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Rito Escocés Antiguo y Aceptado
del Guajiro

La Hermandad para toda la Humanidad

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XXVII
Gran Comendador del Templo, o
Soberano Comendador del Templo de Jerusalén

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Este es el primero de los Grados verdaderamente caballerescos del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Ocupa este lugar en el calendario de Grados, entre el XXVI y el último de los Grados Filosóficos, para romper la continuidad y aliviar lo que de otro modo habría sido tedioso; y también para recordar que, a la vez que se está ocupado en especulaciones y abstracciones de credos y filosofías, el Masón debe mantenerse comprometido en los deberes activos de la gran batalla de la vida. El Masón no es únicamente un moralista y filósofo, sino un soldado, sucesor de aquellos Caballeros de la Edad Media que, al tiempo que enarbolaban la Cruz, también portaban la espada y eran adalides del Honor, la Lealtad y el Deber.

Los tiempos cambian, y también las circunstancias. Pero la Virtud y el Deber permanecen inalterables. Los males a combatir adoptan diferente fisonomía y una forma distinta, pero hay la misma necesidad de verdad y lealtad hoy en día que en los tiempos de Federico Barbarroja.

Ya no se forjan esos caracteres, religiosos y militares, que asistían a los enfermos y heridos en el hospital, y guerreaban en el campo de batalla contra el infiel; pero las mismas obligaciones, que deben ser practicadas bajo otra forma, continúan existiendo y se hayan presentes en nuestro entorno.

La virgen inocente ya no está a merced del barón brutal o del guerrero licencioso; pero no por ello la inocencia y la pureza dejan de necesitar protectores.

La guerra no parece ser ya el estado natural de la sociedad, de forma que para la mayoría de los hombres comprometerse a no retroceder ante el enemigo no es más que una promesa vacía. Sin embargo, esta obligación y este deber todavía permanecen vigentes para todos los hombres.

La verdad en el obrar, en la labor y en la opinión, es más rara ahora que en los días de la caballería. La falsedad se ha convertido en moneda corriente y circula con cierto grado de respetabilidad, dado que tiene valor real. De hecho, es el gran vicio de nuestro tiempo, del mismo modo que lo es su hermano gemelo, el fraude. Los hombres, en aras de su interés político, profesan cualquier principio que sea rentable y provechoso. En el tribunal, en el púlpito y en los parlamentos, los hombres argumentan contra sus propias convicciones y, por medio de lo que denominan lógica, defienden aquello en lo que no creen pero que es lo que otros desean escuchar, demostrando así que el engaño y la hipocresía son rentables para quienes los practican, como lo son las participaciones y acciones, que proporcionan un cierto rendimiento; y de este modo, no es lo verdadero de una opinión o un principio, sino el beneficio neto que se le pueda extraer, lo que se convierte en medida de su valor.

La prensa es la gran sembradora de falsedad. Difamar al antagonista político; desvirtuar todo lo que dice o, de no ser esto posible, poner en su boca lo que no ha dicho; poner en circulación las más abyectas calumnias con el fin de derrotarlo, estos hábitos son tan comunes que han dejado de despertar interés o comentarios, más que generar sorpresa o disgusto.

Hubo un tiempo en que un caballero antes moriría que pronunciar una mentira o romper su palabra de caballero.El Caballero Comendador del Templo revive el antiguo espíritu caballeresco, y se entrega a la antigua veneración caballeresca de la Verdad. Jamás pronunciará ni hará profesión de algo en lo que no cree en aras del beneficio o la conveniencia, o porque tema la desaprobación del mundo. Del mismo modo que no calumniará a su enemigo, ni desvirtuará o pervertirá las palabras o actos de otros hombres, ni pronunciará palabras falsas por ningún motivo o bajo ningún pretexto, so pena de manchar su honor. Tanto en el Capítulo como fuera de él debe hablar la Verdad, y toda la Verdad, nada más y nada menos, o no decir ni una palabra.

El Caballero Comendador debe protección a la inocencia y la pureza donde quiera que se halle, tal y como era antaño. Protección contra la violencia, o contra aquellos, más culpables que los mismos asesinos, que por artificio o traición persiguen asesinar el alma; o contra la necesidad y la pobreza, que conduce a demasiadas mujeres a vender su honor e inocencia por alimento. El mundo nunca ha proporcionado mejores oportunidades que ahora para la práctica de estas elevadas virtudes y noble heroísmo que tanto distinguieron a las tres grandes órdenes militares y religiosas en sus inicios, antes de volverse corruptas y viciadas por la prosperidad y el poder.

Cuando una temible epidemia asola una ciudad, y la muerte se inhala en el aire que respiran los hombres; cuando los vivos apenas bastan para enterrar a los muertos, la mayoría de los hombres huyen aterrorizados, para regresar y vivir como personas respetables e influyentes una vez que el peligro ha pasado. Pero el antiguo espíritu caballeresco de devoción, generosidad y desprecio por la muerte aún perdura, y no está extinto en el corazón de los hombres. En todas partes puede encontrarse a un pequeño grupo de hombres que permanecerán de manera firme e impávida en sus puestos, no por dinero, o por honores, ni tampoco por proteger su hacienda personal; sino por obedecer el dictado infalible del deber. Exploran la morada de la miseria y la necesidad; con la gentileza de las mujeres alivian el dolor del moribundo, y alimentan la lámpara de vida del convaleciente. Llevan a cabo las tristes exequias de los muertos, y no buscan otra recompensa que el beneplácito de sus propias conciencias.

Tales son los verdaderos Caballeros de este tiempo. Estos, y el Capitán que permanece en su puesto a bordo del barco que se va a pique hasta que el último bote, repleto de pasajeros hasta el borde del agua, se aleja, tras lo cual se sumerge sosegadamente con la nave hacia las misteriosas profundidades del océano. O el piloto que permanece al timón mientras las llamas le rodean, destrozando su vida; o el bombero que asciende por las paredes ardientes y se adentra en el fuego para salvar la propiedad y las vidas de otros con los que no tiene lazo de sangre o amistad, y a quienes ni siquiera conoce. Estos, y otros como ellos, y todos los hombres que aguantan con virilidad en su puesto; morir, si es preciso, pero jamás abandonar el puesto. Pues estos hombres también están juramentados para no retroceder ante el enemigo.

Hermano mío, al convertirte en Caballero Comendador del Templo te has consagrado al desempeño de tus deberes y de actos de heroísmo como estos.

¡Soldado de la Verdad y la Lealtad!
¡Protector de la Pureza e Inocencia! ¡Retador de la Plaga y la Pestilencia!
¡Enfermero de los convalecientes y enterrador de los muertos!
¡Caballero que prefiere la Muerte antes que abandonar el Deber!
¡Bienvenido seas al seno de esta Orden!


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