¿Te has dado cuenta de que cada acto que llevas a cabo, cada emoción
que te embarga y cada pensamiento que emites repercute, constructiva o destructivamente,
en tu salud, en tu ambiente y en tu destino? En el universo de Dios nada se deja
al azar. Y nosotros, como seres en evolución, somos los causantes de todas las cosas,
buenas y malas, que nos suceden en la vida. No nos es fácil darnos cuenta de nuestras
flaquezas, penas ni dolores, ni de nuestras virtudes, talentos y alegrías, aunque
es cierto que siempre cosechamos lo que sembramos, en cumplimiento, siempre justo,
de las Leyes de Causa y Efecto y de Renacimiento. De manera que, si nuestros males
se han creado a sí mismos mediante actos, deseos o pensamientos erróneos, tienen
necesariamente que poder también curarse a sí mismos mediante actos, pensamientos
y sentimientos correctos, lo que nos permitirá vivir en íntima armonía con el Plan
Divino y acercarnos más a Dios, fuente de toda vida.
Siendo Dios justo y
bueno, no permite que nada, ni bueno ni malo, nos suceda sin merecerlo. Si, en su
infinita sabiduría y misericordia, permite que suframos como consecuencia de nuestras
erróneas actividades mentales, emocionales o físicas es sólo para que aprendamos
las lecciones que no podemos o no queremos aprender de otra manera. Éste es uno
de los fines principales de la existencia de la experiencia ya que, desde el punto
de vista cósmico, la experiencia es lo que más nos conviene, por dura que sea. Sin
embargo, la aceptación de esas leyes no debería conducirnos a considerar, desde
un punto de vista fatalista, todo lo concerniente a nuestros males, vida o destino.
El hecho de que las leyes de la naturaleza, que son las leyes de Dios, hayan sido
violadas, no significa que la enfermedad y el sufrimiento sean inevitables. En efecto:
existe el perdón de los pecados, que Cristo nos enseñó.
En un artículo titulado
“¿Podemos cosechar sin sembrar?”, Max Heindel explica lo anterior de la siguiente
manera: “Todas las leyes de la naturaleza, incluso la Ley de Consecuencia y sus
Aplicaciones a la vida humana, están bajo la dirección de Grandes Seres de sublime
espiritualidad y superlativa sabiduría. La ley no trabaja a ciegas, rigiéndose por
el principio de “ojo por ojo y diente por diente”, sino que esos Grandes Seres y
sus colaboradores administran todas las cosas con una sabiduría que está más allá
de la comprensión de nuestra mente finita. Algunos podrán pensar que no hay medio
de escapar a las deudas del pasado. Pero sí lo hay. Hemos repetido muchas veces
el hecho de que Dios o la Naturaleza o los Colaboradores de esa Gran Ley, nunca
la aplican en todo su rigor. Estamos aquí, en este gran esquema de la vida, protegidos
por esas leyes, que han sido establecidas para beneficiarnos y no para perjudicarnos,
aunque, realmente, nos limiten; igual que nosotros limitamos las libertades de nuestros
hijos para protegerlos de los peligros derivados de su inexperiencia.
Cuando,
por nuestras acciones del pasado, hemos dejado atrás ciertas deudas pendientes,
que algún día habrán de ser saldadas, pero, reconociendo nuestros errores, vivimos
una nueva página de nuestra vida, en armonía con las leyes que habíamos infringido,
esa acción borra las consecuencias de los errores pasados y los Agentes de la Gran
Ley, al ver nuestra enmienda, en ese caso particular, dejan de infligirnos los sufrimientos
a los que nos habíamos hecho acreedores. En eso estriba la diferencia entre los
puntos de vista fatalista y espiritual. La mano de Dios, por intermedio de Sus Agentes,
está en todas partes, desde en los grandes fenómenos, como el paso de un planeta
por su órbita, hasta en los más triviales, como la caída de un gorrión. Todo está
bajo Su cuidado amoroso y, por consiguiente, todo lo que nos sucede está en armonía
con el Gran Plan Divino. Y, ciertamente, que ese Plan no puede ser fatalista”.