La piedad de superstición de la época había inducido multitudes
de peregrinos en los siglos XI y XII, a visitar Jerusalén con el propósito de ofrecer
sus devociones al sepulcro del Señor y los otros santos lugares que se encuentran
en esa ciudad. Aventureros religiosos eran hombres débiles y ancianos, casi todos
ellos sin armas, y la mayor parte de ellos estaban sujetos al insulto, pillaje,
y con frecuencia a la muerte, infligida por las hordas de Árabes quienes, aún después
de la captura de Jerusalén por los cristianos continuaron asolando las costas de
Palestina y los caminos a la capital.
Con el fin de proteger a los piadosos
peregrinos quienes de este modo se exponían al hurto y al ultraje corporal, nueve
caballeros franceses, partidarios de Baldwyn, se unieron, en el año 1118, en una
confraternidad militar o hermandad dedicada a las armas, e instituyeron un pacto
solemne para ayudarse recíprocamente en despejar los caminos, y defender a los peregrinos
en su paso a la ciudad santa. Dos de estos caballeros eran Hugo de Payens y Godofredo
de San Aldemar. Raynouard (Los Templarios) dice que los nombres de los otros siete
no han sido conservados en la historia, pero que Wilke (Geschichte des T. H. Ordens)
los menciona, siendo Roral, Gundemar. Dodofredo Bisol, Payens de Montidier. Archibaldo
de San Aman, Andrés de Montbar, y el Conde de Provenza.
Uniendo el carácter militar con el monástico, celebraron en presencia
del patriarca de Jerusalén, los votos y juramento acostumbrado de la pobreza, castidad
y obediencia, y con gran voluntad asumieron el título de “Humildad Soldados de Cristo”.
Baldwyn, rey de Jerusalén, asignó para su residencia una parte de su palacio que
se encontraba cerca del sitio que ocupaba antes el Templo; y los Abates y Canónigos
del Templo les otorgaron, como lugar en el cual podían almacenar sus armas y municiones,
la calle que se encontraba entre el palacio y el Templo, de donde derivaron el nombre
de Templarios, título que retuvieron desde entonces. Raynouard dice que Baldwyn
envió a Hugo de Payens a Europa a solicitar una nueva cruzada, y que durante su
permanencia ahí presentó a sus compañeros ante el Papa Honorio II, de quien suplicaban
el permiso para formar una orden militar religiosa en imitación de la de los Hospitalarios.
El pontífice los recomendó a los concilios eclesiásticos los cuales se encontraban
en sesión en Troya, en Champagne. Payens se encaminó de aquí a ese lugar, habiendo
manifestado los padres la vocación de él y sus compañeros como defensores de los
peregrinos; la proposición fue aprobada, y le fue ordenado a San Bernardo el prescribe
reglamentos para la Orden naciente.
Este reglamento, en el que los Caballeros
de la Orden se llaman Pauperes commolitis Christi et Templi Salomonis, o “Los Humildes
Soldados de Cristo y del Templo de Salomón”, aún existe. Consta de setenta y dos
capítulos, cuyos detalles son notables por su carácter ascético.. Unieron varios
ejercicios devotos y severos, disciplina, ayuno y oración. Prescribía para los caballeros
declarados vestiduras blancas como el símbolo de una vida de pureza; los escuderos
y criados debían vestir de negro. Al traje blanco, el Papa Eugenio II posteriormente
agregó una cruz que debía usarse sobre el pecho izquierdo como símbolo de martirio.
Hugo de Payens, proveído de esta manera con una ley que le proporcionaba la
permanencia a su orden, y animado por la aprobación de la Iglesia, regresó a Jerusalén,
y llevando consigo muchas reclutas de entre las familias más nobles de Europa. Los
Templarios poco después se distinguieron de un modo prominente como guerreros de
la cruz. San Bernardo, quien los visitaba en su retiro del Templo, habla en los
términos más elocuentes de su abnegación, su frugalidad, su modestia, su piedad,
y su bravura. “Sus armas”, dice, “era su único aderezo, lasque usaban con valor,
sin temor al número o fuerza de los bárbaros. Toda su confianza estaba en el Señor
de las Huestes, y al pelear por su causa obtendrían la segura victoria o una muerte
honorable y cristiana”. Su bandera era el gallardete, de los colores blanco y negro
divididos, indicativos de la paz para sus amigos, y la destrucción para sus enemigos.
En su recepción cada uno de los Templarios juraba no voltear su espalda ante tres
enemigos, pero si se encontrase solo, combatirlos si eran impíos. Era su costumbre
decir que el Templario debía morir o vencer, desde el momento en que no tenía que
otorgar por su rescate, sino su cíngulo y su puñal.
La Orden del Templo,
al principio excesivamente simple en su organización, en poco tiempo llegó a ser
muy complicada. En el siglo duodécimo estaba dividida en tres clases, que eran Caballeros,
Capellanes, y Hermanos del Servicio.
El Gran Maestro residía originalmente en Jerusalén; y después
cuando esa ciudad fue abandonada, en Acre, y finalmente en Chipre. Su deber siempre
requería el que se encontrase en la Tierra Santa; y en consecuencia nunca residía
en Europa. Fue elegido por vida dentro de los caballeros en la siguiente forma.
En la muerte del Gran Maestro, era elegido el Gran prior para administrar los asuntos
de la Orden hasta que podía ser elegido el sucesor. Cuando llegaba el día que había
sido nombrado para la elección, el Capítulo por lo general se reunía en el centro
principal de la Orden; y se proponía entonces a uno de los caballeros más estimados,
en número de tres o más; el Gran Prior recogía los votos, y aquel que había recibido
el mayor número era denominado para ser el Prior elector. En seguida un ayudante
se le asociaba, en la persona de otro caballero. Estos dos permanecían toda la noche
en la capilla empeñados en orar. En la mañana, elegían a otros dos, y estos cuatro,
a dos más, y así sucesivamente hasta que el número de doce (el de los apóstoles)
había sido seleccionado. En seguida los doce seleccionaban al capellán. Entonces
los trece procedían a votar por el Gran Maestro, el que era elegido por mayoría
de votos. Cuando la elección estaba completa, era anunciada a los hermanos en la
asamblea; y cuando todos habían prometido la obediencia, el Prior, si la persona
se encontraba presente, le decía: "En el nombre del padre Dios, el Hijo, y el Espíritu
Santo, hemos elegido, y te elegimos Hermano N. para que seas nuestro Maestro”. Entonces,
volviendo así a los hermanos, decía: “Queridos Señores y Hermanos, dad gracias a
Dios; ved aquí a nuestro Maestro”. Los Capellanes entonces cantaban él Te Deum;
y los hermanos, llevando a su nuevo Maestro en sus brazos lo conducían a la capilla
y lo situaba ante el altar, en donde continuaba arrodillado, mientras que los hermanos
oraban, y los Capellanes repetían el Kyrie Eleison, y el Pater Noster, y otro ejercicio
piadoso. En el siguiente grado al de Gran Maestro era el Senescal, que era su representante
y teniente. Después venía el Mariscal, que era el general de la Orden. En seguida
el Tesorero cargo que siempre estaba unido con el de Gran Preceptor de Jerusalén.
Era el Almirante de la Orden. El Guarda Ropa era el oficial que seguía en rango,
que tenía a su cargo las vestiduras y arreglos de la Orden. Era una especie de Comisario
General. El Turcopolio era el comandante de la caballería ligera. Había también
una clase de oficiales llamados Visitadores, cuyo deber, como su nombre indica,
era el de visitar a las diferentes Provincias, y corregir abusos. Había también
algunos oficiales subordinados destinados a los Hermanos del Servicio, tales como
Sub-Mariscal, Porta-Estandarte Adbéitar, etc.
Organizada la Orden de esta
manera, naturalmente aumentó su prosperidad y crecían sus posesiones en el Este
y en Europa y tuvo que dividirse en provincias, gobernada cada una de ellas por
un Gran Preceptor o Gran Prior; pues los títulos se usaban indistintamente. Sin
embargo, el de Preceptor era peculiar a los Templarios,, mientras que el de Prior
era común tanto entre ellos como los Caballeros Hospitalarios de San Juan. Estas
provincias eran en número de quince, y son las siguientes: Jerusalén, Trípolis,
Antioquía, Chipre, Portugal, Castilla y León Aragón, Francia y Auvernia, Normandía,
Aquitaine, Provenza, Inglaterra, incluyendo Escocia e Irlanda; Alemania, Italia
Central y Septentrional, Apulia, y Sicilia. De donde puede verse que no había lugar
de Europa, excepto los empobrecidos reinos de Dinamarca, Suecia y Noruega, donde
los Templarios no habían extendido sus posesiones y su influencia.
El acto
de la recepción de un Caballero en la Orden era una ceremonia muy solemne. Era secreta,
y no se permitía estar presente sino únicamente a los miembros de la Orden. En efecto
difería de la de los Caballeros de malta, cuya forma de recepción era libre y pública;
y a esta diferencia entre la recepción pública y la iniciación secreta, es a lo
que quizá puede atribuirse una parte del espíritu de persecución de la iglesia ha
demostrado a la Orden en sus últimos tiempos.
El hecho de que los Templarios
tenían una iniciación secreta se concede generalmente en la actualidad, aunque algunos
escritores lo han negado. Pero debido a las circunstancias en su favor que son demasiado
grandes para superar en cualquier sentido, excepto n la forma positiva de lo contrario,
la que nunca ha sido aducida. Es bien conocido que durante estas recepciones eran
admitidos únicamente los miembros de la Orden; cuya prohibición no hubiera sido
necesaria si las ceremonias no fueran secretas. En las juntas del Capítulo General
de la Orden, era rehusado aun el mismo Legado del Papa.
No sería honroso
ni razonable citar las ciento veinte acusaciones promovidas contra los Templarios
por Clemente, porque eran indudablemente falsedades malévolas inventadas por un
Pontífice inmoral y sin principios medianeros de la concupiscencia de un monarca
miserable; pues algunas de ellas son de tal naturaleza al grado de indicar que la
creencia general de los hombres de la época.
Así, encontramos en el artículo
32 que dice: “Quo receptiones istius clandestine faciebant”; i. e. que estaban acostumbrados
a hacer su recepción en secreto. El 100 contiene estas palabras: “Quod sic se includunt
ad tenenda capitulatu omnes januas domus et ecclesiae in quibus tenent capitula
ferment adeo firmiter quod nullus sit nec esse possit accessus ad eso nec juxta;
up possit quicunde videre vel audire de factis vel dictis eorum”; i. e. Que siempre
que verificaban sus Capítulos, cerraban todas las puertas de la casa o iglesia en
que estaban reunidos tan estrechamente, que nadie podía aproximarse bastante cerca
para ver u oír lo que hacían y decían. Y el siguiente artículo es más singular,
pues refiere que, con el fin de cuidarse de los escuchas, acostumbraban a situar
un vigilante, como diríamos ahora un guarda templo sobre el techo de la iglesia,
“excubicum super tectum”, quien podía dar el aviso necesario.
El atavío de
los Templarios les fue prescrito por San Bernardo, en el reglamento que compuso
para el gobierno de la Orden, y se describe en el capítulo XX, en esta forma: “A
todos los Caballeros declarados, ya sea en invierno o en verano proporcionamos,
si se pueden obtener, vestiduras blancas, para que aquellos que han dejado tras
de sí las huellas de una vida de ignorancia, puedan conocer que deben procurar encomendarse
a su Creador y pedirle una vida pura y sin mancha". El manto blanco era por lo tanto
el hábito peculiar de los Templarios, como el negro era de los Hospitalarios.
Subsiguientemente, pues al principio no usaban la cruz, el Papa Eugenio III,
les otorgó la cruz roja pattée como el símbolo del martirio, el que debían usar
sobre el pecho izquierdo exactamente sobre el corazón. La iniciación general de
San Bernardo referente a las vestiduras se desarrolló después, así, es que el vestido
del Templario consistía en una larga túnica blanca, muy semejante en la forma a
la del sacerdote, con la cruz roja en el frente y espalda; debajo de ésta llevaba
camisa de lino abrochada con un cinto. Encima de ésta usaban el manto blanco con
la cruz roja pattée. La cabeza era cubierta con un casco o capirote adherido al
manto. Las armas eran la espada, lanza, maza y escudo. También al principio la Orden
adoptó como sello de armas la representación de dos caballeros montando un caballo,
como la señal de su pobreza, posteriormente cada caballero era provisto de tres
caballos, a la vez que un escudero seleccionado generalmente de la clase de los
Hermanos del Servicio. Para escribir la historia completa de la Orden Templaria
referente a los dos siglos de su existencia, sería, dice Addision, tanto como escribir
la historia Latina de palestina, y ocuparía un volumen: Sus detalles contendrían
relatos de batallas gloriosas con los impíos en defensa de la tierra Santa, y de
peregrinaciones cristianas, algunas veces afortunadas y con frecuencia desastrosas
de arenas áridas humedecidas con la sangre de guerreros cristianos y sarracenos;
de deshonrosas contiendas con su rival de San Juan; de partidas forzadas y definitivas
de los lugares que sus proezas habían conquistado, pero que su fuerza no había sido
suficiente para conservarlos, y algunos años de lujuria y puede ser que de indolencia
desordenada, terminados por el cruel martirio y disolución.
La caída de Acre
en 1292, bajo el vigoroso asalto del Sultán Mansour, condujo desde luego a la evacuación
de palestina por los cristianos. Los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén,
llamados después Caballeros de Rhodas, y entonces de Malta, huyeron a Rhodas, donde
los primeros, asumiendo el carácter naval, reanudaron el estado de guerra en sus
embarcaciones de remos contra los Mahometanos. Los Templarios, después de una breve
quietud en la isla de Chipre se retiraron a sus diferentes Preceptorías que tenían
en Europa.
Porter (Historia de los Caballeros de Malta, i. p. 174) no tiene
panegírico para estos cobardes caballeros. Después de elogiar a los Hospitalarios
por su perseverante energía con la cual, desde su isla natal de Rhodas, continuaban
la guerra con los impíos, dice: “El Templario, por lo contrario, después de su permanencia
breve en Chipre, en lugar de proporcionar la ayuda más insignificante a sus hermanos
caballerescos y dignos en su nueva lucha, huyeron con precipitación increíble hacia
sus numerosas y ricas Preceptorías Europeas, en donde la tosquedad de su libertinaje,
la pompa de su lujo y lascivia, y la arrogancia de su orgullo, pronto se convirtió
en el objeto del odio más invencible entre aquellos que poseían amplios poderes
para realizar su destrucción. Durante estos últimos años de su existencia puede
mencionarse muy poco en defensa de la Orden; pues sin embargo de su inhumana crueldad
con la cual se realizó su extinción ha aparecido un sentimiento de compasión en
su favor, el que con mandato sincero trata de borrar la memoria de sus crímenes,
pues aún no puede negarse que durante los últimos años se habían desviado de los
propósitos originales de su institución de tal manera que se hicieron indignos depositarios
de ese tesoro que les había sido legado para los fines tan inmensamente diferentes
a los que se habían propuesto”.
El acto de crueldad y de injusticia por el
cual fue disuelta la Orden Templaria en el siglo XIV ha legado la memoria ignominiosa
o el recuerdo de los nombres de los infames reyes, y el no menos Papa infame que
los realizó.. En el principio del siglo XIV se encontraba en el trono de Francia
Felipe el Hermoso, príncipe ambicioso, vengativo y avaro.
Durante su famosa
controversia con el Papa Bonifacio, los Templarios como era su costumbre, se habían
adherido al pontífice y se opusieron al rey; este acto exaltó su odio; y como la
Orden era enormemente rica, esto provocó su avaricia, y sus poderes intervinieron
con sus designios de engrandecimiento político; y todo esto alarmó su ambición.
Por consiguiente, concertó de un modo secreto con el Papa Clemente V el plan para
su destrucción, así como para la apropiación de sus ingresos. Clemente, por su dirección
y consejo, escribió en junio de 1306, a De Molay, el Gran Maestro que se encontraba
en Chipre, invitándole a que viniese a consultar con él sobre algunos asuntos de
gran importancia para la Orden. De Molay obedeció al llamado, y en los comienzos
de 1307 llegaba a París con sesenta caballeros y grande cantidad de tesoro.
Fue inmediatamente encarcelado, y, el 13 de octubre siguiente todos los Caballeros
de Francia, en consecuencia de las órdenes secretas del rey fueron arrestados bajo
la simulada acusación de idolatría, y otros crímenes enormes, de los cuales Squin
de Flexian, Prior expulsado y apóstata de la Orden, se menciona haber confesado
que los caballeros cometían actos delictuosos en sus Cabildos secretos. Lo que significaban
estas acusaciones no ha sido dejado a la suposición. Pues el Papa Clemente V envió
la lista de las causas de acusación, alcanzando el número de 120, a todos los arzobispos,
obispos y comisionados papales por los cuales debía de examinar a los caballeros
que debían ser llevados para su aclaración. Esta lista aún existe, y en ella encontramos
tales acusaciones, como éstas:
Que se requería a todos aquellos que debían
iniciarse en la Orden, jurar retractándose de Cristo, la Virgen María, y todos los
santos. Que negaban que Cristo hubiera sufrido por la redención del hombre. Que
habían convertido a la cruz o crucifijo en un vaso para escupir. Que adoraban a
un gato en sus asambleas. Que practicaban artes mágicas o encantamientos.
De tales cargos como éstos, contrarios a la naturaleza y a la razón eran acusados
los caballeros, y por supuesto, condenados como conclusión hecha de antemano. El
12 de mayo de 1310, cincuenta y cuatro de los caballeros fueron quemados públicamente
y el 18 de marzo de 1313, De Molay y el Gran Maestro y los tres principales dignatarios
de la Orden, sufrieron la misma suerte. Murieron fielmente sosteniendo su inocencia
de todos los crímenes que les imputaban. La Orden fue suprimida desde luego, por
la energía del rey de Francia, apoyada por la autoridad espiritual del Papa, orden
que se verificó en toda Europa.
Muchísimas de sus vastas posesiones que no
habían sido apropiadas por los diferentes soberanos para su propio uso, o el de
sus favoritos, fueron otorgadas a la Orden de los Caballeros de Malta, cuya aceptación
del donativo no tendió a disminuir la mala disposición que había existido siempre
entre los miembros de las dos Órdenes.
En cuanto a la historia de la continuación
de la Orden, después de la muerte de Santiago de De Molay, por Johannes Larmenius,
bajo la autoridad del título de transmisión que le fue conferido por De Molay pocos
días antes de su muerte, ese asunto se trata más extensamente y en forma debida
en la Historia de la Orden del Templo, la que reclama, por virtud de ese título
ser la sucesora legítima de la antigua Orden.
Desde el establecimiento de
la Orden por Hugo de Payens, hasta su disolución durante el Magisterio de De Molay,
veintiún Grandes Maestros presidieron la Orden.
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