Anécdotas Aeronáuticas
Ernesto Miguel Burga Ortiz
Sin más demora partieron ambos, el capitán y el teniente gobernador,
hacia la punta de carretera en busca de ayuda; diez minutos después apareció un
hombre que se dirigió directamente a mí.
- ¿Técnico
Jibaja? me envía el teniente gobernador para que le ponga una inyección al teniente,
el capitán dice que está con fiebre muy alta así que le voy a poner una antalgina
R a ver si eso lo ayuda - bajó la mirada, como avergonzado del desamparo en que
vivían
El samaritano del pueblo sacó un estuche de metal dentro del cual
había un inyector de vidrio y los aditamentos para armar un hornillo y hacer hervir
el inyector y la aguja, todo eso se veía muy antiguo pero era lo único que había
y generosamente nos lo ofrecía.
Pasaron quince minutos y no veíamos efecto
alguno, el teniente continuaba respirando con una respiración que apenas percibíamos,
el rostro sereno y pálido, sin moverse, parecía estar durmiendo.
Pasados
unos minutos, y al ver la inmovilidad del teniente, tratamos de encontrar una clara
señal de vida pero no lo conseguimos, no le sentimos el pulso ni escuchamos el palpitar
del corazón, tomamos un espejo pero no se empañó cuando lo pusimos bajo su nariz.
Era cerca de las cinco de la tarde de ese 25 de octubre de 1974. El teniente Manuel
La Rosa, mi superior, mi piloto, mi amigo, mi hermano como me pidió que lo llamara,
había partido.
Me sentí desolado, impotente, habíamos llegado tan lejos,
pasado tantas privaciones, sustos y sinsabores, ayudado mutuamente durante esas
noches de lluvia y zancudos, casi sin comer, dándonos ánimo uno al otro, estábamos
ya tan cerca de volver a ver a nuestras familias, me había hecho tantas confidencias
que ya conocía a su familia casi tanto como a la mía y ahora había partido ¿Qué
le diría a su Amalia?
El buen samaritano, cuyo nombre se ha borrado de mi
memoria, me ofreció su casa para velar al teniente; al llegar encontramos con que
nuestro amigo, que se había adelantado, había previsto una mesa cubierta de con
una tela blanca sobre la cual pusimos el cuerpo, cuatro velas para uso doméstico
y cinco mujeres de mediana edad completaba el cuadro.
La mujer de mayor edad
sacó un rosario y dirigió el rezo, lo hizo serenamente, sin lamentos ni lloros;
terminadas las oraciones todas se quedaron en completo silencio y así permanecieron
hasta las nueve de la noche en que, como si se hubieran puesto de acuerdo, se levantaron,
se despidieron una a una de mí y se marcharon; a continuación se marchó el dueño
de casa y nos quedamos solos, el teniente y yo, por el resto de la noche.
Me acomodé en una silla para pasar la noche, por ratos dormitaba, cabeceando,
y por ratos me dormía profundamente; en algún momento soñé que estaba en la cascada
y el agua que me caía encima, ahogándome, y me desperté sobresaltado; volví a quedarme
dormido y me vi en el helicóptero en auto-rotación, hasta me pareció escuchar el
sonido característico de las palas, hasta que me desperté y me di cuenta que el
”flapeo” que escuchaba no era producto de mi imaginación sino que era un helicóptero
que se acercaba.
No era todavía ni las seis de la mañana cuando el helicóptero
pasó, a poca altura, se elevó haciendo un giro sobre el lugar donde yo me encontraba,
acomodándose para aterrizar; corriendo me dirigí al río cercano, único sitio que
permitía el aterrizaje, sentí el agua muy fría cuando me metí con botas y todo,
pero no me importó, ya estaba casi en la civilización, en mi casa, con mi familia.
Dirigí el aterrizaje mediante las señales convencionales y, en cuanto estuvo
firmemente asentado en tierra, me dirigí hacia el capitán Gutiérrez a quien vi que
descendía del helicóptero; había cumplido su palabra, había regresado con ayuda”.
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