; es el Eterno, el Supremo, el Dios Viviente y Tremendo; a quien nada en el Universo resulta oculto. No hagas de Él ídolos ni imágenes visibles; más bien adórale en la retirada soledad de los bosques remotos; pues Él es invisible, llena el Universo con Su alma, y no habita en templo alguno.

La Luz y la Oscuridad son los dos senderos eternos del Mundo. Dios es el principio de todo lo que existe, y Padre de todos los Seres. Es eterno, inmutable, y es en Sí Mismo. No hay límites a su Poder. Contempla simultáneamente el pasado, el presente y el futuro; y la procesión de los constructores de las pirámides, junto con nosotros y nuestros más lejanos descendientes, discurre en este momento ante Él. Lee nuestros pensamientos antes de que nos sean conocidos a nosotros mismos. Rige los movimientos del Universo, y todos los sucesos y revoluciones son fruto de Su voluntad, pues él es la Mente Infinita y la Inteligencia Suprema.

En el principio el Hombre tuvo la Palabra, y la Palabra provenía de Dios; y del poder vivo que fue comunicado al hombre en y por la Palabra, emanó y se hizo la Luz. ¡Qué ningún hombre pronuncie la Palabra, pues por ella el Padre hizo la Luz y la Oscuridad, el Mundo y las Criaturas vivas!

Los caldeos, en sus llanuras, me adoraron, y también los navegantes Fenicios. Me construyeron templos y torres, y me ofrecieron sacrificios en mil altares. La Luz era divina para ellos, y me consideraron un dios. Pero no soy nada, nada: la Luz es la creación de un Dios invisible que enseñó la verdadera religión a los antiguos patriarcas. Un Dios tremendo, misterioso, lo Absoluto.

El hombre fue creado puro, y Dios le dio la Verdad, como le dio la Luz; pero perdió la verdad y se sumió en el error. Se alejó, adentrándose en la oscuridad; y alrededor de él se hallan eternamente el pecado y la vergüenza. El Alma que es impura y pecadora, y es envilecida con manchas terrenales, no puede unirse a Dios hasta que, por medio de largos procesos y purificaciones, sea liberada finalmente de su anterior calamidad, y la Luz venza y destrone a la Oscuridad en tal Alma.

Dios es la Causa; indestructible, eterna, no creada, simplicísima. Sabiduría, Justicia, Verdad y Piedad, junto con Armonía y Amor, son su esencia, y la Eternidad y la Infinitud son su extensión. Es silente, consiente con la Mente, y sólo a través de la Mente se revela a las almas. En él fueron contenidas todas las cosas originalmente, y de Él todas las cosas evolucionaron. Pues de Su Divino Silencio y Reposo, tras una infinitud de tiempo, emanó el Verbo, o Poder Divino; y a su vez el poderoso Intelecto, omniactivo y sin medida. Y del Verbo evolucionaron miríadas de soles y sistemas, que forman el Universo. Y el fuego, y la luz, y la Armonía eléctrica, que es la armonía de las esferas y los números; y del Intelecto surgieron las Almas y el intelecto de los hombres.

En el comienzo, el Universo no era más que Un Alma. Él era Todo, en soledad dentro del tiempo y el espacio, e infinito como ellos.

Tuvo este pensamiento: «Yo creo mundos». Y se hizo el Universo, y las leyes de armonía y movimiento que lo rigen, expresión del pensamiento de Dios; y el pájaro y la bestia, y todo ser viviente con excepción del Hombre; y la luz y el aire, y los actuales misterios, y el dominio de los misteriosos números.

Tuvo este pensamiento: «Yo creo al Hombre, a imagen y semejanza mía, como rey de la creación». Y el hombre fue, con sentidos, instintos y mente racional. Pero no el Hombre, sino un animal que respiraba, veía y pensaba.

Hasta que una chispa inmaterial del propio Ser Infinito de Dios penetró su cerebro, y se convirtió en el Alma, y la parte inmortal del hombre fue.

De modo que el Hombre es fruto del pensamiento de Dios de tres maneras: el hombre que ve, oye y siente; el que piensa y razona; y el que ama y se halla en armonía con el Universo. Antes de que el mundo envejeciese, la Verdad primitiva se difuminó de las almas de los hombres. Entonces el hombre se preguntó: «¿Qué soy? ¿Cómo y de dónde procedo? ¿Adónde me dirijo?». Y el Alma, buscando en su interior, se esforzó por discernir si el Yo era mera materia; si su pensamiento y razón y pasiones y afectos eran mero efecto de una combinación material, o si un ser material envolvía un Espíritu inmaterial. Y siguió esforzándose, y examinando en su interior aprendió que ese Espíritu era una esencia individual, con una existencia inmortal separada, o una porción infinitesimal del Gran Principio Primero, que interpenetraba el Universo y la infinitud del espacio, ondulante como la luz y el calor. Pero se adentró en el laberinto del error, e imaginó fútiles filosofías, revolcándose en los lodazales del materialismo y la sensualidad, batiendo sus alas vanamente en el vacío de abstracciones e idealidades.

Cuando las primeras encinas todavía no habían visto brotar sus hojas, el hombre ya había perdido el conocimiento perfecto del Dios Verdadero y Uno, la Antigua Existencia Absoluta, la Mente Infinita y Suprema Inteligencia; y flotó indefensa sobre los océanos interminables de la conjetura. Entonces el alma se perdió discerniendo si el universo material era una mera combinación aleatoria de átomos, o la obra de una Sabiduría Infinita y No Creada; o si la Deidad estaba concentrada, siendo el Universo una inmaterialidad extendida; o si Él era una existencia personal, una Esencia Omnipotente, Eterna y Suprema que regía la materia a voluntad; o si ha sujetado al Universo a leyes inmutables por toda la eternidad; o si para esta Deidad Infinita y Eterna, el Espacio y el Tiempo son desconocidos. Con su visión limitada y finita pretendió buscar la fuente y explicar la existencia del mal, el dolor y el pesar, vagando cada vez más profundamente en la oscuridad y extraviándose. Y para el Hombre ya no había Dios, sino un gran universo, mudo y sin alma, lleno de meros emblemas y símbolos.

Hasta ahora, en algunos de los Grados que te han sido conferidos, has escuchado hablar del antiguo culto al Sol, la Luna y otras brillantes luminarias del Cielo, así como de los elementos y potencias de la Naturaleza Universal. Te has familiarizado, hasta cierto punto, con sus personificaciones como héroes sufrientes o triunfantes, como dioses o diosas personales, con características y pasiones humanas, y con la multitud de leyendas y fábulas que representan alegóricamente sus salidas y puestas, sus cursos, conjunciones y oposiciones, sus domicilios y lugares de exaltación. Quizá hayas supuesto que nosotros, al igual que muchos que han escrito sobre estas materias, hemos querido presentar este culto como el más antiguo que haya existido y el original de los primeros hombres que vivieron. Para desengañarte, si tal hubiese sido tu conclusión, hemos expuesto las personificaciones de la Gran Luminaria del Cielo y los nombres por los que era conocida entre las más antiguas naciones para mostrar las verdades primitivas que eran celebradas por los Padres de nuestra raza, antes de que los hombres comenzasen a adorar las manifestaciones visibles del Poder Supremo y la Magnificencia y los Supuestos Atributos de la Deidad Universal en los elementos y en los ejércitos de estrellas brillantes que la noche dispone sobre el campo azul del firmamento.

Ruego ahora tu atención para un desarrollo más avanzado de estas verdades, tras lo cual habremos añadido algo a lo anteriormente dicho referente a la principal luminaria del cielo, abundando en la explicación de los nombres y características de las distintas deidades imaginarias que han representado al Sol entre las antiguas razas humanas.

ATÓN o ATÓN-RA era el jefe y más antiguo dios supremo del Alto Egipto, adorado en Tebas; al igual que el om o aom de los hindúes, cuyo nombre era impronunciable, y que, como el Brahm del pueblo que les sucedería, era «el Ser que era, es, y será; el Gran Dios, el Gran Omnipotente, Omnisciente y Omnipresente, el Más Grande del Universo, el Señor», cuyo emblema era una esfera perfecta que mostraba que Él era primero, último, medio y sin final; superior a todos los dioses de la Naturaleza y personificaciones de poderes, elementos y luminarias; era simbolizado por la Luz, Principio de Vida.

AMÓN o AMÓN-RA era el Dios-Naturaleza, o Espíritu de la Naturaleza, adorado en Menfis, en el Bajo Egipto, y en Libia, así como en el Alto Egipto. Era el Júpiter libio, y representaba la fuerza inteligente y organizadora que se desarrolla en la Naturaleza cuando los modelos intelectuales o formas de los cuerpos son revelados a los sentidos en el orden del mundo por medio de su unión con la materia, donde se efectúa la generación de los cuerpos. Era el mismo que Knef, de cuya boca surge el huevo órfico, del que surgió el Universo.

DIONISOS era el Dios-Naturaleza de los griegos, como Amón lo era de los egipcios. En la leyenda popular, Dionisos, así como Hércules, era un héroe tebano, nacido de madre mortal. Ambos eran hijos de Zeus, y ambos eran perseguidos por Hera. Pero en Hércules el dios es subordinado al héroe, mientras Dionisos, incluso en la poesía, retiene su carácter divino, y es idéntico a Yaco, el genio que preside los Misterios. Personificación del Sol en Tauro, como sus pezuñas demuestran, liberaba a la Tierra del áspero dominio del Invierno, dirigía al poderoso coro de las estrellas en su órbita celestial anual, cambiaba con las estaciones y sufría su declive periódico. Él era el Sol tal y como era invocado por los Eleanos, Πυριγενης, traído al mundo entre rayos y truenos, el Poderoso Cazador del Zodíaco, Zagreo el Dorado o de Cara Rojiza. Los Misterios enseñaron la doctrina de la Unidad Divina, y que ese Poder cuya unidad es un misterio aparente, siendo en realidad una obviedad, era Dionisos, el Dios de la Naturaleza, o Dios de esa humedad que supone la vida de la Naturaleza, que prepara en la oscuridad, en el Hades, el retorno de la vida y la vegetación. En las Islas Egeas era Butes, Dárdano, Hímeros o Imbros; en Creta aparece como Yasio o incluso Zeus, cuyo culto orgiástico, manteniéndose velado por las formas habituales de misterio, reveló a la curiosidad profana los símbolos que, de ser contemplados sin la debida deferencia, serían sin duda malinterpretados.

Dionisos era el mismo que el desmembrado Zagreo, hijo de Perséfone, un antiguo Dionisos subterráneo, progenie astada de Zeus en la Constelación de la Serpiente, a quien su padre confió el trueno, y a quien rodeó con la danza protectora de las curetas. Debido a los artificios envidiosos de Hera, los titanes eludieron la vigilancia de sus guardianes y lo despedazaron; pero Palas restituyó el corazón, todavía palpitante, a su padre, el cual ordenó a Apolo que lo enterrase en el Parnaso.

Dionisos, al igual que Apolo, dirigía el coro de las musas; la tumba de uno acompaña el culto al otro; eran iguales, aunque diferentes, desempeñando cada uno un rol distinto en el mismo drama; y sus personificaciones mística y heroica, el dios de la Naturaleza y del Arte, parecen proceder de una fuente común en un período remoto. Su separación fue de forma más que de sustancia, y desde el tiempo en que Hércules fue iniciado por Triptolemo, o Pitágoras recibió los preceptos órficos, ambas concepciones tendieron a fusionarse. Se decía que Dionisos o Poseidón había precedido a Apolo en el oficio oracular. Y Dionisos continuó siendo reverenciado en la teología griega como Curador y Salvador, autor de la Vida y la Inmortalidad. Los dispersos pitagóricos, «Hijos de Apolo», se entregaron inmediatamente al Servicio Órfico de Dionisos, y hay indicaciones de que siempre hubo algo dionisíaco en el culto a Apolo.

Dionisos es el Sol, ese liberador de los elementos; y su contenido espiritual fue sugerido por la misma imaginería que hizo del Zodíaco el supuesto sendero de los espíritus en su descenso y regreso. Su segundo nacimiento, como vástago del Altísimo, es un trasunto de la regeneración espiritual del hombre. Él, al igual que Apolo, era bendito por las musas y fuente de inspiración. Su regla no prescribía mortificación antinatural alguna: su yugo era fácil, y sus coros jubilosos, que aunaban lo alegre con lo severo, no hacían sino conmemorar esa edad dorada en que la tierra disfrutaba de una primavera eterna, y cuando las fuentes de miel, leche y vino brotaban de su seno al toque del tirso. Dionisos es el Liberador. Al igual que Osiris, libera el alma, y la guía en sus migraciones más allá de la tumba, preservándola del riesgo de caer de nuevo bajo la esclavitud de la materia o de alguna forma animal inferior. Toda alma es parte del Alma Universal, cuya totalidad es Dionisos; y él conduce a todo espíritu errante de vuelta a su hogar, acompañándole a través de los procesos purificadores, tanto reales como simbólicos, de su tránsito terrenal. Murió y descendió a los Infiernos, y su sufrimiento fue el gran secreto de los Misterios, como la muerte es el gran misterio de la existencia. Es el pretendiente inmortal de la Psiquis (el Alma), la divina influencia que llamó al mundo a su existencia física, y quien, al despertar al alma de su trance estigio, la restaura de la Tierra al Cielo.

De HERMES, el Mercurio de los griegos, el Toth de los egipcios y el Taaut de los fenicios, ya hemos hablado lo suficiente con anterioridad. Era el inspirador de las cartas y la oratoria, mensajero alado de los dioses, portador del caduceo envuelto en serpientes, y representado en nuestro Consejo por el Orador.

Los hindúes llamaban al Sol SURIA, los persas MITRA, los egipcios OSIRIS; los asirios y caldeos, BEL; los escitas, etruscos y antiguos pelasgos, ARKALEUS o HÉRCULES; los fenicios ADONAI o ADÓN, y los escandinavos ODÍN.

Del nombre Suria, otorgado por los hindúes al Sol, proviene el nombre de la secta que le presta adoración y se denominan suras. La iconografía describe su carro tirado por siete caballos verdes. En el Templo de Visweswara, en Benarés, se halla una antigua escultura, bien ejecutada en piedra, que le representa sentado en un carro tirado por un caballo con doce cabezas. El cochero es ARUN (¿quizá de aur, el Crepúsculo?), o el Amanecer; y entre sus múltiples advocaciones hay doce que denotan sus poderes específicos en cada uno de los doce meses. Esos poderes eran llamados Aditias, cada uno de los cuales ostenta un nombre particular. Con frecuencia se supone que Suria descendió al mundo bajo forma humana, y que dejó una raza sobre la Tierra, tan célebre en la historia india como las Helíadas en Grecia. Con frecuencia se les denomina Reyes de las Estrellas y Planetas, recordándonos así a al Adón-Tsabaoth (Señor de las Huestes Celestiales) de las escrituras hebreas.

MITRA era el Dios-Sol de los persas, del que se decía que había nacido en una gruta o cueva durante el Solsticio de Invierno. Sus fiestas eran celebradas en ese momento, instante en que el Sol comenzaba a regresar hacia el Norte y se incrementaba la duración de los días. Esta era la gran festividad de la religión de los Magos. El calendario romano, publicado en tiempos de Constantino, período en el que este culto comenzó a extenderse por Occidente, fijó su festividad en el 25 de Diciembre. En sus estatuas e imágenes figuraba la inscripción Deo-Soli invicto Mithræ, al invencible Dios-Sol Mitra, Nomen invictum Sol Mithra… Soli Omnipotenti Mithræ. A Él se consagraban oro, incienso y mirra. «A Ti», dice Marciano Capela en su Himno al Sol, «los moradores del Nilo te adoran como Sérapis, y en Menfis se te adora como Osiris; en los ritos sagrados de Persia eres Mitra; en Frigia, Atis, y Libia te rinde culto como Amón, y los fenicios de Biblos como Adonis; y de este modo el mundo entero te adora bajo nombres diferentes».

OSIRIS era el hijo de Helios (Phra), «vástago divino generado junto con el amanecer», y al mismo tiempo encarnación de Knef o Agatodemon, el Buen Espíritu que incluye todas sus posibles manifestaciones, tanto físicas como morales. Osiris representaba de forma familiar el aspecto benéfico de todas las emanaciones más elevadas, y en él se desarrolló la concepción de un Ser puramente bueno, de modo que se hizo necesario establecer otro poder como su adversario, denominado Seth, Babis o Tifón, para justificar las influencias nocivas de la naturaleza.

Los egipcios relacionaron las más elevadas verdades de su religión con los fenómenos de la agricultura, que se tenía por invención de Osiris. El alma del hombre era como una semilla enterrada en el suelo, y esta alma, inmersa en su envoltura mortal, aguardaba su restauración a la verdadera fuente de vida. Osiris no solo era el benefactor de la humanidad; también era Hades, Sérapis y Radamanto, rey de los muertos. Por ello, en opinión de los egipcios, la muerte no era sino renovación, dado que su dios era el mismo poder que renovaba la vitalidad de la Naturaleza. Todo cadáver debidamente embalsamado era denominado Osiris, y se creía que, en la tumba, se unía, o al menos se aproximaba, a la Divinidad. Pues cuando Dios se encarnó por el bien del hombre, y en analogía con su naturaleza asumida, ello implicaba que se sometería a todas las condiciones de la existencia visible. En la muerte, como en la vida, Isis y Osiris eran patrones y precursores de la humanidad; sus sepulcros se hallaban en el interior de los templos de las deidades superiores. Y aunque sus restos pudieran descansar en los sepulcros de Menfis o Abidos, su divinidad no era contestada, y tanto brillaban como luminarias en los cielos, como presidían en el mundo invisible los designios de los espíritus que, en la muerte, habían abandonado el cuerpo físico.

La noción de un Dios moribundo, tan frecuente en las leyendas orientales, y de las que tanto hemos dicho en los grados previos, era una deducción lógica a partir de la interpretación de la naturaleza; dado que la naturaleza, que durante su devenir a lo largo de las estaciones parece sufrir una disolución, fue para los primeros sacerdotes imagen expresa de la Deidad, y en una remota época fue identificada con el Dios mutable, cuyos atributos no solo se apreciaban en su vitalidad, sino también en sus cambios. El invisible Motor del Universo fue rápidamente identificado con sus obvias fluctuaciones. La deidad especulativa sugerida por el drama de la naturaleza era venerada con ritos imitativos y asimilables. Una etapa de luto y pesar en torno al Equinoccio de Otoño, y de alegría por el retorno de la Primavera, era algo casi universal. Frigios y paflagonios, beocios e incluso atenienses seguían en mayor o menor medida esta observancia; las damiselas sirias se sentaban llorando por Tamuz o Adonis, mortalmente heridos por el diente del invierno, simbolizado en el jabalí, su emblema más general. Y estos ritos, como los de Atis u Osiris, eran sugeridos evidentemente por lo marchito de la vegetación, cuando el Sol, descendiendo de su altura, parece desprovisto de su poder generador.

Osiris es un ser análogo al sirio Adonis; y la fábula de su historia, que no repetiremos aquí, es una plasmación narrativa de la religión popular de Egipto, en la cual el Sol es el héroe, y el calendario agrícola la moraleja. El húmedo valle del Nilo, que debía su fertilidad a la inundación anual, aparecía, en contraste con el desierto circundante, como la vida en medio de la muerte. La inundación se hallaba en evidente dependencia del Sol, y Egipto, rodeado de áridos desiertos como un corazón en el interior de un incensario ardiente, era el poder femenino, que dependía de las influencias personificadas en su dios. Tifón, su hermano, arquetipo de la oscuridad, la sequía y la esterilidad, arrojó su cuerpo al Nilo; y así Osiris, el Bueno, el Salvador, pereció en el vigésimo octavo año de su vida o reinado, y en el decimoséptimo día del mes de Athor, o trece de Noviembre. También se le hacía morir durante los calores de comienzo del Verano, cuando, desde Marzo a Julio, la Tierra era desecada por el calor intolerable, la vegetación era arrasada, y el lánguido Nilo quedaba exhausto. Se levantaba de esa muerte cuando el Sol solsticial traía la inundación, y Egipto se llenaba de júbilo y aclamaciones anunciatorias de la segunda cosecha. Tras su muerte invernal se levantaba con las primeras flores de Primavera, momento en el cual se celebraba el gozoso festival de Osiris hallado.

Del mismo modo el orgullo de Jamshid, uno de los héroes solares persas, o año solar personificado, fue abruptamente interrumpido por Zohak, el tirano de Occidente. Fue despedazado con una sierra hecha de espina de pez, con lo que el resplandor de Irán se transformó en niebla. Ganímedes y Adonis, al igual que Osiris, fueron despojados bruscamente de su fuerza y belleza; la prematura muerte de Lino, causa del antiguo lamento de Grecia, era semejante a la del persa Siamek, el Hilas bitinio y el Maneros egipcio, Hijo de Menes o el Eterno. La elegía denominada Maneros era entonada en los banquetes egipcios, momento en que una efigie encerrada en un diminuto sarcófago se pasaba de mano en mano para recordar a los invitados lo efímero de su existencia. El hermoso Memnon pereció igualmente en su apogeo; y Enoc, cuya muerte prematura es llorada en Iconio, vivió 365 años, el número de días del año solar; un breve espacio de tiempo comparado con la longevidad de su homólogo patriarcal.

La historia de Osiris queda reflejada en las de Orfeo y Dionisos Zagreo, y quizá en las leyendas de Absirto y Pelias, de Aison, Tiestes, Melicertes, Itis y Pélope, y en la desconsolada Isis o Niove; y Rhea llora a su señor desmembrado, Hiperión, y la muerte de su hijo Helios, ahogado en Eridano. Y si Apolo y Dionisos son inmortales, sí es cierto que murieron bajo otros nombres, como Orfeo, Lino o Jacinto. En Creta se mostraba el sepulcro de Zeus. Hipólito era igual a Apolo en honores divinos, y una vez que había sido hecho pedazos, como Osiris, era restaurado a la vida por las hierbas peonias de Diana y mantenido en la oscura gruta de Egeria. Zeus desertó del Olimpo para visitar a los etíopes; Apolo sufrió la esclavitud bajo Admeto; Teseo, Peiritio, Hércules y otros héroes descendieron durante algún tiempo al Hades; en los Misterios se exhibía un Dios-Naturaleza moribundo; las mujeres áticas ayunaban, sentadas en el suelo, durante las Tesmoforias, y los beocios lloraban el descenso de Cora-Proserpina al inframundo.

Pero la muerte de la Deidad, tal y como era entendida por los orientales, no era inconsistente con Su inmortalidad. El declive temporal de los Hijos de la Luz no es sino un episodio de su continuidad sin fin; y del mismo modo que el día y el año no son más que subdivisiones convenidas de lo Infinito, así las violentas muertes de Faetón o Hércules no eran sino interrupciones en el mismo proceso de Fénix o regeneración perpetua, por medio del cual el espíritu de Osiris pervive en la sucesión del Apis de Menfis. Cada año contempla la resurrección de Adonis; y las lágrimas de ámbar derramadas por las helíades ante la prematura muerte de su hermano, son la lluvia dorada, llena de prolífica esperanza en el descenso de Zeus desde la cúpula de bronce del Cielo hasta el seno de la tierra reseca.

BAL, representante o personificación del Sol, fue uno de los grandes dioses de Siria, Asiria y Caldea, y su nombre aparece en los monumentos de Nimrod, y con frecuencia en las Escrituras hebreas. Era el gran Dios-Naturaleza de Babilonia, el poder del calor, la vida y la generación. Su símbolo era el Sol, y se le representaba sentado sobre un toro. Todos los accesorios de su gran templo de Babilonia, descritos por Heródoto, son repetidos con singular fidelidad, pero a escala menor, en el templo y tabernáculo hebreo. Únicamente falta la estatua de oro para completar el parecido. La palabra Bal o Baal, al igual que el término Adón, significa Señor y Amo. Era igualmente la Deidad Suprema de moabitas, amonitas, cartagineses, y de los sabeos en general. Los galos adoraban al Sol bajo el nombre de Belin o Belinus, y Bela aparece entre las deidades celtas en los monumentos antiguos.

Los ancestros septentrionales de los griegos cultivaban con hábitos más severos un modo de simbolismo religioso más varonil que el de los afeminados adeptos del sur, encarnando en su Perseo, Hércules y Mitra la culminación de las cualidades que estimaban necesarias y que ejercitaban.

Veremos que casi todas las naciones han tenido un ser mítico cuya fuerza o debilidad, virtudes o defectos, describen de forma aproximada el devenir del Sol a través de las estaciones. Había un Hércules celta, teutónico, escítico, etrusco y lidio, cuyas leyendas son siempre tributarias del héroe griego. Heródoto descubrió que el nombre de Hércules resultaba familiar desde hacía mucho tiempo en Egipto y en Oriente, y que había pertenecido originalmente a un personaje mucho más elevado que el relativamente moderno héroe griego hijo de Alcmena. El templo de Hércules de Tiro se considera construido 2300 años antes del tiempo de Heródoto; y Hércules, cuyo nombre griego ha sido tenido por fenicio de origen, en el sentido de Circuitor, es decir, perambulador de la Tierra, así como «Hiperion» del cielo, era patrón y modelo de aquellos famosos navegantes que extendieron sus altares de costa a costa del Mediterráneo, hacia el lejano occidente, donde supuestamente Arquelao construyó la ciudad de Gades, y un fuego perpetuo arde en su honor. Era descendiente lineal de Perseo, hijo luminoso de la oscuridad, concebido en una cúpula subterránea de cobre; y él mismo era un trasunto del persa Mitra, el cual erigió sus leones sobre las puertas de Micenas, y portó la espada de Jamshid a la batalla contra las gorgonas en Occidente. Mitra es descrito de forma similar en el Zend-Avesta, como «poderoso héroe, el veloz corredor, cuyo ojo escrutador lo abarca todo, cuyo brazo porta el bastón que destruirá el Darud».

Hércules Ingenículo, el cual, inclinándose sobre una rodilla, eleva su bastón y pisa la cabeza de la serpiente, era, al igual que Prometeo y Tántalo, una de las distintas imágenes del sol luchando y declinando. Las victorias de Hércules no son sino exhibiciones del poder solar que debe repetirse por siempre jamás. Fue en el extremo Norte, entre los hiperbóreos, donde, desprovisto de su piel de león, se echó a dormir, y durante un tiempo perdió los caballos de su carro. En lo sucesivo, esa región septentrional y sombría, denominada «el lugar de la muerte y resurrección de Adonis», ese Cáucaso cuya cima era tan elevada que, al igual que el monte indio Meru, parecía ser tanto el fin como el comienzo del transcurrir del Sol, se convirtió en la imaginación griega en el limes final de todas las cosas, la morada del invierno y la desolación, pináculo del arco que conecta los mundos superior e inferior, y consecuentemente el lugar apropiado para el destierro de Prometeo. Las hijas de Israel, sollozando por Tamuz, citadas por Ezequiel, se sentaban mirando hacia el Norte y esperando su retorno desde esa región. Mientras Cibeles, junto con el Dios Sol, se encontraba ausente y partida al país de los hiperbóreos, Frigia, abandonada por ella, sufrió los horrores del hambre. Delos y Delfi aguardaban el regreso de Apolo de entre los hiperbóreos, y Hércules trajo de allí la rama de olivo para Olimpia. Para todos los masones, el Norte ha sido desde tiempo inmemorial el lugar de la oscuridad; y de todas las grandes luces de la Logia, ninguna se halla en el Norte.

Mitra, el héroe nacido de la roca (Πετρογενης), anunciaba el regreso del Sol en primavera; del mismo modo que Prometeo, encadenado en su caverna, presagiaba la continuidad del invierno. El faro persa sobre la cima de la montaña representaba a la Divinidad Nacida de Roca y enclaustrada en su valioso templo. Y la gran pira funeraria de Hércules era el Sol extinguiéndose tras las colinas occidentales.

Pero si en su manifestación transitoria el poder eterno sufre o muere, en su manifestación eterna e imperecedera libera y salva. Era atributo esencial de un Titán el levantarse de nuevo tras haber caído; pues el renacer de la Naturaleza es tan cierto como su declive, y sus alteraciones están sujetas a los designios del poder que controla a ambos.

«Dios», dice Máximo Tirio, «no escatimó a Su propio Hijo (Hércules), ni le eximió de las calamidades inherentes a su naturaleza humana. La progenie tebana de Júpiter tuvo su ración de pesar y pruebas. Al derrotar las dificultades terrenales demostró su afinidad con el Cielo. Su vida fue una lucha constante. Desfalleció ante Tifón en el desierto; y al comienzo de la estación otoñal (cum longæ redit hora noctis), descendió al Hades bajo la guía de Minerva. Él pereció; pero primero solicitó la Iniciación a Eumolpo, con el fin de prefigurar ese estado de preparación religiosa que antecede al cambio momentáneo.

Incluso en el hades rescató a Teseo y retiró la piedra de Ascálafo, reanimó a los espíritus exangües, y llevó a la luz del día al monstruo Cerbero, reputado con justicia de invencible, pues es emblema del Tiempo. Rompió las cadenas de la tumba (pues Busiris es la tumba personificada), y triunfando tanto al final como al principio de su periplo, fue recibido tras sus labores al reposo de las moradas celestiales, habitando por siempre con Zeus en los brazos de la Eterna Juventud.

Se dice que ODÍN tenía doce nombres entre los antiguos germanos, y que tenía además otros 114 nombres. Era el Apolo de los escandinavos, y se le representa en el Voluspa como predestinado a matar a la monstruosa serpiente. Entonces el Sol se extinguiría, la Tierra se disolvería en el Océano, las estrellas perderían su brillo, y toda la Naturaleza sería destruida para poder ser renovada posteriormente. Desde el seno de las aguas emergería un nuevo mundo revestido de vegetación; las cosechas madurarían donde ninguna semilla habría sido sembrada, y el mal desaparecería. La florida imaginación de los antiguos, que tejió su red de mitos y leyendas, quedó consagrada por la fe. A diferencia de la mente moderna, los antiguos no establecieron aparte un insignificante santuario de creencias importadas, más allá del cual todo lo demás fuese vulgar y oscuro. La imaginación, la razón y la religión rodearon al mismo símbolo; y en todos sus emblemas habría un significado serio, en caso de que pudiésemos dilucidarlo. No inventaron ficciones con el mismo espíritu anodino con que nosotros, constreñidos por los convencionalismos, los leemos. Al intentar interpretar creaciones del ingenio, el ingenio junto con la razón debe guiarnos; y mucho de la moderna controversia surge de los profundos malentendidos con que manejamos los antiguos simbolismos.

Para esos antiguos pueblos, la Tierra era el centro del Universo. Para ellos no había otros mundos, menos aún poblados por seres vivos, que reclamasen el cuidado y la atención de la Deidad. Para ellos el Mundo era una gran planicie, de límites desconocidos, quizá inconcebibles, y el Sol, la Luna y las estrellas cruzaban sobre ella para otorgarle luz. El culto al Sol se convirtió en la base de todas las religiones de la antigüedad. Para los antiguos, la luz y el calor eran misterios; como de hecho lo siguen siendo para nosotros. Puesto que el Sol causa el día, y su ausencia la noche; puesto que cuando se desplaza hacia el Norte le siguen la primavera y el verano, y cuando retorna hacia el Sur, le siguen el otoño y el inclemente invierno, y las noches frías y largas cubren la tierra Dado que su influencia hace germinar las hojas y las flores, y hace madurar las cosechas, y provoca las inundaciones regulares, necesariamente se convirtió en la cuestión más interesante de todo el Universo. Para ellos, el Sol era el fuego connatural a los cuerpos, el fuego de la Naturaleza. Autor de la vida, el calor y la ignición, resultaba para ellos la causa eficiente de toda generación, pues sin él no había movimiento, ni existencia, ni forma. A sus ojos era inmenso, indivisible, imperecedero y omnipresente. Los hombres sentían que necesitaban su luz y su energía creativa, y nada resultaba más temible para ellos que su ausencia. Su influencia benéfica provocó su identificación con el Principio del Bien; y el Brahma de los hindúes, el Mitra de los persas, el Atón, Amón, Ftah y Osiris de los egipcios, el Bel de los caldeos, el Adonai de los fenicios, el Adonis y el Apolo de los griegos no se convirtieron en otra cosa que personificaciones del Sol, Principio Regenerador, imagen de esa fecundidad que perpetúa y rejuvenece la existencia del mundo.

De este modo la lucha entre los Principios del Bien y del Mal fue personificado, como lo fue la lucha entre la vida y la muerte, la destrucción y la regeneración, en alegorías y fábulas que representaban poéticamente el curso aparente del Sol; del cual, al descender hacia el hemisferio sur, se decía figurativamente que había sido sometido y muerto por la oscuridad, o el genio del Mal; más en su retorno de nuevo hacia el hemisferio norte, parecía resultar victorioso y levantarse de la tumba. Esta muerte y resurrección representaba también figuradamente la sucesión del día y la noche, de la muerte —que es una necesidad de la vida— y la vida que surge de la muerte; y los antiguos contemplaban en todas partes el combate entre los dos Principios que rigen el mundo. Por doquier esta disputa fue plasmada en alegorías e historias ficticias, en las que fueron ingeniosamente tejidos todos los fenómenos astronómicos que acompañaban, precedían o seguían los distintos movimientos del Sol, los cambios de estaciones, y la aproximación o retirada de las inundaciones. Y así crecieron en estatura y proporciones las historias que relataban la oposición entre Tifón y Osiris, Hércules y Juno, los Titanes y Júpiter, Ormuz y Ahrimán, los ángeles rebeldes y la Deidad, el Genio del Mal y el Bien; y el resto de fábulas semejantes, que aparecen no solo en Asia, sino también en el Norte de Europa, e incluso entre mejicanos y peruanos en el Nuevo Mundo, llevadas hacia allá, muy probablemente, por aquellos viajeros fenicios que trasladaron allí la civilización y las artes. Los escitas lamentaban la muerte de Acmón, los persas la de Zohak, derrotado por Feridún; los hindúes la de Soura-Parama, asesinado por Supra-Muni; y los escandinavos la de Balder, despedazado por el ciego Hother.

La idea primitiva de la infinitud del espacio existía ya entre los primeros hombres, como existe entre nosotros. Esta, junto con la idea del tiempo infinito, son las dos primeras ideas innatas. El hombre no puede concebir cómo una cosa puede añadirse a otra cosa, o un suceso seguir a otro suceso de forma perpetua. La idea siempre resurgirá: no importan cuán largo objeto se añada a otro objeto, siempre debe existir más allá un espacio sin límite; en el que no haya nada. Del mismo modo que la idea de tiempo sin principio ni fin se le resiste. El Tiempo, sin sucesos, resulta igualmente un vacío, y nada.

En ese espacio vacío los hombres primitivos sabían que no había luz ni calor. Sentían lo que nosotros conocemos científicamente: que ahí debe haber una oscuridad cerrada, y un frío de una intensidad como no tenemos idea. Creían que en ese vacío el Sol, los Planetas y las estrellas se ponían cuando se desplazaban tras el horizonte occidental. La Oscuridad era para ellos un enemigo, un mal, una vaga amenaza y terror. Era la misma materialización del principio de mal; y del mal decían que surgía. Conforme el Sol descendía bajo ese vacío, se estremecían de miedo. Y cuando, en el Solsticio de Invierno, comenzaba nuevamente su marcha hacia Septentrión, se regocijaban y lo festejaban; como hacían en el Solsticio de Verano, cuando más felices se mostraban. Estos días han sido celebrados por todas las naciones civilizadas desde la noche de los tiempos. Los cristianos los han convertido en días festivos de su Iglesia, adjudicándoles los dos Sanjuanes. Y la Masonería ha hecho lo mismo.

Nosotros, para los que el vasto Universo no es un ente con una gran alma, sino una maquinaria mecánica de proporciones inimaginables, aunque no obstante inferior al infinito; y que somos capaces de imitar una parte del mismo con nuestros planetarios artificiales; nosotros, que hemos podido medir las distancias y las dimensiones, y discernir la gravedad específica y determinar las órbitas de la Luna y los planetas; nosotros, que conocemos la distancia al Sol, y su tamaño; que hemos medido las órbitas de los cometas y la distancia a las estrellas fijas, y que sabemos que estas últimas son soles como nuestro sol, cada una con su cortejo de planetas, y todas gobernadas por las mismas fuerzas mecánicas infalibles e irrenunciables, centrífuga y centrípeta; nosotros, que con nuestros telescopios hemos separado las galaxias y nebulosas en otros grupos de estrellas; que hemos descubierto nuevos planetas al descubrir primero las fuerzas distorsionadoras que ejercen sobre las ya conocidas; y que sabemos que todos, Júpiter, Venus, y el agresivo Marte, y Saturno y los demás, así como la brillante, suave y siempre cambiante Luna, son masas de tierra opacas como nuestra Tierra, y no mundos vivos de fuego brillante y luz celestial; nosotros, que hemos contado las montañas y los abismos de la Luna, con lentes que podrían revelarnos el Templo de Salomón si permaneciese allí en su antigua gloria; nosotros, que ya no concebimos que las estrellas controlen nuestro destino, y que podemos calcular los eclipses del Sol y la Luna tanto en el futuro como en el pasado, aunque hayan pasado diez mil años; nosotros, con nuestras concepciones vastamente incrementadas de las potencias del Gran Arquitecto del Universo, pero con nuestra perspectiva totalmente material y mecánica del Universo mismo, nosotros no podemos, ni en el más mínimo grado, sentir, aunque podemos parcial e imperfectamente imaginar, cómo esos grandes y primitivos hijos de la Naturaleza, seres de corazón sencillo, se sentían al contemplar las Huestes Estelares en las laderas del Himalaya, en las llanuras caldeas, en los desiertos persa y medio, y sobre los bancos de este gran y extraño rio, el Nilo. Para ellos el Universo estaba vivo, era un instinto con fuerzas y poderes, misterioso y más allá de su comprensión. No era una máquina, no era un gran sistema mecánico, sino una gran criatura viva, un ejército de criaturas, con afinidad o enemistad por el hombre. Para ellos, todo era un misterio o un milagro, y las estrellas que brillaban sobre sus cabezas hablaban a sus corazones en un lenguaje casi inaudible. Júpiter, con su esplendor regio, era el Emperador de las legiones estelares. Venus miraba a la Tierra de forma amorosa y la bendecía; Marte, con su fuego carmesí, amenazaba con la guerra y la desgracia; y Saturno, frío y grave, estremecía y ahuyentaba a los hombres. La Luna, siempre cambiante y leal compañera del Sol, era un constante milagro y una perenne maravilla; el Sol era el emblema visible del poder creativo y generativo. Para ellos la Tierra era una gran llanura, sobre la que el Sol, la Luna y los planetas discurrían, como sirvientes cuya misión era iluminarla. Entre las estrellas, unas eran benéficas y les traían la primavera y las frutas y las flores. Otras, leales centinelas, les advertían de la inundación inminente, de la temporada de las tormentas y de los vientos mortales. Algunas eran heraldo del mal, las cuales, por advertirlo expresamente, parecían ser su causa. Para ellos los eclipses eran portentos del mal, estando sus causas veladas por el misterio y lo sobrenatural. Los ciclos regulares de las estrellas, las salidas de Arturo, Orión, Sirio, las Pléyades y Aldebarán, así como los itinerarios del Sol, para los hombres antiguos resultaban voluntarios, no mecánicos. Fenómenos tan asombrosos no podían sino provocar que la Astronomía se convirtiese para ellos en la más importante de las ciencias; y que aquellos que la dominaban se convirtiesen en la clase gobernante; y los vastos edificios, las pirámides, la torre o templo de Bel, y demás construcciones que se extienden por todo el Oriente, fueron creadas por razones astronómicas. Y no es de extrañar que, en su simplicidad infantil, adorasen la Luz, el Sol, los planetas y las estrellas, y las personificasen, y les adjudicasen con presteza historias inventadas en una época temprana en que la capacidad para creer era infinita; como, de hecho, si nos lo planteamos, es la actual, y siempre lo será.

Si nos ceñimos al sentido histórico literal, la antigüedad no sería más que un mero caos inexplicable y horroroso, donde los sabios no serían sino dementes. Y lo mismo sucedería con la Masonería y aquellos que la instituyeron. Pero una vez que estas alegorías quedan explicadas, dejan de ser fábulas absurdas o hechos meramente locales, y pasan a ser lecciones de sabiduría para toda la humanidad. Nadie que las estudie puede poner en duda que todas surgen de una fuente común.

Y yerra grandemente aquel que imagina que, puesto que las leyendas mitológicas y las fábulas de la antigüedad hacen referencia y tienen su origen en los fenómenos celestiales, y los dioses paganos no son más que meros nombres otorgados al Sol, las estrellas, los planetas, los signos zodiacales, los elementos, las potencias de la Naturaleza, y la Naturaleza en sí misma, debe inferirse que los primeros hombres adoraban a las estrellas, o a cualquier cosa, animada o inanimada, que pareciese ejercer poder o influencia, evidente o imaginaria, sobre la fortuna y el destino humanos.

Siempre, en todas las naciones, al remontarnos a la más arcaica antigüedad a la que alcancen la luz de la historia o los destellos de la tradición, encontramos que, sentada sobre los dioses que representan las luminarias y los elementos, y que personifican las potencias innatas de la Naturaleza universal, reposa una Deidad aún mayor, silente, indefinida, incomprensible, el Supremo Dios Uno, del que todo lo demás fluye y emana, o gracias al cual todo es creado. Por encima del Dios-Tiempo Horus, la Diosa-Luna o Diosa-Tierra Isis, y el Dios-Sol Osiris de los egipcios, se encontraba Amón, el Dios- Naturaleza; y sobre él, de nuevo, el infinito e incomprensible Ayón. Brahm, el Dios uno, original, serenísimo y autocontemplativo, era la fuente, para los hindúes, de Brahma, Visnú y Shiva. Por encima de Zeus, o antes que él, se encontraban Cronos y Urano. Sobre el Elohim se encontraba el gran Dios-Naturaleza AL, y más aún sobre él, la Existencia Abstracta, IHUH: El que es, fue, y será. Sobre todas las deidades persas se encontraba el Tiempo Ilimitado, Zeruane- Akherene; y sobre Odín y Thor se hallaba la gran deidad escandinava Alfadir.

El culto a la Naturaleza Universal como dios estaba demasiado cerca del culto a un Alma Universal como para haber sido una creación instintiva de cualquier pueblo salvaje o de una raza de hombres embrutecida. Imaginar a toda la naturaleza, con sus partes aparentemente independientes, como formando un conjunto consistente y una unidad en sí misma, requería una amplitud de experiencia y una facultad de generalización impropia de una mente ruda e incivilizada, y se halla únicamente un paso por debajo de la idea de un Alma Universal.

En el comienzo el hombre tenía la Palabra; y esa Palabra era de Dios; y del Poder vivo comunicado al hombre en y por la Palabra, llegó la Luz de Su Existencia.

Dios hizo al hombre a Su imagen y semejanza. Cuando, tras una larga sucesión de cambios geológicos, el Creador preparó la Tierra para que fuese su morada, creó al Hombre, y le ubicó en esa región de Asia que las antiguas naciones coincidieron en llamar la cuna de la raza humana, y desde donde la corriente de vida humana fluyó hacia la India, China, Egipto, Persia, Arabia y Fenicia. Él transmitió al hombre un conocimiento innato de la naturaleza de su Creador, así como de la religión pura, primitiva e inmaculada. La semejanza con Dios era su excelencia distintiva, su verdadera esencia y la auténtica naturaleza del hombre primitivo. Dios estampó Su propia imagen sobre el alma del hombre. Esa imagen ha sido, en el pecho de todo hombre individual, así como en la humanidad en general, alterada en gran medida, dañada y desfigurada; pero sus signos antiguos y semiborrados todavía pueden encontrarse en todas las páginas de la historia primitiva; y en la impresión, que no ha sido borrada por completo, que toda mente reflexiva puede descubrir en su propio interior.

De la revelación original a la raza humana, de la primitiva Palabra de Verdad Divina, encontramos claras indicaciones y rastros dispersos en las tradiciones sagradas de todas las naciones primitivas; trazas que, cuando son examinadas de forma separada, aparecen como fragmentos quebrados, como caracteres misteriosos y jeroglíficos de un poderoso edificio que hubiese sido destruido; y sus fragmentos, al igual que los de los antiguos templos y palacios de Nemrod, parecen empleados en la construcción de edificios muchos siglos más jóvenes. Y, aunque entre la siempre creciente degeneración de la humanidad, esta primigenia palabra de revelación fue falsificada por su mezcla con errores varios, y cubierta y oscurecida por un sinnúmero de ficciones inextricablemente confundidas, y desfigurada casi más allá de la capacidad de ser reconocida, aun así, una indagación profunda descubrirá en el paganismo muchos vestigios luminosos de la Verdad primitiva.

Pues el viejo paganismo tenía su cimiento en la Verdad; y si pudiésemos separar esa intuición pura en la Naturaleza y en sus sencillos símbolos, que constituyen la base de todo paganismo, de la aleación de errores y adiciones de ficción, esos primeros rasgos jeroglíficos de la instintiva ciencia de los hombres primitivos resultarían concordante con la verdad, y ofrecería un auténtico conocimiento de la naturaleza, así como la imagen de una filosofía libre, pura, completa y acabada.

La lucha, que desde entonces sería eterna, entre la voluntad Divina y la voluntad terrena en las almas de los hombres, comienza inmediatamente tras las Creación. Caín asesinó a su hermano Abel, y pobló partes de la Tierra con una raza impía, que había olvidado y desafiado al Dios verdadero. Los demás descendientes del padre común de la raza se casaron con las hijas de los descendientes de Caín; y todas las naciones preservaron el recuerdo de esa división de la familia humana en justos e impíos en sus estrafalarias leyendas de las guerras entre los Dioses y los Gigantes y los Titanes. Cuando, posteriormente, aconteció otra división similar, únicamente los descendientes de Seth preservaron la verdadera ciencia y religión primitivas, que transmitieron a la posteridad por medio del antiguo simbolismo sobre monumentos de piedra. Y muchas naciones preservaron en sus tradiciones legendarias la memoria de las columnas de Enoc y de Seth.

Entonces el mundo declinó desde su feliz condición original y estado afortunado, viéndose abocado a la idolatría y la barbarie; pero todas las naciones retuvieron el recuerdo de aquel estado primigenio. Y los poetas, que eran los únicos historiadores en aquellos primeros días, conmemoramos la sucesión de eras de oro, plata, bronce y acero.

En el lapso de esas eras, la tradición sagrada discurrió por distintos cursos entre las más antiguas naciones; y a partir de su fuente original, como si fuese desde un centro común, fluyeron sus distintas corrientes; algunas difundiendo a través de regiones favorecidas fertilidad y vida; mientras que otras pronto se extraviaron, secándose en las estériles arenas del error humano.

Una vez que la Palabra interna y divina fue comunicada por Dios al hombre, esta se oscureció. Una vez que la conexión con su Creador quedó rota, incluso el lenguaje externo cayó necesariamente en el desorden y la confusión. La simple y Divina Verdad fue recubierta de variadas ficciones y enterrada bajo símbolos ilusivos, que finalmente se convirtieron en horribles fantasmas.

Pues en el devenir de la idolatría necesariamente tenía que suceder que lo que originalmente era reverenciado como símbolo de un principio más elevado, se fue confundiendo o identificando gradualmente con el objeto mismo que era adorado; hasta que este error condujo a una forma más degradada de idolatría. Las primeras naciones recibieron mucho de las primigenias fuentes de tradición sagrada; pero ese orgullo altivo que parece ser parte inherente de la naturaleza humana condujo a cada uno a representar estas reliquias fragmentarias de la verdad original como posesión particular de cada una; con lo que exageraron su valor, así como su propia importancia, presentándolas como favoritas y elegidas de la Deidad, que les había escogido como pueblo favorecido al que confiar estas verdades. Para hacer de estos fragmentos, en la medida de lo posible, su propiedad privada, los reprodujeron bajo formas peculiares, envolviéndolos en símbolos, velándolos en alegorías, e inventaron fábulas para acreditar su especial posesión de los mismos. De modo que, en lugar de preservar su simplicidad y pureza primitivas, propias de la revelación original, las recubrieron de ornamento poético, de forma que el conjunto adquirió un aspecto fabuloso, hasta que por medio de un examen severo y minucioso seamos capaces de descubrir la verdad que la aparente fábula contiene.

Estos son los elementos en conflicto en el pecho del hombre: por una parte, la vieja herencia o dote original de la verdad que le fue participada por Dios en la revelación primitiva; y por otra parte, el error, la fe degradada que ha dado la espalda a Dios y mira a la naturaleza; la falsa fe que surge con facilidad y adquiere rango y preeminencia donde quiera que la Verdad Divina no es guardada con celo y cuidado, ni preservada en su pureza prístina. Esto aconteció pronto entre la mayoría de las naciones orientales, especialmente entre indios, caldeos, árabes, persas y egipcios; en cuya imaginación, y con un sentido muy profundo —pero todavía sensitivo— de la naturaleza, era francamente predominante.

El firmamento del Norte, visible para sus ojos, posee de lejos las mayores y más brillantes constelaciones; y el hombre primitivo era más receptivo a las impresiones que estas causaban que los hombres de hoy en día.

Entre los chinos, pueblo patriarcal, sencillo y apartado, la idolatría hizo poco progreso. Inventaron la escritura tres o cuatro generaciones tras el diluvio; y preservaron durante largo tiempo buena parte de la revelación primitiva, menos cubierta de ficciones que los fragmentos que otras naciones han recordado. Los chinos se cuentan entre los que permanecieron más próximos a la fuente de la tradición sagrada, y muchos pasajes de sus antiguas escrituras contienen notables vestigios de la verdad eterna, y de la Palabra de la revelación original, legado del antiguo pensamiento que atestigua su eminencia original.

Pero entre otras naciones primeras, el entusiasmo salvaje y la idolatría sensitiva a la Naturaleza se sobrepuso al sencillo culto al Dios Todopoderoso, desplazando y desfigurando la creencia pura en el Espíritu Eterno e Increado. Los grandes poderes y elementos de la naturaleza, y el principio de producción y procreación; posteriormente los espíritus celestes o Huestes Celestiales, los luminosos ejércitos de Estrellas, y el gran Sol, y la misteriosa y mutable Luna (todos los cuales la totalidad del mundo antiguo no contemplaba como globos de luz o cuerpos ígneos, sino como sustancias vivas y animadas, con poder sobre el fato y destino humanos), así como los genios y espíritus tutelares, e incluso las almas de los muertos, recibían culto divino. Los animales representados por las constelaciones estelares, reverenciados primero como meros símbolos, pasaron a ser adorados como dioses; los cielos, la Tierra, y los fenómenos de la naturaleza fueron personificados, y fueron inventados héroes ficticios para explicar la introducción de las ciencias y las artes, y los fragmentos de las viejas verdades religiosas. Y los principios del bien y el mal se personificaron, convirtiéndose igualmente en objetos de culto; mientras, a través de todos los anteriores, todavía brillaban los hilos de plata de la antigua revelación primitiva.

El progresivo conocimiento de los primeros registros orientales parece confirmar cada vez más la posibilidad de que todos los sistemas mistéricos surgiesen originalmente de una misma fuente. Las laderas oriental y meridional de los Montes Paropismos, o Hidukush, parecen haber sido ocupadas por razas iranias semejantes, similares en hábitos, lengua y religión. Las deidades indias y persas más tempranas son en su mayoría símbolos de la luz celestial, a la que consideraban en eterna lucha con los poderes del invierno, la tormenta y la oscuridad. La religión de ambas consistía originalmente en un culto a la naturaleza visible, especialmente a las manifestaciones del fuego y la luz. Las coincidencias son demasiado marcadas como para ser meramente accidentales. Deva, Dios, deriva de la raíz div, brillar. Indra, al igual que Ormuz o Ahura-Mazda, es el brillante firmamento; Sura o Sura, el Celestial, una advocación del Sol, reaparece en el término zenda Huare, el Sol, de donde provienen Khur y Khorshid o Corash.

Ushas y Mitra son deidades médicas, del mismo modo que las deidades zendas y los Ameshas Spentas o «Santos Inmortales» del Zend- Avesta pueden ser comparados con los siete Rishis o Dioses-Estrella védicos de la constelación del Oso. El Zoroastrismo, como el Budismo, era una doctrina innovadora comparada con las creencias antiguas; y entre el parsi y el brahmin pueden encontrarse rastros tanto de coincidencia como de diferencia. El culto original a la Naturaleza, en el que se combinaban la concepción de una Presencia Universal junto con la perpetuidad de acción, se desarrolló en distintas direcciones, conforme a las particularidades indias o persas.

Los primeros pastores del Punjab, entonces denominado Tierra de los Siete Ríos, a cuya sabiduría inspirada o intuitiva (Veda) debemos lo que quizá sean las más antiguas manifestaciones religiosas en cualquier lengua, consideraron como seres vivos a los objetos físicos de su culto. En primer lugar en esta prelación de deidades aparece Indra, el Dios del firmamento azul o brillante, denominado Devaspiti, Padre de los Devas o Poderes Elementales, que se distribuyen por los cielos y hacen sólidos los cimientos de la Tierra; el dominio ideal de Veruna, «el que todo loAbarca», es casi igualmente extensivo, e incluye el aire, el agua, la noche, y la distancia entre Cielo y Tierra; Agni, que vive del fuego del sacrificio, en el hogar doméstico y en los rayos del cielo, es el gran Mediador entre Dios y el Hombre; Ushas, o el Amanecer, conduce a los Dioses de la mañana a su ágape diario en el ofertorio de la Naturaleza, del cual el sacerdote únicamente puede mostrar una imitación simbólica. A continuación, llegaron los distintos dioses-sol, los Adityas o atributos solares, Surya el Celestial, Savitri el Progenitor, Pashan el Nutriente, Bagha el Afortunado, y Mitra el Amigo.

La intervención del Ser Eterno en la obra de la creación era representada como un matrimonio, del cual la primera emanación era una madre universal, que se suponía que debía haber existido potencialmente por toda la eternidad o, en lenguaje metafórico, debía haber sido «su hermana y esposa». Finalmente fue ensalzada como Madre de la Trinidad India, y de la Deidad bajo Sus tres Atributos, de Creación, Preservación, y Cambio o Regeneración.

Las formas o manifestaciones más populares de Visnú el Preservador eran sus sucesivos avatares o advocaciones históricas, que representaban a la Deidad surgiendo del incomprensible misterio de Su naturaleza, y revelándose a Sí Misma en esas épocas críticas en que el contexto físico o moral parece marcar un nuevo comienzo de orden y prosperidad. Combatiendo el poder del Mal en los distintos departamentos de la Naturaleza, y en los sucesivos periodos de tiempo, la Divinidad, aunque variando en su forma, es en realidad siempre la misma, ya la encontremos en la útil agricultura o en las invenciones sociales, en las tradicionales victorias sobre credos rivales, o en cambios físicos vagamente descubiertos a través de la tradición, o sugeridos por la teoría cosmogónica. Al igual que Rama, el héroe épico armado de espada, mazo y flechas, prototipo de Hércules y Mitra, que lucha como el Patriarca Hebreo contra los Poderes de la Oscuridad, y al igual que Krisna-Govinda, el Divino Pastor, él es Mensajero de la Paz, subyugando al mundo por medio de la música y el amor. Bajo forma humana nunca cesa de ser el Ser Supremo. «El necio», dice el Baghavad Ghita, «ignorante de mi naturaleza suprema, me desprecia bajo mi forma humana, mientras que hombres de grandes mentes, iluminados por el Principio Divino de su interior, me reconocen como incorruptible y superior a todas las cosas, y me sirven de todo corazón». «No todos me reconocen», dice de nuevo, «porque soy oculto por el poder sobrenatural que hay en mí; pero me son conocidas todas las cosas pasadas, presentes, y por venir; Yo existía antes de Vaivaswata y Menu. Soy el Dios Altísimo, el Creador del Mundo, el Eterno Purusha (Hombre- Mundo o Genio del Mundo). Y aunque en mi propia naturaleza estoy exento de poder nacer o morir, y soy Señor de todas las cosas creadas, dado que a menudo la virtud se halla debilitada en el mundo, y el vicio y la injusticia prevalecen, por ello a menudo me manifiesto y me revelo de época en época, para salvar al justo, destruir al culpable, y reafirmar los inestables escalones de la virtud. Aquel que me reconoce como tal, cuando abandona este cuerpo mortal no entra en otro, pues entra en mí; y muchos que han confiado en mí ya han entrado en mí, siendo purificados por el poder de la sabiduría. Yo ayudo a aquellos que caminan en mi senda y me sirven».

Brahma, el agente creador, se sacrificó a sí mismo cuando, al descender a la forma material, se incorporó a su obra; y su historia mitológica se entrelazó con la del Universo. De este modo, aunque la espiritualidad se alió con el Supremo Señor de todas las criaturas (Prajapati), él compartió la imperfección y la corrupción de una naturaleza inferior y, materializado en variadas formas perecederas, se puede decir que, como el griego Urano, fue mutilado y cayó. Así combinó dos caracteres, la forma sin forma, lo inmortal y mortal, ser y no ser, movimiento y reposo. Como inteligencia encarnada, o La Palabra, comunicó al hombre lo que le había sido revelado por el Eterno, pues él es tanto el Alma como el Cuerpo de la creación, dentro de la cual la Divina Palabra está escrita en esos caracteres vivos cuya interpretación es prerrogativa del espíritu autoconsciente.

Los principios fundamentales de la religión de los hindis consistían en la creencia en un solo Uno Ser, la inmortalidad del alma, y en un estado futuro de recompensa y castigo. Sus preceptos de moralidad inculcaban la práctica de la virtud como requisito para procurar la felicidad incluso en esta vida transitoria; y sus doctrinas religiosas promulgaban que esa felicidad en un estado futuro dependía de ello.

Además de la doctrina de la transmigración de las almas, sus dogmas pueden ser resumidos en los siguientes titulares:

  1. La existencia de un Dios único, del que todas las cosas proceden, y a Quien todos debemos volver. Le aplican constantemente estas expresiones: Esencia Universal, y Eterno; el que siempre ha sido y siempre será; el que vivifica e impregna todas las cosas; Aquel que es omnipresente, y hace que los cuerpos celestiales giren en las órbitas que les ha prescrito.

  2. Una división tripartita del Principio del Bien que sirve a la creación, preservación y renovación por medio del cambio y la muerte.

  3. La existencia necesaria de un Principio del Mal, que se emplea en oponerse a los benéficos principios del anterior, y opera a través de los Devas o genios subordinados, a quienes les son confiadas las distintas operaciones de la naturaleza.

Y también formaba parte de su doctrina lo siguiente: «un Ser grande e incomprensible ha existido en soledad por toda la eternidad. Todo lo que contemplamos, y nosotros mismos, somos parte de Él. El alma, la mente o el intelecto, de los dioses y los hombres, y de toda criatura viviente, son porciones desprendidas del Alma Universal, a la que deberán regresar en su momento. Pero la mente de los seres finitos es impresionada por una serie ininterrumpida de ilusiones, que ellos considerarán como reales hasta que vuelvan a unirse a la gran fuente de verdad. De estas ilusiones, la primera y más esencial es la individualidad. Por su influencia, una vez que se separan de su fuente, el alma llega a ignorar su propia naturaleza, origen y destino. Se considera como una existencia separada, en lugar de saberse una chispa de la Divinidad, un eslabón de una cadena inconmensurable, una porción infinitamente pequeña pero indispensable de la totalidad.

La tendencia a la imaginería causó que personificasen lo que concibieron como atributos de Dios, quizá con el fin de presentar las cosas de un modo más adaptado a la comprensión del vulgo, en lugar de referirse a la abstrusa idea de un Dios indescifrable e invisible; y este es el origen de la invención de Brahma, Visnú, Siva o Iswara. Estos eran representados bajo distintas formas, pero no aparece emblema o signo visible de Brihm o Brehm, el Omnipotente. Consideraban el gran misterio de la existencia del Gobernante Supremo del Universo como más allá de la comprensión humana. Toda criatura con la facultad de pensar, sostenían, debe ser consciente de la existencia de un Dios, una primera causa; pero el intento de explicar la naturaleza de ese Ser, o de asimilarlo en modo alguno a nosotros mismos, no solo lo consideraban como una locura, sino también como una extrema impiedad.

Los siguientes extractos de sus libros servirán para mostrar cuáles eran las verdaderas directrices de su credo:

Este universo está permeado por un Rey Supremo y Uno; incluso cada mundo del ciclo completo de la naturaleza lo está. Hay un Espíritu Supremo al que nada puede alterar, más veloz que el pensamiento del hombre. Ese Espíritu Supremo se mueve a placer, pero en sí es inmóvil. Es distante de nosotros, aunque próximo. Impregna este sistema de mundos, aunque se halla infinitamente más allá de él. El hombre que considera a todos los seres como presentes en el Supremo Espíritu, y al Supremo Espíritu participando de todos los seres, nunca más contemplará a criatura alguna con desprecio. Todos los seres espirituales son iguales en naturaleza al Espíritu Supremo. El alma pura y resplandeciente asume forma luminosa, exenta del grosero cuerpo, sin venas o tendones, inmaculada. Es en sí misma un rayo del Espíritu Infinito que conoce el Pasado y el Futuro, que lo impregna todo, que existió sin otra causa que él mismo, que creó todas las cosas como son, en la más remota de las épocas. Ese Espíritu que todo lo penetra otorga luz al Sol visible, que es de su misma naturaleza, aunque infinitamente distinto en grado. ¡Que mi alma retorne al inmortal Espíritu de Dios, tras lo cual mi cuerpo, abocado a ser ceniza, retorne al polvo! ¡Oh Espíritu, que penetras el fuego, condúcenos por el camino recto hacia las riquezas de la santidad! ¡Tú, oh Dios, posees todos los tesoros del conocimiento! ¡Líbranos de las manchas de nuestras almas!

¿De qué fuente mana el hombre mortal, si la mano de la muerte le hace caer? De Dios, que es perfecta sabiduría y perfecta dicha. Él es el refugio último del hombre que ha ofrecido generosamente su riqueza, que se ha mantenido firme en la virtud, que conoce y adora al Grande y Uno. Veneremos la supremacía de ese Divino Sol, cabeza de Dios que todo lo ilumina, que todo lo vuelve a crear, de Quien que todo procede, a Quien todos debemos retornar, a Quien invocamos para conducir nuestro entendimiento por el camino recto en nuestro progreso hacia su santa morada. Lo que el Sol y la Luz son para el mundo visible, así es la verdad para el mundo visible e intelectual. Nuestras almas adquieren cierto conocimiento por la mediación de la luz de la Verdad, que emana del Ser de Seres. Ese ser, sin ojos que vean, sin oídos que escuchen, conoce todo lo que puede ser conocido, pero nadie le conoce a Él. Él, al que los sabios llaman El Gran Espíritu, perfecta Verdad, perfecta Felicidad, sin igual, inmortal; unidad absoluta, que las palabras no pueden describir, ni mente alguna comprender: todo lo penetra, todo lo trasciende, es sublime en su propia inteligencia sin límites, y desconoce los límites del espacio y el tiempo. Sin pies, se desplaza velozmente; sin manos, toma todos los mundos; sin ojos, todo lo ve; sin oídos, todo lo escucha; sin inteligencia que lo guíe, comprende todo; es causa no causada; lo gobierna todo, todo lo puede, es el Creador, el Preservador, el Transformador de todas las cosas. Tal es el Gran Uno. Así dicen los Vedas.

¡Que mi alma, que se eleva hacia lo alto en mis horas de vigilia como chispa etérea y que, incluso en mi duermevela, experimenta un ascenso semejante, y vuela a grandes distancias, como una emanación de la Luz de Luces, se una en devota meditación al Supremo Espíritu bendito, infinitamente inteligente! Que mi alma, que fue la ofrenda primordial situada en todas las criaturas, que es rayo de perfecta sabiduría, luz inextinguible fijada en el interior de los cuerpos creados, sin la cual ninguna buena obra es realizada, en la que puede concentrarse lo que quiera que haya sucedido, sucede y sucederá, como en una esencia inmortal, que mi alma se una con el Espíritu Supremo.

El Ser de Seres es el Dios único, eterno y omnipresente, el Cual comprende todo. No hay más Dios que Él. El Ser Supremo es invisible, incomprensible, inmutable, sin forma o figura. Nadie lo ha visto; el tiempo no Lo abarca; Su esencia lo permea todo, y todo surgió de Él.

El deber de todo buen hombre, incluso en el momento de su destrucción, consiste no sólo en perdonar, sino incluso en desear el bien a su destructor; como el sándalo, que, en el momento de ser derribado, perfuma el hacha que le hizo caer.

Los filósofos vedantas y nyayás reconocen un Ser Supremo y Eterno, así como la inmortalidad del alma; aunque, al igual que los griegos, difieren en sus ideas al respecto. Hablan de un Ser Supremo como esencia eterna que penetra el espacio, otorgándole vida y existencia. Los vedantas suponían cuatro modificaciones de ese espíritu universal y eterno; pero dado que no cambia su naturaleza, sería erróneo suponerlas de distinta esencia; del mismo modo que es erróneo, afirmaban, imaginar que las distintas modificaciones por medio de las cuales el Ser Omnipotente existe o muestra Su poder son existencias individuales. La Creación no es considerada como la producción instantánea de cosas, sino únicamente como la manifestación de lo que ya existía eternamente en el Ser Universal Uno. Los filósofos nyayás creen que el espíritu y la materia son eternos; pero no afirman que el mundo, en su actual forma, haya existido por toda la eternidad, sino únicamente la materia primordial de la que brotó al ser operado por la todopoderosa Palabra de Dios, Causa Inteligente y Ser Supremo, Quien produjo las combinaciones o agregaciones que componen el Universo material. Aunque consideran que el alma es una emanación del Ser Supremo, lo hacen distinguirse de ese Ser en su existencia individual. La Verdad y la Inteligencia son atributos eternos de Dios, no —afirman ellos— del alma individual, que es susceptible tanto de conocimiento como de ignorancia, de placer y dolor; y por lo tanto Dios y ella son distintos. Incluso cuando retorna al Eterno, y alcanza la dicha suprema, es indudable que sigue existiendo de forma diferenciada. Aunque unida al Ser Supremo, no es absorbida por Él, sino que retiene la naturaleza abstracta de la existencia definida o visible. «La disolución del mundo», afirman, «consiste en la destrucción de las formas visibles y de las cualidades de las cosas; pero su esencia material permanece, formándose nuevos mundos a partir de ella gracias a la energía creativa de Dios; y de este modo el Universo es disuelto y renovado en una sucesión interminable».

Las jainas, secta de Mysore y otras localidades, afirman que la antigua religión de la India y del mundo entero consistía en la creencia en un Dios uno, puro espíritu, indivisible, omnisciente y omnipotente. Ese Dios, una vez que hubo aportado a todas las cosas su orden y curso de acción, y hubo otorgado al hombre una parte suficiente de razón o entendimiento para guiarle en su conducta, le dejó para que obrase según su libre albedrío, sin cuyo total ejercicio no se le podría tener por responsable de su conducta.

Menú, el legislador hindú, adoraba, no al Sol material y visible, sino a «esa luz incomparablemente mayor y divina» —por emplear las palabras del más venerable texto de la Escritura India— «que ilumina todo, que deleita a todo, de la que todo procede, a la cual todos debemos retornar, y que es la única que puede iluminar nuestros intelectos».

Así comienza sus enseñanzas:

¡Escuchad!

Este Universo existió únicamente en una primera idea aún no expandida, envuelto en oscuridad, imperceptible, indefinible, inefable, inabarcable por la razón y no descubierto por revelación, como si se encontrase inmerso completamente en sueño.

Entonces, el Único Poder necesario, sin revelarse a Sí Mismo, pero haciendo discernible este mundo, con cinco elementos y otros principios de la naturaleza, apareció con gloria y esplendor, expandiendo Su idea, o deshaciendo el conjuro de la melancolía.

Aquel que únicamente la mente puede percibir, cuya esencia elude a los órganos eternos, que no tiene partes visibles, que existe por toda la Eternidad, incluso Él, el alma de todos los seres, a Quien ningún ser puede comprender, brilló en todo el orbe.

Él, habiendo deseado producir distintos seres a partir de Su propia Sustancia Divina, creó primero y con su pensamiento las aguas. A partir de lo que es (precisamente el hebreo Yahvé), la causa primera, que no es objeto de los sentidos, que existe en todas partes en sustancia, sin existir para nuestra percepción, sin principio o fin (Α y Ω , o el Ι Α .Ω ) se produjo el principio masculino divino conocido en todos los mundos por el nombre de Brahma.

Al recapitular las distintas cosas creadas por Brahma, añade: «Él —refiriéndose a Brahma, el Λογος, la palabra—, cuyos poderes son incomprensibles, habiendo creado así este Universo, fue absorbido nuevamente en el Espíritu Supremo, cambiando el tiempo de energía por tiempo de reposo.

El Antareya A’ran’ya, uno de los Vedas, ofrece esta primitiva idea de la creación: «En el principio, el Universo no era sino un Alma. Nada más, activo o inactivo, existía. Entonces Él tuvo este pensamiento: “Crearé mundos”, y así creó estos distintos mundos, el aire, la luz, los seres mortales y las aguas.

Entonces Él tuvo este pensamiento: “Contempla los mundos; crearé guardianes para ellos”. Y así hizo, a partir del agua, un ser revestido de forma humana. Y lo contempló. Y este ser abrió la boca como un huevo, y brotó el habla, y del habla brotó el fuego. Abrió sus orificios nasales, y por ellos circuló la respiración, propagando el aire. Los ojos se abrieron, y de ellos surgió un rayo luminoso, y este rayo produjo el Sol. Las orejas se dilataron, y de ellas surgió el oído, y del oído el espacio. Y una vez que el cuerpo del hombre, con sus sentidos, fue creado, el Alma Universal pensó así: ¡Cómo puede este cuerpo existir sin Mí? Examinó el cuerpo para discernir qué extremidad podía penetrar. Se dijo a Sí Mismo: Si, sin Mí, la Palabra es articulada, la respiración exhalada, y la vista ve; si el oído oye, la piel siente, la mente reflexiona, la deglución traga y los órganos generativos cumplen su función, entonces ¿qué soy Yo? Y separando la sutura del cráneo, Él penetró en el hombre.

¡Contempla las grandes verdades primitivas!

Dios es un Alma eterna e infinita. La materia no es eterna ni necesaria, sino creada y contingente, creada por el pensamiento de Dios. Tras crear la materia, con pensamientos semejantes creó el mundo y a continuación al hombre; y finalmente, tras dotarle de sentidos y de una mente racional, una chispa o porción del Mismo Dios penetró al hombre, y se convirtió en el espíritu viviente dentro de él.

Los Vedas describen así la creación del mundo: En el principio había un único Dios no creado; el Cual, tras haber pasado una eternidad absorto en la contemplación de Su propio ser, deseó manifestar Sus perfecciones fuera de Sí Mismo. Y creó la materia del mundo. Una vez creados los cuatro elementos, aunque todavía mezclados en confusión, sopló sobre las aguas, que se levantaron con la forma de un inmenso huevo y, desarrollándose, se convirtieron en la cúpula de los cielos que rodea a la Tierra. Una vez creados la Tierra y los cuerpos de los seres animales, este Dios les otorgó para animarlos la esencia del movimiento, que era una porción de Su propio ser. De este modo, siendo el alma de todo ser vivo una parte del Alma Universal, ninguna perece, sino que cada alma cambia únicamente de forma y apariencia, pasando sucesivamente por cuerpos diferentes. De todas las formas, la que más place al Ser Divino es el Hombre, por ser la que más se aproxima a Sus propias perfecciones. Cuando un hombre se separa por completo de sus sentidos, y es absorbido por sí mismo en autocontemplación, llega a discernir la Divinidad, y se convierte en parte de Ella.

Los antiguos persas se parecían a los hindúes en muchos aspectos: en su lenguaje, poesía y leyendas. Sus conquistas les pusieron en contacto con China, y sometieron a Egipto y Judea. Su perspectiva de Dios y la religión se asemejaba más a la de los hebreos que a la de cualquier otra nación; y de hecho estos últimos tomaron prestados de ellos algunas doctrinas prominentes, que hoy contemplamos como parte esencial del credo original hebreo.

Profesaban creencias muy similares a las de los hebreos en lo referente al Rey del Cielo y Padre de Luz Eterna, al Mundo de Pura Luz, a la Eterna Palabra por la que todas las cosas fueron creadas, a los Siete Poderosos Espíritus que se hallan próximos al Trono de Luz y Omnipotencia, la gloria de los Ejércitos Celestiales que rodean el Trono, y al origen del mal y el Príncipe de la Oscuridad, monarca de los espíritus rebeldes, enemigos de todo bien. Aborrecían con el mayor desagrado la idolatría egipcia, y bajo Cambises trazaron un plan organizado para su total extirpación. Jerjes, cuando invadió Grecia, destruyó los templos y erigió piras a lo largo de todo el itinerario que recorrió. Su religión era eminentemente espiritual, y el fuego y el sacrificio terrenales no eran sino signos y emblemas de otra devoción a un poder más elevado.

De este modo la doctrina fundamental de la antigua religión de India y Persia no consistía al principio en nada más que una simple veneración a la naturaleza, sus elementos puros y sus energías primarias, el fuego sagrado, y sobre todo, la Luz, el aire; no el bajo aire atmosférico, sino el más puro y brillante aire del Cielo, el espíritu que anima e impregna la respiración de la vida mortal. Esta pura y simple veneración a la naturaleza es quizá la más antigua, y con mucho la preponderante en el primitivo mundo patriarcal. No consistía originalmente en una edificación de la naturaleza, ni en la negación de la soberanía de Dios. Esos elementos puros y esencias primitivas de la naturaleza creada ofrecían a los primeros hombres, todavía en íntima comunicación con la Deidad, no un parecido o semejanza, ni una mera imagen fantástica o figura poética, sino un símbolo natural y verdadero de poder Divino. En todas partes, en las escrituras hebreas, la pura luz o fuego sagrado aparece como imagen del poder que todo lo impregna y todo lo consume, así como de la omnipresencia de la Divinidad. Su aliento era la primera fuente de vida; y el débil susurro de la brisa anunciaba al profeta Su inmediata presencia.

«Todas las cosas descienden de un único fuego. El Padre perfeccionó todas las cosas, y las entregó a la Segunda Mente, a quien las naciones denominan la Primera. La creación coexiste con la luz intelectual del Padre; pues es el Alma la que adorna el gran Cielo, y quien lo adorna a semejanza del Padre. El Alma, que es un fuego brillante, por el poder del Padre permanece inmortal, y es señora de la vida, y llena todos los rincones del mundo. ¡Luz engendrada por el Padre! Pues sólo ella, que ha recibido del poder del Padre la esencia del intelecto, puede comprender Su mente, e insuflar en todas las fuentes y principios la capacidad de entendimiento, y de continuar por siempre jamás en movimiento perpetuo». Tal era el lenguaje de Zaratustra, que plasmaba las antiguas ideas persas.

Y el mismo sabio de la antigüedad hablaba así del Sol y las estrellas: «El Padre creó el universo entero a partir del fuego y el agua y la tierra, y el éter que todo lo nutre. Estableció una gran cantidad de estrellas fijas, que permanecerían quietas para siempre, no por ser forzadas a ello, sino por estar exentas de desear el movimiento. Congregó a los siete firmamentos del mundo, rodeando así la Tierra con la curvatura de los Cielos; y en ellos puso siete existencias vivas, disponiendo su aparente desorden en órbitas regulares, siendo seis de ellas planetas, y el Sol, situado en el centro, la séptima. Y situado en ese centro, en él todas las líneas, no importa en qué dirección diverjan, son iguales. Y el mismo Sol veloz, girando en torno a un centro principal, intenta siempre alcanzar la luz que todo lo impregna, en compañía de la brillante Luna».

Y Zaratustra también añadía: «No pretendas medir los itinerarios del Sol, ni intentes reducirlos a un patrón; pues es movido por la eterna voluntad del Padre, y no para tu capricho. No pretendas comprender el impetuoso curso de la Luna; pues se desplaza de manera perpetua bajo el impulso de la necesidad; y la progresión de las estrellas no fue concebida para servir a ningún propósito tuyo».

Ormuz dice a Zaratustra, en el Bundahesh: «Yo soy el que sostiene el cielo estrellado en el espacio etéreo; el que hace de esta esfera, que una vez estuvo sumida en la oscuridad, un manantial de luz. A través de mí la Tierra se convirtió en tierra firme y perdurable: la tierra sobre la que camina el Señor del Mundo. Yo soy el que hace que la luz del Sol, la Luna y las estrellas atraviese las nubes. Yo creo la semilla de grano que perece en el suelo para germinar de nuevo. Yo creé al hombre, cuyo ojo es la luz, cuya vida es la respiración de sus fosas nasales. Yo puse en su interior el inextinguible poder de la vida».

Ormuz o Ahura-Mazda representaba la luz primordial, distinta de la de los cuerpos celestiales, aunque necesaria para su existencia, pues era la fuente de su esplendor. Los Ameshas Spentas (los Santos Inmortales) presidían cada uno sobre un departamento especial de la naturaleza. La Tierra y el Cielo, el Fuego y el Agua, el Sol y la Luna, los ríos, los árboles y las montañas, incluso las divisiones artificiales del día y el año eran consideradas como presididas por seres divinos, rigiendo cada uno su esfera particular. El Fuego, en particular, «el más energético de los poderes inmortales», representante visible de la luz primordial, era invocado como «Hijo de Ormuz». El Sol, el Archimago, ese nobilísimo y poderosísimo agente del poder divino, quien «destaca como Conquistador desde la cima del terrible Alborj para gobernar sobre el mundo, al que ilumina desde el trono de Ormuz», era adorado, entre otros símbolos, bajo el nombre de Mitra, genio amistoso y benéfico, el cual, en el himno entonado en su honor en el Zend Avesta, ostenta los nombres otorgados por los griegos de «Invencible» y «Mediador»; el primero, porque en su lucha diaria contra la oscuridad él es el más activo confederado de Ormuz; y el segundo, por ser el mediador a través del cual las más diversas bendiciones del Cielo son comunicadas a los hombres. Es denominado «el ojo de Ormuz, el refulgente nerón que avanza en su curso triunfal, fertilizador de desiertos, el más sublime de los Izedas, siempre en vigilia, protector de la nación». «Cuando el dragón enemigo devasta mis provincias», dice Ormuz, «y las aflige con el hambre, entonces es abatido por el fuerte brazo de Mitra, junto con los devas de Mazanderan. Con su lanza y su espada, el Jefe que nunca duerme reduce los devas a polvo, cuando como Mediador se interpone para guardar la Ciudad del mal».

Ahrimán era considerado por algunos parsis como anterior a Ormuz, dado que la oscuridad es más antigua que la luz. Se cree que en las primeras etapas del mundo no era considerado como Ser Malevolente, siendo la caída del hombre atribuida en el Boundehesh a un culto apóstata suyo, del que los hombres se convirtieron por una sucesión de profetas que terminó con Zaratustra.

Mitra no es únicamente luz, sino inteligencia; esa luminaria que, aunque surgida en la oscuridad, no solo la disipará, sino que conquistará la muerte. El conflicto a través del cual se alcanzará esta consumación será desarrollado principalmente a través de la instrumentalidad de la «Palabra, eterna emanación de la Deidad, por virtud de la cual el mundo existe» y de la que son expresión las fórmulas incesantemente repetidas en las liturgias de los magos. «¿Qué haré yo — exclamaba Zaratustra— oh, Ormuz, envuelto en esplendor, para presentar batalla a Daroodj- Ahrimán, padre de la Ley Perversa? ¿Cómo convertiré a los hombres en puros y santos?». Ormuz respondió y dijo: «Invoca, oh, Zaratustra, la pura ley de los sirvientes de Ormuz; invoca a los Ameshas Spentas que derramaron abundancia por los siete Keshwars; invoca al Cielo, Zeruane – Akerene, a los pájaros que vuelan por lo alto, al viento veloz, a la Tierra; invoca a mi espíritu, a mí que soy Ahura – Mazda, el más puro, el más fuerte, el más sabio, el mejor de lo mejor; invócame a mí que tengo el cuerpo más majestuoso, que soy Supremo a través de la pureza, y cuya Alma es la Excelente Palabra; y vosotros, todos los pueblos, invocadme como yo he ordenado a Zaratustra».

Ahura – Mazda es la Palabra viva; es denominado «el Primogénito de todas las cosas, imagen expresa del Eterno, luz de luz, el Creador, quien por el poder de la Palabra que no cesa de pronunciar hizo en 365 días el Cielo y la Tierra». Se dice en el Yashna que la Palabra existió antes de todo, y que era en sí misma un izeda, objeto personificado de oración. Era revelada en Serosh, en Homa, y de nuevo, bajo Gushtasp, fue manifestado en Zaratustra.

Entre la vida y la muerte, entre la luz del sol y la sombra, Mitra es el ejemplo de la Unidad Primordial de la que todas las cosas surgen, y en que, a través de su mediación, todas las oposiciones serán finalmente absorbidas. Su sacrificio anual es la Pascua de los Magos, expiación simbólica o promesa de regeneración física y moral. En el principio creó el mundo; y con el final de cada año sucesivo libera el torrente de vida para vigorizar un círculo fresco de ser, de forma que al final de todas las cosas portará la pesada suma de épocas como hecatombe ante Dios, liberando por medio de un sacrificio final el Alma de la Naturaleza de su cuerpo perecedero, para dar comienzo a una existencia más luminosa y pura.

Jámblico (De Mys. viii. 4) dice: «Los egipcios están lejos de adscribir todas las cosas a causas físicas; distinguen la vida y el intelecto del ser físico, tanto en el hombre como en el Universo. Sitúan al intelecto y la razón primero como existentes por sí mismos, y derivan de ellos el mundo creado. Como Padre de las cosas generadas constituye un Demiurgo, y reconocen una fuerza vital tanto en los Cielos como antes de los Cielos. Ubican el Intelecto Puro por encima y más allá del Universo, y al otro (es decir, la Mente revelada en el Mundo Material), como una mente continúa impregnando el Universo, y distribuido en todas sus partes y esferas». La idea egipcia, pues, era la de toda filosofía trascendental: una Deidad tanto inmanente como trascendente, un espíritu pasando a sus manifestaciones pero que no se agota al así hacerlo.

La sabiduría registrada en los rollos canónicos de Hermes alcanzó rápidamente en esta tradición trascendental todo lo que la curiosidad humana puede descubrir. Tebas es especialmente reputada en cuanto a haber reconocido un ser sin principio ni fin, denominado Amón o Amón – Knef, el Espíritu de la Naturaleza que todo lo impregna, o incluso un objeto de reflexión reverencial aún más sublime, cuyo nombre estaba prohibido pronunciar. Tal ser se hallaría en teoría a la cabeza de los tres órdenes de Dioses mencionados por Heródoto, siendo estos contemplados como clasificaciones arbitrarias de seres similares o iguales, dispuestos en emanaciones sucesivas conforme a su dignidad relativa. Los Ocho Grandes Dioses, o primera clase, eran probablemente manifestaciones emanadas de Dios en las distintas partes y potencias del Universo, comprendiendo cada una la Divinidad al completo.

En los antiguos textos herméticos citados por Jámblico aparece el siguiente pasaje referente al Ser Supremo: «Antes de todas las cosas que actualmente existen, antes de todos los principios, existía un Dios, anterior incluso al primer Dios y Rey, inmóvil en la soledad de su propia Unidad. Pues no hay nada concebido por el intelecto que no haya sido tejido en Él. Pues Él es mayor y anterior, y fuente de todas las cosas, y cimiento de las cosas concebidas por el intelecto, que son la primera especie».

«Chang-Ti, o el Ser o Señor Supremo», reza el antiguo credo chino, «es el principio de todo lo que existe, y Padre de todos los seres vivos. Él es eterno, inmutable e independiente. Su poder no conoce límites. Su visión comprende el Pasado, el Presente y el Futuro por igual, y penetra incluso el rincón más recóndito del corazón. Gobierna sobre Cielo y Tierra; todos los acontecimientos y revoluciones son consecuencia de sus dispensas y voluntad. Él es puro, santo e imparcial; la maldad ofende su vista, más contempla con complacencia las obras virtuosas de los hombres. Severo, aunque justo, castiga el vicio de manera ejemplar, incluso en Príncipes y gobernantes; y reprueba al culpable, mientras corona con honor al hombre que camina tras su propio corazón, y a aquel que se eleva desde la oscuridad. Dios, piadoso y misericordioso, perdona al inicuo que se arrepiente. Y las calamidades públicas y la irregularidad de las temporadas no son sino avisos que su bondad paternal ofrece a los hombres para inducirles a la reforma y a la enmienda».

Mucho más dominado por la razón que por la imaginación, ese pueblo que ocupaba el extremo oriental de Asia no cayó en la idolatría hasta después de Confucio, unos dos siglos antes del nacimiento de Cristo, cuando la religión de Buda o Fo fue importada de la India. Su sistema fue regido durante mucho tiempo por el culto puro a Dios, y la base de su existencia política y moral era una sólida razón conformada a las ideas sobre la Deidad. No tenían falsos dioses ni imágenes, y su tercer Emperador Hoam-Ti erigió un templo, probablemente el primero construido, al Gran Arquitecto del Universo. Y aunque ofrecían sacrificios a distintos ángeles tutelares, los honraban infinitamente menos que a Chang-Ti, Señor Soberano del Mundo.

Confucio prohibió hacer imágenes o representaciones de la Deidad. No le adscribió idea de personalidad alguna, sino que la consideró como un Poder o Principio que impregnaba toda la Naturaleza. Y los chinos se referían a la Divinidad bajo la denominación de La Divina Razón.

Los japoneses creían en un Ser Invisible Supremo, que no debía ser representado por imágenes o adorado en templos. Le llamaban Amida y Omith, y lo consideraban sin principio ni fin, y sostenían que vino a la Tierra, donde permaneció durante mil años, y se convirtió en Redentor de nuestra raza caída. Y tenía que volver para juzgar a todos los hombres; y los buenos vivirían para siempre, mientras que los malos serían arrojados al Infierno.

«El Chang-Ti es representado», dice Confucio, «bajo el emblema general del firmamento visible, así como bajo los símbolos particulares del Sol, la Luna y la Tierra, pues gracias a ellos disfrutamos de los dones del Chang-Ti. El Sol es la fuente de la vida y la luz; la Luna ilumina el mundo por la noche. Al observar el curso de estas luminarias, la humanidad es capaz de distinguir los períodos de tiempo y las estaciones. Los Antiguos, con la intención de conectar el acto con su finalidad, cuando establecieron la práctica sacrificial ante el Chang-Ti, fijaron el día del Solsticio de Invierno, porque el Sol, tras haber pasado a través de los doce lugares asignados aparentemente por el Chang-Ti como su residencia anual, comenzaba su curso de nuevo para derramar sus bendiciones por la Tierra».

Dijo Confucio: «el Tin es el principio universal y fuente prolífica de todas las cosas. El Chang-Ti es el principio universal de la existencia».

Los árabes nunca poseyeron un sistema de politeísmo poético, de noble concepción y científicamente dispuesto. Sus tradiciones históricas tenían una considerable similitud con las de los hebreos, con las que coincidían en muchos puntos. La tradición de una fe más pura y el sencillo culto patriarcal de la Deidad nunca pareció haberse extendido totalmente entre ellos, del mismo modo que la idolatría nunca ganó mucho terreno hasta una época próxima a Mahoma, quien, al adoptar la antigua fe primigenia, enseñó de nuevo la doctrina de Un Dios, añadiendo que él era Su Profeta.

Para la masa de hebreos, así como para las otras naciones, parecen haber llegado únicamente fragmentos de la revelación primitiva. Y no parecieron haberse preocupado en hacer, hasta después de su cautividad entre los persas, especulaciones metafísicas respecto a la naturaleza y esencia divinas; aunque es evidente, a partir de los Salmos de David, que un cuerpo de elegidos entre ellos preservó un conocimiento relativo a la Deidad que resultaba por completo desconocido para la masa popular; y esos pocos elegidos sirvieron de medio de transmisión de ciertas verdades para épocas posteriores.

Entre los griegos, clase intelectual de los egipcios, todas las más elevadas ideas y severas doctrinas acerca de la Divinidad, su naturaleza soberana y poder infinito, su eterna sabiduría y Providencia que conduce y dirige todas las cosas a su final adecuado, la Mente Infinita y Suprema Inteligencia que creó todas las cosas y se eleva muy por encima por la naturaleza externa, todas estas ideas sublimes y nobles doctrinas fueron expuestas de manera más o menos perfecta por Pitágoras, Anaxágoras y Sócrates, y desarrolladas del modo más bello y luminoso por Platón y los filósofos que le sucedieron. E incluso en la religión popular griega hay muchas cosas de profundo significado y contenido espiritual; aunque estos elementos parecían únicamente raros vestigios de la antigua verdad, vagos presentimientos, tonos fugitivos y destellos momentáneos que revelaban la creencia en un Ser Supremo.

Buena parte de la Verdad primitiva fue enseñada a Pitágoras por Zaratustra, quien a su vez la recibió de los indios. Sus discípulos rechazaban el empleo de templos, altares y estatuas; y se sonreían ante la insensatez de aquellas naciones que imaginaba que la Deidad había surgido o tenía afinidad alguna con la naturaleza humana. Las cimas de las más altas montañas eran los lugares escogidos para los sacrificios. Su culto consistía principalmente en himnos y oraciones. El Dios Supremo, que llena el amplio círculo del Cielo, era el destinatario a quien se dirigían. Tal es el testimonio de Heródoto. No consideraban a la Luz tanto como objeto de culto, sino como el símbolo más puro y vivo, y primera emanación, del Dios Eterno. Y consideraban que el hombre requería algo visible o tangible para exaltar su mente a ese grado de adoración que se debe al Ser Divino.

Había un parecido sorprendente entre los templos, sacerdotes, doctrinas y culto de los magos persas y los druidas britanos. Estos últimos no adoraban ídolos con forma humana, pues sostenían que la Divinidad, al ser invisible, debería ser adorada sin ser vista. Profesaban la Unidad Divina. Sus invocaciones eran elevadas al Uno Poder que todo lo preservaba; y sostenían que, dado que este poder no era materia, debía ser necesariamente la Deidad; y el símbolo secreto empleado para expresar su nombre era O.I.W. Creían que la Tierra había sufrido una destrucción generalizada debida a las aguas, y que sería nuevamente destruida por el fuego. Admitían las doctrinas de la inmortalidad del alma, la vida perdurable y el Juicio Final, que sería celebrado sobre el principio de la responsabilidad individual del hombre. Incluso tenían una cierta idea de redención de la raza humana a través de la muerte de un Mediador. Mantenían la tradición del Diluvio. Pero, en torno a estos fragmentos de verdad primitiva tejieron una red de idolatría, y adoraban a dos deidades subordinadas bajo los nombres de Hu y Ceridwen, masculino y femenino (sin duda equivalentes a Osiris e Isis), y creían en la transmigración.

Los primeros habitantes de Escandinavia creían en un Dios que era «autor de todo lo que existe; el Eterno, el Antiguo, el Ser Vivo y Terrible, que ve en las cosas ocultas, el Ser que nunca cambia». Los ídolos y las representaciones visibles de la Deidad fueron originalmente prohibidos, y demandaba adoración en la soledad de los bosques remotos, donde se decía que moraba, invisible y en perfecto silencio.

Los druidas, al igual que sus ancestros orientales, contemplaban con la mayor sacralidad los números impares que, descritos al revés, finalizaban en la Unidad o la Dualidad, mientras los pares no finalizaban en nada. El 3 era particularmente reverenciado, 19 (7+3+32), 30 (7×3+3×3) y 21 (7×3) eran los números observados en la construcción de sus templos, y aparecían constantemente en sus dimensiones y en el número y emplazamiento de las grandes piedras.

Los druidas eran los únicos intérpretes de la religión. Supervisaban todos los sacrificios, pues nadie podía ofrecer uno sin su permiso. Ejercían el poder de excomunión, y sin su aquiescencia no podía declararse la guerra ni pactar la paz. Incluso poseían el poder de infligir el castigo de la muerte. Sostenían poseer el conocimiento de la magia, y practicaban augurios para el servicio público.

Cultivaban muchas de las ciencias liberales, particularmente la astronomía, la ciencia favorita de Oriente, en la que alcanzaron considerable maestría. Consideraban el día como retoño de la noche, por lo que hacían sus cómputos por noches en lugar de por días; y el inglés ha heredado de ellos el empleo de las palabras fortnight (14 días) y sennight (7 días). Conocían la división de los cielos en constelaciones; y finalmente practicaban la más estricta moralidad, teniendo en especial consideración esa virtud peculiarmente masónica que es la Verdad. En el relato islandés Edda se encuentra el siguiente diálogo:

¿Quién es el primero o más antiguo de los Dioses?

En nuestro lenguaje es llamado Alfadir (All-Father, o Padre de Todo); pero en el antiguo Asgard ostentaba doce nombres.

¿Dónde está este Dios? ¿Cuál es su poder?

¿Qué ha hecho para mostrar su gloria?

Él vive desde todos los tiempos, gobierna todos los reinos, y domina todas las cosas tanto grandes como pequeñas.

Él ha formado Cielo y Tierra, y el aire y todas las cosas que le pertenecen.

Hizo al hombre y le otorgó un alma que vivirá por siempre y nunca perecerá, aunque el cuerpo se descomponga o sea hecho cenizas. Y los justos morarán con Él en el lugar llamado Gimli o Vingolf; pero los perversos irán al Hel, y de ahí Nifhel, lo que está debajo, en el noveno mundo.

Casi toda nación pagana, al menos en lo que sabemos de sus mitologías, creían en un Dios Supremo que reinaba, cuyo nombre no era legítimo pronunciar.

«Cuando nos remontamos», dice Müller, «a los orígenes de la historia griega, la idea de Dios como Ser Supremo nos aparece como un hecho simple. Junto con la adoración del Dios Uno, Padre del Cielo, Padre de los hombres, encontramos en Grecia un culto a la Naturaleza. El original era el Ζεύς, Dios de dioses, denominado por los griegos el Hijo del Tiempo, significando que no hubo dios alguno antes que Él, sino que Él era eterno. «Zeus», dice la línea órfica, «es el Comienzo, Zeus es el Centro, Zeus creó todas las cosas». Y el Peleides de Dodona afirma: «Zeus era, Zeus es, Zeus será; Oh, ¡Gran Zeus!»

Los parsis, custodios de la antigua religión enseñada por Zaradisht, afirman en su catecismo:

«Creemos en un único Dios, y no creemos en ninguno más aparte de Él, Aquel que creó los Cielos, la Tierra, los Ángeles (…) Nuestro Dios no tiene ni rostro ni forma, ni color ni perfil, ni ubicación fija. No hay otro como Él, ni nuestra mente puede comprenderle».

Estaba prohibido pronunciar el Tetragramatón, o alguna otra palabra velada por él. Pero para que su pronunciación no se perdiese entre los levitas, el Sumo Sacerdote la pronunciaba en el templo una vez al año, en el décimo día del Mes de Tisri, día de la gran Fiesta de la Expiación. Durante esta ceremonia, se rogaba al pueblo que hiciese un gran ruido, de modo que la Palabra Sagrada no pudiese ser escuchada por nadie que no tuviese derecho; pues cualquier otro, decían los hebreos, sería fulminado inmediatamente.

Los grandes iniciados egipcios, antes del tiempo de los judíos, hicieron lo mismo respecto a la palabra Isis, que consideraban sagrada e incomunicable. Afirma Orígenes: «Hay nombres que poseen una potencia natural. Como las que empleaban los sabios entre los egipcios, los magos en Persia, o los brahmines en la India. Lo que se denomina Magia no es un acto vano y quimérico, como sostenían estoicos y epicúreos. Los nombres Sabaoth y Adonai no fueron hechos para los seres creados; sino que pertenecen a la teología misteriosa, que se remonta al Creador. De él proviene la virtud de estos nombres, cuando son dispuestos y pronunciados conforme a las reglas».

La palabra hindú AOM representa las tres potencias combinadas en su Deidad: Brahma, Visnú y Siva; o las Potencias Creadora, Preservadora y Destructora: A, la primera; O, la segunda; y M, la tercera. Esta palabra no podía ser pronunciada, excepto por letras, pues su pronunciación como una única palabra se decía que haría temblar la Tierra, e incluso los Ángeles del Cielo temblarían de temor.

La palabra AOM, dice el Ramayan, representa «el Ser de Seres, Una Substancia en tres formas; sin modo, sin cualidad, sin pasión. Inmensa, incomprensible, infinita, indivisible, inmutable, incorpórea, irresistible».

Un antiguo pasaje del Purana reza: «Todos los ritos dispuestos en los Vedas, los sacrificios en el fuego, y cualquier otra solemne purificación, pasarán, pero lo que nunca pasará es la palabra AOM, pues es símbolo del Señor de todas las cosas».

Heródoto dice que los antiguos pelasgos no construían templo alguno, ni adoraban a ídolos, y tenían un nombre sagrado para la Deidad que no estaba permitido pronunciar.

El Oráculo Clariano, de antigüedad desconocida, al ser preguntado cuál de las Deidades era denominada ΙΑΩ, respondió con estas notables palabras: «El Iniciado está obligado a ocultar los secretos mistéricos. Aprende, pues, que ΙΑΩ es el Gran Dios Supremo, que gobierna sobre toda la Creación».

Los hebreos consideran que el Verdadero Nombre de Dios ha sido irremediablemente perdido por su desuso, y contemplan su pronunciación como uno de los Misterios que serán revelados con la llegada de su Mesías. Y atribuyen su pérdida a la ilegalidad de aplicar puntos masoréticos a un Nombre tan sagrado, lo que ha provocado que se olvide el conocimiento de las verdaderas vocales. Incluso se afirma en el Gemara de Abodah Zara, que Dios permitió que un célebre estudioso hebreo fuese quemado por un emperador romano porque había escuchado pronunciar el Sagrado Nombre con puntos masoréticos.

Los judíos temían que los paganos tomasen posesión del nombre; y por lo tanto, en sus copias de las Escrituras, lo escribían en caracteres samaritanos, en lugar de caracteres hebreos o caldeos, de modo que no se pudiese hacer uso indebido de ello; pues lo creían capaz de obrar milagros, y sostenían que las maravillas de Egipto fueron realizadas por Moisés en virtud de este nombre grabado sobre su vara; y que cualquier persona que conociese la verdadera pronunciación sería capaz de hacer lo mismo que él hizo.

Josefo sostiene que este nombre fue desconocido hasta que Dios lo comunicó a Moisés en el desierto, y que fue perdido por la maldad del hombre.

Los Mahometanos mantienen una tradición según la cual hay un nombre secreto de la Deidad que posee propiedades maravillosas; y el único método de conocerlo es siendo iniciado en los Misterios del Ism Abla.

H O M  era el primer legislador de la nueva religión entre los persas, siendo Su Nombre Inefable.

Amón, entre los egipcios, era un nombre impronunciable para todos excepto para los Sacerdotes.

Los antiguos germanos adoraban a Dios con profunda reverencia, sin osar nombrarlo, y sin adorarlo en Templos.

Los druidas expresaban el nombre de la Deidad por las letras O I W.

Entre todas las naciones antiguas, la doctrina de la inmortalidad del alma no era una mera hipótesis probable, que necesitase una investigación laboriosa y una profusa argumentación para convencer de su verdad. Ni podemos otorgarles a duras penas el nombre de Fe, pues se trataba de una vívida certeza, como el propio sentimiento de existencia e identidad, y de lo realmente presente, que ejercía su influencia sobre todos los asuntos sublunares, y originaba hechos y empresas más poderosos de los que el mero interés terrenal podría inspirar.

Incluso la doctrina de la transmigración de las almas, universal entre los antiguos hindúes y egipcios, descansaba sobre la base de la antigua religión primitiva, y estaba conectada con un sentimiento puramente religioso. Implicaba estos nobles elementos de verdad: que desde que el hombre cayó, y se alejó de Dios, necesita llevar a cabo muchos esfuerzos, y sufrir un largo y doloroso peregrinar, antes de poder volver a unirse a la Fuente de Toda Perfección, así como la firme convicción y certeza positiva de que nada imperfecto, viciado, o desfigurado con adherencias terrenales puede entrar en la pura región de los espíritus perfectos, ni unirse eternamente a Dios. Por lo que el alma debe atravesar largas pruebas y numerosas purificaciones antes de alcanzar este dichoso final. Y el objetivo y fin de todos estos sistemas de filosofía era desatar al alma de su antigua calamidad, liberarla del temible destino y horrendo fato de verse empujada a errar a través de las oscuras regiones de la naturaleza y las distintas formas de la creación, cambiando constantemente la forma terrestre, y así poder unirla con Dios, que es el elevado destino del alma sabia y virtuosa.

Pitágoras dio a la doctrina de la transmigración de las almas el mismo significado que los sabios egipcios le dieron en sus Misterios. Nunca enseñó la doctrina en ese sentido literal en el que fue comprendido por el pueblo. De esa doctrina literal no aparece ni el menor vestigio en los símbolos pitagóricos que nos han llegado, ni en las enseñanzas recolectadas por su discípulo Lisias. Sostenía que los hombres siempre permanecen, en su esencia, tal y como fueron creados; y que únicamente pueden degradarse por el vicio, y ennoblecerse por la virtud.

Hiercoles, uno de sus más celosos y celebrados discípulos, afirma expresamente que aquel que cree que el alma del hombre, tras su muerte, entra en el cuerpo de una bestia por sus vicios, o se convierte en una planta por su estupidez, se engaña y e ignora por completo la forma eterna de alma, que es inmutable. Pues, permaneciendo siempre como hombre, se dice que se convierte en Dios o bestia a través de la virtud o el vicio, aunque no puede convertirse ni en uno ni en otro por naturaleza, sino únicamente por la semejanza de sus inclinaciones.

Y Timeo de Locria, otro discípulo, dice que para asustar a los hombres e impedirles que cometan crímenes, les amenazaban con extrañas humillaciones y castigos; incluso afirmar que sus almas pasarían a nuevos cuerpos: el del cobarde al cuerpo de un ciervo; el del violador al cuerpo de un lobo; el del asesino al cuerpo de un animal aún más feroz; y el del impuro concupiscente al cuerpo de un cerdo.

Semejante es la doctrina expuesta por Fedón. Y Lisias sostiene que una vez que el alma, purificada de sus crímenes, ha abandonado el cuerpo y retornado al cielo, ya no está sujeta a cambio y muerte, sino que disfruta de una felicidad eterna. Según los indios, regresaba y se convertía en parte del alma universal que todo lo anima.

Los hindúes sostenían que Buda descendió a la Tierra para elevar a todos los seres humanos al estado perfecto. Finalmente tendrá éxito, y todos, incluido él mismo, se fusionarán con la Unidad.

Visnú juzgará en el último día al mundo, que será consumido por el fuego. El Sol y la Luna perderán su luz; las estrellas caerán, y un Nuevo Cielo y una Nueva Tierra serán creados.

La leyenda de la Caída de los Espíritus, oscurecida y desfigurada, es preservada en la mitología hindú. Y sus tradiciones reconocían, y reverenciaban, la sucesión de los primeros ancestros de la humanidad, o Santos Patriarcas del mundo primitivo, bajo el nombre de los Siete Grandes Rishis, o Sabios de canosa antigüedad; aunque revistieron su historia con una nube de ficciones.

Los egipcios sostenían que el alma era inmortal, y que Osiris juzgaría al Mundo.

Y de manera semejante la leyenda persa reza:

«Una vez que Ahrimán haya gobernado el mundo hasta el fin de los tiempos, Sosiosch, el Redentor prometido, llegará para aniquilar el poder de los devas (o espíritus malignos), despertar a los muertos, y decidir en el Juicio Final sobre los espíritus y los hombres. Tras lo cual el cometa Gurzsher será derribado, y una conflagración general tendrá lugar, consumiendo el mundo entero. Los restos de la Tierra se sumirán en el Duzakh, convirtiéndose por tres períodos en lugar de castigo para los malvados. Entonces, de forma gradual, todos serán perdonados, incluso Ahrimán y los Devas, siendo admitidos a las regiones de luz cegadora, y habrá un Nuevo Cielo y una Nueva Tierra».

En las doctrinas del lamaísmo encontramos igualmente oscurecidos, y parcialmente ocultos en ficción, fragmentos de la verdad primitiva. Pues, según este credo «Debe haber un Juicio Final ante Eslik Khan, y los buenos serán admitidos en el Paraíso, y los perversos serán desterrados al infierno, donde hay ocho regiones de fuego ardiente y ocho de frío gélido».

En los Misterios, donde quiera que fuesen practicados, se enseñaba la verdad de la revelación primitiva, la existencia del Gran Ser Uno, infinito y que impregna el universo, que era adorado sin superstición; y Su maravillosa naturaleza, esencia y atributos eran impartidos a los Iniciados, mientras que el vulgo atribuía Sus obras a dioses secundarios, personificados y separados de Él en una fabulosa independencia.

Estas verdades eran en cierto modo veladas para el común; y los Misterios fueron llevados a cada país en que, sin perturbar las creencias, verdad y artes populares, las ciencias pudiesen ser conocidas por aquellos capaces de comprenderlas y mantener la doctrina incorrupta. Pues el pueblo, inclinado a la superstición y la idolatría, no ha sido capaz de hacerlo en época alguna. Como no lo es tampoco hoy en día, tal y como demuestran las supersticiones y aberraciones de hoy en día. No tenemos más que señalar las doctrinas de numerosas sectas que degradan al Creador asignándole las pasiones humanas para demostrar que ahora, como siempre, las antiguas verdades deben ser confiadas a unos pocos, o serán revestidas de ficción y error, e irremediablemente perdidas.

Aunque la Masonería es idéntica a los Antiguos Misterios, lo es en este sentido: que no presenta más que una imperfecta imagen de su brillantez; que únicamente ofrece las ruinas de su grandeza y un sistema que ha experimentado progresivas alteraciones, fruto de los acontecimientos sociales y circunstancias políticas. Al abandonar Egipto, los Misterios fueron modificados por los hábitos de las distintas naciones en las que fueron introducidos. Aunque estas costumbres eran inicialmente de carácter más moral y político que religioso, pronto formaron parte de la herencia de los sacerdotes, y se consideraron como religiosas, aunque en realidad limitaban el poder sacerdotal, al mostrar a los laicos inteligentes el disparate y el absurdo de los credos del populacho. Por ello fueron necesariamente modificadas por los sistemas religiosos de las naciones en que fueron trasplantadas. En Grecia fueron los Misterios de Ceres; en Roma, de Bona Dea; en la Galia, la Escuela de Marte; en Sicilia, la Academia de las Ciencias. Los hebreos participaron de los ritos y ceremonias de una religión que situaba todos los poderes de gobierno, y todo el conocimiento, en las manos de los Sacerdotes y Levitas. Las pagodas de La India, los retiros de los Magos de Persia y Caldea, y las pirámides de Egipto, ya no eran las fuentes de las que los hombres bebían conocimiento. Cada pueblo, en su ignorancia, tenía sus Misterios. Con el paso del tiempo los templos de Grecia y la Escuela de Pitágoras perdieron su reputación, y la Francmasonería tomó su lugar.

La Masonería, cuando está apropiadamente expuesta, es al mismo tiempo interpretación del gran libro de la Naturaleza, recital de fenómenos físicos y astronómicos, la más pura filosofía, y lugar de depósito donde, como una cámara del tesoro, se mantienen seguras todas las grandes verdades de la revelación primitiva que forma la base de todas las religiones.

En los Grados modernos es preciso reconocer tres cosas: la imagen de los tiempos primigenios, el cuadro de las causas eficientes del Universo, y el libro en el que está escrita la moralidad de todos los pueblos, así como el código por el que deben gobernarse si desean ser prósperos.

La doctrina cabalística fue durante largo tiempo la religión del sabio y del instruido; porque, al igual que la Masonería, tiende incesantemente hacia la perfección espiritual, y a la fusión de credos y nacionalidades de la raza humana. A ojos del cabalista, todos los hombres son sus hermanos; y su relativa ignorancia no es, para él, sino una razón para instruirles. Había ilustres cabalistas entre los egipcios y griegos, cuya doctrina ha aceptado la Iglesia Ortodoxa; y entre los árabes se contaban muchos cuya sabiduría no era menoscabada por la Iglesia medieval.

Los sabios ostentaban orgullosamente el nombre de cabalistas. La Cábala incorporaba una noble filosofía, pura, no misteriosa sino simbólica. Enseñaba la doctrina de la Unidad de Dios, el arte de conocer y explicar la esencia y operaciones del Ser Supremo, de las fuerzas espirituales y naturales, y de determinar su acción por medio de figuras simbólicas a través de la disposición del alfabeto, las combinaciones de números, la inversión de las letras en la escritura y el contenido oculto que decían descubrir en ello. La Cábala es la clave de las ciencias ocultas; y los Gnósticos nacieron de los Cabalistas.

La ciencia de los números representaba no solamente las cualidades aritméticas, sino también toda grandeza y toda proporción. Por ella llegamos necesariamente al descubrimiento del Principio o Causa Primera de las cosas, denominado actualmente Lo Absoluto, o Unidad, ese sublime término al que toda filosofía se dirige por sí misma; esa imperiosa necesidad de la mente humana, pivote alrededor del cual es empujada a agrupar el agregado de sus ideas: la Unidad, esta fuente, este centro de todo orden sistemático, este principio de existencia, este punto central, desconocido en su esencia, pero manifestado en sus efectos; la Unidad, ese sublime centro al que se remonta toda cadena de causas y efectos, era la augusta Idea hacia la que todas las ideas de Pitágoras convergían. Rehusó el título de Sabio, que significa el que sabe. Inventó, y se aplicó a sí mismo el de Filósofo, que significa el que estudia las cosas secretas y ocultas. La astronomía que él misteriosamente enseñaba era astrología, y su ciencia de los números estaba basada en principios cabalísticos.

Los Antiguos, y el mismo Pitágoras, cuyos auténticos principios no siempre han sido entendidos, nunca pretendieron adscribir a los números, es decir, a signos abstractos, virtud alguna. Pero los Sabios de la antigüedad coincidían en reconocer una Causa Primera (material o espiritual) de la existencia del Universo. Por ello, la Unidad se convirtió en símbolo de la Deidad Suprema. Estaba hecha para expresar y representar a Dios; pero sin atribuir al número uno en sí ninguna virtud sobrenatural.

Las ideas pitagóricas referentes a los números quedan en parte expresadas en la siguiente… (LECTURA DE LOS CABALISTAS)

rl 




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