Anécdotas Aeronáuticas
Ernesto Miguel Burga Ortiz
Día 18 de Octubre de 1974, octavo día desde su aterrizaje forzoso,
siete y treinta de la mañana; iniciaron su caminata, más preocupados que la primera
vez, en su fuero interno todos se hacían la misma pregunta ¿encontraremos otros
barrancos, más difíciles que el que sorpresivamente hemos hallado?
Paso
a paso fueron avanzando hacia la garganta por la cual habían descendido anteriormente,
casi al unísono, sin ponerse de acuerdo, antes de perderlo de vista, los cuatro
voltearon a mirar por última vez a “su helicóptero” que ahora yacía como muerto,
inmóvil, solitario y silencioso, abandonado ¿Lo ubicarían alguna vez?
Descendieron
por la misma ruta que habían seguido antes, prácticamente caminaron sobre sus propias
huellas pues el terreno no les permitía desviarse; el descenso fue tan agotador
como la primera vez pero urgidos por la necesidad de llegar cuanto antes a la cascada
trataron de avanzar lo más rápido posible, sólo se detenían cuando les era imprescindible,
querían llegar e iniciar el descenso de la cascada lo más temprano posible, les
preocupaba que no hubiera horas de luz suficientes para completar la operación con
seguridad, el entorno era de por sí muy oscuro y en la zona de la cascada más aun
, la quebrada se angostaba y la vegetación la cubría de un lado al otro como una
cúpula impenetrable impidiendo la entrada de la luz del sol.
Al llegar se
detuvieron a descansar, cansados y sudorosos; Gutiérrez miró la hora y comprobó
lo que se temía: habían ganado solamente quince minutos al tiempo que habían calculado,
si se podía llamar tiempo ganado, ya que todos estaban casi agotados; Jibaja se
había mantenido todo el tiempo a la cabeza del grupo caminando lo más rápido siguiendo
lo planeado, pero era evidente que no había sido lo más conveniente.
- ¿Cuántos años tienes Jibaja? - el suboficial miro extrañado al capitán
- Veinticinco, mi capitán, soy del año 1959
- ¿Cuándo
saliste de la Escuela de Suboficiales?
- En enero
de este año, mi capitán
- Con razón corres como
un gamo ¿Haces algún deporte?
- Paleta frontón mi
capitán, todos los días en la base
- ¡Y encima seguro
que eres de la sierra!
- Si, mi capitán; soy de
Calca, en Cuzco
Como más joven, y deportista, Jibaja se repuso antes que
sus compañeros y, casi de inmediato, se puso a preparar lo necesario para la operación
que deberían realizar; desenrolló el cable y lo revisó buscando hilos rotos, lo
extendió para evitar que se enrede y preparó el arnés para el descenso; un par de
minutos después el grupo estaba reunido discutiendo la mejor forma de efectuar el
descenso.
Después de examinar concienzudamente el lugar decidieron que el
mejor lugar era por el centro de la cascada, al estar libre de vegetación podían
vigilar mejor los puntos de apoyo por donde correría el cable y así disminuir las
posibilidades de que se enganche o se trabe durante el descenso; el problema no
era el agua, ya que por la quebrada corría apenas unos treinta centímetros, y la
cascada era en realidad muy pequeña, el verdadero problema era que el hombre que
estuviera descendiendo estaría literalmente en manos de sus compañeros, no tendría
puntos de apoyo, colgado a una altura de aproximadamente veinte metros y con el
agua cayéndole encima.
Quisieron hacer una especie de polipasto utilizando
las rocas para disminuir el esfuerzo, pero sólo les fue posible hacer dos curvas
seguras, los descensos tendrían que hacerse prácticamente a pulso; en ese momento
se hizo evidente otro problema: el cable, al ser tan delgado, les cortaría la piel
si no tenían la protección adecuada, lo que los haría soltarlo y la persona que
estaba suspendida con el arnés terminaría estrellándose en el fondo rocoso.
- Jibaja, tú serás el primero en bajar ¿Algún inconveniente?
– dijo Gutiérrez
- Ninguno, mi capitán ¿Puedo llevar
el machete?
- Sí, está bien, lleva el machete, pero
deja tu cuchillo
Rápidamente Jibaja se colocó el arnés sin dudar, se metió
al agua y se ubicó boca abajo con los pies hacia el borde de la caída, se estremeció
de frío cuando el agua, helada, entró por el cuello y le mojó la espalda; miró al
capitán y levantó el pulgar de la mano derecha, el capitán le hizo un gesto de aprobación
con la cabeza y devolvió el saludo con el pulgar.
Los tres se protegieron
las manos con sus propias ropas sacadas de las mochilas, se acomodaron para asentar
bien los pies y tensaron el cable; Jibaja los miró por última vez y se descolgó
de espaldas al vacío, desde ese momento su suerte quedó en manos de sus compañeros,
poco a poco fue descendiendo, lentamente, deteniéndose de cuando en cuando mientras
el torrente le caía encima empapándolo íntegramente; en una última parada, cuando
estaba casi tocando las piedras con los pies se detuvo el descenso, desesperado,
cayéndole el agua empezó a gritarles para que suelten el poco cable que faltaba,
pero con el ruido de la cascada era imposible que lo escucharan.
A pesar
de haberse envuelto las manos con varias vueltas de ropa esa protección era absolutamente
insuficiente, el delgado cable les hacía daño, soportaron estoicamente los primeros
metros deteniéndose cuando el dolor era ya intolerable; por la cantidad de cable
que habían soltado suponían que Jibaja ya estaría cerca del fondo, pero no sabían
cuan cerca porque previamente no habían medido la distancia ¿A un metro, a medio
metro, a dos metros? Detuvieron el descenso para aliviar por un momento la presión
del cable que se clavaba inmisericorde; descansaron cerca de un minuto y luego reiniciaron
el descenso, grande fue su sorpresa cuando vieron que no habían soltado ni un metro
cuando este se aflojó indicando que Jibaja había alcanzado su destino.
En
segundo término hicieron descender a Villalobos, ya con la experiencia anterior
tomaron otras precauciones haciendo que el descenso fuera más controlado, hasta
que faltando algo menos de medio metro creyeron que ya había llegado al fondo y
soltaron el cable sorpresivamente, Villalobos terminó echado en el cauce, y con
él su maleta “americana”
Para el descenso de La Rosa y Gutiérrez invirtieron
los papeles, el extremo libre del cable se lo lanzaron a los que estaban abajo y
ellos sirvieron de contrapeso para los que estaban descendiendo, en último término
bajó Gutiérrez.
Todos estaban empapados, cansados por el esfuerzo y por
la tensión del descenso, la tarde caía rápidamente y la luz era cada vez más pobre,
era preciso reorganizarse y una vez más Gutiérrez dio órdenes precisas.
- Chauchilla, recoge el cable y el arnés, Jibaja, corta unas ramas para hacer el
soporte de un refugio para la lluvia, Mañuco, vamos a sacar unas hojas grandes y
ramas para hacer el techo, este remojón nos puede hacer daño, y peor si esta noche
llueve; pónganse ropa seca, si encuentran.
Todos se pusieron en acción frenéticamente,
no querían que los gane la oscuridad y pronto estuvieron amarrando palos y ramas
para hacer el refugio; terminaron aun con algo de luz, buscaron entre sus ropas
alguna que estuviera seca pero no tuvieron mucho éxito, todo estaba mojado, total
o parcialmente; no tenían combustible, ni leña seca ni fósforos, esa noche sería
terrible.
Se acomodaron bajo el techo del refugio y se prepararon para su
primera comida del día: dos latas de sardinas para los cuatro, no era mucho; transcurrieron
las horas monótonamente, se juntaron unos a otros en procura de calor que no conseguían,
hasta que aproximadamente a las diez de la noche empezó a llover bastante fuerte,
por unos breves segundos les pareció que no se mojarían pero el agua empezó a escurrirse
entre las hojas y pronto estuvieron bajo casi una ducha.
Esa noche fue una
de las muchas noches de tortura; si no era la lluvia eran los tábanos, insistentes,
molestos, o los zancudos, o ambos. Amanecieron mojados y ateridos, doloridos, se
sentían como si los hubieran golpeado y las perspectivas no eran buenas, recién
empezaban y no sabían cuántas noches iguales, o peores, les aguardaban. Y fueron
muchas.
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