El Sermón del Monte
La Llave para Triunfar en la Vida
Emmet Fox
A mis estudiantes de Gran Bretaña a América,
que han sido la inspiración y el estímulo de este libro.
Prefacio
Este libro es la esencia destilada de muchos años de estudios bíblicos y
metafísicos, y de las muchas conferencias que he impartido. Hubiera sido
tarea más fácil escribir una obra más amplia; pero mi objeto ha sido
ofrecer al lector un manual práctico de desarrollo espiritual, y con tal fin
he condensado todo lo posible la materia porque, como sabe muy bien todo
estudiante, la concisión es indispensable para alcanzar el dominio de
cualquier asunto.
Que nadie imagine que es posible asimilar todo el
contenido del libro en una o dos lecturas. Es necesario repasarlo muchas
veces para comprender a fondo el sentido completamente nuevo de la vida y la
gama de valores absolutamente originales que el Sermón del Monte presenta a
la humanidad. Sólo entonces se experimentará el Nuevo Nacimiento.
El
estudio de la Biblia no es distinto de la búsqueda de diamantes en África
del Sur. Al principio, los exploradores hallaban sólo unos pocos en el barro
amarillo, felicitándose por su buena fortuna, pensando que eso sería todo lo
que verían.
Luego, a medida que iban cavando capas más profundas,
llegaron al limo azul y quedaron maravillados al encontrar en un día tantas
piedras preciosas como las que antes habían obtenido en un año, y lo que
antes les había parecido una gran riqueza ahora resultaba insignificante en
presencia del nuevo tesoro.
De igual manera, querido lector, en tu
exploración de la Verdad en la Biblia, procura no quedar satisfecho ante
los primeros descubrimientos espirituales, los del barro amarillo. Sigue
hasta que puedas dar con el rico barro azul que se halla en el fondo. La
Biblia, sin embargo, difiere de los terrenos diamantíferos por el hecho
sublime de que debajo del limo azul aún quedan en ella más y más estratos.
Éstos son cada vez más ricos y esperan el contacto de la percepción
espiritual para toda la eternidad.
Sobre todo, mi buen lector, cuando
leas la Biblia, afirma constantemente que la Sabiduría Divina te va
iluminando.
Es el camino para recibir la inspiración del Todopoderoso.
He seguido la conveniente práctica moderna a la que se acomodan muchos
autores de libros metafísicos y que consiste en usar mayúsculas en todos
aquellos términos que representen aspectos o atributos de Dios.
Capítulo 1
¿Qué enseñó Jesús?
JESUCRISTO es, sin duda, la figura
más importante que jamás haya aparecido en la historia de la humanidad.
Esto hemos de admitirlo; no importa cómo le consideremos. Ello es verdad así
le llamemos Dios u hombre; y, si le consideramos hombre, ya le tengamos por
el más grande Profeta y Maestro del mundo, o meramente como un
bienintencionado fanático que, después de una efímera y tempestuosa vida
pública, sufrió el dolor, la ruina y el fracaso. Sea cual sea nuestra
interpretación, quedará el hecho incontrovertible de que su vida y su
muerte, así como las enseñanzas que se le atribuyen, han influido en el
curso de la historia más que las de cualquier otro hombre que jamás haya
vivido. Mucho más, incluso, de lo que lo hicieron Alejandro, o César, o
Carlomagno, o Napoleón, o Washington. Son muchas las personas influenciadas
por sus doctrinas, o al menos, por las que se le atribuyen; se escriben,
leen y compran multitud de libros acerca de Él; se pronuncian más discursos
(o sermones) sobre su persona que sobre todos los nombres mencionados
juntos.
Él ha sido la inspiración religiosa de toda la raza europea
durante los dos milenios en que ésta ha dominado y moldeado los destinos del
mundo entero —tanto cultural, como social, como políticamente—, y durante el
período en que toda la superficie terrestre fue por fin descubierta y
ocupada y sus rasgos salientes trazados por la civilización.
Estos hechos
lo colocan a El en el primer lugar de la importancia mundial.
No hay, por
lo tanto, empresa más elevada que la de inquirir e investigar acerca de Sus
ideales.
¿Qué enseñó Jesús? ¿Qué quiso verdaderamente que creyésemos e
hiciésemos? ¿Cuáles fueron los fines que albergaba en su corazón? Y, ¿hasta
qué punto logró cumplir estos fines con Su vida y con Su muerte? ¿Hasta qué
punto ha expresado o representado Sus ideas el movimiento llamado
cristianismo, tal como ha existido durante los últimos diecinueve siglos?
¿Qué alcance tiene el mensaje que el cristianismo de hoy presenta al mundo?
Si Él volviese ahora, ¿qué diría, en general, de las naciones que se llaman
cristianas, y en particular de las iglesias cristianas, de los adventistas
del Séptimo Día, de los anglicanos, los bautistas, los católicos, los
cuáqueros, los griegos ortodoxos, los metodistas, los presbiterianos, los
salvacionistas o los unitarios? ¿Qué fue lo que enseñó Jesús?
Éstas son
las preguntas que tengo intención de responder en este libro. Me propongo
demostrar que el mensaje que nos trajo Jesús tiene un valor único porque es
la Verdad, la única explicación perfecta de la naturaleza de Dios y del
hombre, de la vida y del mundo, así como de la interdependencia que existe
entre ellos. Y lo que es más, encontraremos que Su enseñanza no es una mera
apreciación abstracta del universo, lo cual sólo tendría un interés
académico, sino que constituye un método práctico para el desarrollo del
alma, un método que nos sirve para reformar nuestra vida y nuestro destino,
de manera que podamos hacer de ellos lo que queramos.
Jesús nos explica
lo que es la naturaleza de Dios y lo que es nuestra propia naturaleza; nos
habla del significado de la vida y de la muerte; nos enseña por qué
cometemos errores; por qué caemos en la tentación; por qué enfermamos y nos
empobrecemos, por qué nos hacemos viejos; y, lo que es más importante, nos
dice cómo pueden ser vencidos todos estos males, y cómo podemos traer salud,
felicidad, y prosperidad verdadera a nuestras vidas y a la vida de los que
nos rodean, si ellos lo desean realmente.
Lo primero que tenemos que
comprender es un hecho de importancia fundamental, porque significa romper
con los puntos de vista ordinarios de la ortodoxia. La verdad es que Jesús
no enseñó teología alguna. Su enseñanza es enteramente espiritual o
metafísica. El cristianismo histórico, desafortunadamente, ha puesto su
mayor atención en las cuestiones teológicas y doctrinales, las que, por
extraño que parezca, no tienen nada que ver con la enseñanza evangélica en
sí. Mucha gente sencilla se sorprenderá al comprobar que todas las
doctrinas y teologías de las iglesias son invenciones humanas, nacidas en la
mente de sus autores e impuestas a la Biblia desde fuera. Pero es así. No
hay absolutamente ningún sistema teológico o doctrinal que pueda ser
hallado en la Biblia; sencillamente ninguno. Personas honradas que sintieron
la necesidad de obtener cierta explicación intelectual de la vida, creyendo
también que la Biblia era una revelación de Dios al hombre, llegaron a la
conclusión de que una debía encontrarse dentro de la otra, y luego, más o
menos inconscientemente, se pusieron a crear aquello que querían encontrar.
Pero les faltaba la llave espiritual y metafísica. No estaban afirmados
sobre lo que podemos llamar Base Espiritual, y en consecuencia buscaron una
explicación de la vida puramente intelectual o tridimensional, y es
imposible explicar la existencia con semejante criterio.
La explicación
verdadera de la vida del hombre descansa en el hecho de su entidad
esencialmente espiritual y eterna, y en que este mundo, y la vida que
intelectualmente conocemos, no son más que lo que muestra un corte en
sección de la verdad completa acerca de él. Y un corte en sección de
cualquier cosa —sea una máquina o un caballo— no puede damos ni tan
siquiera una explicación parcial de lo que es el todo.
Mirando a un
rinconcito del universo —y eso con ojos entreabiertos— y colocándose en un
plano exclusivamente antropocéntrico y geocéntrico, los hombres han creado
absurdas y horribles fábulas acerca de un Dios limitado y semejante al
hombre, que rige su universo tal como un reyezuelo oriental, más bien
ignorante y bárbaro, que manejara los asuntos de su pequeño reino. A este
ser así creado se le atribuyen toda suerte de flaquezas humanas, tales como
la vanidad, la inconstancia, y el rencor. Luego surgió una leyenda forzada e
inconsecuente acerca del pecado original, la expiación por la sangre, el
castigo infinito por transgresiones finitas, y, en ciertos casos, se añadió
una doctrina increíblemente horrible de la predestinación al tormento eterno
o a la felicidad eterna. La Biblia no enseña ninguna teoría semejante. Y
si estuviera en los objetivos de la Biblia sostener tal cosa, ello
aparecería claramente expuesto en algún capítulo u otro, pero no es así.
El "Plan de Salvación" que figuraba con tanta prominencia en los sermones
evangélicos y en los libros de teología de la pasada generación, es tan
desconocido para la Biblia como lo es para el Corán. Nunca hubo tal plan en
el universo, y la Biblia no lo expone en ninguna manera. Lo que ha sucedido
es que algunos textos oscuros del Génesis, ciertas frases sacadas acá y allá
de las epístolas de San Pablo y unos cuantos versículos aislados de otras
partes de las Sagradas Escrituras, han sido entresacados y reunidos por los
teólogos para sostener la clase de doctrina que a su parecer debería
encontrarse en la Biblia. Jesús desconocía todo esto. Claro está que El no
es en modo alguno como Pollyanna o un optimista. Nos advierte, no ya una vez
sino muchas, que la obstinación en el pecado trae en verdad muy serias
consecuencias, y que el hombre que perdiere la integridad de su alma, aun
cuando ganare el mundo entero, resulta extremadamente necio. Por otra parte,
nos enseña que somos castigados a causa de nuestros propios errores, o
mejor aún, son nuestros propios errores los que nos castigan. Jesús nos
enseña también que cada hombre o mujer, por encenegados que estén en lo
impuro y malo, tienen acceso directo a un Dios de misericordia, paternal y
todopoderoso, quien los perdonará y les proporcionará Su propia fortaleza
para ayudarles a descubrirse de nuevo a sí mismos, setenta y siete veces si
es necesario.
Jesús ha sido también mal comprendido y mal representado en
varias otras maneras. Por ejemplo, no hay ningún fundamento en su enseñanza
sobre el cual establecer determinada forma de eclesiasticismo, jerarquía, o
tal o cual sistema ritualista. Él no autorizó semejante cosa, y, de hecho,
todo el contenido de su pensamiento es definitivamente antieclesiástico. A
través de toda su vida pública lo vemos frente a los clérigos y demás
oficiales religiosos de su propio país. Por eso ellos se le opusieron y lo
persiguieron después, llevados por un instinto de propia conservación
—instintivamente sintieron que la Verdad, tal como Él la exponía, anunciaba
el fin de su poderío, y más tarde le hicieron matar—. Él pasó por alto la
pretendida autoridad que tenían ellos como representantes de Dios; y hacia
su ritual y ceremonias no mostró otra cosa que impaciencia y desprecio.
Parece ser que, en materia religiosa, la naturaleza humana está más
predispuesta a creer en aquello que quiere que en tomarse el trabajo de
escudriñar las Escrituras con una mente abierta. Hombres realmente
sinceros, por ejemplo, se han abrogado el papel de guías del cristianismo
con los más imponentes y pre-suntuosos títulos, y después se han vestido de
hábitos elaborados y magníficos para impresionar así a las gentes, pese a
que su Maestro, en el más claro lenguaje, ordenó estrictamente a Sus
discípulos que no hiciesen nada de eso "Pero vosotros no os hagáis llamar
Rabbí, porque uno solo es vuestro maestro, el Cristo, y todos vosotros sois
hermanos" (MATEO 23:8). Denunció a los fariseos como hipócritas.
Jesús,
como veremos más adelante, no sancionó nunca la importancia de ceremonias
rituales, ni de leyes rígidas, ni de ordenanzas severas de ninguna clase. En
lo que sí insistió fue en que cierto espíritu prevaleciera en la conducta de
uno, siendo cuidadoso en enseñar sólo principios, sabedor de que cuando el
espíritu es recto los detalles lo serán en consecuencia, "la letra mata
pero el espíritu vivifica", según lo demostraba el triste ejemplo de los
fariseos. Sin embargo, a pesar de esto, la historia del cristianismo
ortodoxo se compone en su mayor parte de esfuerzos encaminados a hacer
observar a los fíeles toda clase de ritos externos. Un ejemplo lo tenemos en
los puritanos, al querer imponer a los cristianos el sábado de los judíos
como día de descanso, a pesar de que las leyes sabáticas eran una ordenanza
puramente hebraica. También lo tenemos en los crueles castigos sufridos por
los que descuidaban lo referente exclusivamente a la profanación del
sábado; y a pesar del hecho de que Jesús no miraba con simpatía la
observancia supersticiosa del sábado, diciendo que el sábado fue hecho para
el hombre y no el hombre para el sábado, e insistiendo en hacer cualquier
cosa que creyera oportuno en ese día. A través de Su enseñanza se advierte
claramente que el hombre debe hacer de cada día un sábado espiritual,
pensando y conduciéndose de una manera espiritual.
Es obvio, pues, que si
el sábado hebreo fuera todavía impuesto a los cristianos, como éstos no
guardan su observancia sino la del domingo, aún estarían incurriendo en las
mismas consecuencias de quebrantarlo.
Muchos cristianos modernos, sin
embargo, se dan cuenta de que no hay ningún sistema de teología en la
Biblia, a menos que se quiera ponerlo allí de forma deliberada, y han
renunciado casi por completo a la teología; pero todavía cuentan con el
cristianismo porque sienten intuitivamente que es la Verdad. En realidad, su
actitud carece de justificación lógica puesto que no poseen la Clave
Espiritual, que hace inteligible la enseñanza de Jesús, y por eso tratan de
racionalizar su actitud de diversas maneras. Tal es el dilema de quien no
posee ni la ciega fe de la ortodoxia, ni la interpretación espiritual y
científica de la Biblia. Se encuentra sin sostén en todo aquello que no
pertenece a la vieja Escuela Unitaria. Si no rechaza del todo los milagros,
siente gran incomodidad con respecto a ellos; le desconciertan y quisiera
que no apareciesen en la Biblia, se alegraría mucho si los pudiera dejar de
lado.
Un bien conocido clérigo ha publicado recientemente una Vida de
Jesús que ilustra cuán falsa es esta posición. En este libro el autor
concede la posibilidad de que Jesús curase a algunas personas o les ayudase
a curarse a sí mismas; pero nada más. Niega rotundamente los otros milagros.
Según él, éstos no fueron más que las acostumbradas leyendas que se forman
alrededor de todos los grandes personajes de la historia. Cuando ocurría la
tempestad en el lago, por ejemplo, los discípulos se hallaban en extremo
asustados, hasta que se acordaron de Jesús, y este pensamiento sólo sirvió
para calmar sus temores. Este hecho fue exagerado más tarde hasta
convertirse en una historia absurda que describía a Jesús mismo andando
sobre las aguas para acercarse al barco. En otra ocasión, sigue el mismo
autor, parece que Jesús reformó a un pecador, levantándole de una sepultura
de pecados, y esto, años después, llegó a ser una leyenda ridícula en que se
relata la resurrección de un muerto. Otra noche, mientras Jesús oraba
fervorosamente, su rostro se iluminó con un extraordinario resplandor, y
Pedro, que se había dormido, se despertó sobresaltado. Años después Pedro
refería, en un cuento confuso, cómo le pareció ver a Moisés en aquella
ocasión. Así se creó la leyenda de la Transfiguración, y tal es el origen
de otros y otros ejemplos semejantes.
Por supuesto, debemos escuchar con
compasión los argumentos sinceros de un hombre que se halla impresionado por
la belleza y el misterio de los Evangelios, pero, faltándole la Clave
Espiritual, cree sentir que su sentido común y toda la erudición científica
de los hombres están en contradicción con el contenido de esos Evangelios.
Pero no es tan sencillo. Si los milagros no sucedieron realmente, todo el
resto de los Evangelios pierde su significación real. Si Jesús no creyó que
fuesen posibles, tratando de llevarlos a cabo —nunca, es cierto, por
ostentación, pero sí constante y repetidamente—, si Él no creyó y enseñó
muchas cosas en franca contradicción con la filosofía racionalista de los
siglos dieciocho y diecinueve, entonces el mensaje de los Evangelios es
caótico, contradictorio y carente de todo significado. No podemos eludir
este dilema diciendo que Jesús no estaba interesado en las creencias y
supersticiones de su tiempo, y que las aceptó más o menos pasivamente
porque lo que le interesaba en verdad era el carácter. Éste es un argumento
débil, porque este carácter debe incluir una comprensión de la vida
inteligente y vital a la vez. Asimismo debe incluir ciertas creencias y
convicciones definidas acerca de las cosas de importancia valedera.
Pero
los milagros sí ocurrieron. Todos los hechos que los cuatro Evangelios
relatan de Jesús sucedieron, y muchos más. "Muchas otras cosas hizo Jesús,
que si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener
los libros" (JN. 21:25). Jesús mismo justificó con sus obras lo que la gente
estimó ser una extraña y maravillosa enseñanza; pero Él fue aún más lejos y
dijo refiriéndose a aquellos que estudian y practican sus enseñanzas: "Las
cosas que hago las haréis, y muchas más aún."
Después de todo, ¿qué es un
milagro? Los que niegan la posibilidad de los milagros apoyándose en el
argumento de que el universo es un sistema de leyes que funcionan
perfectamente sin que quepa el más mínimo fallo, están en lo cierto. Pero
olvidan que el mundo que conocemos a través de los cinco sentidos, y cuyas
leyes son las únicas conocidas por la mayoría de los hombres, no es más que
un pequeñísimo fragmento de todo el universo existente en la realidad, y
que cada ley está subordinada a otra superior en un sentido de menor a
mayor. Ahora bien, el recurrir de una ley inferior a otra superior no es
realmente quebrantar la ley, porque la posibilidad de tal cosa cabe dentro
de la constitución suprema del universo. Por eso, en el sentido correcto de
lo que la violación de una ley implica, los milagros no son posibles. Empero
en el sentido de que todas las leyes ordinarias y las limitaciones
corrientes de lo físico pueden ser abrogadas y contrarrestadas por algo más
alto que las comprenda, los milagros, en el sentido coloquial de la palabra,
no solamente son posibles sino que pueden ocurrir y ocurren.
Supongamos,
por ejemplo, que un lunes nuestros asuntos se encuentran en tal condición
que, humanamente hablando, es seguro que antes que la semana termine se
producirán determinados cambios. Puede tratarse de cuestiones legales, acaso
alguna dura resolución judicial o problemas físicos en nuestra salud
corporal. Puede que una alta autoridad médica haya decidido que es
indispensable una operación muy delicada, o aún más, que estime su deber
decir al paciente que no hay esperanzas de que recobre su salud. Ahora bien,
si en presencia de tales condiciones el sujeto en cuestión pueden elevar su
conciencia por encima de las limitaciones del plano físico —lo cual no es
más que una enunciación científica de lo que hacemos cuando oramos— las
condiciones de ese plano serán cambiadas, y de un modo del todo imprevisto e
imposible normalmente, las trágicas consecuencias esperadas se desvanecerán.
La sentencia legal no se pronunciará, el paciente se recuperará en lugar de
tener que sufrir la operación o de morir, y las cosas se arreglarán para el
provecho de todos.
En otras palabras, los milagros, en el sentido
corriente de la palabra, pueden suceder y, en efecto, suelen suceder como
resultado de la oración. La oración tiene realmente el poder de cambiar las
cosas. Sí, gracias a la oración, las cosas pueden venir en forma muy
diferente a como hubieran venido de no haberse orado. No importa cuál sea la
dificultad que enfrentamos; no importan las causas que la hayan producido.
Suficiente oración barrerá la dificultad; solamente debemos ser
perseverantes en nuestra apelación a Dios.
La oración, sin embargo, es
al mismo tiempo una ciencia y un arte; y fue a la enseñanza de esta ciencia
y de este arte que Jesús dedicó la mayor parte de su ministerio. Los
milagros de los Evangelios sucedieron porque Jesús tenía aquella
comprensión espiritual que le daba un poder en la oración superior al que
nadie había tenido jamás.
Encontramos otro intento de interpretar los
Evangelios digno de tomarse en cuenta, que es el de Tolstoi. Éste trató de
presentar El Sermón del Monte como una guía práctica de vida, tomando sus
preceptos literalmente y pasando por alto la interpretación espiritual de
la cual no era consciente; asimismo hizo exclusión del Plano del Espíritu en
el cual no creía. Aceptando de la Biblia sólo los cuatro Evangelios y
suprimiendo de ellos los milagros, hizo un esfuerzo tan heroico como vano de
armonizar cristianismo y materialismo, y, por supuesto, fracasó. Su
verdadero lugar en la historia resulta así no el del fundador de un nuevo
movimiento religioso, sino el del genio cuyo anarquismo práctico abrió el
camino a la revolución bolchevique tal como Rousseau preparó el
advenimiento de la Revolución Francesa.
Es la Clave Espiritual lo que
revela el misterio del contenido de la Biblia en general, y de los
Evangelios en particular. Es esa Clave o interpretación espiritual lo que
nos explica los milagros, y nos muestra cómo Jesús los hizo para probamos
que nosotros también podíamos hacerlos y libramos así del pecado, de la
enfermedad y de las limitaciones. Con esa Clave podemos prescindir de las
inspiraciones de la elocuencia, y deshacemos de interpretaciones de la
Biblia literales y supersticiosas, y no obstante entender que es ella el
más preciado y auténtico tesoro que posee la humanidad.
Desde fuera, la
Biblia es una colección de documentos inspirados que fueron escritos a
través de siglos por hombres de todos los tipos y en circunstancias
diversas. Muy contados de estos documentos que han llegado a nosotros son
originales; en su mayoría se trata de redacciones y compilaciones de
fragmentos más antiguos, y el nombre de los autores rara vez se sabe con
seguridad. Esto, no obstante, no afecta en lo más mínimo al propósito
espiritual de la Biblia; sino que en realidad carece de importancia. El
libro, tal como lo tenemos, es una fuente inagotable de la Verdad
espiritual, no importan los caminos por los que ha llegado a su forma
presente. El nombre del autor de un capítulo cualquiera no tiene más interés
que el de su amanuense a quien tal vez se lo hubiera dictado. La Sabiduría
Divina es el autor, y eso es todo lo que nos importa. La exégesis o alta
crítica se ocupa exclusivamente del aspecto externo, de la letra de las
Escrituras, pasando por alto su contenido profundo, y tal crítica carece
de valor desde el punto de vista espiritual.
El mensaje profundo de la
Biblia nos es presentado a través de formas diversas: historia, biografía,
así como lírica y otras formas poéticas; pero sobre todo se emplea la
parábola para expresar la verdad espiritual y metafísica. En ciertos casos,
lo que nunca había sido destinado a ser más que una parábola, fue
interpretado literalmente durante algún tiempo; de ahí que a menudo haya
parecido que la Biblia enseña cosas en completa contradicción con el sentido
común. Un ejemplo de esto lo tenemos en la historia de Adán y Eva en el
Jardín del Edén. Interpretado correctamente, este relato es tal vez la más
maravillosa de todas las parábolas. No fue el objeto del autor presentar
esta historia como verídica, pero muchos la han tomado así, dando origen a
toda una serie de absurdas consecuencias.
La Clave o interpretación
espiritual de la Biblia nos libera de todas estas dificultades, dilemas y
aparentes inconsecuencias. Al mismo tiempo, nos evita caer en las falsas
posiciones del ritualismo, del evangelismo y también del llamado
liberalismo, porque nos da la Verdad. Y la Verdad viene a ser nada menos que
la sorprendente pero innegable realidad de que todo el mundo exterior —sea
el cuerpo físico o las cosas comunes de la vida, los vientos y la lluvia,
las nubes, la tierra misma— está sujeto al pensamiento del hombre, y que él
puede dominarlo cuando adquiere conciencia de ello. El mundo exterior,
lejos de ser una prisión de circunstancias como comúnmente se le supone, no
tiene en realidad ningún carácter propio, ni bueno ni malo. Su carácter es
ni más ni menos que el que nuestros pensamientos le dan. Es plástico a
nuestro pensamiento, cuya forma toma, y ello es cierto, entendámoslo o no,
querámoslo o no.
Los pensamientos que a lo largo del día ocupan nuestra
mente, nuestro lugar secreto, están modelando nuestro destino hacia lo
bueno o hacia lo malo. Verdaderamente, toda la experiencia de nuestra vida
no es más que la proyección externa de nuestro pensamiento.
Ahora bien,
está en nosotros elegir la clase de pensamientos que albergamos en nuestro
receptáculo mental. Acaso sea difícil cambiar el rumbo ordinario de nuestro
vicioso modo de pensar, pero puede hacerse. Podemos escoger la índole de
nuestros pensamientos —y en efecto, siempre lo hacemos así—, por
consiguiente, nuestras vidas son justamente el resultado de nuestra
selección mental. Son, por lo tanto, la hechura de lo que nosotros mismos
hemos dispuesto, y en consecuencia, existe perfecta justicia en el universo.
No existen sufrimientos como consecuencia del pecado original de otro, sino
que recogemos la cosecha que nosotros mismos hemos sembrado. Poseemos
libre albedrío, pero este albedrío descansa en nuestra selección mental.
Tal es la esencia de lo que Jesús enseñó. Ello es, como veremos, el mensaje
fundamental de toda la Biblia, pero no está expresado con igual claridad a
través de toda ella. En los primeros fragmentos del libro brilla tenuemente
como la luz de una lámpara envuelta en velos, pero a medida que pasa el
tiempo los velos van desapareciendo sucesivamente y la claridad de la luz
va haciéndose más fuerte, hasta llegar a los pasajes de Jesucristo en que la
luz alcanza su máxima pureza y resplandor. La Verdad nunca cambia, lo que
cambia es la comprensión que de ella tienen los hombres. A través de los
siglos esta comprensión ha ido mejorando. En verdad, lo que llamamos
progreso no es más que la expresión exterior correspondiente a la idea cada
vez más adecuada y amplia que se van formando los hombres de Dios.
Jesucristo recapituló esta Verdad, la enseñó cabalmente y a fondo, y sobre
todo la encarnó, es decir, la demostró en su propia persona. Ahora muchos de
nosotros podemos comprender intelectualmente lo que debe significar la
plenitud de este mensaje, de lo que sucedería si se llegara a alcanzar una
comprensión completa del mismo. Pero lo que podemos demostrar es algo muy
diferente. Aceptar la Verdad es el primer paso, pero poco hemos adelantado
hasta que no la probemos en nuestras acciones cotidianas. Jesús demostró
todo lo que enseñó, hasta la victoria sobre la muerte en lo que llamamos la
Resurrección. Por razones que no viene al caso explicar aquí, sucede que
cada vez que superamos una dificultad por medio de la oración prestamos una
ayuda a toda la raza humana en general, presente, pasada y futura; y la
ayudamos a vencer esa misma clase de dificultad en particular. Jesús, al
vencer toda suerte de limitaciones a que la humanidad vive sujeta, y en
particular venciendo a la muerte, llevó a cabo una obra de un valor único e
incalculable y por eso es lícito llamarle Salvador del mundo.
En una
ocasión de su ministerio que estimó conveniente, Jesús quiso reunir y
expresar toda su enseñanza en una serie de discursos, que probablemente le
llevaron varios días, hablando quizá dos o tres veces al día. Este
ordenamiento ha sido comparado en ocasiones y con bastante exactitud, a
cierto sistema de escuelas de verano que tenemos hoy día.
Jesús
aprovechó aquella oportunidad para hacer un resumen de su mensaje o, lo que
es lo mismo, para poner los puntos sobre las íes, como se dice vulgarmente.
Es natural que muchos de los presentes tomaran apuntes, los cuales fueron
más tarde debidamente reunidos y ordenados como el Sermón del Monte. Cada
uno de los cuatro evangelistas recogió material de aquel sermón de acuerdo
con sus puntos de vista personales, y es Mateo quien nos da la versión más
completa y coherente. La presentación que él nos ofrece es una codificación
casi perfecta de la religión de Jesucristo, y es por esa razón que se ha
escogido la versión de Mateo como texto fundamental para este libro. Mateo
contiene lo esencial; es personal y práctico; es conciso y específico, y no
obstante su enseñanza es pictórica de luz. Una vez que el sentido de sus
conceptos ha sido debidamente comprendido, no falta sino ponerlos fielmente
en práctica para obtener enseguida los resultados. La importancia y el
alcance de tales resultados estarán en relación directa a la sinceridad y
constancia con que sus instrucciones sean aplicadas. Ésta es una cuestión
individual que cada uno tiene que responderse a sí mismo "nadie puede
salvar el alma de su hermano, o pagar la deuda de su hermano". Podemos y
debemos ayudamos unos a otros en determinadas ocasiones, pero es menester
que cada uno de nosotros aprenda a hacer su propio trabajo y a dejar de
pecar, antes que pueda sucederle una cosa peor.
Si lo que deseamos
realmente es cambiar nuestras condiciones de vida; si realmente queremos
transfor-mamos; si de verdad anhelamos la salud, la serenidad y el cultivo
espiritual, debemos poner nuestra mira en el Sermón del Monte, porque allí
Jesús nos dice lo que tenemos que hacer. La tarea no es fácil, pero estamos
seguros de que puede realizarse porque otros lo han hecho. Mas es necesario
pagar el precio, y éste consiste en aplicar estrictamente los principios de
Jesús en cada aspecto de la vida y en cada hecho cotidiano, tanto si
sentimos el deseo de hacerlo como si no, y especialmente en aquellos casos
en que nos sentimos inclinados a no hacerlo.
Si estamos dispuestos a
pagar ese precio, entonces el estudio de este magnífico Sermón del Monte
se convertirá para nosotros verdaderamente en el Monte de la Liberación.
Capítulo 2
Las Bienaventuranzas
Y viendo la muchedumbre, subió
a un monte;
y sentándose, se acercaron a él sus
discípulos. Y abriendo
su boca, les enseñaba, diciendo:
Bienaventurados los pobres en espíritu:
porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran:
porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los mansos:
porque ellos
heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia:
porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos:
porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de
corazón:
porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos:
porque
ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen
persecución por causa de la justicia:
porque de ellos es el reino de los
cielos.
Bienaventurados seréis cuando os vituperaren y os persiguieren,
y
dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo.
Gozaos y alegraos;
porque vuestra merced es grande en los cielos;
que así persiguieron a los
profetas
que fueron antes quevosotros.
(MATEO, V 1-12)
El
Sermón del Monte comienza con las ocho Bienaventuranzas. Esta es, sin duda,
una de las secciones más conocidas de la Biblia. Aun aquellas personas
cuyo conocimiento de las Escrituras se limita a media docena de los
capítulos más familiares, conoce de memoria las Bienaventuranzas. Casi
nunca las comprenden, por desgracia, y generalmente las consideran como
consejos hacia una perfección teórica sin aplicación alguna en la vida
diaria. Tal hecho se debe a una carencia completa de la Clave Espiritual.
Las Bienaventuranzas constituyen un hermoso poema en prosa de ocho versos,
formando un todo armonioso que es al mismo tiempo un resumen acabado de la
enseñanza cristiana. Se considera más una sinopsis espiritual que literaria,
que recoge el espíritu de la enseñanza mejor que la letra. Resúmenes de
esta índole son característicos del antiguo sistema oriental de tratar una
cuestión religiosa o filosófica. Nos recuerda los Ocho Caminos del Budismo,
los Diez Mandamientos de Moisés y otros compendios semejantes.
Jesús se
dedicó exclusivamente a enseñar principios generales, los cuales tenían
siempre que ver con estados mentales, porque Él sabía que cuando se piensa
con rectitud la conducta resulta asimismo recta, y, por el contrario, cuando
el pensamiento toma una dirección torcida, nada puede salir bien. A
diferencia de otros grandes guías religiosos. Jesús no nos da instrucciones
detalladas acerca de lo que debemos o no debemos hacer; no nos manda comer o
beber ciertas cosas ni abstenemos de ellas; no nos ordena cumplir tales o
cuales observancias rituales en determinados tiempos o estaciones. En
realidad, todo su mensaje es antirritualista y antiformalista. Por eso fue
intransigente en todo momento con el clero judío y su teoría de la salvación
mediante las ceremonias verificadas en el templo, "...es llegada la hora en
que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... pero ya llega la
hora y ahora es cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios
es espíritu y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad."
Los fariseos, con su terrible y detallado código de requisitos externos,
fueron los únicos contra quienes Jesús mostró una completa intolerancia. Un
fariseo escrupuloso de aquel tiempo —la mayoría de ellos eran extremadamente
estrictos— tenía que dar cumplimiento cada día a un sinnúmero de detalles
exteriores para alcanzar conciencia de que había satisfecho las exigencias
de su Dios. Un rabí contemporáneo ha calculado el número de tales
requisitos en unos seiscientos, y como es obvio que ningún ser humano podría
llenar cumplidamente una responsabilidad semejante, la consecuencia natural
sería que la víctima, sabiéndose siempre muy lejos del exacto cumplimiento
de su deber, viviera perennemente bajo un crónico sentimiento de pecado.
Ahora bien, creerse pecador equivale prácticamente a ser pecador con todas
las consecuencias que se derivan de tal condición. La ética de Jesús
contrasta con todo esto. Su objeto es precisamente liberar al corazón de
poner su confianza en cosas externas, sea para lograr recompensas
temporales o para alcanzar la salvación espiritual. Él quiere llevamos a
una actitud mental completamente nueva, y esto es lo que las
Bienaventuranzas nos muestran gráficamente.
"Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los
cielos."
Aquí,
desde el principio, hemos de tener en cuenta un hecho de gran importancia
práctica en el estudio de la Biblia y es que está escrita en su lenguaje
característico, es decir, con abundancia de giros y expresiones, y algunas
veces palabras, que se emplean en un sentido muy diferente al que se les da
actualmente en la vida diaria. A esto tenemos que agregar el hecho de que
el significado de muchos términos ha variado desde que se tradujeron.
En
realidad, la Biblia es un texto de metafísica, un manual para el desarrollo
del alma, y todas las cuestiones que en ella se tratan son consideradas
sobre esa base. Nunca será demasiado el énfasis que se dé a este punto. Tal
es la razón por la cual en la Biblia cada asunto se toma en su apreciación
más amplia. Todas las cosas se consideran allí en su relación con el alma
humana, y muchas expresiones comunes se usan en un sentido mucho más
profundo que el que suele dárseles corrientemente. Por ejemplo, la palabra
"pan", tal como se emplea en la Biblia, significa no solamente cualquier
clase de alimento para el cuerpo físico, lo cual es la interpretación
literaria más comprensiva, sino todas las cosas que el ser humano requiere,
tales como ropa, albergue, dinero, educación, amistades, etcétera, y, sobre
todo, las cosas espirituales, como percepción, comprensión y, en especial,
realización espiritual. "Danos hoy el pan de cada día." "Yo soy el pan de la
vida." "El que coma de este pan..."
Otro ejemplo es la palabra
"prosperidad". En las Escrituras significa mucho más que la mera
adquisición de bienes materiales. Su verdadero significado es eficacia en
la oración. Obtener respuesta a la oración: he aquí, para el alma humana,
la única prosperidad que vale la pena de ser buscada. Y si alcanzamos tal
respuesta es natural también que todas nuestras necesidades materiales sean
igualmente satisfechas. Claro que ciertas cosas materiales son esenciales en
este plano de la existencia, pero esta clase de riqueza es, en efecto, lo
que menos importancia tiene en la vida, y esto es lo que quiere decir la
Biblia cuando da a la palabra "próspero" su sentido verdadero.
Ser pobre
en espíritu no significa bajo ningún concepto lo que hoy en día llamamos
"pobreza espiritual". Ser pobre en espíritu significa haber renunciado a
toda idea preconcebida para buscar a Dios de todo corazón. El que es pobre
en espíritu está dispuesto a dejar a un lado su actual modo de pensar, sus
ideas y prejuicios, y hasta su presente manera de vivir si es necesario. En
otras palabras, está dispuesto a echar por la borda todo aquello que
pudiera representarle un obstáculo en su búsqueda de Dios.
Uno de los
pasajes más conmovedores de toda la literatura es el que se refiere al
hombre rico y joven, el cual pasó por alto una de las oportunidades más
grandes que se le brindaron. He aquí la historia de la humanidad en general.
Rechazamos la salvación que Jesús nos ofrece —es decir, nuestra oportunidad
de encontrar a Dios— porque "tenemos grandes posesiones". Esto no significa
que seamos muy ricos en lo que a dinero se refiere —los ricos son realmente
una minoría—. Nuestras grandes posesiones suelen ser de otra clase:
opiniones preconcebidas, confianza en nuestro propio juicio y en las ideas
con que estamos familiarizados, orgullo espiritual como producto de méritos
académicos, predisposición sentimental o material hacia determinadas
instituciones y organizaciones, hábitos de vida que nos duele abandonar,
preocupación por el respeto de los demás, o quizá temor al ridículo, o un
inusitado interés en los honores y distinciones del mundo. Y todas estas
"posesiones" nos mantienen encadenados a la roca del suplicio que es nuestro
exilio de Dios.
El hombre rico y joven es una de las figuras más trágicas
de todos los tiempos, no porque fuera rico, ya que la riqueza no es de por
sí ni buena ni mala, sino porque su corazón estaba esclavizado por aquel
amor al dinero al cual se refiere San Pablo cuando lo relaciona con la raíz
del mal o de la perversión. Aun cuando hubiera sido multimillonario en plata
y en oro si no hubiese puesto su corazón en sus riquezas, habría podido
entrar en el Reino de los Cielos tan fácilmente como el mendigo más pobre.
Empero su confianza estaba en sus posesiones, y esto le cerró la puerta.
¿Por qué el clero de Jerusalén no recibió con regocijo el mensaje de
Cristo? Porque tenían grandes posesiones, posesiones de erudición rabínica,
de honor e importancia públicos, de cargos autorizados por ser ellos los
maestros oficiales de la religión. Estas posesiones habrían tenido que ser
sacrificadas para recibir la enseñanza espiritual de Jesús. La gente humilde
e ignorante que oía complacida al Maestro era feliz, a pesar de no tener
tales posesiones que les pudiesen tentar a abandonar la Verdad.
¿Por qué
me que en los tiempos modernos, cuando el mismo sencillo mensaje de Cristo
anunciando la inmanencia y acercamiento de Dios así como la Luz Interior que
arde perennemente en el alma humana, apareció de nuevo en el mundo, fueron
otra vez los sencillos e indoctos quienes lo recibieron de buena gana? ¿Por
qué no fueron los obispos, los decanos, los ministros o los presbíteros
quienes lo dieron al mundo? ¿Por qué no fue Oxford, o Cambridge, o Harvard,
o Heidelberg el gran centro de difusión de éste, el más importante de todos
los conocimientos? La respuesta vuelve a ser: porque tenían grandes
posesiones; grandes posesiones de orgullo intelectual y espiritual; grandes
posesiones de egoísmo y presunción; grandes posesiones de honores
académicos y de prestigio social.
Los pobres en espíritu no sufren
ninguno de estos impedimentos, bien porque no los han tenido nunca, o bien
porque se han elevado hacia un plano superior, gracias al influjo de la
comprensión espiritual. Se han liberado del amor al dinero y a los bienes
terrenales, del temor al qué dirán y a la desaprobación de familiares o
amigos. Ya ninguna autoridad humana, por elevada que sea, los intimida. Han
abandonado toda necia confianza en la infalibilidad de sus propias
opiniones. Por fin han comprendido que sus creencias más queridas pueden
haber estado equivocadas, y que acaso su modo de ver las cosas y sus ideas
sobre ellas podrían ser falsas y requieren de modificación. Están listos
para emprender otra vez la ruta de la vida, y comenzar de nuevo a aprender
su significación.
"Bienaventurados los que lloran: porque ellos serán
consolados."
La desgracia y la aflicción no son, en sí, buenas, siendo la
voluntad de Dios que cada criatura conozca la alegría y alcance una vida de
gozoso éxito. "He venido para que tengan vida, y para que la tengan en
abundancia." Sin embargo, el dolor y el sufrimiento son a menudo
extremadamente útiles, porque mucha gente no se tomará la molestia de buscar
la Verdad hasta que la adversidad o el fracaso los fuerce a hacerlo.
Entonces el dolor se convierte en algo relativamente bueno. Tarde a
temprano, cada ser humano tendrá que descubrir la verdad que es en Dios, y
verificar por sí misma su propio contacto con El. Tendrá que alcanzar
aquella comprensión de la Verdad que le liberará para siempre de las
limitaciones de nuestro mundo tridimensional y sus concomitantes —el
pecado, la enfermedad y la muerte—. Pero la mayoría no emprenderán la
búsqueda de Dios de todo corazón a menos que los obligue a ello algún tipo
de contrariedad. Lo cierto es que no es necesario que el hombre sufra
desgracias, porque si antes buscase a Dios las desgracias nunca vendrían.
Siempre es posible elegir entre aprender por medio del desarrollo
espiritual o mediante las dolorosas experiencias, y si alguien escoge este
último procedimiento, nadie sino él tiene la culpa.
Por regla general,
sólo después que se ha perdido la salud, y todos los recursos ordinarios de
la medicina han fallado en proporcionamos alivio, es cuando nos decidimos
seriamente a buscar esa comprensión espiritual del cuerpo como encamación
verdadera de la Vida Divina, única cosa que nos ofrece la garantía de
superar la enfermedad y finalmente la muerte. Pero si, conocedores de
nuestra verdadera naturaleza, nos volviésemos a Dios mientras nuestra salud
es buena, no se daría nunca el caso de que cayésemos enfermos.
De igual
manera sucede con la pobreza: sólo cuando la apretura económica se extrema,
habiéndose perdido los más indispensables recursos, es cuando nos volvemos
a Dios como último refugio, y aprendemos que el Poder Divino es en realidad
la fuente de todos los bienes que la humanidad recibe, y que las cosas
materiales no son sino los canales por los cuales se manifiesta la bondad de
Dios.
Pero es necesario que esta lección sea aprendida a fondo antes de
que un hombre pueda alcanzar expe-riencias más altas y amplias que las que
tiene en el presente. En la Casa del Padre hay varias moradas pero la llave
de la morada superior es siempre el dominio completo de aquélla en la cual
estamos. Por eso resulta muy conveniente el hecho de que debamos aprender
lo antes posible de dónde y cómo nos viene nuestra prosperidad. Si los que
son prósperos reconocieran a Dios como la verdadera fuente de lo que tienen,
mientras aún están prósperos, y oraran regularmente por mayor comprensión
espiritual acerca de este punto, jamás tendrían que lamentar pobreza o
estrechez económica de ninguna clase. Al mismo tiempo, hemos de tener
presente que debemos emplear bien nuestros recursos actuales, no acumulando
riquezas por egoísmo sino más bien reconociendo que es a Dios a quien todo
pertenece en el mundo, y que nosotros no somos más que sus agentes u hombre
de confianza. La posesión de dinero lleva consigo una responsabilidad
ineludible. Precisa que sea administrado con prudencia o, de lo contrario,
habrá que atenerse a las consecuencias.
Este principio general es
aplicable a todos nuestros problemas, no solamente a las dificultades
físicas o financieras, sino también a todos los otros males a que está
sujeto el género humano. Ningún motivo de pesar —problemas de familia,
altercados e incomprensiones, pecados y remordimientos, etcétera— nos
quitará nunca la paz si buscamos en primer lugar el Reino de los Cielos y la
Recta Comprensión. En cambio, si no lo hacemos así, todo aquello nos vendrá,
aunque el sufrimiento nos reconfortará, a pesar de su apariencia ingrata.
En la Biblia "confort" significa Presencia de Dios, la cual es el final de
toda lamentación.
Las iglesias ortodoxas nos han presentado con demasiada
frecuencia un Cristo crucificado muriendo en la cruz; pero el que nos da la
Biblia es un Cristo que se alza triunfante.
"Bienaventurados los
mansos: porque ellos heredarán la tierra por heredad."
A primera vista
esta Bienaventuranza parece tener muy poco sentido, y los hechos ordinarios
de la vida parecen contradecir el que tiene. Ningún hombre cuerdo,
observando el mundo que le rodea y estudiando la historia, podría
sinceramente aceptar este dicho al pie de la letra, y la mayoría de los
cristianos lo han pasado por alto en la práctica, sintiendo con pena que las
cosas deberían ser así sin duda, pero que de hecho no lo son ciertamente.
Pero esta actitud no conduce a nada. Tarde o temprano el alma llega a un
punto en que tiene que descartar de una vez para siempre todas las
evasiones y subterfugios, y enfrentarse honradamente a las realidades de la
vida, cueste lo que cueste.
Es necesario admitir que o Jesús pensaba lo
que decía, o que no lo pensaba; que sabía de qué hablaba, o no lo sabía. De
lo contrario, si esto no se toma en serio, nos vemos arrastrados a una
posición que ningún cristiano querría aceptar —o que Jesús decía lo que no
creía en verdad, como hace la gente poco escrupulosa, o que decía
disparates—. Esta situación ha de ser definida en el mero principio de
nuestro estudio del Sermón del Monte. Es decir, o tomamos en serio a Jesús,
o no, y en este caso su enseñanza deberá ser abandonada del todo y la gente
debe dejar de llamarse cristiana. Honrar a Jesús de labios afuera, decir que
el Evangelio es la Verdad divinamente inspirada, jactamos de ser cristianos
y después evadimos de poner en práctica en la vida diaria todo lo que se
infiere de su doctrina, es simplemente debilidad fatal e hipocresía de la
peor especie. O Jesús es un guía digno de confianza, o no lo es. Y si lo
es, honrémosle aceptando que Él, en realidad, sabía lo que decía, y que
conocía mejor que nadie el arte de vivir. Las penas y ansiedades que padece
la humanidad se deben por completo al hecho de que nuestro modo de vivir es
tan opuesto a la Verdad que las cosas que Jesús dijo y enseñó nos parecen
a primera vista absurdas y locas.
Lo cierto es que cuando se la comprende
correctamente, encontramos que la enseñanza de Jesús es no solamente
verdadera, sino sumamente practicable. En verdad es la más practicable de
todas las doctrinas. Llegamos a descubrir, pues, que Jesús no era un
visionario sentimental ni un mero dispensador de tri-vialidades, sino un
consumado realista como sólo un gran místico puede serlo; y la esencia total
de su doctrina así como su aplicación práctica están comprendidas
sumariamente en este texto.
Esta Bienaventuranza se halla entre la media
docena de los versículos más importantes de la Biblia. Cuando se está en
posesión del sentido espiritual de este texto, se posee el Secreto de
Dominio, el secreto que nos hace aptos para superar toda clase de
dificultad. Es, literalmente, la Llave de la Vida. Es el mensaje de Jesús
reducido a una sola frase.
Estas palabras son, actualmente, como la
Piedra Filosofal de los Alquimistas que transforman el metal básico de la
limitación y la aflicción en el oro del "confort", o sea, la verdadera
armonía.
Notemos que hay en el texto dos palabras que obran como polos
sobre la atención: "manso" y "tierra" —ambas son empleadas en un sentido
muy especial y altamente técnico, el cual ha de ser bien aclarado antes de
que se revele el significado oculto que llevan en el fondo—. En primer
lugar, la palabra "tierra" no se usa en la Biblia como mera referencia al
globo terrestre. Significa manifestación; manifestación o expresión es el
resultado de una causa. Es necesario que una causa se manifieste o exprese
antes que podamos conocerla; y, por otra parte, toda manifestación o
expresión tiene que tener su causa. Ahora bien, en la metafísica divina, y
particularmente en el Sermón del Monte, aprendemos que toda causa es
mental, y que nuestros cuerpos y todo lo que nos concierne —hogar, negocios,
toda nuestra experiencia— no son sino la manifestación de nuestro propio
estado mental. El hecho de que seamos inconscientes de la mayor parte de
nuestros estados mentales no quiere decir nada, porque de todos modos están
ahí en la mente subconsciente, no importa que ya los hayamos olvidado o que
jamás hayamos sido conscientes de ello.
En otras palabras, nuestra
"tierra" significa la totalidad de nuestra experiencia externa, y "heredar
la tierra" significa adquirir dominio sobre esa experiencia, o sea, tener
la facultad de ordenar nuestra vida en condiciones de armonía y éxito
positivo. "Toda la tierra se llenará de la gloria del Señor." "Su alma
morará a gusto y su simiente (oraciones) heredera la tierra" "El Señor
reina, gócese la tierra." Así vemos que cuando la Biblia habla acerca de la
tierra —poseer la tierra, gobernar la tierra, llenar la tierra de Su gloria,
etcétera—, se refiere a nuestras condiciones de vida, desde la salud
corporal hasta el más mínimo detalle de nuestros asuntos personales. Y este
texto está ahí para decimos cómo podemos alcanzar pleno dominio sobre
nuestra vida y ser así los dueños de nuestro destino.
Pero veamos cómo
puede hacerse esto. La Bienaventuranza dice que el dominio, o sea, la
capacidad de gobernar las condiciones de nuestra vida, ha de alcanzarse de
cierta manera, y de la más inesperada de las formas —nada menos que siendo
manso—. No obstante, es también cierto que esta palabra está usada en un
sentido especial y técnico. Su significación verdadera no es en modo alguno
la que hoy se la da en el lenguaje moderno. En efecto, actualmente hay pocas
cualidades de la naturaleza humana más desagradables que aquélla expresada
por la palabra "mansedumbre". Para el lector moderno el adjetivo sugiere
generalmente la idea de una persona débil, falta de valor y de respeto hacia
sí misma, y probablemente hipócrita y ruin al mismo tiempo. No ocurría lo
mismo en tiempos de Dickens. El lector moderno, con estas connotaciones de
la palabra en mente, se siente inclinado a menospreciar el concepto general
del Sermón del Monte, porque ya al principio se le dice que sólo siendo
manso obtendrá la facultad de dominio; y tal doctrina le resulta
inaceptable.
Pero la palabra "mansedumbre", en sentido bíblico, quiere
dar a entender una actitud mental que ninguna otra palabra en particular
describe con exactitud, y precisamente en esa actitud mental radica el
secreto de la "prosperidad" o del éxito en la oración. Es una combinación de
mente abierta, de fe en Dios, y del convencimiento de que la voluntad de
Dios con respecto a nosotros es siempre algo vital e interesante, que trae
gozo a la existencia, y muy superior a cuanto nosotros pudiéramos imaginar.
Este estado mental incluye asimismo una completa predisposición a permitir
que la voluntad de Dios se manifieste en la forma que considere mejor la
Sabiduría Divina, y no según el modo particular que nosotros hayamos
escogido.
Esta actitud mental, compleja en su análisis aunque sencilla
en sí misma, es la Llave del Poder, o sea, el éxito en la prueba. No hay
palabra para ella en el lenguaje corriente porque la cosa no existe sino
para quienes están afirmados sobre la Roca Espiritual de la palabra de
Jesucristo. Si deseamos heredar la tierra, debemos absolutamente adquirir
"mansedumbre".
Moisés, que tuvo un éxito tan extraordinario en la
oración, se destacaba notablemente por esta cualidad.
Sobrepasó la
creencia establecida sobre la vejez, mostrando la potencia física de un
joven en plenitud de vida, cuando, de acuerdo con el calendario contaba
ciento veinte años de edad, y por fin trascendió completamente su ser
físico, o se "desmaterializó", sin morir. Recordamos también que Moisés,
además de su éxito personal, realizó una obra maravillosa por su pueblo,
liberándolo de la esclavitud en Egipto a través de increíbles dificultades
(porque el afortunado Éxodo fue la "prueba" de Moisés y de unas cuantas
almas superiores que le ayudaban) e influyendo en todo el curso ulterior de
la historia con su enseñanza y sus hazañas. Moisés tenía una mente abierta,
lista siempre para aprender y poner en práctica nuevos modos de pensar y de
actuar. No rechazaba una revelación acabada de surgir con el pretexto de
ser novel o revolucionaria, como habría hecho la mayoría de sus presuntuosos
colegas de la jerarquía religiosa en Egipto. Él no estaba exento, por lo
menos al principio, de serias faltas en su carácter, pero su alma era
demasiado grande para ser tocada por el orgullo espiritual o intelectual;
por eso se fue alzando poco a poco sobre tales defectos, a medida que el
nuevo conocimiento de la Verdad actuaba en lo íntimo de su ser.
Moisés
comprendía cabalmente que acomodarse de una manera estricta a la voluntad de
Dios, lejos de acarrear la pérdida de ningún bien, sólo podía significar
una vida más alta, mejor y más espléndida. En consecuencia, no consideró
como un sacrificio la aceptación de esa Voluntad; por el contrario, la
estimó como la más elevada forma de glorificación personal, en el
verdadero y maravilloso sentido de esta palabra. La glorificación personal
del egoísta es la vanidad vil que, al fin, conduce a la humillación. La
verdadera glorificación personal, la que es realmente gloriosa, es la
glorificación de Dios."El Padre en mí. El hace el trabajo. Yo en Ti y Tú en
mí". Moisés comprendió a la perfección el poder de la Palabra hablada para
hacer surgir el bien, lo cual es fe científica. Fue uno de los hombres más
mansos que jamás hayan vivido, y nadie, con excepción de nuestro Señor, ha
recibido la tierra por heredad hasta tal punto.
Un delicioso proverbio
oriental afirma que "la mansedumbre obliga a Dios mismo".
"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán
saciados."
"Justicia" es otra de las palabras clave de la Biblia que el
lector tiene que poseer si quiere penetrar en el profundo sentido del
libro. De igual manera que "tierra" y "manso", "justicia" es un término
técnico usado en un sentido definido y especial.
Justicia, en su acepción
bíblica, tiene que ver no solamente con rectitud de conducta, sino con el
pensamiento recto en cada aspecto de la vida. A medida que nos adentremos en
el estudio del Sermón del Monte, encontraremos en cada frase una reiteración
de esta gran verdad: las cosas exteriores no son sino la expresión
(expresar, presionar hacia fuera), o manifestación gráfica de nuestros
pensamientos y creencias internas. Encontraremos también que tenemos el
dominio o poder de guiar a voluntad el curso de nuestros pensamientos, por
lo cual, indirectamente, somos nosotros quienes hacemos nuestras vidas
conforme a la índole de nuestro pensar. Jesús nos repetirá constantemente
en estas pláticas que nosotros no podemos ejercer acción directa alguna
sobre las cosas exteriores, porque éstas no son más que las consecuencias
o, por decirlo así, las imágenes de lo que ocurre en el Lugar Secreto. Si
nos fuera posible cambiar directamente lo exterior sin alterar nuestro modo
de pensar, ello significaría que podríamos pensar en una cosa y producir
otra, lo cual sería contrario a la Ley del Universo. En efecto, es esta
noción, errónea, la que constituye precisamente la base falsa de todas las
desgracias humanas —enfermedades, pecado, contiendas, pobreza, y hasta la
misma muerte—.
Sin embargo, la gran Ley del Universo es ni más ni menos
ésta: lo que llevamos en nuestra mente es la causa determinante de nuestra
experiencia. Tal como es lo de dentro, así es lo de afuera. No podemos
pensar una cosa y producir otra. Si queremos tener control sobre las
circunstancias que nos rodean para hacerlas armoniosas y felices, primero
tenemos que convertir en armoniosos y felices nuestros pensamientos, y
entonces lo exterior seguirá el mismo camino. Si deseamos salud, pensemos
antes que nada en salud, y, recordémoslo, esto no quiere decir solamente
pensar en un cuerpo sano, aunque ello es importante, sino que tal estado
mental incluye pensamientos de paz, de gozo y de buena voluntad para con
todos, porque, como veremos más adelante en el Sermón, las emociones
negativas son una de las principales causas de la enfermedad. Si queremos
elevar nuestra estatura espiritual y crecer en el conocimiento de Dios,
debemos imprimirles un ritmo espiritual a nuestros pensamientos, y
concentrar nuestra atención (que es la vida misma) en Dios más bien que en
nuestras limitaciones.
Si queremos prosperar materialmente, hemos de
tener pensamientos de prosperidad, y hacer un hábito de este pensar, porque
lo que mantiene a la mayoría de la gente en la pobreza es la costumbre de
pensar en términos de pobreza. Si queremos vemos rodeados de amable
compañerismo y tener el afecto de los demás, es preciso que en nuestros
pensamientos se reflejen el amor y la buena voluntad. "Todas las cosas
trabajan juntas para el bien de aquellos que aman el bien."
Cuando un
hombre despierta al conocimiento de estas grandes verdades, naturalmente
trata de aplicarlas a la vida. Comprendiendo al fin la importancia vital de
la justicia, o de mantener solamente pensamientos armoniosos, un hombre
razonable empieza en seguida a tratar de poner en orden su casa. Pero
encuentra que, aunque la teoría es bastante simple, la práctica es cualquier
cosa menos fácil. Ahora bien, ¿por qué ha de ser esto así? La respuesta
estriba en la extraordinaria potencia del hábito; y nuestros hábitos de
pensamiento son a la vez los más sutiles y los más difíciles de romper.
Abandonar un hábito físico es comparativamente más fácil, si uno se lo
propone con seriedad, porque la acción sobre el plano físico es mucho más
lenta y palpable que sobre el plano mental. Cuando se trata de hábitos
mentales no podemos, por así decirlo, echamos a un lado y mirarlos
objetivamente como hacemos al contemplar nuestras acciones. Nuestros
pensamientos se deslizan por el campo del conocimiento en una corriente
incesante, y con tal rapidez que sólo con una vigilancia activa y constante
podemos dirigirlos. Además, el teatro de nuestros actos es el lugar en que
nos encontramos. No puedo obrar más que en donde estoy. Puedo, por supuesto,
dar órdenes por carta o por teléfono, o puedo tocar un timbre y obtener
ciertos resultados a distancia. No obstante, el acto mismo ocurre donde
estoy y en el momento actual. En cambio, con el pensamiento puedo recorrer
todo el panorama de mi vida, evocar a todas las personas que he conocido, y
con igual facilidad puedo sumergirme en el pasado o remontarme hacia el
futuro. Vemos, por lo tanto, que la tarea de lograr un equilibrio de
pensamiento justo y pleno de armonía, es mucho mayor de lo que a primera
vista parece.
Por esta razón, muchos se desalientan y se culpan a sí
mismos, al no poder transformar enseguida su ritmo mental y, como dice San
Pablo, destruir para siempre al viejo Adán. Esto, por supuesto, es un grave
error. La condena de sí mismo, al ser un pensamiento negativo y por lo
tanto injusto, tiende a producir más dolor aún, conservando el viejo círculo
vicioso. Si no progresamos tan aprisa como quisiéramos, el remedio es
redoblar la vigilancia a fin de mantener el pensamiento en un cuidadoso
estado de armonía. No nos detengamos en nuestros errores o en la lentitud de
nuestro progreso. Clamemos por la Presencia de Dios en nuestra vida, con
tanto más ahínco cuanto mayor sea la dificultad que trata de desalentamos.
Pidamos Sabiduría, Poder o Prosperidad en la oración. Hagámonos un
inventario mental y revisemos con cuidado nuestra vida, no sea que en algún
rinconcito de nuestra mente aún se escondan pensamientos torcidos. ¿Sigue
habiendo aún algún aspecto de nuestra conducta que no es del todo recto?
¿Hay alguien a quien no hemos perdonado todavía? ¿Nos permitimos algún tipo
de odio político, religioso, o racial? Si tenemos allí tal sentimiento,
seguro que está disfrazado bajo la capa de una falsa justificación. Si lo
descubrimos, arranquémosle el disfraz de ilusión con que se oculta, y
deshagámonos de él como si fuera una cosa perniciosa porque está
envenenando nuestra vida. ¿Se nos ha colado en el corazón cierta dosis de
envidia personal o profesional? Este sentimiento vicioso es mucho más común
de lo que suele admitirse en buena sociedad. Si damos con él, echémoslo,
cueste lo que cueste. ¿Estamos abatidos por alguna pena sentimental, algún
anhelo inútil o imposible? En tal caso, reflexionemos. Como almas
inmortales e hijos de Dios, poseyendo el dominio espiritual, ninguna cosa
buena está fuera de nuestro alcance, aquí y ahora. No malgastemos tiempo
lamentando el pasado, sino saquemos del presente y del futuro la
realización espléndida de los deseos de nuestro corazón ¿Nos agobia el
remordimiento por faltas pasadas? Pues tengamos presente que éste, a
diferencia del arrepentimiento, no es más que una forma de orgullo
espiritual. Gozarse en él, como hacen algunos, es traicionar al Amor y a la
Misericordia de Dios, quien dice: "Contemplad ahora el día de la
salvación." "Contemplad como hago cosas nuevas".
En esta Bienaventuranza,
Jesús nos aconseja que no nos desanimemos si no obtenemos enseguida la
victoria, si nuestro progreso parece lento. Por otra parte, si no hacemos
ningún progreso, ello se debe con toda seguridad a que no estamos orando
bien, y nos toca a nosotros descubrir la causa examinando nuestra vida y
pidiendo de lo Alto sabiduría y dirección. En verdad, debemos pedir
constantemente a Dios que nos ilumine y nos guíe, y derrame sobre nosotros
el poder vivificante del Espíritu Santo, para que la eficacia de nuestra
oración —nuestra prosperidad— se acreciente de día en día. Pero si vemos
algún adelanto, si las cosas mejoran aun cuando sea despacio, no hay motivo
para que nos sintamos desanimados. Tan sólo es necesario que nos esforcemos
resueltamente, y que nuestros intentos sean sinceros. Es imposible que un
hombre persevere en buscar la verdad y la justicia de todo corazón, sin que
sea coronado por el éxito. Dios no es falso y no se burla de sus hijos.
"Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán
misericordia."
He aquí un resumen conciso de la Ley de la Vida, que Jesús
desarrolla más adelante en el Sermón (MATEO 7,1-5). Esta Bienaventuranza no
requiere mucho comentario, porque las palabras empleadas comportan el
sentido habitual que hoy se les da en la vida diaria, y la frase es tan
clara y obvia en su significado como la ley expresada es sencilla e
inflexible en su acción.
El punto que necesita tener en cuenta un
científico cristiano que quiere aplicar científicamente su religión es que,
como siempre, la aplicación vital del principio formulado en esta
Bienaventuranza ha de hacerse en el campo del pensamiento. Lo que en esencia
importa es que seamos mentalmente misericordiosos. Las buenas acciones, si
van acompañadas de pensamientos no bondadosos, son pura hipocresía, dictadas
por el temor, o el deseo de vanagloria, o algún motivo semejante. Son
falsificaciones que no dan provecho al dador ni al que las recibe. Por otra
parte, un pensamiento bueno hacia nuestro prójimo lo bendice espiritual,
mental y materialmente, y nos bendice a nosotros al mismo tiempo. Seamos
misericordiosos al juzgar a nuestro prójimo, porque lo cierto es que todos
somos uno, y cuanto mayor parezca ser su error, tanto más grande es nuestro
deber de ayudarle con el pensamiento adecuado, facilitándole así la manera
de liberarse. Tan pronto comprendamos el poder del Pensamiento Espiritual
—la Verdad del Cristo— adquirimos una responsabilidad que otros no tienen, y
que no podemos evadir. Cuando tengamos evidencia de la falta de nuestro
prójimo, recordemos que el Cristo que está en él clama por el socorro de
nosotros, que estamos iluminados; así que, seamos misericordiosos.
Porque
en realidad y en verdad todos somos uno; formamos parte del manto viviente
de Dios. El mismo trato que hoy les damos a otros, tarde o temprano lo
recibiremos; igualmente recibiremos la misma misericordia, en el momento en
que la necesitemos, de aquellos que están más adelantados en el camino que
nosotros. Por encima de todo hay una verdad, y es que, liberando a otros del
peso de nuestra condena, hacemos posible el absolvemos a nosotros.
"Bienaventurados los limpios corazón; porque ellos verán a Dios."
Éste es
otro de esos preceptos maravillosos en los que la Biblia es tan rica. Toda
la filosofía de la religión se encuentra aquí, resumida en pocas palabras.
Como es costumbre en las Escrituras, las palabras están usadas en un sentido
técnico y abarcan una idea mucho más amplia que la que tienen en la vida
diaria.
Empecemos considerando la promesa que se nos hace en esta
Bienaventuranza. Nada menos que ver a Dios. Ahora bien, sabemos desde luego
que Dios no tiene forma corporal, y por lo tanto el asunto no consiste en
"verle" tal como vemos físicamente con nuestros ojos a un semejante o un
objeto. Si pudiésemos ver a Dios de esta manera, sería El limitado y, por lo
tanto, ya no sería Dios. "Ver" se refiere aquí a la percepción espiritual,
aquella capacidad de concebir la naturaleza verdadera de Dios, de la cual
infortunadamente carecemos.
Vivimos en el universo de Dios, pero no
conocemos en manera alguna cómo es en realidad. El Cielo no es un lugar
lejano en el firmamento, sino que nos está rodeando ahora mismo. Pero como
nos falta la percepción espiritual, no podemos reconocerlo, o, por decirlo
de otro modo, no podemos experimentarlo. Y ése es el sentido en que podemos
entender que se nos niega la entrada al Cielo. Estamos en contacto con un
fragmento pequeñísimo de ese Cielo al cual llamamos universo, pero aun ese
pequeño fragmento lo vemos torcido en su mayor parte. El Cielo es el nombre
religioso que significa la presencia de Dios. El Cielo es infinito, pero
nuestra manera de ver las cosas nos lleva a interpretarlo en función de un
mundo de tres dimensiones. El Cielo es la Eternidad, pero la experiencia que
tenemos aquí llega a nuestro conocimiento en serie, en una secuencia que
llamamos "tiempo", lo cual nunca permite que comprendamos una experiencia
en su totalidad. Dios es el Espíritu Divino, y en ese Espíritu no hay
limitaciones ni restricciones de ninguna clase. Sin embargo, vemos todas
las cosas distribuidas en lo que llamamos "espacio", es decir, están
espaciadas; ello da lugar a una restricción artificial que constantemente
estorba el reagrupamiento de los sucesos de nuestra experiencia que requiere
el pensamiento creador.
El Cielo es el reino del Espíritu, la Sustancia
pura; allí no hay vejez, ni decadencia, ni discordia; es el reino del
Eterno Bien. Y sin embargo, a nuestros ojos todo está envejeciendo,
decayendo, deteriorándose; floreciendo para marchitarse, naciendo para
morir.
Nos parecemos a un daltónico que estuviera en un jardín rodeado de
bellas flores. Por todo su alrededor hay colores gloriosos, pero él no los
percibe, no está consciente de ellos. Para él todo es negro, o blanco, o
gris. Si suponemos que le falta también el sentido del olfato,
comprenderemos que no puede apreciar más que una parte infinitesimal de la
magnificencia de ese jardín. No obstante, todo ese resplandor está delante
de él y es para él; pero no es capaz de percibirlo.
A esta limitación se
la conoce en Teología como "Caída del Hombre" y consiste en tener una
tendencia a ejercer su voluntad en oposición a la voluntad de Dios. "Dios
hizo al hombre íntegro, pero éste se ha buscado muchas limitaciones."
Nuestra tarea es superar esas limitaciones tan rápidamente como sea posible,
hasta que lleguemos a conocer las cosas como en realidad son. Esto es lo que
quieren decir las palabras "ver a Dios" y verle "cara a cara". Ver a Dios es
comprender la Verdad, una experiencia que trae la libertad infinita y la
felicidad perfecta.
En esta maravillosa Bienaventuranza Jesús nos dice
exactamente cómo habrá de cumplirse esta tarea suprema, y quiénes son los
que la llevarán a cabo: los limpios de corazón. Aquí de nuevo hay que tener
en cuenta que las palabras "puro" y "pureza" tienen un sentido mucho más
amplio que el que corrientemente se les atribuye. "Pureza", en la Biblia,
significa mucho más que la limpieza física, por importante que ésta sea. En
plenitud de sentido consiste en el reconocimiento de Dios como la única
Causa verdadera y el único Poder verdadero que existe. Es lo que en otro
lugar se denomina "el ojo simple" y es nada menos que el secreto por medio
del cual podemos escapar de toda enfermedad, desgracia o limitación, en fin,
a la caída del hombre. Por lo cual, bien podríamos parafrasear esta
Bienaventuranza más o menos de este modo:
"Bienaventurados quienes
reconocen a Dios como la única Causa verdadera, la única Presencia
verdadera y el único Poder real, no de una manera teórica o formal, sino en
la práctica, es decir, con palabras, y acciones; y no meramente en una parte
de su vida, sino en todo rincón de la vida y del espíritu; no teniendo
reserva alguna para con Dios, sino armonizando la voluntad de ellos, aun en
los detalles más menudos, con la voluntad de Él —porque ellos vencerán
todas las limitaciones de espacio, tiempo y materia, así como las flaquezas
de la mente camal; y estarán conscientes y gozarán para siempre de la
Presencia de Dios—."
Podemos advertir lo tosca que resulta cada
paráfrasis de la verdad bíblica comparada con la concisión y gracia del
Libro Santo. Pero conviene que cada persona parafrasee de vez en cuando los
textos más conocidos de la Escritura, porque esto le ayudará a comprender
con exactitud cuál es el significado que les va atribuyendo. Ello también
servirá para destacar algún sentido profundo sobre el cual se ha pasado
inadvertidamente. Notemos que Jesús habla de los limpios de corazón. La
palabra "corazón" en la Biblia indica generalmente lo que los psicólogos
modernos llaman la mente subconsciente. Esto es de extrema importancia,
porque no basta que aceptemos la Verdad sólo con la mente consciente. En tal
caso nuestra aceptación no es más que una opinión. Sólo cuando es aceptada
por la mente subconsciente, y asimilada así por toda la mentalidad, puede la
Verdad reformar el carácter y transformar la vida. "Como un hombre piensa en
su corazón así es él." "Guarda tu corazón con diligencia, pues de él brotan
las fuentes de la vida."
Mucha gente, especialmente la que se considera
culta, posee un caudal de conocimientos que no logran cambiar ni mejorar su
vida. Los médicos saben todo sobre la higiene, pero viven a menudo de una
manera poco higiénica; los filósofos que están enterados de la sabiduría
humana atesorada a través de los siglos, continúan conduciéndose de una
manera tonta y absurda. Por consiguiente, unos y otros tienen vidas
frustradas e infelices. La razón de ello es que sus conocimientos son
simplemente opinión, erudición acu-mulada en la mente. Para que un
conocimiento pueda cambiamos es necesario que se incorpore a nuestra mente
subconsciente, vale decir, que penetre hasta lo más íntimo del corazón. Los
psicólogos modernos están en lo cierto al tratar de reeducar la mente
subconsciente, aunque hasta ahora no han encontrado el método seguro para
ello. Ese método no es otro que la Oración Científica, o sea, la práctica de
la Presencia de Dios.
"Bienaventurados los pacíficos: porque ellos
serán llamados hijos de Dios."
Recibimos aquí una lección práctica de
incalculable valor sobre el arte de la oración —y la oración, recordémoslo,
es el único modo de renovar nuestra comunión con Dios—. A primera vista,
esta Biena-venturanza puede pasar por una generalización religiosa de
carácter meramente convencional, y hasta por una de esas trivialidades
sentenciosas que usan los que quieren impresionar a sus oyentes no teniendo
nada original que decir. A decir verdad, la oración es la única acción
completa en el sentido más exacto de la palabra, porque es la única cosa
capaz de cambiar el carácter. Un cambio en el carácter o en el espíritu es
un verdadero cambio. Cuando se verifica un cambio de esa clase, el sujeto se
toma diferente, y durante el resto de su vida se conduce de manera
diferente. En otras palabras, ya no es la misma persona de antes. El grado
de diferencia puede ser casi imperceptible cada vez que se ora; sin embargo,
aunque pequeño, tiene lugar, porque es imposible orar sin que nos hagamos
diferentes en algún grado Si pudiésemos tomar consciencia plenamente de la
Presencia de Dios, un cambio radical y dramático se obraría en nuestro
carácter en un abrir y cerrar de ojos, transformando nuestro modo de
pensar, nuestros hábitos, nuestra vida entera. La historia registra
numerosos ejemplos de esta clase, tanto en Oriente como en Occidente; las
llamadas conversiones son hechos auténticos que lo ejemplifican con
claridad. Tan radical es el cambio que resulta de la oración que Jesús lo
llama "nacer de nuevo". En efecto, puesto que la persona se convierte en
otro ser, es lo mismo que si naciera de nuevo. La palabra "oración" incluye
toda forma de comunión con Dios, así como todo esfuerzo encaminado a ese
fin, ya sea vocal o puramente mental. La oración puede ser también
afirmación o invocación, siendo cada una de ellas buena en su propio lugar;
puede ser asimismo meditación, y la más elevada de todas las formas de
oración, que es la contemplación.
Si no estamos acostumbrados a orar,
todo lo que podemos hacer es expresar nuestra personalidad tal como es en
cualquier circunstancia de la vida en que nos encontremos. A tal punto es
cierto esto, que la mayoría de los que nos conocen podrían decir de antemano
cómo reaccionaríamos en presencia de cualquier dificultad o crisis; pero la
oración, al cambiar nuestro carácter hace posible una reacción nueva.
Cuando la oración es eficaz, la Presencia de Dios se realiza en nosotros,
que es el secreto de nuestra curación y la curación de otros también;
asimismo obtenemos aquella inspiración que es la vida del alma y la causa de
nuestro desarrollo espiritual. Pero para que esta Presencia de Dios sea un
hecho en nosotros, y nuestras oraciones sean eficaces, es preciso que
alcancemos cierto grado de verdadera paz mental. Esta paz interior ha sido
llamada por los místicos serenidad y ellos no se cansan jamás de
repetirnos que la serenidad es el gran vehículo de la Presencia de Dios
—el mar suave como un espejo que rodea al Gran Trono Blanco—. Esto no quiere
decir que sin la serenidad no se puedan vencer por medio de la oración aun
las mayores dificultades, porque por supuesto se puede. En efecto, cuanto
mayores son nuestros problemas, menor es la serenidad de que podemos
disponer, y la serenidad misma sólo se obtiene por la oración y por la
acción de perdonar a los demás y a uno mismo. Pero hemos de tener la
serenidad para avanzar en el reino del espíritu, aquella tranquilidad de
alma a la cual se refiere Jesús con la palabra "paz", una paz que supera el
entendimiento humano.
Los pacíficos de que se habla en esta
Bienaventuranza, son aquellos que realizan esta paz verdadera o sere-nidad
en sus propias almas, porque son ellos los que superan las dificultades y
limitaciones y llegan a ser no sólo potencialmente sino, verdaderamente, los
hijos de Dios. Esta condición de espíritu es el objetivo principal de todas
las instrucciones que Jesús nos da en el Sermón del Monte, y en otras
partes: "La paz os dejo, mi paz os doy. No se turbe vuestro corazón ni se
intimide". Cuando hay temor, o resentimiento, o alguna inquietud en nuestro
corazón, esto es, mientras nos falta la serenidad o la paz, no nos es
posible lograr mucho.
Para conseguir la concentración del espíritu se
precisa tener cierto grado de serenidad.
Por supuesto que ser pacífico en
el sentido corriente, como el que se dedica a poner fin a las querellas de
otros, es sin duda cosa excelente; pero, como bien sabe todo aquél que esté
dotado de sentido práctico, es un papel bastante difícil de interpretar.
Cuando uno interfiere en contiendas ajenas, generalmente las cosas empeoran
en lugar de mejorar. Por regla general, es nuestra opinión personal la que
nos sirve de guía, y es raro que una opinión personal no sea injusta. Si
logramos que los adversarios examinen de nuevo las causas de la disputa
desde otro punto de vista, nuestros esfuerzos no habrán sido inútiles;
pero, por otra parte, si solamente ponemos por obra un término medio en el
cual consienten por motivos de propio interés o por compulsión, entonces la
reconciliación no será más que superficial, no habiendo en ese caso paz
verdadera, porque ambos no se sienten así contentos e indulgentes.
Una
vez que comprendamos el poder de la oración, seremos capaces de sanar muchas
disputas de manera definitiva; algunas veces sin pronunciar palabra alguna.
Pensar silenciosamente en el Amor y la Sabiduría del Todopoderoso es
suficiente para disipar imperceptiblemente los motivos que acarrean
disputas. Entonces, la mejor solución para todos, cualquiera que sea, se
efectuará gracias al poder silencioso de la Palabra.
"Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia:
porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando os
vituperaren y os persiguieren y dijeren de vosotros todo mal por mi causa,
mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos:
que así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros."
Como
hemos visto, el carácter esencial de la enseñanza de Jesús es que la
Voluntad de Dios para nosotros es armonía, paz y gozo; que tales cosas
puedan convertirse en realidad para nosotros cultivando un modo de pensar
justo y recto es una frase que nos sorprende. Jesús nos dice constantemente
que es la voluntad de nuestro Padre damos su Reino y que para merecer la
justicia hemos de cultivar la serenidad, la paz interior. Él declara que
los pacíficos que cumplen esto adquirirán orando prosperidad, heredarán la
tierra, verán a Dios y su duelo se transformará en gozo. No obstante, aquí
aprendemos que los que son perseguidos a causa de la justicia, son
bienaventurados, porque de ese modo triunfarán; que el ser vituperado y
denunciado es causa de gozo y felicidad, y que los Profetas y los grandes
Iluminados también sufrieron estas cosas.
Todo esto es sin duda
asombroso, y a la vez perfectamente correcto; sólo que comprendamos una
cosa: que el origen de toda esta persecución no es otra cosa que nosotros
mismos. No hay un persecutor exterior a nosotros mismos. Siempre que
encontremos difícil lo justo o el pensar con rectitud; siempre que sintamos
la tentación de considerar injustamente determinada situación, o persona, o
aun nosotros mismos; siempre que nos sintamos inclinados a ceder a la
cólera, o a la desesperación, entonces somos perseguidos a causa de la
justicia, lo cual resulta ser una condición bienaventurada y bendita.
Todo tratamiento espiritual u Oración Científica implica una lucha con el
"Yo inferior" el cual prefiere el viejo modo de pensar y se levanta y nos
insulta, por decirlo dramáticamente, a la manera oriental.
Todos los
grandes Profetas e Iluminados de la especie humana, que al fin alcanzaron la
victoria, lo hicieron tras una serie de batallas consigo mismos, cuando su
naturaleza inferior, el viejo Adán, los perseguía. Jesús mismo "tentado en
todo según nuestra semejanza" tuvo más de una vez que hacer frente a esta
"persecución", especialmente en el Huerto de Getsemaní, y durante algunos
minutos, en la Cruz misma. Ahora bien, como estos combates con nuestra
naturaleza inferior han de llevarse a cabo tarde o temprano, será mejor
efectuar la lucha y vencer lo antes posible. De manera que estas
persecuciones resulten ser, relativamente hablando, bendiciones divinas.
Notemos que en realidad no hay virtud alguna o provecho siquiera en el mero
hecho de que otros nos molesten o persigan. Nada absolutamente viene a
nuestra experiencia, a menos que haya algo en nosotros que lo atraiga. Por
lo cual, si nos acontecen molestias o dificultades es sin duda debido a que
algo en nuestra mente necesita ser examinado y aclarado; porque siempre
vemos las cosas como somos capaces de concebirlas. He aquí un peligro grave
para los débiles, los vanidosos y los presuntuosos. Si los demás no los
tratan como ellos quisieran, o si no reciben el respeto y la consideración
que ellos creen que se les debe tener, aunque probablemente no lo merecen,
se sienten con frecuencia inclinados a creer que son "perseguidos" a causa
de su superioridad espiritual, e incurren en el absurdo de darse aires de
grandeza con tal motivo. He aquí una patética ilusión. Según la Gran Ley de
la Vida, de la cual todo el Sermón del Monte es una exposición, solamente
podemos recibir a través de nuestra existencia lo que en cada momento nos
corresponde, y nadie puede impedimos el conseguir lo que nos toca; por esta
razón toda persecución o frustración proviene absolutamente de lo interior.
A pesar de que hay una tradición sentimental a la que va unido, el martirio
no conlleva ninguna virtud en sí. Si el "mártir" tuviese una comprensión
suficiente de la Verdad, no le sería necesario sufrir esa experiencia.
Jesús no fue un mártir. Habría podido escaparse en cualquier momento, si
hubiese querido evitar la crucifixión. Pero era necesario que alguien
triunfase sobre la muerte, y por esa razón consintió en morir. Él quiso, de
forma deliberada y a su modo, realizar para nosotros una obra de antemano
premeditada, y no precisamente un martirio. Lejos esté de nosotros el
menospreciar el valor ilustre y la abnegación heroica de los mártires de
todos los siglos; pero debemos recordar que si hubiesen tenido una
comprensión cabal, no habrían llegado al hecho del martirio. Tener el
martirio como un bien supremo, tal como hacían muchos, es tentar al destino,
porque se atrae toda cosa sobre la cual se concentra la atención. Aún
admirándolos a causa de la elevación espiritual que alcanzaron, sabemos que,
si los mártires hubiesen amado a sus enemigos lo bastante —es decir,
amarlos en el sentido científico de la palabra—, reconociendo en ellos la
Verdad, entonces sus perse-guidores romanos —incluso el mismo Nerón— habrían
abierto las puertas de sus prisiones, y los fanáticos de la Inquisición
habrían reconsiderado su causa.
Capítulo 3
Cómo un hombre
piensa
Vosotros sois la sal de la Tierra;
pero si la sal se desvirtúa,
¿con qué se la salará?
Para nada aprovecha ya,
sino para tirarla y que la pisen los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo.
No puede ocultarse una ciudad asentada sobre un monte,
ni se enciende una lámpara y se la pone debajo de un celemín,
sino sobre el candelera,
para que alumbre a todos cuantos están en la casa.
Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que,
viendo vuestras obras buenas,
glorifiquen a vuestro Padre
que está en los cielos.
(MATEO V, 13-16)
En este maravilloso
pasaje, Jesús se está dirigiendo a aquellos que han llegado a comprender la
esclavitud de las cosas materiales y adquirido alguna comprensión de la
naturaleza del Ser. Es decir, Él está hablando a quienes reconocen la
Omnipotencia de Dios o del Bien, y la impotencia de lo malo en presencia de
la Verdad. A tales personas las llama "la sal de la tierra y la luz del
mundo"; y ello ciertamente no es ensalzar demasiado a los que comprenden
la Verdad y la ponen de manifiesto en sus vidas personales. Es posible, y en
efecto, es demasiado fácil, aceptar la verdad de estos principios
fundamentales, proclamar su belleza, y sin embargo no ponerlos en práctica
en la propia vida. Pero ésta es una actitud peligrosa, porque en tal caso la
sal ha perdido su sabor y no es buena.
Si comprendemos y aceptamos lo que
Jesús enseña; si nos esforzamos por realizarlo en cada fase de nuestra vida
diaria; si tratamos sistemáticamente de destruir en nosotros mismos todo
aquello que sabemos no debería estar ahí, es decir, el amor propio, el
orgullo, la vanidad, la sensualidad, la presunción, el recelo, la
conmiseración de nosotros mismos, incluyendo también aquí el resentimiento,
la condenación, etcétera; si no alimentamos estos defectos cediendo a ellos,
sino que los dejamos morir negándonos a que tomen expresión; si cultivamos
con toda lealtad un recto pensar hacia todas las personas o cosas a nuestro
alcance, y especialmente a las personas que no nos son simpáticas y a las
cosas que no nos gustan, es entonces cuando somos dignos de ser llamados "la
sal de la Tierra".
Si verdaderamente vivimos esta vida, las
circunstancias que nos rodean actualmente carecen de toda importancia;
cualesquiera que sean las dificultades con que tengamos que luchar, serán
superadas, y la verdad de nuestra doctrina tendrá su demostración. Y no
solamente haremos esta demostración en el más breve tiempo posible, sino que
seremos capaces, positiva y literalmente, de ejercer una influencia
luminosa y sanadora a nuestro alrededor, y ser bendición para toda la
humanidad. Es más, haremos bien a hombres y mujeres en lugares y tiempos
remotos, a personas que jamás han oído ni oirán hablar de nosotros, seremos
así la luz del mundo, por sorprendente y maravilloso que parezca.
El
estado de nuestra alma se manifiesta a través de las condiciones exteriores
de nuestra vida material, y en la influencia intangible que irradiamos. Hay
una Ley Cósmica: que nada puede negar permanentemente su propia naturaleza.
Emerson dijo: "Lo que eres grita con una voz tan alta que no puedo oír lo
que estás diciendo." En la Biblia la palabra "ciudad" simboliza siempre la
conciencia, y la palabra "montaña" simboliza la oración o actividad
espiritual. "Alzo mis ojos a los montes, de donde ha de venir mi socorro"
(SALMOS 121,1). "Si Yahvé no guarda la ciudad, en vano vigilan sus
centinelas" (SALMOS 127, 1.)
El alma que va desarrollándose y que se
construye en la oración no se puede esconder, brilla esplen-dorosamente a
través de la vida que vive. Habla de por sí, pero en un silencio profundo, y
cumple sus mejores obras inconscientemente. Su sola presencia sana y bendice
sin esfuerzos todo lo que la rodea.
Nunca debemos tratar de imponer a
otros la Verdad Espiritual. Más bien, vivamos de tal manera que se queden
tan impresionados por nuestra conducta, por la paz y felicidad que nos
iluminan el semblante, que acudan espontáneamente a pedimos que repartamos
con ellos la cosa maravillosa que poseemos. El alma que vive así habita en
la Ciudad de Oro, la Ciudad de Dios. Esto es lo que significa así ha de
lucir vuestra luz para gloria de nuestro Padre que está en los cielos. (MT.
5.16)
No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he
venido para abrogar, sino a consumarla. (MT. 5,16)
Porque en verdad os
digo, que antes pasarán el cielo y la tierra, que falte una jota o una tilde
de la ley, hasta que todo se cumpla.
Si, pues, alguno infringiere alguno
de estos preceptos menores, y así enseñare a los hombres, será tenido por
muy pequeño en el reino de los cielos; pero el que practicare y enseñare,
éste será tenido por grande en el reino de los cielos.
Porque os digo,
que si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no
entraréis en el reino de los cielos.
(MATEO, V-20)
El verdadero
cristianismo es una influencia totalmente positiva. Engrandece y enriquece
la vida del hombre, la hace más amplia y mejor; nunca más mezquina. El
conocimiento de la Verdad no nos puede acarrear la pérdida de nada que valga
la pena poseer. Los sacrificios vienen sin duda, pero las cosas que hemos de
sacrificar son aquéllas cuya posesión nos hace infelices, no las que nos
traen la felicidad. Muchas personas tienen la idea de que comprender mejor a
Dios requiere la renuncia a muchas cosas que sentirían perder. Decía una
joven: "Confiaré en la religión más tarde, o cuando sea vieja, pero ahora
quiero disfrutar un poco." Esto es confundir la cuestión. Las cosas que uno
tiene que sacrificar son el egoísmo, el temor y la idea de que la limitación
es necesaria. Una cosa sobre todo ha de ser sacrificada: la creencia de que
el mal tiene alguna resistencia o poder aparte del que nosotros mismos le
concedemos creyendo en él. Acercarse a Dios no habría causado a aquella
joven pérdida alguna de felicidad. Por el contrario, habría ganado un
caudal inmenso de felicidad. Cierto es que, a medida que su alma fuera
ganando en desarrollo, habría encontrado que ciertas formas del placer ya no
le causaban satisfacción. Pero, de ocurrir esto, habría encontrado también
una compensación mucho más valiosa en la nueva luz que iluminaría toda fase
de su vida, y en los nuevos y maravillosos aspectos que vería en las cosas a
su alrededor. Son sólo las cosas sin valor las que tienen que desaparecer
bajo la acción de la Verdad.
Por otra parte, sería de todo punto
insensato que una persona creyese que el conocimiento de la Verdad del Ser
la colocaría por encima de la ley moral, autorizándola a quebrantarla. En
tal caso descubriría muy pronto que había cometido un error fatal. Cuanto
mayor es nuestro conocimiento espiritual, tanto más severo es el castigo que
nos acarrea si violamos la ley moral. El cristiano no puede permitirse el
ser más descuidado que otros en la observancia rigurosa de todo el código
moral; antes al contrario, debe ser mucho más cuidadoso que las demás
personas. En efecto, todo desarrollo espiritual verdadero va acompañado
necesariamente de un progreso moral definido. Una aceptación teórica de la
letra de la Verdad puede ir acompañada de descuido moral (con grave peligro
del delincuente), pero es del todo imposible Progresar en el aspecto
espiritual a menos que se trate sinceramente de vivir según la ley moral. No
es posible en manera alguna separar el conocimiento espiritual verdadero de
la conducta justa y moralmente sana que le corresponde. Una "jota" (la jota
griega) significa "hod", la letra más pequeña del alfabeto hebraico. La
"tilde", parecida a un "pequeño cuerno", es una de esas pequeñas
prominencias que distinguen una letra hebraica de otra. Esto quiere decir
que conviene no sólo vivir según la letra de la ley moral, sino también en
los más mínimos detalles. Hemos de mostramos no sólo según las normas
morales corrientes, sino de acuerdo con el más elevado concepto del honor.
Los escribas y los fariseos, a pesar de sus defectos, eran en su mayor
parte hombres honrados, que obedecían en su vida particular la ley moral tal
como la comprendían. Por desgracia, no conocían más que la letra de la ley a
la cual se conformaban escrupulosamente, cumpliendo su deber tal como lo
concebían. Sus defectos consistían en la fatal debilidad que surge
dondequiera que haya formalismo religioso: orgullo espiritual y presunción
de la propia rectitud. Ellos eran completamente inconscientes de tales
defectos, creían obrar bien en todo, lo cual es la mortal ilusión de estas
enfermedades del alma. Jesús comprendió esto y le dio su lugar; de ahí que
advirtiera a sus seguidores que, a menos que su conducta fuera tan buena
como la de aquella gente, y aun mejor, no debían en modo alguno suponer que
estaban progresando en el camino espiritual. El desarrollo espiritual y el
nivel más alto de conducta deben ir juntos. No puede existir lo uno sin lo
otro.
A medida que crecemos en poder espiritual y en comprensión, vamos
comprobando que muchas reglas que gobiernan el aspecto exterior de la
conducta llegan a ser completamente innecesarias; pero esto es consecuencia
de que nos hemos elevado sobre ellas; nunca, nunca, porque hayamos caído por
debajo de su nivel. Llegar a este punto, donde la comprensión de la Verdad
permite pasar por alto ciertos requisitos y ordenanzas exteriores, es llegar
a la Mayoría de Edad Espiritual. Tan pronto como uno deja de ser
es-piritualmente niño deja de necesitar algunas de aquellas observancias
externas que antes le parecían indispensables. Nuestra vida, entonces,
resulta más pura, más verdadera, más libre y menos egoísta de lo que era
antes. Y ello es la prueba.
Para dar un sencillo ejemplo, algunas
personas encuentran que, en cierto estado de su progreso, sus procesos
mentales alcanzan tal grado de método y claridad que pueden hacer su trabajo
diario, cumplir sus compromisos y desempeñar sus deberes sin necesidad de
reloj. Al mismo tiempo sucede que un amigo, sabedor de esto y deseando
emularlos, deja en casa su reloj, y resulta que llega tarde a sus citas,
trastornando así todas las ocupaciones del día tanto a sí mismo como a los
demás. Cuando el discípulo esté listo espiritualmente para pasar sin
utilizar reloj, hará cada cosa a su tiempo sin tener que consultarlo. Si,
por el contrario, tiene que esforzarse para pasarse sin reloj y después
llega tarde a las citas del día, es evidente que todavía no ha alcanzado el
poder espiritual necesario. Es mejor que lo lleve y que trabaje a su hora, y
que se consagre a cosas que realmente importan, tales como sanarse a sí
mismo y a otros, venciendo el pecado, esforzándose por lograr comprensión
y sabiduría, etcétera. No se puede apresurar ni forzar el momento en que se
alcanza la Mayoría de Edad Espiritual; tiene que llegar a su debido tiempo,
cuando la conciencia esté lista, así como el florecimiento de un bulbo está
sujeto a la evolución natural de la planta. Tenemos que mostramos allí dónde
estamos. Pretender mostramos más allá de donde verdaderamente estamos no es
prueba de espiritualidad. El progreso espiritual es una cuestión de
desarrollo, que no debe ser imprudentemente apresurado. Pongamos con
entusiasmo nuestra atención en las cosas espirituales y, mientras tanto,
hagamos todo lo que es necesario hacer, sencillamente; y sin tratar
conscientemente de precipitamos, nos sorprendere-mos al comprobar lo rápido
de nuestro progreso.
Tomemos un simple ejemplo: supongamos que ha
ocurrido un accidente en la calle y nos encontramos con un hombre que se ha
cortado una arteria y le brota la sangre a chorros. Lo natural será que, si
no se reprime esa sangría, la víctima muera en pocos minutos. ¿Qué debemos
hacer? ¿Qué actitud mental debemos asumir? La respuesta es muy sencilla.
Debemos "mostrar la otra mejilla" conociendo la Verdad de la Omnipresencia
de Dios.
Si vemos esto lo suficientemente claro, como Jesús lo haría, por
ejemplo, la arteria cortada será curada enseguida, y no habrá que hacer nada
más. Sin embargo, es muy probable que la mayoría de nosotros no haya
alcanzado un desarrollo espiritual suficiente para obtener tales resultados,
por lo cual, mostrando en donde estamos, debemos tomar las medidas
habituales para salvarle la vida al hombre, improvisando un torniquete.
O
supongamos también, que un niño cae en un canal en el momento que pasamos
por allí. Si tenemos Poder Espiritual suficiente, el niño se verá sano y
salvo; pero si no, entonces tendremos que salvarle del mejor modo posible,
sumergiéndonos si es necesario, orando al mismo tiempo.
Pero, ¿qué
diremos del hombre que, consciente de sus imperfecciones morales, acaso un
grave pecado habitual, desea con sinceridad desarrollarse espiritualmente?
¿Ha de posponer la búsqueda de conocimientos espirituales hasta que su
conducta sea reformada? De ninguna manera. En realidad, todo esfuerzo para
mejorar moralmente sin un previo desarrollo espiritual está malogrado de
antemano. Así como ningún hombre —para usar la frase de Lincoln— puede
levantarse del suelo tirando de las correas de sus botas, tampoco puede un
pecador reformarse por sus propios esfuerzos personales. El único resultado
de confiarse a sí mismo en tales casos será un repetido fracaso, el
desaliento consiguiente, y probablemente, al fin, la desesperación de no
poder mejorar. La única cosa que debe hacer la persona es orar
sistemáticamente, sobre todo en el momento de la tentación, y dejar a Dios
la responsabilidad del éxito. De esta suerte debe perseverar, no importa
cuántos fracasos vengan; y si continúa orando, especialmente orando de una
manera científica, encontrará muy pronto que, en efecto, el poder del mal se
ha roto y que él mismo está ya libre de ese pecado. Orar científicamente es
afirmar con insistencia que Dios nos ayuda, que la tentación no tiene
ningún poder sobre nosotros, y que el hombre es, según su naturaleza
verdadera, espiritual y perfecto. Este método es mucho más eficaz que el de
pedir simplemente la ayuda de Dios. De este modo, la regeneración moral y el
desarrollo espiritual se llevan a cabo de manera simultánea. La vida
cristiana no requiere que poseamos una perfección de carácter; si así fuera,
¿quién de nosotros estaría capacitado para vivirla? Lo que sí se requiere
es un esfuerzo honrado y genuino por acercamos lo más posible a tal
perfección.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás;
cualquiera que matare, será reo de juicio.
Mas yo os digo, que quien se
irrita contra su hermano, será reo de juicio; y cualquiera que dijere, a su
hermano "raca", será reo ante el Sanedrín y el que dijere "loco" será reo de
la gehenna del fuego.
Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el
altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti:
Deja
allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y
luego vuelve a presentar tu ofrenda.
(MATEO, V 21-24)
La Ley
Antigua, al tener que ver con un estado más primitivo y bajo de la
conciencia humana, se aplicaba necesariamente a cosas exteriores, porque la
evolución aparente del hombre primitivo operaba mientras él se levantaba del
mundo de las meras apariencias hacia la vida del pensamiento, de lo
exterior hacia lo interior; mientras que todo desarrollo espiritual se
expresa al revés, del espíritu hacia el mundo de apariencias, de dentro
hacia fuera. Toda la atención del hombre primitivo está concentrada en lo
que le llega a través de sus sentidos. Él cree que puede encontrar en su
mundo físico la causa y también los efectos. Pero mientras se desarrolla
espiritualmente, llega a comprender que las cosas exteriores no son más que
el resultado de causas y sucesos interiores. Cuando esto se percibe, ha
comenzado la búsqueda de Dios. Así, la Ley Antigua, por lo menos en la
letra, se ocupaba casi exclusivamente de cuestiones externas, y quedaba
satisfecha si eran cumplidas. Si un hombre no mataba, obedecía la Ley, por
grande que fuese su deseo de matar, y por intenso que fuese su odio hacia su
enemigo. Con tal que no se apropiase de los bienes de su vecino, el hombre
vivía según la Ley, por mucho que desease cometer el robo.
Jesús vino a
preparar a la humanidad para dar el paso más importante de todos, a saber,
el de ensanchar nuestras fronteras espirituales. El objeto principal del
Sermón del Monte, que es la esencia del mensaje cristiano, es mostramos la
necesidad de dar este paso; es enseñamos que, para alcanzar la Mayoría de
Edad Espiritual no solamente tenemos que conformamos con las reglas
exteriores, sino que también hemos de cambiar toda nuestra vida interior.
Jesús decía que el deseo de matar, o aun el enfadarse uno con su hermano,
es por sí mismo bastante para impedimos la entrada al Reino de los Cielos, y
por supuesto que así es. Fue un gran paso en el progreso cuando se pudo
persuadir a las gentes bárbaras y primitivas, no solamente de que no matasen
a quienes los ofendían o agraviaban, sino que era necesario además adquirir
bastante control de sí mismos para dominar su cólera. Ninguna prueba
espiritual puede Cumplirse si no se destruye la cólera en el corazón. Es
imposible tener alguna experiencia de Dios, o ejercer una influencia
espiritual digna de atención, o llevar a cabo la sanación de los enfermos
hasta que uno se deshaga del resentimiento y de la condenación del prójimo.
Mientras no estemos listos para deshacemos de estos sentimientos malos, el
resultado de nuestras oraciones será de muy poco valor. No cabe duda alguna
de que cuanto más amor haya en el corazón, tanto más poder tendrán las
oraciones; por eso los que se proponen alcanzar éxito en el camino del
desarrollo espiritual, tienden a esforzarse constantemente para quitar de
su espíritu todos los pensamientos de crítica y condenación. Saben que
pueden escoger entre la prueba o la indignación, pero nunca ambas a la vez.
Y no malgastan su tiempo tratando de realizar lo imposible.
La
indignación, el resentimiento, el deseo de castigar a otros o de verlos
castigados, el deseo de decirse a sí mismo "le han pagado con la misma
moneda"; el sentimiento de "le está bien empleado", todas estas cosas forman
una barrera impenetrable a la acción espiritual. Jesús, sirviéndose de
símbolos a la manera oriental, nos dice que si venimos con algún presente al
altar y nos acordamos de que nuestro hermano tiene algún resentimiento
contra nosotros, debemos depositar allí nuestro presente e ir a
reconciliamos antes con nuestro hermano; después de lo cual, el presente
será aceptable. Como sabemos, era costumbre llevar al templo ofrendas de
diversas clases —desde toros y vacas hasta palomas, y también incienso, o,
si convenía, una ofrenda en dinero del mismo valor de estas cosas—. Ahora,
según la Nueva Ley o dispensa cristiana, nuestro altar es nuestra propia
conciencia y nuestras ofrendas son nuestras oraciones y nuestros ejercicios
espirituales. Nuestros "sacrificios" son los pensamientos malos que
destruimos en el fuego espiritual. Y es por eso que Jesús nos dice que,
cuando vamos a orar, si nos acordamos de que tenemos un sentimiento
vengativo contra alguno de nuestros prójimos o contra cierto grupo, debemos
detenemos allí, reflexionar y meditar hasta que nos deshagamos de este
sentimiento enemigo, y restablezcamos nuestra integridad espi-ritual.
Jesús desarrolla esta gran lección, otra vez según la manera oriental, por
pasos sucesivos —tres en este caso—. Primero dice que el que está enojado
con su hermano corre un gran riesgo; seguidamente expresa que el hombre que
guarda en sí un sentimiento vengativo contra su prójimo está en peligro
grave; y finalmente nos advierte que, si nos permitimos considerar a
nuestro hermano un marginal fuera de los límites de conducta aceptable, y
decirlo, nos cerramos así la puerta del Reino de los Cielos mientras nos
mantengamos en ese estado mental. Y por último nos previene que el llamar a
un hombre "loco" en tal sentido equivale a no esperar ningún bien de él,
esto es, negar en un ser humano el poder del Cristo viviente. Y muy serias
consecuencias se derivarán seguramente de semejante actitud.
Muéstrate conciliador con tu adversario mientras vas con él por el camino;
no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas puesto en
prisión.
Que en verdad te digo, que no saldrás de allí, hasta que pagues
el último centavo.
(MATEO, V 25-26)
Este párrafo es de la mayor
importancia práctica. En él Jesús insiste en su mandamiento "velad y orad".
Es mucho más fácil superar una dificultad que acaba de aparecer que esperar
a que tenga tiempo de arraigarse en la mente, hasta que se instale
hondamente. Los soldados saben que mientras las tropas enemigas marchen a
campo raso, es relativamente fácil derrotarlas y destruirlas; pero una vez
atrincheradas su derrota se hace muy difícil. Así sucede con el mal. En el
momento en que se presenta a nuestra atención, debemos rechazarlo,
repudiarlo, negarle cabida en nosotros, y, afirmando serenamente la Verdad,
no darle la oportunidad de instalarse. Si hacemos esto, encontraremos que
no tendrá ningún poder sobre nosotros. Este método implicará una gran lucha
mental, y es posible que por un momento el enemigo parezca ganar terreno;
pero, con tal que le ataquemos al principio, le veremos de pronto
desaparecer, y nosotros saldremos victoriosos.
De otro modo, aceptando
un error y pensando en él, lo incorporamos a la mente; y en tanto
persistamos en tal actitud, más difícil será deshacemos de él. La mayoría
de nosotros hemos comprobado la veracidad de esta afirmación tras una
dolorosa experiencia. Una vez que hemos aprendido a orar científicamente,
encontramos relativamente fácil vencer nuevas dificultades a medida que se
van presentando; pero aquéllas que se hallan alojadas en la mente ya por
mucho tiempo, son difíciles de expulsar.
Siempre que Jesús deseaba
acentuar para sus oyentes un punto de importancia especial, acostumbraba a
servirse de algún ejemplo tomado de la vida diaria. Las leyes que entonces
se referían a los deudores eran en extremo severas. Cuando un hombre estaba
en deuda, le era importante llegar a un acuerdo con su acreedor de una
manera u otra, y lo más pronto posible. Aun hoy en día es conveniente que el
caso no llegue a los tribunales, si se quieren evitar gastos inútiles.
Cuanto más dura el proceso, tanto más se aumenta su costo: los honorarios de
los abogados, los impuestos del tribunal y otros gastos diversos además de
la deuda original. Así sucede con las distintas dificultades que se nos
presentan en la vida diaria. La dificultad inicial suele multiplicarse
muchas veces por nuestros pensamientos erróneos acerca de ella, y no nos
liberaremos hasta que la deuda no haya sido pagada. En cambio, poniéndonos
de acuerdo primero con el adversario, esto es, aplicando al caso un
pensamiento recto, no añadiremos gastos a la deuda, y la dificultad será
vencida fácilmente.
Tomemos un ejemplo familiar: estamos estornudando.
Si decimos: "Ya he vuelto a resfriarme" y con-tinuamos, como suelen hacer
muchas personas, pensando que hemos cogido un catarro con toda la serie de
inconvenientes que lo acompañan, estamos ofreciendo al resfriado incipiente
un terreno de cultivo donde desarrollarse. ¿Y quién no se ha entregado
algunas veces a una serie de reflexiones sobre las enfermedades en general y
los resfriados en particular? Trata uno de determinar el momento exacto en
que se resfrió, y decide con cierta satisfacción que este resfriado es
probablemente el resultado de haberse sentado el martes cerca de una ventana
abierta, o de haberse quedado el miércoles con un amigo que tenía un
resfriado, etcétera. Luego se acuerda de va-RIOS llamados remedios, los
cuales, sin embargo, han resultado ineficaces en repetidas ocasiones.
Empieza a preguntarse cuánto tiempo durará este nuevo resfriado, suponiendo
que diez días o quince serán su duración apropiada. En ciertos casos,
habiendo adquirido la costumbre de atribuirles ciertas complicaciones,
decide que puede resultar una bronquitis, o un ensordecimiento general, o un
mal de vientre, o cualquier otra cosa. Tal como hemos visto, éste es el
orden exacto en que se producen todas estas cosas y, como consecuencia
natural, ocurre que en el mismo orden previsto los síntomas van dejándose
ver.
Si tal persona tiene algún conocimiento general de la Verdad,
después de estar pensando de aquel modo por un tiempo, comenzará a aplicarse
el tratamiento espiritual de la mejor manera a su alcance. Pero ya el error
ha tomado mucho cuerpo porque le ha permitido atrincherarse, y le será muy
difícil entonces desembarazarse de su resfriado. En cambio, si al
estornudar o sentir escalofríos, hubiese rechazado inmediatamente la idea de
resfriarse, reclamando su poderío y afirmando la Verdad, eso habría puesto
fin al caso, o por lo menos, la molestia se habría pasado al cabo de unas
horas.
La misma regla vale para cualquier otra forma de error mental.
Tanto las dificultades de la familia como las de los negocios o cualquier
cosa de la vida diaria, deberán ser tratadas de igual manera. Supongamos
que cierto día, al abrir las cartas en el correo de la mañana, encontramos
malas noticias financieras. Digamos, por ejemplo, que el banco en donde
depositamos la mayor parte de nuestro dinero ha quebrado. La actitud general
en tales casos es aceptar lo peor y estancarse en la mala noticia. En
semejante situación, muchas personas se saturarían completamente con la
idea de la bancarrota, pensando en ella día y noche, y discutiendo todos los
detalles y repasando las diversas dificultades que podrán sobrevenir.
Además, sentirían en muchos casos un agudo resentimiento y condena hacia los
ejecutivos del banco y hacia todos aquéllos que pudieran ser los culpables.
Pero incluso un conocimiento rudimentario del poder del pensamiento nos
permite percibir los resultados inevitables de esta actitud mental. Sabemos
que no puede hacer más que aumentar y multiplicar nuestras dificultades.
Naturalmente, en tal caso todo discípulo sincero de Jesucristo empezaría,
tarde o temprano, a rechazar en su mente tales pensamientos negativos y a
sustituirlos por lo que está aprendiendo: la Ley Divina. Puede ser, sin
embargo, que, sorprendido por la precipitación y gravedad del suceso, pase
algún tiempo antes de que comience a ver el problema a la luz de la Verdad;
y es esta tardanza lo que complicará en gran medida la dificultad. De
acuerdo con Jesús, lo que conviene hacer al recibir las malas noticias es
volverse a Dios —el apoyo verdadero—, negarse a aceptar los pensamientos de
la pérdida y el peligro, y todos los que tengan que ver con el resentimiento
y el temor. Si así se hace con persistencia hasta que se restablezca la
tranquilidad mental, se encontrará pronto fuera del peligro, de una manera u
otra; la desgracia se desvanecerá y el orden será restablecido. El banco
recobrará su crédito —y no hay razón alguna por la cual la oración de una
sola persona no pueda salvar de la ruina las fortunas de miles de personas
y al banco mismo— pero, si por alguna causa esto no ocurre, él recibirá una
suma igual o más grande que aquélla que perdió, y acaso de una manera
totalmente imprevista.
Este mismo principio puede aplicarse igualmente a
todas las dificultades, ya que la armonía universal es la Ley Verdadera de
la creación. Una disputa, una querella o una equivocación de cualquier
clase, deben ser tratadas de igual manera en el mismo momento en que
aparecen.
Habéis oído que fue dicho: No adulterarás:
Mas yo os digo,
que todo el que mira a una
mujer deseándola, ya adulteró con ella en su
corazón.
(MATEO V, 27-28)
En este párrafo inolvidable. Jesús da
énfasis a la Verdad Magistral, tan marcadamente fundamental, aunque ignorada
de los hombres, de que lo que importa de veras es el pensamiento. Los
humanos están acostumbrados desde siempre a creer que, en tanto que los
actos se conformen a la ley, ya se ha hecho todo lo que razonablemente podía
esperarse de ellos, y que los pensamientos y sentimientos son cosa de poca
importancia, o que, por lo menos, no importan sino al individuo. Pero ahora
sabemos no sólo que un acto es la consecuencia de un pensamiento, sino
también que el tipo de pensamientos a los que permitamos hacerse hábito en
nuestra mente irán, tarde o temprano, a expresarse en el plano de la acción.
Comprendemos ahora, a la luz de la Biblia, que nuestros pensamientos son
realmente actos, y que nuestra conducta depende en exclusiva de la selección
mental que hagamos de nuestros pensamientos. En otras palabras, hemos
aprendido que un pensamiento malo es tan destructivo como un acto malo.
La consecuencia lógica de este hecho cierto es sorprendente. Si codiciamos
los bienes de un vecino somos en el fondo del corazón ladrones, aunque
todavía no hayamos metido la mano en el cajón; y si continuamos guardando
en la mente un pensamiento codicioso, será sólo cuestión de tiempo el que
cometamos el robo. Si nos complacemos en un sentimiento de odio, somos
realmente asesinos, aunque nuestras manos no se hayan movido para matar. El
que aun sólo mentalmente comete adulterio, está corrompiendo su alma, a
pesar de que su pensamiento nunca se exprese en el plano físico. La lujuria,
el recelo, el deseo de venganza, no pueden existir en nosotros a menos que
los aceptemos en el alma; y en esa aceptación reside la malignidad del
pecado, aun cuando tales sentimientos no se hayan traducido todavía en actos
exteriores. "Guarda tu corazón con toda cautela, porque de él brotan
manantiales de vida. " (PROV, 4,23)
Capítulo 4
No resistáis al mal
Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza,
sácatelo, y arrójalo de tí,
porque mejor te es que perezca uno de tus miembros,
que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna.
Y si tu mano derecha te escandaliza,
córtatela y arrójala de ti,
porque mejor te es que uno de tus miembros perezca,
que no que todo el cuerpo sea arrojado a la gehenna.
(MATEO, V 27-31)
La integridad del alma es la única cosa que importa. No hay
otro problema que resolver ni otra necesidad que satisfacer sino ésa, porque
teniéndola, se tiene todo. Y es por eso que Jesús se esfuerza constantemente
en hacemos comprender la abrumadora importancia de esta verdad profunda, y
en enseñarnos cómo podemos realizarla. Él insiste en que ningún sacrificio
es demasiado grande si asegura la integridad del alma. Absolutamente toda
cosa que la impide debe abandonarse. Cueste lo que cueste, implique lo que
implique, hay que preservar la integridad del alma, porque todas las demás
cosas —los pensamientos, la conducta, la salud, la prosperidad, la vida
misma— dependen de ella. Mejor es sacrificar el mismo ojo derecho, dice El,
o amputar la mano derecha si fuera necesario, para que el alma pueda
conseguir la claridad de comprensión, sin la cual no hay salvación alguna.
Todo lo que se oponga a nuestra comunión con Dios debe desaparecer —un
pecado, un viejo rencor todavía sin perdón, la codicia de cosas materiales,
cualquier cosa que sea, es necesario deshacerse de ella—. Tales cosas, sin
embargo, son tan evidentes, que el transgresor no puede menos que
descubrirlas. Pero hay otras, en cambio, más sutiles, como el egocentrismo,
el sentimos rectos según nuestra propia estimación, el orgullo espiritual, y
demás, que son muy difíciles de percibir y exorcizar; pero hay que hacerlo.
Algunas veces ocurre que el ejercicio de cierta profesión, o la compañía de
ciertas personas, o el ser miembro de cierto grupo es lo que nos impide el
camino. En ese caso tampoco debemos vacilar: hay que pagar el precio.
También se ha dicho dicho: El que repudiare a su mujer, déle libelo de
repudio.
Pero yo os digo que quien repudie a su mujer —excepto el caso de
fornicación— la expone al adulterio, y el que se casa con la repudiada
comete adulterio.
(MATEO, V 31-32)
En el tiempo en que Jesús
enseñó, la ley hebraica concedía el divorcio por razones insignificantes.
Los casados que no vivían armoniosamente estaban dispuestos a huir del
problema obteniendo una disolución y probando fortuna con otra persona.
Pero ninguna felicidad permanente puede ser obtenida de este modo. Mientras
huyamos de un problema lo continuaremos encontrando bajo una nueva
apariencia a cada vuelta del camino. La solución científica es hacer frente
a la dificultad allí donde aparece, mediante la acción espiritual o la
Oración Científica. Esto se aplica a los problemas matrimoniales tanto como
a los otros, si no más aún. Como nadie es perfecto, y tanto el querellante
como el delincuente tienen cada uno sus faltas, ambos deberían esforzarse,
si es posible, para restablecer la armonía. Si el que se cree ofendido hace
cuanto sea posible para ver en el otro la Verdad Espiritual, es casi seguro
que resultará una solución feliz.
Yo podría citar varios ejemplos. Una
mujer que había adoptado esa actitud mental hacia su marido, dijo después de
algunos meses: "El hombre del que me iba a divorciar ha desaparecido; y el
hombre con el que me casé ha vuelto. Ahora volvemos a ser completamente
felices."
Si una persona cambia de una vocación a otra, o de un modo de
vida a otro sin efectuar un cambio en sí misma, cada vez se encontrará más o
menos en las mismas condiciones. De la misma manera, los que se divorcian
fácilmente volviendo a casarse de nuevo, acaban siempre tan descontentos
como empezaron. Los problemas matrimoniales, como cualquier otra clase de
dificultades, deben resolverse cuando se presentan por medio de la Oración
Científica.
Sin embargo, lo que un hombre o una mujer pueden soportar en
el matrimonio tiene su límite, y en casos excepcionales la disolución es el
mal menor;
pero sólo debe recurrirse a ésta en último extremo. Sabemos
que Jesús se abstuvo siempre de formular reglas a cal y canto para los
detalles de nuestra conducta, persuadido de que, si obedecemos sus
principios, nuestros actos se producirán en consecuencia; y podemos estar
seguros de que con su manera eminen-temente realista y práctica de afrontar
los problemas humanos. Él habría encontrado en cada caso particular la
solución sabia y misericordiosa. Fue así como, a pesar de las Escrituras, Él
perdonó a la mujer adúltera y la despidió en paz, no obstante que, según la
Ley de Moisés todavía vigente en aquel tiempo, ella debería haber sido
apedreada. Todos aquellos que estén en duda acerca de cómo actuar en una
situación como ésta, cualesquiera que fueren las circunstancias, tienen a
mano un sencillo recurso —la Oración Científica—. Deberán afirmar
mentalmente que la Sabiduría Divina los está iluminando y dirigiendo en sus
acciones, y evitar los pasos definitivos hasta haber encontrado en la propia
conciencia la guía precisa.
Esta misma regla sirve para todas las
situaciones de la vida. No acudamos precipitadamente al divorcio, o
tratemos enseguida de amputar lo malo; dejemos más bien que la dificultad
vaya disolviéndose hasta que desaparezca por completo en nuestra acción
espiritual. Así lo hizo la mujer que dijo que el hombre con quien se casó
había vuelto; y consideró que su demostración era perfecta.
También
habéis oído que se dijo a los antiguos: No perjurarás; antes cumplirás al
Señor tus juramentos.
Pero yo os digo: No juréis en ninguna manera: ni
por el cielo, porque es el trono de Dios; Ni por la tierra, pues es el
escabel de sus pies; ni por Jerusalén, pues es la ciudad del gran Rey.
Ni
por tu cabeza jurarás tampoco, porque no está en ti volver uno de tus
cabellos blanco o negro.
Sea vuestra palabra: Sí, sí; no, no; todo lo que
pasa de esto, de mal procede.
(MATEO, V 23-27)
No juréis, es uno
de los puntos cardinales que Jesús enseña. Quiere decir, brevemente, que no
debemos hacer votos, que no debemos hipotecar el futuro de antemano. No
prometer hacer o dejar de hacer algo mañana, o el año próximo, o de hoy en
treinta años. Es insensato disponer hoy nuestra conducta o nuestras
creencias de mañana. Es parte vital de la enseñanza de Jesús esta obligación
de buscar constantemente la inspiración directa de Dios, y mantenemos
siempre listos para permitir al Espíritu Santo manifestarse por medio de
nosotros. Pues, si decidimos de antemano lo que vamos a hacer, o a creer, o
a pensar mañana, o el año que viene o el resto de la vida, y en especial si
tomamos esta decisión irrevocable por el acto solemne de un voto, ya no
estamos accesibles a la acción del Paracleto, sino que por este acto le
cerramos la puerta. Si queremos dejamos guiar por la Sabiduría Divina, es
absolutamente necesario que mantengamos abierta la mente, porque muy a
menudo ocurre que la actitud sabia no concuerda con nuestras opiniones
personales o sentimientos del momento. Si por un voto o una promesa hemos
comprometido nuestra alma, nuestra libertad se ha perdido; y si no somos
libres, la acción del Espíritu Divino no puede efectuarse. Éste es, en
efecto, ni más ni menos que el pecado contra el Espíritu Santo del que
habla la Biblia; pecado que ha asombrado tanto a los corazones sensibles, y
del cual existe un falso concepto general.
¿Cuál es ese pecado contra el
Espíritu? Tal pecado consiste en toda acción que impida en nosotros la obra
del Espíritu Santo; todo aquello que intercepte la acción vivificante y
siempre renovadora de Dios, porque ese hecho es la vida espiritual misma. El
castigo de este error es el estancamiento espiritual, y puesto que el único
remedio, en este caso, es buscar la acción directa del Espíritu Santo y
nuestro error consiste precisamente en impedir esa acción, la condición
resultante de ello es un lamentable círculo vicioso. Es evidente que las
cosas no pueden cambiar mientras persistamos en nuestra equivocación. De ahí
que, en este sentido, el pecado se convierte en irremisible, es decir, no
tiene perdón. El problema no puede resolverse de ninguna manera hasta que la
víctima no esté lista para cambiar su actitud. Los síntomas de esta
enfermedad son la parálisis del alma y la falta de poder para elevarse hacia
la Verdad; síntomas éstos que van acompañados muchas veces de un
sentimiento de superioridad moral y de orgullo espiritual.
Naturalmente,
Jesús no quiere decir que no debemos comprometemos en los negocios
ordinarios de la vida, tales como tomar en alquiler una casa, firmar un
contrato, aceptar un socio, o tantas otras cosas. Tampoco quiere decir que
el juramento ordinario exigido por los tribunales es inadmisible, porque
estas cosas facilitan las transacciones entre los hombres y son correctas y
necesarias en una sociedad organizada. El Sermón del Monte, como hemos
visto, es una disertación sobre la vida espiritual, que lo dirige todo. El
que comprende la enseñanza espiritual de Jesús y la pone en práctica no
podrá faltar a una obligación de honor. Será un buen inquilino, un socio
honrado, y un testigo digno de confianza ante los tribunales.
Muchas
iglesias exigen todavía a sus ministros, en el momento de su ordenación, que
prometan so-lemnemente que van a continuar creyendo durante el resto de su
vida en las doctrinas de su secta particular, y esto ocurre en un momento
de su ejercicio en que todavía son jóvenes, y sus mentes carecen de madurez.
Esto es exactamente lo que Jesús quería evitar. Si un joven ora todos los
días pidiendo esclarecimiento y dirección, es evidente que no seguirá
guardando las mismas ideas a medida que envejezca, sino que las irá
ampliando y corrigiendo continuamente. El hombre que es hoy, morirá cada
día, para renacer al día siguiente más sabio y mejor.
Otros movimientos
religiosos todavía exigen a sus miembros que acepten determinado libro de
reglas e instrucciones destinadas a servirles de guía perpetua; pero esto
resulta fatal porque impide automáticamente que se realice la acción del
Espíritu Divino. En lo que a esto respecta, ciertas iglesias organizadas
recientemente están tan faltas de sabiduría como las antiguas. Cada persona
debe, en cada momento, ser libre de dirigir los asuntos de su alma según
la inspiración recibida del Altísimo. Orar o dejar de orar, hacerlo de esta
manera o de otra, leer o no ciertos libros, asistir o no a la iglesia —todo
esto no puede planearse arbitrariamente de antemano, sino que debe decidirse
según la urgencia espiritual del momento.
En este mismo espíritu fatal,
algunos directores espirituales prohíben a sus discípulos que lean otros
libros religiosos que no sean los de su propia iglesia. Éste es un crimen
contra la vida misma del alma, y resulta tan espantoso que no hay palabras
para calificarlo.
En general, este mandamiento contra las reglas a cal y
canto se aplica sobre todo a nuestras oraciones. Muchas personas se han
fabricado moldes rígidos para la expresión de sus oraciones, pero de esa
rigidez resulta infaliblemente, tarde o temprano, la destrucción de la
vida espiritual. Unos dicen: "Siempre comienzo con la plegaria del Señor" o
con cierto Salmo o alguna otra cosa. Todo esto debe evitarse, porque siempre
conviene orar según la inspiración del momento, guiados por la acción del
Espíritu Santo. Es la oración espontánea, el pensamiento que se produce en
el momento mismo, lo que tiene la eficacia suficiente. Un pensamiento que
se nos da de esta manera tiene diez veces más poder que uno que pudiéramos
seleccionar de antemano. Recordemos, sin embargo, que sólo las reglas
inflexibles deben evitarse. Es bueno tener algunos modelos de oraciones que
podrán ser usadas cuando no se presente algo mejor; y a la mayoría de los
principiantes tal cosa les será necesaria por algún tiempo. Lo que importa
es estar siempre dispuesto a abandonar la regla para escuchar al Espíritu.
Algunas veces se llega a un extremo en que las oraciones parecen no tener
resultado. Esto se debe con frecuencia a que la forma reglamentada de la
oración la ha convertido en una cosa maquinal. En tal caso, es necesario
buscar a tientas alguna inspiración, dejarse guiar por el primer
pensamiento que llegue, o bien tratar de descubrir la inspiración abriendo
la Biblia a la ventura.
Este pasaje del Sermón nos enseña, además, que no
debemos empeñamos en señalar nosotros mismos determinadas condiciones o
circunstancias, o soluciones particulares a nuestros problemas. Cuando
tenga-mos que enfrentamos a alguna dificultad debemos pedir espiritualmente
la armonía y la libertad, pero no tratar de determinar la solución exacta
que haya de acontecer, o decidir el curso exacto que vayan a seguir las
cosas. Si uno se resuelve de antemano a obtener una cosa particular, podrá,
si tiene cierto tipo de mentalidad, lograrla; pero de ese ejercicio del
libre albedrío resulta, casi infaliblemente, una serie de complicaciones. La
persona obtendrá lo que deseaba, pero luego lo lamentará profundamente.
Sí, sí; no, no, representan lo que llamamos en la Oración Científica la
Afirmación y la Negación, res-pectivamente. Éstas son la Afirmación de
Verdad y Armonía y la Omnipresencia de Dios en la Realidad;
y la negación
de cualquier poder en el error y la limitación.
Habéis oído que se
dijo: Ojo por ojo, y diente por diente.
Pero yo os digo: No resistáis al
mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra;
Y al que quiera litigar contigo y quitarte la túnica, déjale también en
manto, y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos.
Da a
quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado
(MATEO V, 38-42)
Jesús es el más revolucionario de todos los
maestros. El vuelve las cosas de arriba abajo para los que aceptan su
enseñanza. Una vez que se acoge su mensaje, todo cambia de aspecto; nada
vuelve a ser como era antes. Todos los valores humanos se transforman de
manera radical. Aquellas cosas en las cuales con-sumíamos caudales de
energía y de tiempo, parecen luego no valer en absoluto la pena de poseerse,
mientras que otras que pasábamos por alto llegan a ser las únicas que nos
importan. Comparados con Jesús, el resto de los revolucionarios y
reformadores de la historia no han hecho más que escarbar en la superficie
—arreglando un poco los detalles externos y de menor importancia—. En
cambio Jesús ahondó hasta la raíz misma de las cosas.
La Vieja Ley,
destinada a mantener cierto grado de orden, por rudimentario y sencillo que
fuese, entre un pueblo bárbaro —porque cualquier ley es siempre mejor que la
anarquía— se había basado en la conocida frase: ojo por ojo y diente por
diente. Cualquier daño que un hombre hiciese a otro, tendría que sufrirlo en
sí mismo por vía de castigo. Si mataba a otro, la ley lo mataba a él. Si le
sacaba un ojo a otro hombre los oficiales de la justicia le sacaban el suyo
propio. En la medida en que él dañara o perjudicara a otro, estaba
condenado a recibir en sí mismo idéntico castigo. Y sin embargo, un código
así era mejor que ninguno, y acaso no fue malo como comienzo. Para gente
bárbara, incapaz de apreciar la idea abstracta de la justicia y de ver más
allá de la pasión momentánea, sin imaginación para darse cuenta de un
castigo que no era obvio esto sirvió, sin duda alguna, en la mayoría de los
casos, de freno eficaz a los instintos primitivos. Luego, a medida que pasó
el tiempo y la barbarie se fue convirtiendo en civilización, la misma
opinión pública se fue encargando de modificar paulatinamente este código
primitivo hasta hacerse menos rudo y brutal de lo que había sido hasta
entonces.
Tal me el caso en lo que a la justicia pública se refiere. En
la vida privada, no obstante, el viejo código continuó imperando en los
corazones y en las mentes, aunque ya sin traducirse en actos de extrema
violencia; y no es exagerado decir que su influencia ha subsistido hasta la
hora presente. El deseo de venganza, de recobrar lo propio, de traer las
cosas a su nivel de una manera u otra cuando nos han lastimado o hemos
sufrido una injusticia o hemos sido testigos de cosas que no aprobamos,
subsiste todavía en nosotros —y seguirá subsistiendo a menos que lo
destruyamos deliberadamente—. "La venganza", dijo Bacon, "es una clase de
justicia salvaje", y el hombre natural, con su instintiva sed de justicia
(porque la verdadera justicia es parte de la Divina Armonía, y los hombres
en cada etapa de su desarrollo parecen tener un destello intuitivo de esa
Armonía Espiritual y Divina que se esconde tras todas las apariencias)
siente que el camino más exitoso para restablecer el roto equilibrio de la
justicia, no es otro que pagar con la misma moneda.
Pero éste es
precisamente el error fatal que se encuentra en la raíz de toda discordia,
pública o privada, en este mundo. Es la causa directa de las guerras
internacionales, de las discusiones en familia y de las querellas personales
y, como veremos en el estudio científico de la Biblia, es también la causa
de muchas, si no de la mayor parte, de nuestras enfermedades y otras
miserias que acaecen en la vida del hombre. Pero he aquí que Jesús siempre
nos expone el reverso de esta situación, es decir, que si alguien nos hace
daño, en lugar de buscar venganza o de pagarle con la misma moneda, debemos
perdonarle y dejarle ir en paz. No importa cuál sea la provocación ni
cuántas veces se haya repetido; hemos de proceder de esa manera. Conviene
liberarle y dejarle ir en paz, porque solamente así conseguiremos liberamos
a nosotros mismos, y de este modo podremos conservar la integridad de
nuestra alma. Devolver mal por mal, responder a la violencia con la
violencia y al odio con el odio, es entrar en un círculo vicioso en el que
se consumirá nuestra vida y también la de nuestro hermano.
"El odio no
cesa con el odio", dijo la Luz de Asia, enunciando con muchos siglos de
anterioridad esta gran Verdad Cósmica; y Jesús, la Luz del Mundo, la puso en
primer lugar en su enseñanza, porque es la piedra angular de la salvación.
Esta doctrina de la "no-resistencia al mal" es el gran secreto metafísico.
Al mundo profano que no lo puede comprender, esta rendición completa al
agresor le parece un suicidio moral; sin embargo, a la luz revelada en
Jesucristo, adquiere un aspecto nuevo, y vemos que en realidad constituye
una estrategia espiritual admirable. Cuando consideramos con hostilidad
una situación, le damos el poder de gobernamos; cuando no le ofrecemos
resistencia, la privamos del poder y el prestigio.
Como hemos visto.
Jesús es el Supremo Metafísico, y Él mismo se interesa solamente por los
estados de conciencia, los pensamientos y las creencias que adoptan los
hombres, porque éstas son las cosas que importan, las cosas en las que
residen las fuerzas causales. El no da instrucción alguna en lo referente a
los detalles de la conducta o las acciones exteriores; y cuando habla de
los procedimientos de la justicia, de la ropa y del manto, de prestar o
pedir prestado y de volver la otra mejilla, está sirviéndose de símbolos
para describir estados mentales, y estas palabras no deben interpretarse en
un sentido literal. Esto no representa un intento de evadirse o de evitar
comentar un texto difícil. Nunca recordaremos demasiado que si nuestro
pensamiento es justo, nuestra conducta no puede ser mala; y por otra parte,
toda acción motivada por causas exteriores puede ser mala o buena, porque no
hay reglas generales adecuadas para una conducta recta. Ningún maestro
puede decir que determinada acción será justa en cualquier tiempo, porque el
juego de circunstancias de la vida es demasiado complicado para una
predicción tal. Cualquier persona con la más ligera experiencia del mundo
sabe, por ejemplo, que prestar dinero sin discriminación a cuantos lo pidan
no es siempre un acto sabio —muchas veces incluso injusto para uno mismo y
para los que de uno dependen, y en muchos casos hasta al que recibe el
dinero prestado le resulta un mal en lugar de un bien—. Notemos que Jesús
mismo, cuando le golpearon en casa de Pilato, hizo frente con dignidad
solemne a sus agresores. La exhortación de volver la otra mejilla no tiene
más que un valor simbólico. Se refiere a lo que debemos hacer con los
pensamientos cuando estamos en presencia del error, y simboliza el acto de
oponerle al error, no otro error, sino la Verdad, lo cual funciona
generalmente como por arte de magia.
Cuando alguien esté comportándose
mal a nuestros ojos, si en vez de pensar en la falta cometida apartamos la
atención de lo humano para fijarla en lo Divino o en la Realidad Espiritual
de la persona en cuestión, veremos cómo su conducta cambiará de forma
inmediata. Este es el secreto para tratar con personas de carácter difícil,
y Jesús había comprendido esto profundamente Si los que nos rodean se
molestan, no tenemos más que cambiar deliberadamente nuestro pensamiento
respecto a ellos, y enseguida cambiarán ellos también. Tal es la verdadera
venganza. Este procedimiento ha sido probado miles, acaso millones, de
veces; y nunca falla si se aplica de buena fe. A veces es hasta divertido
verlo funcionar como un mecanismo. Si alguien entra de mal talante en
nuestra casa, en la oficina o en la tienda donde estamos, no le
contrarrestemos agresivamente ni pensemos en huir de la dificultad; todo lo
contrario. Fijémonos en la Armonía Divina, y nos complaceremos al ver cómo
la ira desaparece de su semblante y se sustituye por otra expresión. Sus
facciones sin duda revelarán el cambio progresivo que tiene lugar en el
corazón. Tal vez puede que al principio nos sea más fácil llevar a cabo el
"tratamiento" sin mirar directamente al sujeto, pero cuando tengamos
práctica nos será posible ver a través de él la Verdad Espiritual.
Una
mujer se incomodó oyendo a dos hombres que trabajaban debajo de su ventana y
que, ignorando su proximidad, se expresaban de una manera grosera. Por un
momento la ira y el desprecio se levantaron en ella pero, recordando este
mandamiento, enseguida concentró su atención en la Presencia Divina en cada
uno de los hombres —presencia que duerme en el fondo del corazón de todo ser
humano— y (hablando en términos religiosos modernos) saludó mentalmente al
Cristo que había en ellos. Al instante cesó el lenguaje vulgar. Ella dijo
que fue como si la conversación se hubiera cortado con un cuchillo.
Probablemente ella se dio cuenta de una forma tan intensa de la Verdad y, en
ese caso, los dos hombres recibieron una sustancial elevación, un
le-vantamiento espiritual, y acaso quedaron del todo curados de su
vulgaridad oral.
Todos los que han tenido alguna experiencia en estas
aplicaciones prácticas de la Verdad podrían citar numerosos ejemplos en los
que se ha restablecido la armonía por este método sencillo de Jesús. Los
ani-males responden aún más fácilmente a este tratamiento que los seres
humanos. Recuerdo dos ocasiones en que unos perros luchaban con tal
ferocidad entre ellos que todos los esfuerzos para separarlos habían
resul-tado inútiles, cuando la visión mental del Amor Divino en todas las
criaturas bastó para restablecer la paz. En uno de estos casos el efecto
tomó varios minutos; en el otro fue prácticamente instantáneo.
Algunas
veces ocurre que uno se encuentra en un grupo donde la conversación tiende a
ser muy negativa. Se habla de enfermedades o desgracias de toda índole,
describiéndolas detalladamente, o se critica sin piedad a los ausentes. Por
una u otra razón puede sernos difícil abandonar la reunión; en tal caso,
nuestro deber es claro: debemos mentalmente "volver la otra mejilla", y
ayudar así tanto a los que hablan como a sus víctimas "Déjale también la
capa" y "vete con él dos millas", son dos expresiones dramáticas que
subrayan aún más el principio de no ofrecer resistencia mental a las
condiciones aparentes del mal. Simpaticemos con la actitud del prójimo
tanto como sea posible, concedamos cada punto que no sea absolutamente
esencial, y redimamos el resto con la Verdad de Cristo. Nunca nos rindamos
al error, por supuesto; pero es al pecado y no al pecador a quien debemos
condenar.
Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y
aborrecerás a tu enemigo.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y
orad por los que os persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre que está
en los cielos: Él hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre
justos e injustos.
Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa
tendréis? ¿No hacen esto también los publicanos?
Y si saludáis solamente
a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen esto también los
gentiles?
(MATEO V, 43-48)
Amad a vuestros enemigos, bendecid a
los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que
os ultrajan y os persiguen. "El odio no cesa con más odio", he aquí el mismo
tema otra vez;
pero ahora Jesús presenta esta verdad fundamental de una
manera tan clara y sencilla que hasta un niño de corta edad puede
entenderla. En lugar de odiar al que parece ser nuestro enemigo, como el
instinto primitivo nos incita a hacer, debemos amarle. A las maldiciones
debemos responder con bendiciones; al odio, con bondad. Debemos orar en
especial por aquellos que llevan las cosas hasta el extremo de perseguimos.
Jesús nos lo dice de una manera plena y directa, y a fin de ser comprendido
por todos, hasta por los más sencillos; añade: "Si al amor respondéis con
amor, ¿qué recompensa tendréis?" Nada seguramente, porque cualquiera haría
otro tanto. Para adelantar en los caminos del espíritu hay que hacer mucho
más. Hay que deshacerse de la hostilidad y del resentimiento; hay que
cambiar el estado mental hasta ser consciente sólo de la armonía y la paz
interiores, y mantener un sentimiento de buena voluntad hacia todos.
Este sistema no solamente es el más práctico, sino que, por razones que
forman la base del Sermón del Monte, es el único con el cual se puede hacer
algún progreso. La misma salud física, por ejemplo, es un bien del cual no
podemos gozar indefinidamente si no guardamos sentimientos de misericordia y
de buena voluntad hacia los demás; y aun nuestra prosperidad material
desaparecerá un día si nuestra alma no se ha purificado de la hostilidad y
la condenación. En efecto, tal libertad es requisito sin el cual es
imposible progreso alguno, y todos los que tengan sentido espiritual
reconocerán fácilmente esto cuando les toque a ellos. Todo aquél que llega a
ser consciente del significado de la Idea Espiritual encuentra que estos
versí-culos constituyen una lección maravillosa para la práctica del
tratamiento espiritual o la Oración Científica. La Idea Espiritual es la
comprensión del hecho fundamental de la permanencia, la omnipresencia y la
omnipotencia del Bien; y la comprensión de que el mal es una ilusión
transitoria, sin base ni carácter propio, que es destruido por la Oración
Científica. De ahí que, lo que podemos llamar el secreto del tratamiento
espiritual, no reside en luchar contra el error, porque eso sólo le da más
vida y poder, sino en destruirlo, negándole precisamente esa energía de
creer en él, que es lo que hace que tome cuerpo. La única existencia que
posee es la que nosotros le damos animándolo temporalmente con nuestros
pensamientos. Quitémoselos, y se esfumará en la nada. Nosotros hemos pensado
el error en la existencia, conscientemente o, con muchas más frecuencia,
inconscientemente, y así le damos vida. Está en nuestro poder quitarle esa
vida. Dejemos de pensarlo. Es siempre nuestro pensamiento lo que importa. En
realidad, como dice Shakespeare: "No hay nada del todo bueno o malo, sino
que es el pensamiento el que hace que lo parezca." Así pues, el temor, el
odio y el resentimiento son ideas cargadas de emoción, y cuando las
añadimos a cualquier dificultad no hacemos sino inyectarle nueva y vigorosa
energía haciéndola aún más difícil de vencer. Es más, el mero repaso mental
de cualquier dificultad le infunde nueva vida. Volver sobre pasados
agravios, pensar cuán injustamente nos trató alguien en cierta ocasión,
recordando los detalles, por ejemplo, tiene como efecto el vivificar
aquello que estaba muriendo lentamente por abandono.
Cualquiera que sea
la dificultad que se nos presenta de improviso, es la acogida mental que le
brindamos, la actitud que adoptamos hacia ella, lo que determina
completamente el efecto que producirá en nosotros. Esto es lo que importa.
No las personas, o las cosas, o las circunstancias en sí, sino los
pensamientos y la posición mental que observamos hacia ellas. No es la
conducta de otros lo que nos mejora o nos frustra, sino nuestros propios
pensamientos. Escribimos la historia futura de nuestra vida con nuestros
pensamientos de hoy. Somos nosotros mismos los que construimos nuestro
destino día a día, por el modo como reaccionamos a las circunstancias que se
nos presentan. Reaccionar correctamente es el arte supremo de la vida, y
Jesús condensó el secreto de ese arte en unas palabras: No resistáis al mal.
No resistir al mal: he aquí el principio que, referido a su sentido
espiritual, constituye el gran secreto del éxito. Nos permite salir de la
tierra de Egipto y de la Casa de Servidumbre, regenerar el cuerpo, liberar
el alma, y en verdad rehacer la vida de arriba abajo. Tan pronto como
resistamos mentalmente una circunstancia desagradable, o inesperada, le
damos por esa resistencia un poder que se volverá contra nosotros, y en
igual medida reducimos nuestros propios recursos. Cualquiera que sea la
dificultad con la que nos enfrentemos —ya se refiera a la salud, a los
bienes materiales, a los negocios o a los sentimientos personales— no nos
lancemos contra ella mentalmente, como es la costumbre general, ni nos
plantemos obstinadamente en medio del camino exclamando:
"¡No conseguirás
lo que pretendes!" Obedezcamos la ley de Jesús, y no resistamos al mal.
Abstengámonos de contrarrestarla mentalmente, así como de alimentarla con
nuestra propia esencia. Busquemos mentalmente, a tientas, la Presencia de
Dios, como buscaríamos algún apoyo si de repente nos encontráramos metidos
en un cuarto oscuro. Fijemos nuestro pensamiento firmemente en esa Presencia
que está con nosotros, y que está también en la persona o en el lugar en que
el mal se ha presentado; en otras palabras "ofrezcamos la otra mejilla". Si
así lo hacemos, la situación desfavorable y el malestar provocado por la
misma, desaparecerán en la nada, de donde vinieron, y nos dejarán libres. En
esto consiste el verdadero método espiritual de amar a nuestros enemigos.
El amor es Dios, y es, por consiguiente, todopoderoso. Tal es la aplicación
científica del amor, al cual ningún mal puede resistir. El amor destruye las
condiciones del mal, y si se refiere a una persona, la libera a ella tanto
como a nosotros. Pero responder al odio con el odio, a la maldición con la
maldición, al temor con la agresión, no hace más que aumentar la dificultad,
igual que un sonido débil es multiplicado por el amplificador.
Devolver
amor por odio a la manera científica es seguir el camino real de la
liberación trazado por Jesucristo. Éste es el método perfecto de protegemos
ante cualquier circunstancia y por medio del cual nos hacemos invulnerables.
Si alguien nos trata con odio no nos enfademos; no resistamos al mal. Veamos
en el enemigo la Presencia Divina y todo marchará bien. Él cesará de
molestamos, cambiando su actitud hacia nosotros, o desaparecerá por completo
de nuestra vida, sacando provecho de nuestro pensamiento. Si recibimos malas
noticias, no las resistamos mentalmente; seamos conscientes de la
naturaleza inmutable y la armonía infinita del Bien, siempre a nuestro
alcance en cada momento de nuestra existencia, y todo se arreglará. Si
estamos descontentos en nuestro trabajo, o en casa, no resistamos estas
condiciones mentalmente.
Tampoco nos quejemos ni nos compadezcamos a
nosotros mismos. Tales cosas no harán sino fortalecer esa particular
materialización del error; no resistáis al mal. Busquemos a tientas la
Presencia del Espíritu Divino en derredor nuestro; afirmemos su realidad en
todas las cosas; proclamemos que tenemos dominio sobre toda circunstancia,
cuando decimos la Palabra en nombre de Yo Soy El que Soy, y pronto nos
veremos libres.
Además, amar a los enemigos según este método científico
es también el secreto de la salud física, que es imposible de alcanzar si no
se posee ese amor. Tal secreto se basa en la realización de la Vida Divina y
del Amor Divino. Todo mejoramiento físico sigue al descubrimiento de este
secreto; no lo precede. Hoy día se habla mucho de la influencia de las
glándulas en el organismo, pero las glándulas mismas son gobernadas
enteramente por nuestras emociones. Por lo tanto, si queremos asegurarnos de
que funcionan a la perfección es preciso cultivar sentimientos generosos,
inclusive en la mente subconsciente, lo cual sólo puede conseguirse mediante
el tratamiento u Oración Científica.
Sed, pues, perfectos, como
perfecto es vuestro Padre celestial.
(MATEO, V 48)
Este
mandamiento de Jesús es una de las cosas más tremendas que aparecen en toda
la Biblia. Meditemos Sus palabras. El nos manda que seamos perfectos como
Dios mismo es perfecto; y, como sabemos que Él no ordenaría lo imposible,
vemos cómo Él afirma aquí la doctrina de que es posible que el hombre pueda
llegar a ser divinamente perfecto. Pero aún es más: Jesús lo propone como
algo que tenemos que efectuar. De aquí se desprende, por tanto, que el
hombre no puede ser ese hijo del pecado, desheredado y sin esperanza, que
tan a menudo nos ha presentado la teología, sino que es de linaje divino
—hijo del Padre que está en los Cielos— y en consecuencia potencialmente
divino y perfecto.
Ahora bien, si en verdad somos hijos de Dios, capaces
de expresar la perfección divina, no puede existir ningún poder verdadero en
el mal o en el pecado que nos pueda mantener permanentemente esclavizados.
Es decir, usando el método correcto, será sólo cuestión de tiempo el que
alcancemos nuestra verdadera salvación espiritual; por lo tanto, no
vacilemos más antes de emprender la marcha hacia arriba. Es preciso que, en
este mismo momento, si todavía no lo hemos hecho, nos levantemos como el
hijo pródigo de entre los desperdicios de la materialidad y la limitación
y, confiándonos a las promesas de Jesús, exclamemos: "Me levantaré e iré
hacia mi Padre".
Los que se sientan desanimados por un sentimiento de
indignidad y de falta de comprensión propias, y se crean a sí mismos muy
lejos del camino, deberán recordar que todos los Grandes Maestros
Espirituales han convenido en una frase que viene a recordar: "Para alcanzar
el reino de los cielos hay que pasar por la tormenta."
Capítulo 5
Tesoro en los Cielos
Estad atentos a no hacer vuestra justicia
delante de los hombres para que os vean;
de otra manera no tendréis
recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.
Cuando hagas, pues,
limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los
hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los
hombres: en verdad os digo que ya recibieron su recompensa.
Cuando des
limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna
sea oculta, y el Padre que ve en lo oculto te premiará.
Y cuando oréis no
seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas, y en
los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os
digo, que ya recibieron su recompensa.
Tú, cuando ores, entra en tu
cámara, y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu
Padre que ve en lo escondido te recompensará. Y orando, no seáis habladores
como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os
asemejéis, pues, a ellos; porque vuestro
Padre conoce las cosas de las
que tenéis necesidad, antes que se las pidáis.
(MATEO VI, 1-4)
La
esencia de esta parte del Sermón está contenida en los versos 6 y 7,
especialmente el mandamiento que dice: "Ora a tu Padre que está en lo
secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará." La doctrina del
"Lugar Secreto" y su importancia como centro de control del Reino es el
factor esencial de lo que Jesucristo enseña.
El hombre es el soberano de
un reino, aunque en la mayoría de los casos no lo sabe. Ese reino no es otro
que el mundo de su propia vida y experiencia. El Antiguo Testamento abunda
en historias de reyes y de reinos; de reyes sabios y de reyes necios; de
reyes buenos y de reyes malos; de reyes victoriosos y de reyes vencidos; de
reinos que surgen y de su decadencia, debido a toda suerte de causas. Jesús,
expresándose en parábolas, se sirve a menudo de la misma idea y de los
mismos símiles. "Había un gran rey...", comienza Él muchas veces. Pues cada
uno de estos reyes es, en verdad, cada uno de nosotros, según los distintos
aspectos en que nuestros diversos estados del alma nos presentan. La Biblia
es el libro de cada hombre. Sobre todo es un manual de metafísica, un
manual para el desarrollo del alma, y toda ella, desde el Génesis al
Apocalipsis, se ocupa de ese desarrollo, de ese despertar del individuo.
Todos nuestros problemas se estudian en ella desde todos los ángulos
posibles, y las lecciones fundamentales de la Verdad Espiritual se presentan
de la manera más variada, para responder a todas las condiciones, a todas
las necesidades y a casi todas las disposiciones de ánimo de la naturaleza
humana. Unas veces somos un rey, otras un pescador, un jardinero, un
tejedor, un alfarero, un comerciante, un sacerdote, un capitán o un mendigo.
En el Sermón del Monte el hombre es rey; es el soberano absoluto de su
propio reino. Y esto no es meramente una figura retórica, porque cuando
realizamos en nosotros la Verdad Espiritual, llegamos a ser, literalmente
hablando, monarcas absolutos de nuestras propias vidas. Creamos nuestras
propias condiciones y podemos destruirlas. Creamos o destruimos nuestra
propia salud; atraemos a cierta clase de personas o circunstancias y
rechazamos otras; atraemos la riqueza o la pobreza, la serenidad o el temor,
y todo según la manera como gobernamos nuestro reino. Desde luego, el mundo
ignora esto. La mayoría de los hombres creen que lo que les pasa depende
principalmente de las personas y circunstancias que les rodean. Creen que
estamos siempre expuestos a accidentes de todas clases, a acontecimientos
imprevistos que pueden cambiar, y aun destruir todos nuestros proyectos.
Pero la Verdad del Ser es precisamente lo contrario de todo eso y, como la
humanidad ha aceptado en general la interpretación falsa, no podemos
extrañamos de que la historia esté llena de toda suerte de calamidades,
sufrimientos y errores innumerables.
El empeño por dirigir cualquier
negocio basándonos en falsos principios, sólo puede traer como
con-secuencia la desgracia y la confusión, así como el persistir en razonar
usando premisas erróneas —y naturalmente eso es lo que ha sucedido—. El
hombre ha sufrido porque se ha engañado acerca de la natu-raleza de la vida
y de la suya propia, y es por eso que Jesús —el Salvador del Mundo— dijo:
"Conoce la Verdad, y la Verdad te hará libre." Y por eso también pasó Él
los años de su vida pública enseñando esa Verdad, hablando de las relaciones
entre Dios y el hombre, y explicando cómo se debe vivir.
Si es verdad
—como indudablemente lo es— que nuestras desgracias nacen de nuestros
pensamientos erróneos, presentes y pasados, se puede preguntar, considerando
el sublime grado de conciencia logrado por Jesús: ¿Por qué tuvo El que
enfrentarse de vez en cuando con tantas dificultades, y, sobre todo, por qué
esa terrible lucha con el miedo en Getsemaní, y su muerte en la cruz?
La
respuesta es que el caso de Jesús es del todo excepcional, porque Él sufrió,
no por algún pensamiento erróneo suyo, sino por los nuestros. Gracias a su
alto nivel de comprensión, habría podido abandonar la vida tranquilamente,
sin sufrimiento alguno, como Moisés y Elías lo hicieron antes. Pero fue Él
quien deliberadamente escogió emprender su terrible tarea para ayudar a la
humanidad; por lo cual bien merecido tiene el título de Salvador del Mundo.
Consideremos ahora nuestro reino más detalladamente, y encontraremos que el
Palacio del Rey, las oficinas del gobierno, por decirlo así, son nada menos
que nuestra conciencia, nuestra propia mentalidad. Éste es nuestro gabinete
particular donde se tratan nuestros asuntos, que son el torbellino de
pensamientos que atraviesan continuamente nuestra mente. Es lo que el
salmista llama el "Lugar Secreto del Reino" y es secreto porque nadie más
que nosotros sabe lo que pasa en él. Es un recinto privado bajo nuestro
dominio exclusivo. Allí podemos guardar los pensamientos que queramos;
también podemos escoger unos y rechazar otros; y en ese lugar somos
soberanos. Cualquier pensamiento que elijamos para fijarnos en él tendrá,
tarde o temprano, su realización —en cosas o en hechos— en el mundo
exterior; de ahí nuestra responsabilidad. Habiendo alimentado ciertas ideas,
no tenemos poder para cambiar sus consecuencias. Nuestra libertad consiste
en la facultad de elegir nuestros pensamientos. Si no deseamos tener
ciertas consecuencias desagradables, vale más que nos abstengamos de los
pensamientos que las engendran. Si queremos evitar que una máquina se ponga
en marcha, no abriremos la válvula; si queremos evitar que un timbre suene,
no tocaremos el botón. Por consiguiente, si realmente entendemos lo que
implica este principio fundamental, haremos bien en ser de ahora en adelante
muy cuidadosos con nuestro pensar.
Si entendemos que los pensamientos de
hoy determinan los hechos de mañana; que nuestra salud y nuestros negocios
—es decir, todo lo que nos importa— dependen de lo que pasa en la
conciencia, selec-cionaremos nuestros pensamientos (nuestro alimento
espiritual) con el mismo cuidado con que escogemos siniestro alimento
físico. No olvidemos nunca que la idea que hoy se fija en la mente, va a
traducirse mañana en un hecho correspondiente, no necesariamente idéntico a
nuestro pensamiento, pero siempre de la misma naturaleza. Por ejemplo, si
pensamos mucho en las enfermedades, estamos minando nuestra salud; si
pensamos mucho en la pobreza y la depresión en el mundo de los negocios,
estamos arriesgándonos a atraer a nuestra propia vida la pobreza; y si
pensamos en las desgracias, las discordias y los actos deshonrosos, estamos
atrayéndonos estos males. Lo que realmente ocurre, consecuencia lógica de
nuestras reflexiones, es rara vez la reproducción exacta de una sucesión de
pensamientos en particular. Es más bien el resultado de la acción combinada
de esa sucesión de pensamientos y nuestra actitud mental general.
El
pensar en la enfermedad sólo es uno de los dos factores que la producen, y
generalmente es el menos importante. El otro factor, más importante, es
alimentar emociones negativas o destructivas, hecho que, al parecer, es muy
poco comprendido, incluso por los estudiantes de metafísica. Sin embargo, es
tan importante que nunca se insistirá demasiado en el hecho de que la
mayoría de las enfermedades son producidas por emociones destructivas. Nunca
se repetirá lo bastante que la ira, el resentimiento, los celos, el rencor,
etc., son perjudiciales para la salud, y muy aptos para dañarla seriamente.
La cuestión no estriba en si tales sentimientos pueden o no justificarse
Ello no tiene nada que ver con los resultados, ya que se trata de las
consecuencias de una ley natural.
Supongamos que alguien dice: "Tengo
derecho a enfadarme" afirmando así que ha sido víctima de un trato injusto y
que, por lo tanto, posee como un permiso especial para alimentar
sentimientos de ira sin que su cuerpo reciba las consecuencias naturales.
Esto es, por supuesto, absurdo. No hay nadie que pueda conceder tal permiso,
y si ello pudiera ser —admitiendo que en circunstancias especiales una ley
general pudiera echarse a un lado— tendríamos entonces, no un universo, sino
un caos. Si oprimimos el botón, sea con una intención buena o mala, bien
para salvarle la vida a un hombre o bien para quitársela, el timbre
eléctrico sonará, porque tal es la ley de la electricidad. Si
inadvertidamente bebemos un veneno letal, moriremos o, por lo menos, nuestro
cuerpo sufrirá daños, porque tal es la ley. Aun cuando creamos beber un
líquido inofensivo, no se cambiará el resultado de nuestro acto, porque la
ley no hace caso de la intención. Por la misma razón, el permitirse guardar
emociones negativas es una invitación a la desgracia —primero, a las que
atañen a nuestra salud física, y después, toda clase de molestias, aun
cuando estimemos que estas emociones negativas están enteramente
justificadas.
Una vez encontré un viejo sermón pronunciado en Londres
durante la Revolución francesa. El autor, (fue tenía una visión
extremadamente superficial del Evangelio decía, refiriéndose al Sermón del
Monte: "Naturalmente, es justificable odiar a ese archi-carnicero
Robespierre y execrar al asesino de Bristol". Esta sentencia ilustra
perfectamente la falacia que hemos estado considerando. Alentar el odio es
atraerse ipso facto desagradables consecuencias y, en cuanto a nosotros se
refiere, no importa el nombre al que vaya vinculada la emoción: "Robespierre
o Fulano, o Zutano, o Mengano. La cuestión de si Robespierre era, en
efecto, un ángel de la luz o de las tinieblas no tiene nada que ver con lo
que nos ocupa. Permitir que la emoción del odio nos domine —aun cuando
creamos que la persona en cuestión bien lo merece— equivale infaliblemente a
atraer la desgracia sobre nosotros, en proporción a la intensidad de la
emoción y al tiempo que se haya dedicado a ella. Ningún estudioso de la
Biblia considerará jamás que el odio o la execración puedan justificarse en
circunstancia alguna; pero sea cual fuere nuestra opinión personal al
respecto, las consecuencias prácticas son las mismas. Pensar otra cosa sería
tan tonto como el beber dos tragos de ácido prúsico. Sabemos perfectamente
las consecuencias del veneno.
Es muy significativo el hecho de que Jesús
haya llamado a nuestra conciencia el "Lugar Secreto". Él desea, como
siempre, imprimir en nosotros la verdad de que lo interior es la causa de lo
exterior, y no es éste lo que determina las condiciones de aquél. Ni puede
nunca un hecho exterior ser la causa de otro hecho exterior. Causa y efecto
actúan de dentro hacia fuera. Esta ley absoluta es fácil de comprender en
teoría, una vez que se ha enunciado claramente; sin embargo, en el
torbellino de la vida diaria, es muy difícil no perderla de vista. Estamos
constituidos de tal manera que nuestra atención sólo puede concentrarse en
una sola cosa a un tiempo, y cuando no estamos deliberadamente atendiendo a
la observancia de esta ley, cuando el interés de lo que hacemos o decimos
monopoliza nuestra atención, es evidente que nuestros hábitos ya formados
van a determinar la índole de nuestros pensamientos. Olvidamos
constantemente la obediencia a esa ley absoluta en la práctica, hasta que
no nos hayamos ejercitado en su cumplimiento con el más riguroso cuidado.
Mientras tanto, siempre que dejemos de cumplirla, aunque fuere por causa de
olvido, estaremos expuestos a sufrir el castigo.
De ahí se desprende que
nada merece la pena ni tiene verdadero valor, a menos que signifique un
cambio de orientación en el Lugar Secreto. Pensad rectamente, y tarde o
temprano todo cambiará alrededor en favor vuestro. Pero si nos conformamos
con un cambio meramente externo sin cambiar también nuestros pensamientos y
sentimientos, no solamente malgastaremos nuestro tiempo, sino que podemos
adormecemos con facilidad en un falso sentido de seguridad y, sin damos
cuenta, caer en el pecado de la hipocresía.
Desde tiempo inmemorial la
humanidad ha mantenido la insensata ilusión de que los hechos exteriores,
tan fáciles de captar, pueden sustituir a un cambio interior de
pensamientos y emociones, lo cual es de por sí tan difícil. Es muy fácil
comprar y llevar vestidos ceremoniales, repetir a ciertas horas rezos
aprendidos de memoria, practicar devociones estereotipadas, asistir a
servicios religiosos en períodos determinados y, sin embargo, dejar sin
cambio alguno el corazón. Para atar la fílacteria necesitaban los fariseos
solamente un momento; pero la limpieza del corazón requiere años de oración
diligente y de disciplina mental.
Hace unos años decía un cuáquero
eminente: "En mi juventud nosotros abandonamos el vestido distintivo de los
cuáqueros y algunas otras costumbres. Nos dimos cuenta de que personas que
no cuidaban de seguir nuestros ideales cuáqueros, se unían a nosotros con
el fin de dar a sus hijos una educación a bajo costo y otras ventajas. Les
era fácil declararse miembros de nuestra Sociedad de Amigos, comprar y
llevar un abrigo sin botones ni cuello e intercalar en la conversación
algunas particularidades gramaticales, mientras no obraban cambio alguno en
su carácter."
Los cuáqueros no son los únicos que han tenido que hacer
frente a este problema. Este peligro fue también la roca contra la cual se
estrelló el puritanismo. Los puritanos llegaron al final a insistir en un
cumplimiento exterior con toda clase de prácticas que no eran esenciales y
castigaban severamente toda infracción de este código estricto. Regulaban
los detalles más nimios de la vida. Cierta manera de hablar, de vestirse,
de andar; el poner a los niños nombres pomposos tomados del Antiguo
Testamento llegó a significar para ellos un pasaporte a la promoción en la
vida civil, comercial o eclesiástica, como si la observancia de tales
futilidades pudiese tener en sí misma el menor valor espiritual, y no
condujese en realidad al autoengaño propio y a la hipocresía flagrante. Es
incuestionable que la espiritualización del pensamiento conduce, en la
práctica, a simplificar la vida de quien se aplica a ello, porque muchas
cosas que antes parecían de gran importancia resultan luego carentes de
valor e interés. Asimismo, es indudable que tal persona comprobará
gradualmente cómo va conociendo a gente distinta, leyendo libros distintos y
empleando su tiempo de manera distinta; y también, como es natural, que su
conversación experimenta un notable cambio de calidad. "Las cosas viejas
pasaron; he aquí que yo hago nuevas todas las cosas." Estas cosas siguen a
un cambio de corazón; jamás lo preceden.
Esto nos demuestra cuán vano es
el intento de adquirir popularidad, o cultivar la buena opinión de otros,
pensando que de tales cosas puede derivarse alguna ventaja. Los que
escuchaban a Jesús en el Monte habían visto a los más indignos de los
fariseos llevar a cabo buenas obras de la manera más ostensible, para ganar
entre los hombres la reputación de ser ortodoxos y santos, y también,
probablemente, porque tenían la impresión confusa de que así servían a sus
intereses espirituales. Jesús analizó y denunció este error. Él nos dice que
la aprobación que reciben los actos exteriores es su única recompensa, pero
que aquellos cumplidos en el silencio del Lugar Secreto son los que alcanzan
verdaderamente la aprobación divina.
Jesús también pone aquí énfasis en
la necesidad de que las oraciones tengan vida. La mera repetición de frases
aprendidas, tal como hacen los loros, carece por completo de valor. Cuando
estemos en oración debemos proponemos "sentir" la inspiración divina,
poniéndonos en actitud receptiva (no negativa) hacia Dios. No es malo
repetir constantemente una frase; esto ayuda, aunque no se comprenda mucho
su sentido espiritual, con tal de que la repetición no se tome un acto
puramente maquinal. Jesús mismo repitió tres veces las mismas palabras en
los instantes de su agonía en el Huerto de los Olivos. Si alguna vez
acontece que nuestro espíritu se embota mientras oramos, es mejor que nos
detengamos, nos ocupemos en otra cosa durante algún tiempo, y volvamos
después a orar con el espíritu vivificado.
Lo que es bueno ya existe
eternamente por la Omnipresencia de Dios; no tenemos que crearlo. No
obstante, hemos de ponerlo de manifiesto por medio de nuestra concepción
personal de la Verdad. Este texto no significa que nos abstengamos de pedir
por nuestras necesidades y problemas particulares. Ni tampoco, como lo creen
algunos, que no debamos buscar más allá de la armonía general. De hacerlo
así, los resultados de nuestro orar se distribuirán por igual en cada
aspecto de nuestra vida, y la mejora en cada detalle particular puede ser
tan pequeña que no merezca ser tenida en consideración. La actitud correcta
es concentrar nuestro pensamiento en aquello que queremos ver realizado en
el momento.
Es verdad que no debemos orar por cosas materiales en sí;
pero cuando tengamos una necesidad, ya sea de dinero, pongamos por caso, o
de empleo, o de una casa, o de un amigo, nos consideraremos a nosotros
mismos, es decir, a nuestra alma en relación con aquella necesidad. Cuando
hayamos orado lo suficiente como para llegar a una comprensión espiritual
sobre aquel punto, la cosa necesitada aparecerá como una prueba de que
nuestra parte se ha realizado. Llenemos el vacío de nuestros anhelos con el
sentido del Amor de Dios, y las cosas que necesitemos aparecerán en nuestra
vida como por encanto. Cuando hagamos nuestras oraciones, no tengamos temor
de ser demasiado definidos, precisos y prácticos. El mismo Jesús era así.
Nadie huyó más de la vaguedad o de lo indefinido que El.
Así, pues,
habéis de orar: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu
nombre.
venga tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el
cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Y perdónanos nuestras
deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Y no nos dejes
caer en la tentación, mas líbranos del mal: porque tuyo es el reino, y el
poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén.
Porque si vosotros
perdonáis a otros sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre
celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre
perdonará vuestras faltas.
(MATEO VI, 9-15)
Ésta, la más grande de
todas las oraciones, llamada comúnmente el Padre Nuestro, es en efecto un
resumen magnífico de toda la enseñanza de Jesucristo. Se trata de un
resumen que por lo breve y completo no tiene igual. Es nada menos que un
esquema acabado de la metafísica cristiana. En estos versos Jesús define la
naturaleza de Dios y del hombre, y explica su interdependencia; nos dice lo
que el universo es realmente, y proporciona un método de rápida evolución
espiritual para quienes lo usen cada día de manera inteligente.
Notemos
particularmente cuánto insiste Jesús en la necesidad de perdonar y ser
perdonados, si en verdad queremos alcanzar algún progreso en los dominios
del espíritu.
Y cuando ayunéis, no aparezcáis tristes, como los
hipócritas, que demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan; en
verdad os digo que ya tienen su recompensa.
Tú, cuando ayunes, úngete la
cabeza y lava tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu
Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te
recompensará.
(Mateo VI, 16-18)
El ayuno era una costumbre
general de aquel tiempo, y Jesús lo da por sentado.
El ayuno, como lo
interpretan hoy en día los que tratan de llevar a la práctica
científicamente la vida cristiana, consiste en abstenerse de ciertos
pensamientos, sobre todo, de los pensamientos negativos o malos; pero en
algunos casos es necesario, si deseamos tener resultados positivos,
abstenemos de pensar por algún tiempo en la dificultad particular que nos
inquieta. Hay ciertos problemas, casi siempre los que hemos repasado muchas
veces en nuestra mente, que no se resuelven sino "sólo por medio de la
plegaria y del ayuno". En tal caso es preferible afrontar la cuestión
definidamente y después abandonarla por algún tiempo, o también, confiarla a
otra persona que la considere en su justa medida mientras nosotros nos
fijamos en otras cosas.
El ayuno físico resulta a veces eficaz para
solucionar un problema, especialmente en el caso de lo que llamamos
dificultades crónicas, pero debe ir acompañado de un tratamiento espiritual.
Esto se debe al alto grado de concentración que puede lograrse durante la
abstinencia.
Notemos que el versículo 18 es sustancialmente una
repetición del 6. Cuando la Biblia repite algo de esta manera, es una
indicación evidente de que se trata de un punto de importancia primordial.
No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los
corroen y donde los ladrones horadan y roban.
Atesorad tesoros en el
cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen, y donde los ladrones no
horadan ni roban. Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.
La
lámpara del cuerpo es el ojo: sí, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu
cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo estuviese enfermo, todo tu cuerpo
será tenebroso, pues si la luz que hay en ti es tinieblas ¡qué tales serán
las tinieblas!
(MATEO V, 19-23)
Habiéndose extendido acerca de la
naturaleza del Lugar Secreto, y habiéndonos dado la Oración Modelo, o
Realización Divina como la Llave de la Vida, Jesús sigue llamando la
atención sobre ciertas consecuencias que seguirán, a fin de mostramos que
debemos conformar lo antes posible nuestra existencia a este principio
fundamental. Por ejemplo, una vez que comprendamos que todo lo existente en
el plano material no es más que la exteriorización de nuestros
pensamientos, podemos hacemos cargo de lo necio que resulta acumular o
tratar de acumular riquezas o bienes materiales de cualquier clase. Si
nuestra conciencia está en rectitud, esto es, si comprendemos que Dios es
Amor, que es la fuente dispensadora de todo bien, siempre estaremos en
aptitud de lograr todo aquello que necesitemos, bien sea dinero o
cualquier otra cosa, dondequiera que estemos y en cualquier circunstancia
que nos encontremos. Nada nos llegará a hacer falta cuando comprendamos que
para el Espíritu Divino demandar y obtener son la misma cosa. A la inversa,
mientras no comprendamos esto, siempre estaremos expuestos a la pobreza o a
cualquier necesidad. Podemos, ciertamente, llegar a poseer grandes caudales
de riqueza, acciones, bonos, casas, tierras pero, a menos que tengamos una
comprensión espiritual de la propiedad, estos tesoros, tarde o temprano,
adquirirán alas, y volarán. En verdad, no hay otro camino para alcanzar
seguridad que el de la comprensión espiritual.
Los bancos más seguros
hacen bancarrota; la Bolsa está expuesta a catástrofes imprevistas; las
minas y los pozos de petróleo pueden ser destruidos por un cataclismo
natural; una nueva invención puede arruinar a una vieja; el abrir o cerrar
una estación de ferrocarril o el iniciar una nueva empresa en otro lugar
puede comprometer el valor de nuestras tierras, sin hablar del efecto que
sobre toda clase de propiedad causan los trastornos inesperados que se
producen en el mundo político. En pocas palabras, es malgastar el tiempo
dirigir demasiado nuestro interés hacia la acumulación de bienes materiales,
que son vulnerables a los cambios y venturas.
Si dedicásemos a la
meditación y a la Oración Científica una pequeña parte del tiempo y de la
atención que empleamos en perseguir los bienes del mundo, el cambio de
conciencia resultante nos pondría a salvo de la pobreza y la adversidad.
Si tuviésemos suficiente comprensión espiritual de las leyes que rigen el
aprovisionamiento de cada uno, es probable que nuestras inversiones no
fracasarían; y en caso de que salieran mal, las pérdidas se sustituirían
inmediatamente, antes de que sufriésemos por ellas. En todo caso, el que
tiene su mente puesta en un sentido de prosperidad, no puede empobrecerse;
ni puede alcanzar bienestar material el que mantiene en la mente la idea de
la pobreza.
A la larga, nadie puede conservar lo que no le pertenece por
derecho de conciencia; ni tampoco puede perderlo aquél que lo tiene por el
mismo derecho.
Por lo tanto, haremos bien en no fundar nuestra paz sobre
tesoros terrenales, sino más bien sobre riquezas en los cielos, lo cual es
la comprensión de la Ley Espiritual. Si concentramos nuestra felicidad en
las cosas materiales, transitorias y mudables, no es a Dios a quien ponemos
en el primer lugar de prioridad. Si El ocupa el primer plano de nuestra
vida, nada nos causará inquietud ni ansiedad.
Ahondando con más detalle
en el mismo tema, Jesús nos dice que aquellos que establecen su vida sobre
esta nueva base estarán libres de las pequeñas inquietudes y afanes del
vivir diario, que continúan incomodando a los demás. Cuestiones de dieta,
por ejemplo, se arreglarán por sí solas si pensamos correctamente. El que ha
orientado su vida por este nuevo rumbo no tiene que preocuparse por todo lo
que come, convirtiendo así la función del comer en una carga penosa. Come
natural y espontáneamente el alimento ordinario que se presenta, sabiendo
que la buena dirección de sus pensamientos habituales hará asimilable lo que
come. Si realiza las oraciones de cada día con sabiduría y dirección comerá
menos, es decir, la cantidad de alimento naturalmente requerida.
El mismo
principio es aplicable a todos los detalles de la vida cotidiana. Si oramos
cada día de manera conveniente, encontraremos que las cosas secundarias de
la vida se arreglan por sí mismas, sin necesidad de esfuerzo alguno por
nuestra parte. Fijémonos en el contraste entre esto y el método usual de
ordenar las cosas por separado, es decir, organizando mil y un detalles
pequeños, y apreciaremos cuán maravillosamente nos libera la nueva base
espiritual. Si, pues, tu ojo estuviese sano, todo tu cuerpo estará luminoso.
He aquí la expresión absoluta de la Verdad. En efecto, si el ojo está sano,
todo el cuerpo de la experiencia estará lleno de luz.
El ojo simboliza la
percepción espiritual. Aquello en que ponemos nuestra atención, es la cosa
que gobierna nuestra vida. La atención es de importancia capital. Nuestro
libre albedrío reside en la orientación de nuestra atención. Aquello que
capta nuestra atención con insistencia entrará en nuestra vida para
dominarla. Si no nos fijamos en ninguna cosa en particular —y esto ocurre
muy a menudo— entonces nada en particular nos acontecerá en la vida excepto
la duda y la incertidumbre; iremos vagando a la ventura. Si nos fijamos en
el mundo exterior, el cual por su naturaleza es variable y está sujeto a
cambios, infaliblemente tendremos que sufrir la infelicidad, la pobreza y
una salud deficiente. Por otra parte, si dirigimos nuestra atención hacia
Dios, si la cosa que más nos importa es Su Gloria y la norma de nuestra vida
es expresar Su voluntad, entonces nuestro ojo será sano, y nuestro cuerpo y
nuestra existencia toda serán luminosos.
Nadie puede servir a dos
señores; pues, o bien aborreciendo al uno amará al otro, o bien adhiriéndose
al uno menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
Por eso os digo: No os inquietéis por vuestra vida, por lo que habéis de
comer o de beber, ni por vuestro cuerpo, por lo que habéis de vestir. ¿No es
la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?
Mirad como
las aves del cielo no siembran, ni siegan ni encierran en graneros, y
vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?
¿Quién de vosotros con sus preocupaciones puede añadir a su estatura un solo
codo?
Y del vestido ¿por qué preocuparos? Aprended de los lirios del
campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan.
Pues yo os digo, que ni
Salomón en toda su gloria vistió como uno de ellos.
Pues si la hierba del
campo que hoy es, y mañana es arrojada al homo. Dios la viste así, ¿no hará
mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, pues,
diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?
Los
gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que
de todo eso tenéis necesidad.
Buscad, pues primero el Reino y su
justicia, y todo eso se os dará por añadidura.
(MATEO VI, 25-34)
Muchos cristianos aceptan estos hechos en teoría, pero se manifiestan
indiferentes cuando es cuestión de ponerlos en práctica, y esta vacilación
los mete siempre en un sinnúmero de dificultades, nacidas de su flaqueza e
inconsecuencia. En general, los materialistas son más felices, porque por
lo menos viven según sus conocimientos y se conforman con lo que comprenden.
Tratar de apoyarse en un principio ahora y en otro luego es servir a dos
señores, y esto es imposible. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
El hombre es esencialmente espiritual, y ha sido creado a la imagen y
semejanza de Dios. En consecuencia, está hecho para vivir felizmente en el
plano espiritual, y no puede realmente tener éxito en ningún otro. Las aves
del cielo y los lirios del campo le ofrecen al hombre una sorprendente
lección por su completa adaptación a las leyes de sus planos respectivos.
Expresan verdaderamente su propia y auténtica naturaleza, van a través de la
vida siendo a la perfección ellos mismos; y no conocen nada que se le
parezca a la inquietud y la ansiedad que destruyen tantas vidas humanas.
Los lirios de los que aquí se habla son las magníficas amapolas silvestres
del Oriente, y quienquiera que haya visto un campo de estas flores
meciéndose y balanceándose a la brisa, apreciará el sentido de reposo y
libertad de espíritu, y gozo que según Jesús pertenece a la humanidad por
derecho de nacimiento.
Por supuesto. Él no quiere decir que los seres
humanos, que están en un plano biológico infinitamente más elevado, deban
imitar al pie de la letra las vidas o los métodos de los pájaros o de las
flores. La lección que tenemos que aprender es que nosotros debemos
adaptamos a nuestro propio elemento, de la misma manera que ellos lo hacen
con el suyo. Y nuestro verdadero elemento, es la Presencia de Dios.
San
Agustín dijo: "Tú nos has creado para ti mismo, y nuestros corazones están
inquietos hasta que no reposan en ti" Cuando el hombre llegue a aceptar que
la Verdad se encuentra en Dios tan completa e indudablemente como las flores
y los pájaros aceptan la verdad de su propia condición, demostrará en sí la
abundancia y la armonía divinas tan perfectamente como lo hacen estas otras
criaturas de Dios.
Si alguien fuere lo bastante necio para interpretar
estos símiles de forma literal en vez de espiritualmente, y se acostase en
un campo de amapolas esperando a que Dios hiciese un milagro dramático en
su favor, muy pronto se daría cuenta de que ése no es el camino. Poseyendo
facultades infinitamente superiores a las de los animales y las plantas, el
hombre imitará en verdad su sabiduría y su gloria siendo activo en su
propia esfera, la de la oración y meditación. La Base Espiritual no es un
sinónimo de laissez faire; significa actividad intensa, pero en el plano
espiritual, que es bien distinto del material. Ésta es la única forma por
medio de la cual uno puede buscar el Reino de los Cielos; después de lo cual
todas las cosas necesarias vendrán como una consecuencia.
Si nos sentimos
muy desanimados y desconcertados, ha llegado el momento de echamos
mentalmente entre las amapolas, leer la Biblia y orar con serenidad, pero
con perseverancia, hasta que algo suceda, o bien dentro o bien fuera de
nosotros. Y esto no es laissez faire porque la oración es acción. Una vez,
en Londres, conocí a una señora cuyos asuntos se enredaron tan
desesperadamente que parecía destinada inexorablemente a la más completa
ruina. La animé a que abandonase mentalmente toda su carga y, sin temor a
las consecuencias inmediatas, pasase dos o tres días buscando en la Biblia
una inspiración y pidiendo en oración la paz y la felicidad. Al cabo de una
semana, sin que hubiese realizado acción material alguna, todo quedó
aclarado como por arte de magia.
La manera normal de ganarse la vida es
tener una profesión o desempeñar una ocupación que resulte útil y agradable.
Se trata de hacer conscientemente la tarea y recibir a cambio una
remuneración satisfactoria. La Oración Científica colocará a cada uno en
tal posición, si no la tiene aún, y entonces, si ora cada día como conviene,
dándose cuenta de la verdadera situación y pidiendo la oportunidad de
servir, cualquiera que sea su actual posición irá mejorando a medida que
pasa el tiempo. Pero tendrá que orar diariamente como conviene. No es
necesario trabajar o ejercer una profesión fuera de casa. La mujer que lleva
a cabo sus deberes en el hogar es un miembro de la comunidad tan útil como
cualquier otro; y muchas personas que no tienen necesidad de preocuparse
por el dinero debido a sus ingresos personales, prestan grandes servicios a
la humanidad cultivando las artes o la literatura y fomentando las
investigaciones científicas. Lo cierto es que nadie cuya vida repose en la
Base Espiritual vivirá inactivamente, por grande que sea su riqueza.
De
vez en cuando se oyen casos de ciertas personas que se creen tan
espirituales que no necesitan ganarse la vida. Otra persona —algún pariente
o un amigo— que trabaja, porque no es demasiado espiritual, suele
mantenerlos en la ociosidad. Pero esa actitud mental habla por sí misma. Si
la comprensión que una persona tiene de la metafísica resulta suficiente
para permitirle pasar sin el trabajo ordinario, se encontrará
automáticamente provista de lo necesario, permaneciendo independiente y
digna de respeto. Y esto no puede en manera alguna aplicarse a los deudores
o a los que viven a costa de otros. Si queremos experimentar apoyándonos en
el poder de la Palabra, bien; pero estemos seguros de hacerlo con una
sinceridad absoluta. El único modo de llevar a cabo este experimento de
manera genuina es dejar que sea una demostración de fe. De lo contrario,
tendremos que atenemos a consecuencias extremas. Si contamos secretamente
con alguien que puede ayudamos, no estaremos confiando en la Palabra Divina.
Todo adepto de la Ciencia Espiritual puede esperar una prosperidad razonable
que le permita vivir confortablemente y con seguridad. Mientras tanto no
podamos probar esa Verdad sólo por el poder de la Palabra Divina, debemos
continuar practicando el tratamiento espiritual que nos llevará a alcanzar
una posición adecuada en la que desenvolvemos con éxito.
Jesús nos dice
en este pasaje que todos nuestros esfuerzos de voluntad serán insuficientes
para aumentar un codo a nuestra estatura. Ésta es otra manera de expresar
la verdad que Él presenta de tantos modos diferentes, esto es, que debemos
volver a nacer espiritualmente. En tanto permanezcamos como estamos, no
podremos, pese a todo esfuerzo, lograr cambio alguno, ni en nosotros mismos,
ni fuera de nosotros. Siempre hacemos lo que somos. Nuestra vida exterior
se corresponde siempre con la interior. No podremos lograr ningún progreso
si no nacemos de nuevo, esto es, si no llevamos a efecto una toma de
conciencia de la Presencia de Dios.
No os inquietéis, pues, por el
mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes; bástale
a cada día su afán.
(MATEO VI, 34)
En la Oración Científica
empleamos generalmente el tiempo presente. Todo el principio de la Oración
Científica consiste en corregir y orientar la conciencia, y eso tiene que
hacerse en el presente. Así, cuando se nos presente un problema referente
al futuro, por ejemplo, un examen que tendremos dentro de seis meses, o un
viaje desagradable que tenemos que realizar la semana siguiente, es ahora
cuando conviene orar. No esperemos hasta el último momento. Trabajemos
mentalmente ahora; esto es, trabajemos ahora en nuestra conciencia sobre el
asunto, en el presente. No proyectemos nuestro tratamiento espiritual hacia
el futuro, porque de esa forma no se obtendrán los resultados esperados. El
hecho, sin duda, concierne al porvenir, pero el acto de pensar en él ahora
significa que ya está en nuestra conciencia; y por tratarse de un
pensamiento actual, puede y debe ser tratado en tiempo presente. De la misma
manera podemos obrar respecto a los hechos pasados, y debemos hacerlo si
aún nos inquietan, tratándolos como si fueran presentes, porque hoy es
cuando persiste el pensamiento en nosotros. Tratemos todos los hechos,
pasados y futuros, como si ocurriesen en el momento presente. No olvidemos
que Dios está fuera de lo que llamamos tiempo y que, en consecuencia, la
acción benéfica de Su Santa Presencia es igualmente eficaz —ayer, hoy y
mañana.
Recordemos que los únicos pensamientos que importan son los de
hoy. Los pensamientos de ayer o del año pasado ya no nos interesan, porque
si nuestros pensamientos de hoy son justos, todo se encontrará rectificado
en este mismo momento. La mejor manera de prepararse para el mañana es hacer
serenos y armoniosos los pensamientos de hoy. Todos los demás bienes
vendrán en consecuencia.
Sería inútil profundizar en nuestra mente para
buscar obstáculos que pudiésemos erradicar. Tratemos fiel-mente los errores
que nos llaman la atención y nos estaremos ocupando de todo lo que está
escondido.
En el mismo espíritu, el Cristianismo Científico nos disuade
de conceder demasiada atención a otro plano o a las condiciones de la vida
después de la muerte. Tales preocupaciones no suelen ser sino una evasión de
las realidades de esta vida y los problemas cotidianos que deben afrontarse
y resolverse aquí y no evadirlos o, lo que es lo mismo, diferirlos en
nuestro pensamiento.
Tenemos que hacer hincapié en la Vida, y no en la
muerte, y centramos en hacer nuestra demostración aquí y ahora.
Capítulo 6
Con la medida con que midiéreis
No juzguéis, y no
seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgareis, seréis
juzgados,
y con la medida con que
midiereis se os medirá. ¿ Cómo ves la paja en el
ojo de tu hermano, y
no ves la viga en el tuyo? ¿ O cómo osas decir a tu
hermano: Deja que
te quite la paja del ojo, teniendo tú una
viga en el
tuyo? Hipócrita: quita primero la viga de tu ojo, y
entonces verás de
quitar la paja del ojo
de tu hermano.
(MATEO VII, 1-5)
Esta
sección del Sermón del Monte consta de cinco versos cortos, y sólo unas cien
palabras, y sin embargo no se exagera diciendo que es el documento más
sorprendente que jamás se haya presentado a la humanidad. En estos cinco
versos se nos dice más acerca de la naturaleza del hombre, el significado de
la vida, la importancia de la conducta, el arte de vivir, el secreto de la
felicidad y del buen éxito, la manera de superar la adversidad, el acceso a
Dios, la emancipación del alma, y la salvación del mundo, que lo que todos
los filósofos y todos los teólogos y todos los sabios juntos nos han dicho,
porque nos explica la Gran Ley. Es infinitamente más importante que un
hombre, y especialmente un niño, comprenda el significado de estos cinco
versos, que ninguna otra cosa que se enseña en las escuelas y las
universidades. No hay nada en los cursos de estudio corrientes, no hay nada
que se pueda aprender en las bibliotecas o los laboratorios que valga la
millonésima parte de la enseñanza de estos versos. Si alguna vez fuese
posible justificar el dicho fanático: "Quemen los demás libros porque todo
está en éste", se estaría haciendo mención a estos versos.
"No juzguéis y
no seréis juzgados, porque con el juicio que juzgareis seréis juzgados y con
la medida con que midiereis se os medirá" (MT. 7, 1-2). Si el hombre común
comprendiese, aun por un momento, el significado de estas palabras, y
verdaderamente las creyese, de inmediato revolucionarían toda su vida de
arriba abajo radicalmente; su conducta diaria se transformaría por completo,
y él mismo cambiaría tanto que, en un tiempo relativamente corto, sus
amigos más íntimos casi no lo conocerían. Tanto si fuese primer ministro
como si fuese un hombre de la calle, esta comprensión le cambiaría el mundo,
y, como la verdad es más contagiosa de lo que se puede imaginar, su
metamorfosis transformaría el mundo también para muchos otros.
Cada vez
que leemos de nuevo el Sermón del Monte en una actitud mental receptiva, nos
asombramos de encontrar que las afirmaciones que contiene han sido, en la
práctica, pasadas por alto por la mayoría de los cristianos. Si no se
supiese que es un hecho que estas palabras se oyen constantemente en
público, y son leídas en privado por millones de cristianos de todas
clases, casi no se podría creer que esto fuera posible; porque las verdades
expresadas aquí parecen no tener nada que ver con los motivos de su vida y
conducta diaria. Sin embargo, estas palabras expresan la Ley de la Vida,
sencilla e inevitable.
Porque tal es la Ley de la Vida: tal como
pensamos de otros, tal como hablamos de ellos, tal como nos portamos hacia
ellos, así pensarán, y hablarán de nosotros, y así se portarán con nosotros.
Sea cual fuere nuestra conducta, inevitablemente nos será devuelta. Todo lo
que les hacemos a otros, tarde o temprano, aquí o allí, alguien nos lo hará.
Lo bueno que hacemos se nos devolverá en el mismo grado; y lo malo que les
hacemos a otros de la misma manera se nos devolverá también. Esto no quiere
decir de ninguna manera que las personas a quienes tratamos bien o mal sean
las mismas que nos devuelvan mañana la acción. Casi nunca ocurre así; pero
lo que ocurre es que, en otro momento, tal vez años después, en otro lugar
lejano, alguien que no sabe nada de la acción anterior nos la pagará con la
misma moneda. Por cada palabra áspera que decimos a otra persona o de otra
persona, tal palabra se nos dirá o se dirá de nosotros. Por cada vez que
defraudemos, seremos defraudados; por cada vez que engañemos, seremos
engañados. Por cada mentira que digamos, se nos mentirá también. Por cada
vez que descuidemos un deber, por cada evasión de una responsabilidad, cada
abuso de la autoridad sobre otras personas, estaremos haciendo algo por lo
cual, inevitablemente, se nos pagará haciéndonos sufrir una herida igual.
"Con la medida que midiereis se os medirá."
¿No es evidente que, si la
gente se diera cuenta de todo ello, de que es literalmente cierto, esto
influiría en su conducta en la forma más profunda? ¿No haría más, en la
práctica, tal comprensión para hacer disminuir los crímenes y elevar el
nivel moral de toda la comunidad, que todas las leyes elaboradas por los
parlamentos, o todos los castigos impuestos por jueces y magistrados? La
gente tiende a pensar, especialmente cuando la tentación es muy fuerte, que
probablemente podrán escaparse de la ley del país, escaparse del alguacil, o
deslizarse de las manos de las autoridades de cualquier otra manera. Esperan
que los individuos les perdonen, o que no puedan vengarse, o que todo se
olvide con el tiempo; o mejor aún, que nunca se descubra la falta. Sin
embargo, si comprendiesen que la ley de la retribución es una Ley Cósmica,
tan impersonal e inmutable como la ley de la gravedad, que no considera
personas ni respeta instituciones, una ley sin rencor y sin piedad,
reflexionarían más antes de tratar injustamente a sus prójimos. La ley de
la gravedad nunca duerme, nunca está desprevenida, nunca se cansa, no es
compasiva ni vengativa; y nadie podría imaginar que pudiese evadirla o
engatusarla, o sobornarla, o intimidarla. La gente la acepta como inevitable
e ineludible, y se comportan de acuerdo a ello. La ley de la retribución es
tan inmutable como la ley de la gravedad. Tarde o temprano, el agua
encuentra su nivel; y el trato que les damos a otros se nos devuelve.
Algunos cristianos, al oír la explicación de la ley de la retribución han
puesto objeción diciendo que esta ley es de origen budista o indostano, y no
cristiano. Es verdad que esta ley es enseñada por los budistas y los
indostanos, y hacen bien en enseñarla porque es la ley de la naturaleza. Es
verdad también que esta ley se comprende mejor en los países orientales que
entre nosotros; pero eso no quiere decir que sea una posesión oriental. Lo
que quiere decir es que las iglesias ortodoxas cristianas han faltado a su
obligación de exponer a la gente una sección importante de la enseñanza de
Jesús.
A los que dicen que ésta no es una ley cristiana, se les puede
responder: ¿Es un documento cristiano el Evangelio de Mateo, o no? ¿Era
cristiano o budista Jesucristo? Esta doctrina, nos guste o no nos guste,
si queremos, podemos tratar de pasarla por alto; pero no podemos negar que
Jesucristo la enseñó, y de la manera más directa y enfática, cuando dijo:
"No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgareis
seréis juzgados y con la medida que midiereis seréis medidos" (MT. 7, 1-2).
Sir Edwin Arnold, en su poema titulado La Canción Celestial, describió esta
ley implacable de la justicia inmanente.
No hay nadie que la pueda
menospreciar;
quien la impida, pierde; quien la sirva, gana;
el bien
hecho en secreto da paz y deleite, el mal escondido trae dolor.
Por
ella el cuchillo apuñaló al asesino;
el juez injusto perdió su defensor,
la lengua falsa sentencia su propia mentira;
y el vil ladrón despoja sólo
para restituir.
Ella lo ve y lo nota todo;
sé justo —¡te
recompensará!—
Injusto —serás pagado con la misma moneda—
aunque
Dharma tal vez tarde en llegar.
Bien claro está que conviene no
hacerle a otra persona lo que no quisiéramos que alguien nos hiciese a
nosotros, porque eso es lo que ocurrirá. Especialmente es éste el caso
cuando actuamos mal con alguien que está en nuestro poder.
De la misma
manera, igualmente, es cierto que por cada buena acción que cumplimos, por
cada palabra bondadosa que pronunciamos, un día u otro recibiremos su
equivalente. Muchas personas suelen quejarse de la ingratitud de aquéllas a
quienes han ayudado o a quienes han concedido favores —y frecuentemente con
razón—; pero esta queja manifiesta una actitud mental que es importante
corregir. Cuando alguien se siente ofendido porque le han mostrado
ingratitud por un favor, es porque ha esperado gratitud, y esto es un gran
error. La verdadera razón para ayudar a otros es porque es nuestro deber
ayudar en la medida en que podamos hacerlo sabiamente; o porque es una
expresión del amor. Por supuesto, el amor verdadero no busca un quid pro quo
y haber cumplido nuestro deber tendría que ser la propia recompensa,
recordémoslo, o si lo preferimos así, de una manera u otra nuestra buena
acción será reconocida a su tiempo. Cuando se espera la gratitud, se crea
en la otra persona un sentido de obligación, y esta persona, probablemente,
tendrá esto en su inconsciente y lo sentirá con más fuerza, porque tal cosa
es algo que repugna a la naturaleza huma-na. Hagamos la buena acción y
sigamos nuestro camino, sin esperar ni desear el reconocimiento personal.
¿No es acaso un pensamiento hermoso y estimulante que todas las oraciones
que hemos pronunciado en nuestra vida, todo lo bueno que hemos hecho y todas
nuestras palabras bondadosas permanecen con nosotros, y que nada puede
quitárnoslas? En efecto, éstas son las únicas cosas que podemos guardar,
por-que todo lo demás ha de desaparecer. Nuestros errores mentales, y
orales, y nuestros pecados van elimi-nándose según la Ley: pero el bien
sigue incólume por toda la eternidad.
Los estudiosos del Cristianismo
Científico que comprenden el poder del pensamiento, se darán cuenta de que
es aquí, en el reino de los pensamientos, donde la Ley encuentra su
verdadera aplicación; y verán que lo que importa, en última instancia, es
guardar pensamientos rectos hacia otros, lo mismo que hacia sí mismo. Pensar
rectamente en lo tocante a Dios, en lo tocante al prójimo y en lo tocante a
sí mismo; esto es la Ley y los Profetas. Sabiendo que el dominio se
encuentra en el Lugar Secreto, es en el Lugar Secreto donde hay que poner la
atención, observando el mandamiento: No juzguéis.
La Regla de Oro
interpretada científicamente es: Pensad de otros tal como quisierais que
pensaran de vosotros. A la luz del conocimiento que ahora tenemos, la
observancia de esta regla se convierte en un deber solemne, y más aún, es
una vital deuda de honor. Una deuda de honor es una obligación que ninguna
ley escrita puede hacemos cumplir, una obligación que cumplimos en secreto
para satisfacción de nuestra conciencia; y del mismo modo, como nadie puede
saber, y mucho menos probar, lo que estamos pensando, no somos responsables
por nuestros pensamientos ante ningún tribunal sino ante el más alto: el
Tribunal que nunca se equivoca y cuyas sentencias nunca se evaden.
Habiendo comprendido la Ley Suprema y su función, resumidas tan
maravillosamente por Jesús en este pasaje, el discípulo está preparado para
dar el siguiente paso importante y comprender cómo es posible elevarse
incluso por encima de la Gran Ley en el nombre de Cristo. En la Biblia el
término "Cristo" no es sinónimo de Jesús, el individuo. Es un término
técnico que quiere decir la Verdad Espiritual y Absoluta acerca de cualquier
cosa. Discernir esta Verdad acerca de alguna persona, o condición o
circunstancia, inmediatamente sana a esa persona o condición o
circunstancia, siendo el mejoramiento en la misma medida del grado de toma
de conciencia del que piensa. He aquí la esencia de la curación espiritual,
y por eso vemos que en el sentido más amplio, y con total independencia, al
mismo tiempo, de las obras especiales y sin par realizadas por el mismo
Jesús, es verdad que el Cristo viene al mundo para redimirlo y salvarlo.
Cuandoquiera que el Cristo —eso es, la Idea Verdadera de algo— nace en el
pensamiento de alguien, la curación física, o moral, o mental, según sea el
caso, viene a continuación.
Una curación mental consiste en hacer lúcida
e inteligente a una persona estúpida. Los niños más atrasados en la escuela
responden como si fuera magia a tal tratamiento espiritual. Se pide para
ellos la Inteligencia Divina y se cae en la cuenta de que Dios es el alma
del hombre. La enfermedad y el pecado, la pobreza y la confusión, la
ignorancia y la flaqueza humana, todo desaparece bajo el poder del Cristo
Sanador. Por profundas que sean las raíces de nuestros males, una visión
clara del Cristo, una visión de la Verdad Espiritual, eternamente presente
detrás de las apariencias, nos curará. Para esto no hay excepción alguna.
Porque el Cristo es nada menos que la acción directa de Dios mismo, el
Autoconocimiento del Espíritu, pasa por encima de todo.
La Ley Espiritual
eclipsa y domina todas las leyes del plano físico y del plano mental. Esto,
como hemos visto en el primer capítulo, no significa que las leyes del plano
físico o del plano mental se pueden romper, sino que el hombre, por su
naturaleza esencialmente divina, tiene el poder de levantarse por encima de
estos planos al plano del Espíritu, plano de dimensión infinita, donde tales
leyes no le afectan más. El no viola sus leyes, se aventura más allá de sus
fronteras. Cuando el globo aerostático se levanta hacia el sol, no obstante
su peso, así que se hincha, parece que desafía la ley de la gravedad. Sin
embargo, no se rompe esa ley, sino que más bien se cumple por esa acción,
aunque la experiencia normal de la vida diaria está, de hecho, invertida. La
Ley de Karma, ley infalible que no respeta a nadie ni olvida nada, no vale
más que para los planos físico y mental; no es una ley del Espíritu. En
Espíritu todo es perfecto, eterno, inalterable. En este dominio no hay nada
malo que se pueda cosechar porque no se puede sembrar, y por consiguiente
cuando el hombre levanta su atención hacia el mundo del Espíritu, por lo
que llamamos la oración, la meditación o el tratamiento, transfiere su
atención al dominio del Espíritu y así se pone —a ese grado— bajo la ley del
Bien perfecto y se libera de Karma.
Así es que el hombre puede elegir
entre Karma o el Cristo. He aquí las mejores noticias que jamás haya
recibido la humanidad, y por eso se llama alegre noticia, o buena nueva, o
Evangelio, pues tal es el sentido de esta palabra. Esta es la carta de las
libertades humanas; el dominio del ser humano, hecho a la imagen de Dios y
conforme a su semejanza, sobre todas las cosas. Pero el hombre puede elegir.
Puede permanecer en la región limitada —el plano físico y el plano mental— y
en ese caso queda estrechamente atado a la rueda del Karma; o puede apelar,
por medio de la oración y la meditación, al Reino del Espíritu, esto es, al
Cristo, y, de este modo, liberarse. Puede elegir. Cristo o el Karma; y
Cristo es el Señor del Karma.
En Oriente, donde se comprende tan bien la
ley del Karma, la humanidad no ha recibido el mensaje del Cristo; y por eso
se encuentra en una posición de falta de esperanza. Pero nosotros, así que
penetremos el espíritu del Evangelio, podemos liberamos. En otras palabras,
resulta que el Karma no es inexorable sino mientras no hacemos oración. En
cuanto oramos, comenzamos a elevamos por encima del Karma; es decir,
comenzamos a erradicar gradualmente las consecuencias desagradables de
nuestros errores pasados. Por cada falta, o tenemos que sufrir las
consecuencias —ser castigados— o tenemos que cancelarlas por medio de la
Oración Científica, por la Práctica de la Presencia de Dios. Tenemos esa
gran alternativa —Cristo o el Karma.
¿Significa eso que cualquier falta,
cualquier estupidez —hasta un pecado grave— puede expurgarse del Libro de
la Vida, con todos los castigos o sufrimientos naturalmente resultantes?
Sí, significa nada menos que eso. No hay ningún mal que pueda resistir la
acción del Cristo Sanador. Dios ama tanto a la humanidad que manifiesta su
poder único por medio de Cristo, a fin de que el que lo elige no perezca a
causa de su flaqueza o fragilidad, sino que tenga la salvación eterna.
No
es necesario decir que no se debe suponer que las consecuencias de una falta
pueden evitarse a bajo precio, repitiendo una oración a la ligera. Para
borrar el castigo que de otro modo sigue al pecado no sirve ninguna oración
superficial, sino que se requiere una toma de consciencia de Dios suficiente
para cambiar radicalmente el carácter del pecador. Cuando la oración o la
sanación espiritual ha sido tan eficaz que el pecador llega a ser otro
hombre (un hombre nuevo) y ya no desea repetir el pecado, entonces está
salvado. Entonces los castigos están redimidos, porque Cristo es Señor del
Karma.
Capítulo 7
Por sus frutos
No deis las cosas santas a
los perros, ni arrojéis vuestras perlas a puercos, no sea que las
pisoteen con sus pies y revolviéndose, os destrocen.
(MT. VII, 6)
La inteligencia es un factor del mensaje cristiano tan esencial como el
amor. Dios es amor, pero Dios es también la inteligencia infinita y, a menos
que estas dos cualidades estén en equilibrio en nuestra vida, no logramos la
sabiduría; porque la sabiduría es la fusión perfecta de la inteligencia y
del amor. El amor sin la inteligencia puede hacer involuntariamente mucho
daño —el niño mimado es un ejemplo— y la inteligencia sin el amor puede
resultar crueldad refinada. Toda actividad verdaderamente cristiana ha de
expresar la sabiduría, porque el celo sin la discreción es proverbialmente
perverso.
Suele suceder que las personas que por primera vez ven los
horizontes infinitos de la Verdad y así se liberan de alguna dificultad
penosa, se exaltan tanto de alegría que acuden a todas partes derramando a
otros las noticias de su descubrimiento; y probablemente solicitándoles que
acepten también la Verdad. Esta actitud es totalmente comprensible, porque
el amor no desea más que compartir su bien; sin embargo, es muy imprudente.
El hecho es que la aceptación de la Verdad implica, como hemos visto, el
abandono de todos los valores viejos; y, después de todo, esto es un
sacrificio tremendo que no se debe esperar de cualquier persona; y en todo
caso, no puede suceder sino cuando uno está espiritualmente preparado para
el cambio. Si esta Verdad se le presenta de una manera atractiva, el que
está listo se alegrará de aceptarla; si no lo está, ninguna discusión
intelectual o argumento alguno lo hará aceptarla.
No confiemos en nuestro
propio juicio para decidir quién está listo para recibir la Verdad, y quién
no lo está; más bien dejémonos guiar por el Espíritu Santo. La mayoría de
nosotros hemos tenido la experiencia, cuando hemos caído en la cuenta de la
Idea Espiritual y lo que significa, de obedecer al impulso natural de
comunicar lo que se nos ha revelado a algunos de nuestros amigos, a quienes
creemos que podemos persuadir fácilmente y nos hemos encontrado con que, en
la mayoría de los casos se niegan por completo a recibirla. En cambio,
algunas personas, a quienes considerábamos poco desarrolladas
espiritualmente, se muestran muy receptivas y emprenden con éxito la
transformación de su vida según el nuevo conocimiento. Si oramos
regularmente todos los días pidiendo sabiduría, inteligencia y nuevas
oportunidades de servir, las personas adecuadas se presentarán sin que las
busquemos; o nosotros iremos a ellos; y una ocasión conveniente se
presentará para introducir el asunto. Mientras no estemos seguros de que
sea prudente hablar de la Verdad, abstengámonos de hacerlo; en lugar de
ello, oremos en silencio pidiendo que se nos guíe y dejemos el asunto en
manos de Dios. Algunas veces no ocurre nada, no se presenta ninguna
oportunidad mientras estamos con nuestro amigo, lo cual quiere decir que no
ha llegado la hora y que nuestros esfuerzos no habrían servido para nada.
Muchas veces, sin embargo, una ocasión obvia se presenta en la
conversación, o algún incidente externo brinda el pretexto para introducir
el asunto. Y he comprobado algún despertar sorprendente y agradable que
surgió de esta manera.
Sobre todo abstengámonos de obligar a las
personas con quienes vivimos o con quienes trabajamos a considerar la
cuestión de la Verdad; especialmente en casa. Es fácil que nos convirtamos
en un fastidio tra-tando de forzar con nuestras ideas a personas que no
pueden apreciarlas, pues aún no están preparadas. Como nuestros familiares y
nuestros socios tienen que vemos frecuentemente, no es prudente
importunarlos o irritarlos. Démonos cuenta de que ellos, al no haber
experimentado nuestro despertar personal, no puedan ver la cosa como
nosotros la vemos; y que lo que ellos ven es otra cosa. También es posible
que todavía no tengamos el arte de explicar nuestras ideas de la mejor
manera posible. Finalmente es bueno recordar que los que nos rodean tendrán
constantemente la oportunidad de examinar nuestra conducta personal,
conocerán a fondo nuestras faltas y flaquezas y que, si hablamos demasiado e
indiscretamente de valores espirituales, ellos esperarán de nuestra parte
una demostración más grande que la que al principio podamos hacer. ¿Y no
tendrían que ser superiores a la mayoría de los seres humanos para no
señalar algunas veces, en el momento más inoportuno, aquellos actos nuestros
que contradicen nuestras palabras? En otras palabras "apresurarse despacio"
es el lema. Obrar con un ardor imprudente y adquirir la reputación de ser
tonto o molesto no es un modo correcto de propagar la Verdad. El modo más
rápido de hacerlo es vivir la vida uno mismo. Entonces los que nos rodean
notarán el cambio en nosotros y en cuanto se den cuenta de que ha mejorado
nuestra salud, que hay más prosperidad en nuestras vidas y que en nuestro
rostro brilla la felicidad, vendrán espontáneamente, pidiéndonos que
compartamos con ellos el secreto. No habrá que persuadirlos de que beban en
las aguas de la vida.
Cuando tengamos deseos de presentar la Verdad a
cierta persona, o a cierto grupo, conviene prepararnos mentalmente durante
algunos días. Pidamos que la Inteligencia y el Amor nos ayuden a superar
toda impaciencia y a hacer frente al ridículo y a la falta de afabilidad. Y
sobre todo reguemos que esa Sabiduría, que combina el Amor y la
Inteligencia, nos inspire. Afirmemos que la acción de Dios nos haga decir la
palabra justa en el momento oportuno, y que al mismo tiempo los que nos
escuchan sean guiados por las mismas cualidades divinas. No nos permitamos
ocupamos en modo alguno de los resultados que puedan seguir a la discusión.
Hablemos según la Verdad y dejémosla obrar. A menudo nos sorprenderemos,
unos días después, de la eficacia de esa preparación espiritual.
Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
Porque
quien pide, recibe, quien busca, halla y a quien llama, se le abre.
Pues,
¿quién de vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da una piedra?
¿O si le pide un pez, le da una serpiente?
Pues si vosotros, siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre
que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!
(MATEO
VII, 7)
Éste es el pasaje maravilloso en el que Jesús enuncia la
verdad primordial de la Paternidad de Dios. Esta verdad se puede llamar
fundamental porque es la piedra angular sobre la cual se eleva el edificio
de la religión verdadera. Mientras los hombres no comprendían la
significación profunda del hecho de que Dios es Padre del hombre, no les era
posible conocer plenamente la experiencia religiosa. Mientras creían que
había dioses diversos, el sentido esencial de la religión escapaba a su
alcance, porque la verdadera experiencia religiosa es la búsqueda de la
unión consciente con Dios. Aceptar a varios dioses es imponerle a cada dios
necesariamente limitaciones, y como los dioses de antaño se representaban
en conflicto perpetuo entre sí, sólo un pensamiento caótico podía acompañar
tal creencia. Los que se habían desarrollado espiritualmente bastante para
aceptar la idea de un Dios único, el Dios verdadero, Le representaban
todavía, casi en general, como un déspota oriental, o un sultán caprichoso y
sin misericordia, poseyendo a sus súbditos y gobernándolos tiránicamente.
El Dios de muchos capítulos del Antiguo Testamento es un tirano celoso y
cruel, implacable en su ira, vindicativo, insaciable. Él parece no tener en
común con los hombres nada más que lo que los hombres tienen en común con
los animales; menos, en efecto, porque el hombre sabe que él es vulnerable
al sufrimiento físico, al hambre y a la muerte, lo mismo que los animales.
Esta concepción oriental de un Dios despótico, de hecho, ha sido mantenida
por un gran número de fer-vorosos cristianos ortodoxos, negando toda
semejanza entre el hombre y el Creador. Un escritor moderno jocosamente ha
comparado a este Dios con cierto millonario inglés quien por puro capricho
mantiene un jardín zoológico cerca de Londres. Este jardín está lleno de
animales que existen solamente porque interesan y divierten al dueño. De vez
en cuando, el amo viene a verlos, y siguiendo, sin duda, consejos expertos,
manda que se destruyan unos, que se trasladen otros a jaulas más
espaciosas, y que otros se traten de una manera determinada. Es evidente que
no existe entre los animales y su dueño comunión espiritual alguna; ellos no
son más que juguetes animados que le divierten. Esta comparación no es de
ninguna manera una descripción exagerada de las ideas de muchos hombres, de
los fundamentalistas, por ejemplo.
Cuando se lee la Biblia con la mente
abierta, se ve que Jesús, en este pasaje, una vez para siempre, penetra en
la raíz de esta superstición abominable. De una manera clara y definida,
afirma —dando énfasis del modo más circunstancial— que la relación
verdadera que existe entre el hombre y Dios es la de un padre y un hijo.
Dios cesa de ser el soberano que trata con esclavos serviles, y llega a ser
un Padre, lleno de amor para nosotros, que somos Sus hijos. Es sumamente
difícil estimar el alcance de esta declaración en lo que toca a la vida del
alma. Cuando se lee y se relee este pasaje, afirmando la paternidad de
Dios, todos los días durante algunas semanas, se descubre que esto sólo
resuelve muchos problemas religiosos. Se puede decir que se aclara así, de
una vez para siempre, un sinnúmero de cuestiones perplejas. En el tiempo de
Jesús, esa enseñanza acerca de la Paternidad de Dios era original y única.
En el Antiguo Testamento nunca se llama a Dios "Padre". Cuando se hacen
referencias a su Paternidad, se refieren a Él como padre de una nación y no
de los individuos. En efecto, éste es el motivo por el cual Jesús hizo de la
declaración de Paternidad de Dios la primera frase de lo que llamamos El
Padre Nuestro. Esto explica, por ejemplo, la tremenda declaración del
Génesis de que el hombre es a imagen y semejanza de Dios.
Es evidente,
por supuesto, que la descendencia ha de ser de la misma naturaleza y la
misma especie que el padre; y entonces si Dios y el hombre son en verdad
Padre e hijo, el hombre ha de ser de esencia divina y susceptible de un
infinito crecimiento y progreso y desarrollo en el camino ascendente hacia
la divinidad. Esto quiere decir que, a medida que se desarrolle la
naturaleza verdadera del hombre, su carácter espiritual, lo cual quiere
decir que vaya siendo cada vez más consciente de ello, ampliará su
conciencia espiritual hasta que haya trascendido todos los límites de la
imaginación humana, cada vez más hacia delante. Este es nuestro glorioso
destino, como ya hemos visto. Jesús mismo dijo, además, citando el Antiguo
Testamento: "He dicho que sois dioses y todos vosotros hijos del Altísimo"
(JUAN X, 34-35). Entonces reforzó su declaración añadiendo
significativamente: "Y no se puede quebrantar la Escritura."
Por
consiguiente, en este pasaje somos liberados, de una vez para siempre, de la
última cadena que nos ata a un destino limitado y envilecido. Somos hijos de
Dios; y si somos hijos, coherederos con Jesucristo, como dice San Pablo; y.
como hijos de Dios somos herederos de los bienes de nuestro Padre no somos
extraños, ni criados recompensados, ni mucho menos esclavos. Somos los hijos
de la casa, quienes un día hemos de gozar plenamente de nuestra herencia.
Por el momento nos encontramos colmados de limitaciones e incapacidades
porque no somos sino niños, menores de edad desde el punto de vista
espiritual. Los niños son irresponsables; les faltan la sabiduría y la
experiencia; hay que dirigirlos a fin de que sus errores no les traigan
consecuencias graves. Pero así que el hombre logre su mayoría espiritual,
reclama sus derechos y los obtiene. "Mientras el heredero es niño, siendo el
dueño de todo, no difiere del siervo, sino que está bajo tutores y
administradores hasta la fecha señalada por el Padre." (GAL. 4, 1-2); y
cuando llega esa hora, se despierta a la Verdad y obtiene su mayoría
espiritual. Comprende que es la voz de Dios mismo la que está en su corazón
haciéndole gritar: "Abba, Padre". Entonces, al fin, comprende que es el
hijo del gran Rey, y que todo lo que posee su Padre es suyo y que puede
gozarlo, ya sea salud, prosperidad, oportunidad, belleza, felicidad, o
cualquier otra manifestación de Dios.
La cosa más perjudicial de la vida
es la lentitud del hombre, se puede decir su desgana, para percibir su
propio dominio. Dios nos ha dado dominio sobre todas las cosas, pero, como
niños asustados, rehuimos asumirlo, aunque asumirlo es la única salida para
nosotros. La humanidad se parece a menudo a un fugitivo, sentado al volante
de un automóvil listo para llevarle a un lugar seguro, pero que, debido a su
nerviosismo, no puede coger el control y ponerlo en marcha. Allí se queda,
medio helado de terror, mirando atrás, preguntándose si sus perseguidores
van a alcanzarle y qué le pasará si eso sucede. Podría, en cualquier
momento, escaparse a un lugar seguro, pero no lo hará, ni se atreverá.
Jesús, quien conocía el corazón humano como no lo ha conocido nadie, ni
antes ni después, comprendía nuestra dificultad y nuestra debilidad a este
respecto; y con ese don sin igual de encontrar las palabras con vida, con
ese poder mágico de expresar las cosas más fundamentales en un lenguaje tan
claro, tan sencillo, tan directo que hasta un niño puede comprenderlo, nos
manda: "Pedid, y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá.
Pues quien pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre".
Sería imposible imaginar una expresión más clara, o encontrar palabras más
precisas que éstas. Sencillamente, no existen palabras de ninguna lengua más
claras ni más enfáticas; y, sin embargo, la mayoría de los cristianos
tranquilamente las pasan por alto, o las interpretan en un sentido tan
estrecho que se pierde casi todo su valor.
Y de nuevo nos enfrentamos a
este dilema —o Jesús sabía lo que decía, o no lo sabía— y, como difícilmente
podríamos creer que no, tenemos que aceptar esas palabras como ciertas
—¿cabe aquí alguna escapatoria?
Pedid, y se os dará. ¿No es ésta la Carta
Magna de la libertad personal de cada hombre, cada mujer, cada niño del
mundo? ¿No es el decreto de la emancipación de toda clase de servidumbre,
física, mental, o espiritual? ¿Cabe lugar para la llamada virtud de la
resignación, tantas veces predicada? El hecho es evidente: la resignación
no es de ningún modo una virtud. Al contrario, es un pecado. Lo que
condecoramos pomposamente con el nombre bello de resignación es en verdad
una mezcla malsana de cobardía y pereza. No tenemos derecho a aceptar con
resignación la disarmonía, de cualquier clase que sea, porque la
disarmonía no puede ser la voluntad de Dios. No tenemos derecho a aceptar
con resignación la enfermedad, o la pobreza, el pecado, la lucha, la
infelicidad, o el remordimiento. No tenemos derecho a aceptar nada menos que
la libertad, la armonía, el gozo, porque solamente así glorificamos a Dios,
y expresamos Su Santa Voluntad, que es nuestra razón de ser.
Es nuestro
deber más sagrado, en el nombre mismo de Dios, negamos a aceptar algo menos
que la felicidad completa y el buen éxito y no nos conformaremos a los
deseos y a las instrucciones de Jesús si nos contentamos con menos. Debemos
rezar y meditar con perseverancia, y reorganizar nuestra vida según los
principios de su enseñanza, hasta que logremos nuestro objetivo. No
solamente es posible nuestra victoria sobre todas las condiciones
negativas, sino que nos ha sido definitivamente prometida en esas gloriosas
palabras, que constituyen la divisa de la libertad del género humano:
"Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá."
Por eso, cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselos
vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los Profetas.
(MATEO VII, 12)
Éste es el precepto sublime que llamamos la Regla de Oro. Jesús formula
de nuevo la Ley Suprema en un resumen conciso. Esta repetición sigue a la
gran declaración de la Paternidad de Dios. Esa ley se origina en el hecho
metafísico de que, fundamentalmente, somos todos uno, ya que cada uno de
nosotros es una parte del Espíritu Infinito. Y porque somos todos uno,
hacerle daño al otro equivale a dañarse a sí mismo, mientras que ayudar al
otro es, en efecto, ayudarse a sí mismo. La paternidad de Dios nos hace
aceptar también la condición de hermanos de los hombres y, espiritualmente
la fraternidad es unidad. La comprensión de esta gran verdad contiene en sí
cualquier otro conocimiento religioso; y es lo que la fraseología de antaño
llamaba La ley y los profetas.
Entrad por la puerta estrecha, porque
ancha es la puerta, y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y muchos
los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta, y qué angosta la senda
que lleva a la vida, y cuán pocos los que dan con ella!
(MATEO VII,
13-14).
No hay más que un modo bajo el sol de conseguir la armonía,
es decir, la salud, la prosperidad, la paz mental —la salvación, en el
sentido verdadero de la palabra— y es operar un cambio radical y permanente
en la conciencia. Éste es el único modo; no hay otro. Hace un sinnúmero de
generaciones que la humanidad se esfuerza en lograr la felicidad de todos
los otros modos posibles. Durante muchos siglos el hombre se ha propuesto
proyectos para conseguir la felicidad haciendo varios cambios en sus
condiciones externas. Pero mientras el hombre trate de modificar su universo
concreto, mientras se dedique a cambiar lo que le rodea y las circunstancias
externas, sin preocuparse de la calidad de sus pensamientos y del progreso
de su alma, todos sus esfuerzos resultan vanos. Ahora podemos ver que,
debido a la naturaleza de nuestro ser, no se puede conseguir un cambio
verdadero de las circunstancias exteriores de nuestra vida sino por la
transformación de nuestra conciencia. Este cambio de la vida interior es la
"puerta estrecha" de la que habla Jesús, y según dice Él, pocos son los que
la encuentran. Sin embargo, realmente el número aumenta de día en día, y
según vayan pasando los años, aumentará cada vez más. Aunque es
comparativamente pequeño, en tiempos de Jesús lo era aún mucho más.
A
esta doctrina según la cual lo que pasa en nuestra conciencia es lo que
importa, porque nuestros conceptos son lo que vemos, Jesús la llama el
Camino de la Vida; y El añade que todas las demás doctrinas no son sino
caminos anchos que conducen a la destrucción y a la decepción. ¿Por qué,
entonces, está el hombre tan poco dispuesto, al parecer, a transformar su
conciencia? ¿Por qué, según parece, prefiere probar cualquier otro método
que se presente, por arduo o forzado que sea? A través de la historia, se
han probado todos los métodos imaginables para efectuar la salvación de la
humanidad, y todos han fracasado, por supuesto; sabemos ahora por qué; sin
embargo, el hombre raras veces elige la senda "estrecha", a menos que le
obligue a ello, individualmente, una fuerza irresistible.
La respuesta
es que, como ya hemos visto, el cambio de conciencia es realmente muy duro,
exige una vigilancia constante y el romper nuestros hábitos mentales,
procedimiento penoso de sufrir durante un tiempo. El hombre es naturalmente
perezoso; obedece a la ley del mínimo esfuerzo, y en esto, como en cosas de
menos importancia, no va al fondo de las cosas a menos que se vea obligado a
hacerlo.
El Camino de la Vida, la puerta estrecha, vale, sin embargo,
infinitamente más de lo que cuesta. En este camino, las recompensas no son
temporales, sino permanentes; cada milla ganada es ganada por toda la
eternidad. Se puede decir que el cambio de conciencia es, en efecto, todo lo
que vale la pena conseguir. Una comparación de la vida diaria nos permite
ilustrar esta idea. Supongamos que hemos quitado una mancha a una prenda de
vestir; nos aprovecharemos de esa acción durante unos meses, mientras dure
la prenda. Por otro lado, supongamos que, haciendo ejercicios, desarrollemos
una función corporal, digamos la capacidad de los pulmones; ese
mejoramiento nos durará todo el resto de la vida, cincuenta o sesenta años,
tal vez. Es evidente que de la segunda acción hemos sacado más provecho que
de la primera. En lo que toca al cambio cualitativo de conciencia que
resulta de la oración o de la sanación espiritual, no solamente sentimos
los efectos de ese cambio en cada fase de la vida terrestre, sino que el
cambio persistirá por toda la eternidad, porque no podemos perderlo nunca.
Los ladrones no pueden "horadar y llevárselo".
En cuanto se obtenga la
conciencia espiritual se encontrará que en verdad todas las cosas concurren
para el bien de los que aman el Bien o a Dios. Entonces experimentaremos la
perfecta salud, la prosperidad, la felicidad completa. Entonces nos
sentiremos tan bien de salud que el mero vivir será un placer
inexplicable; el cuerpo ya no será una carga penosa, como la que lleva tanta
gente, sino que parecerá tener alas en los pies. La prosperidad será tal
que ya no necesitaremos considerar la cuestión de dinero; tendremos bastante
para llevar a cabo nuestros planes. Nuestro mundo se llenará de personas
simpáticas, deseosas de ayudamos todo lo posible. Nos ocuparemos en varias
actividades tan útiles como agradables e interesantes. Todas nuestras
ambiciones, todos nuestros talentos encontrarán una esfera amplia de
acción; y, en pocas palabras, adquiriremos poco a poco esa "personalidad
completamente integrada y expresada al máximo", con que suena la psicología
moderna.
Aquellos a quienes el mensaje de Jesús no les haya revelado
todavía su secreto no pueden ver en todo eso nada más que una bella visión,
"demasiado hermosa para ser verdad", pero ésa es precisamente la esencia
misma del mensaje de Cristo, que nada es demasiado hermoso para ser verdad,
porque el Amor y el Poder de Dios son verdad. Es precisamente esta creencia
de que la completa armonía es demasiado hermosa para ser verdad lo que nos
impide conseguirla. Nosotros, al ser seres mentales, hacemos las leyes bajo
las cuales vivimos y tenemos que vivir bajo las leyes que hacemos.
Un
error trágico, que cometen muchas personas que son religiosas de una manera
ortodoxa, es asumir que la Voluntad de Dios para con ellas debe de ser
alguna cosa poco interesante, poco atractiva, si no absolutamente
desagradable. Conscientemente o no, consideran a Dios como un maestro
implacable, o como un padre puritano y austero. Muy a menudo sus oraciones
parecen decir esto: "Dios, por favor, concédeme esa cosa buena que me hace
tanta falta —pero no creo que quieras, porque no creerás que eso es bueno
para mí." Inútil es añadir que una oración de esa clase tiene la respuesta
de todas las oraciones, según la fe del que ora; porque se recibe lo que se
espera. La verdad es que la Voluntad de Dios para con nosotros significa
siempre más libertad, una existencia más amplia, mejor salud, una
prosperidad más segura, y más oportunidades para servir a otros, —una vida
más abundante.
Si uno está enfermo o es pobre, o tiene que hacer un
trabajo que no le gusta, si se siente solo o tiene que vivir con personas
antipáticas, puede estar seguro de que no está expresando la Voluntad de
Dios, y mientras no exprese la Voluntad de Dios, es natural que experimente
disarmonía; y es igualmente verdad que, cuando uno exprese la Voluntad
Divina, la armonía se restablecerá.
Guardaos de los falsos profetas,
que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, mas de dentro son lobos
rapaces.
Por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se recogen racimos
de los espinos, o higos de los abrojos?
Todo árbol bueno da buenos frutos
y todo árbol malo da frutos malos.
No puede árbol bueno dar malos frutos,
ni árbol malo buenos frutos.
El árbol que no da buenos frutos es cortado
y arrojado al fuego.
Por los frutos, pues, los conoceréis.
(MATEO VII,
15-20)
¿Hay un método infalible por el cual un hombre pueda averiguar
la Verdad acerca de Dios, acerca de la vida, acerca de sí mismo? ¿Puede
averiguar cuál es la religión verdadera, cuál es la iglesia genuina y cuál
es falsa, y qué libros y qué maestros enseñan la Verdad? ¡Cuántos honrados
buscadores, confusos y perplejos ante el alboroto de las teologías
divergentes y las sectas rivales, han anhelado con todo el corazón poseer
la piedra de toque de la Verdad!
¿Hay un cristiano sincero que no se
esforzara en conformar su vida a las instrucciones de Jesucristo, si pudiese
estar seguro de cuáles son? Toda clase de personas y toda clase de iglesias
le dicen que sólo ellas representan la doctrina verdadera, y que es
peligroso pasar por alto sus doctrinas y sus disciplinas; y él percibe que
estos grupos diversos no están de acuerdo entre sí sobre los puntos
esenciales ni de teoría ni de práctica, y que cada grupo a su vez está lleno
de inconsistencias ilógicas.
Si en realidad le faltase al hombre un
método para discernir la Verdad, se encontraría en un lamentable aprieto,
pero afortunadamente, no es así. Jesús, el más profundo, y al mismo tiempo
el más directo y más práctico de todos los maestros que el mundo haya
conocido jamás, ha provisto lo necesario, dándonos una prueba sencilla y
universalmente aplicable. Es una prueba que cualquier persona puede
aplicar, en cualquier parte; es tan decisiva como la reacción química que
nos muestra enseguida si lo que tenemos en la mano es oro. Es esta sencilla
pregunta: ¿da frutos?
Esta prueba es de una sencillez tan sorprendente
que muchas personas listas la han pasado por alto, como si no valiese la
pena tomarla en cuenta, olvidando que todas las cosas fundamentales de la
vida son sencillas. Esta sigue siendo la prueba fundamental de la verdad
—¿da frutos?— porque la verdad siempre da frutos. La verdad siempre sana.
Cuando se examina cuidadosamente una historia verdadera, resulta coherente;
mientras que, cuando se analiza lo suficiente, la mentira más plausible se
revela tal como es. La Verdad sana el cuerpo, purifica el alma, reforma al
pecador, pone fin a las disensiones, y pacifica las luchas. De esto se
desprende que, según Jesús, la enseñanza que es verdadera automáticamente
se demostrará a sí misma en su aplicación práctica. "...en mi nombre
echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las
serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre
los enfermos, y éstos se encontrarán bien" (MARCOS 16, 17-18). Al contrario,
la enseñanza falsa, por atractivamente que se presente, sea el que fuere el
prestigio social o académico que posea, no puede cumplir ninguna de estas
cosas. Los que la proponen son los profetas falsos que vienen vestidos con
piel de oveja. Aunque habitualmente son perfectamente sinceros en sus
demandas y pretensiones, sin embargo se interponen entre el buscador y la
Verdad salvadora, y son, por consiguiente, a pesar de sus buenas
intenciones, lobos rapaces en el ámbito espiritual. Por sus frutos los
conoceréis.
Así que comprendemos claramente que los felices resultados
son la prueba, y la única prueba, de la comprensión verdadera ya no nos
quedan más pretextos para desviamos del Camino. Puede ser que nuestro
progreso, por una razón u otra, sea comparativamente lento, pero por lo
menos podremos seguir el buen Camino. Si salimos del Camino, lo sabremos
siempre, porque los frutos malos nos advertirán. La mayoría de nosotros
encontramos dificultades particulares en demostrar ciertas cosas, mientras
que nos es relativamente fácil hacer nuestra demostración en otras. Esto es
natural, y solamente quiere decir que hay que aplicarse con más tenacidad a
las cosas que parecen las más difíciles. Sin embargo, si nuestros esfuerzos
no van efectuando ningún cambio apreciable, es que hemos salido del Camino,
y que no estamos haciendo oración en el modo correcto; debemos entonces
inmediatamente volver al Camino, afirmando que la Inteligencia Divina nos
inspira, y que estamos expresando la Verdad. Ningún mal puede resultar de
este procedimiento, aun cuando el período infructuoso parezca durar mucho
tiempo; y durante esta prueba aprenderemos mucho. Pero, por otra parte, si
seguimos el ejemplo del fariseo, y, en lugar de admitir francamente nuestro
error, tratamos de justificamos, si practicamos el orgullo espiritual, nos
irá mal. Si, como algunas personas extraviadas, decimos algo así: —"No
demuestro nada"—; o tal vez, ;
si hablamos así, no sólo decimos
disparates, sino que pretendemos blasfemar de la misma Sabiduría Divina; y
éste es el pecado contra el Espíritu Santo.
No se buscan los resultados
materiales como el fin último; solamente importa la búsqueda de la Verdad.
Y porque la Ley decreta que, tan pronto como se dé un paso adelante en ese
camino, sigue automáticamente, un mejoramiento de las condiciones
exteriores ese cambio mismo constituye la prueba tangible de nuestro
cambio interior "el signo externo y visible de la gracia espiritual
interior". El mundo concreto es entonces como el indicador que nos permite
saber lo que pasa dentro de una caldera. Por medio de las condiciones de
nuestro mundo material podemos saber infaliblemente dónde estamos.
La
razón verdadera para desear demostraciones es que son la prueba de que hemos
logrado la compren-sión. No hay tal cosa como una comprensión espiritual
que no sea demostrable en el plano material. Si queremos saber dónde estamos
en el Camino de la Verdad, examinemos las condiciones exteriores en que nos
encontramos, comenzando con el cuerpo mismo. No puede haber en el alma nada
que, tarde o temprano, no se ponga de manifiesto en el mundo exterior, y no
puede haber en el mundo exterior nada que no tenga su correspondencia en el
interior.
Tanto si es una prueba para nuestra propia alma, como para un
maestro, para un libro o una iglesia, esta prueba es siempre sencilla
directa e infalible:
¿Es beneficioso? ¿Cuáles son sus frutos? Porque "por
sus frutos los conoceréis."
No todo el que dice: ¡Señor, Señor!
entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre,
que está en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no
profetizamos en tu nombre, y en nombre tuyo lanzamos demonios, y en tu
nombre hicimos muchos milagros?
Yo entonces les diré: Nunca os conocí;
apartaos de mí, obradores de iniquidad.
(MATEO VII, 21-24)
El
género humano es lento en reconocer que no hay otro modo de salvación que
cambiar la conciencia, lo que significa tratar de hacer la Voluntad de Dios
constantemente en cada aspecto de la vida. Todos queremos hacer Su Voluntad
algunas veces y en ciertas cosas; pero mientras que no estemos listos para
hacerla en todas las cosas, grandes o pequeñas. —una dedicación total de
uno mismo, de hecho— no obtendremos más que resultados parciales. Mientras
que permitamos que una cosa secundaria se interponga entre nosotros y la
Causa Primordial, no seremos salvados. "No hay paz alguna para el alma que
mantiene la sombra de una mentira" dijo George Meredith.
He aquí un
peligro extraordinariamente sutil. Tan pronto como lo hemos evitado en un
lado, nos ataca por otro lado. Exige una vigilancia incesante, un valor casi
heroico. Nada es más cierto en la vida del alma que el precio de la libertad
es una eterna vigilancia. No debemos permitir que ninguna consideración,
ninguna institución, ninguna organización, ningún libro, ningún hombre o
ninguna mujer se interponga entre nosotros y nuestra búsqueda de Dios. Si
confiamos en otra cosa que nuestra propia comprensión de la Verdad,
nuestros esfuerzos dejarán de dar frutos. Si contamos indebidamente con otra
persona, con cierto maestro o médico, por ejemplo, un día vendrá en que, a
la hora de nuestra necesidad, él estará lejos, y no será suya la culpa.
Cuando más le necesitemos, nos faltará. Este mismo principio se aplica a las
personas que se permiten ser dominadas por circunstancias especiales. Una
mujer dijo: "Sólo puedo dedicarme a cosas espirituales cuando estoy en la
biblioteca de nuestra iglesia; el ambiente en ella es tan hermoso." Poco
después, su marido fue mandado por el gobierno a un puesto en el corazón de
África donde tuvo que hacer frente a una crisis a miles de millas de
cualquier biblioteca, y más de cien millas de cualquier otra mujer blanca.
En ese momento tuvo que buscar refugio en sus propios recursos espirituales
y, naturalmente, avanzó muchísimo en la comprensión espiritual.
Es
nuestro deber recibir la ayuda que podamos leyendo libros, escuchando a
maestros; pero a menos que confiemos en nuestro propio entendimiento,
estaremos solamente diciendo: "¡Señor, Señor!" con los labios, y
pretendiendo hacer profecías en Su Nombre mientras "no Le conocemos", lo
cual, en la práctica, viene a ser como si Él no nos conociera a nosotros. No
se entra de esa manera en el Reino de los Cielos. Repitamos que, para lograr
comprender a Dios, tenemos que hacer un trabajo en nuestra propia
conciencia, un trabajo genuino, consecuente y difícil.
Muchas personas
tardan en salir de una iglesia ortodoxa en cuyas creencias ya no pueden
consentir; por razones prácticas o sentimentales, no quisieran romper una
tradición de familia. Pero: "El que ama al padre o a la madre más que a mí
no es digno de mí. " (MT. 10, 37) Otras personas son bastante valientes
para salir de una iglesia ortodoxa, pero se vuelven hacia alguna nueva
organización que les parece corresponder a un concepto más elevado; aquí
parecen dormirse de nuevo, bajo la ilusión de que al fin han encontrado la
Verdad, y no necesitan preocuparse más. Este error del individuo es
exactamente el de todas las iglesias ortodoxas: ellas también, en el
origen, querían reformar las herejías. ¿Qué se gana separándose de una
organización, si se entrega de nuevo la recién ganada libertad?
En
algunos casos se ha desarrollado una devoción personal a algún maestro
independiente que ha causado una sumisión completa a su juicio. En otros
casos se ha encontrado un libro favorito que se considera infalible.
La
única línea de conducta infalible conocida por el hombre es la que Jesús nos
ha dado: "Por sus frutos los conoceréis."
Se debería sacar provecho
gozosamente de la inspiración recibida de un pastor esclarecido o de un
conferenciante instruido. Conviene guardar abierto el espíritu a las fuentes
exteriores, escuchar a los que, según nuestro parecer, expresan la sabiduría
y nos pueden extender los horizontes mentales, y servimos de libros que nos
estimulen el pensamiento; pero no rindamos nunca a otra persona nuestro
propio juicio espiritual. Demos las gracias a los que nos han ayudado;
agradezcamos el bien recibido; pero estemos siempre dispuestos a dar el paso
que sigue. No olvidemos que la Verdad del Ser tiene que ver con el
infinito, que es el impersonal Principio de la Vida, y no puede someterse a
la explotación ni de una persona ni de una organización particular.
No
debemos ni un átomo de lealtad a ninguna persona ni a ninguna cosa en el
universo, excepto al Cristo que mora en nuestro Lugar Secreto; solamente
siendo leales a El, podemos conservar nuestra integridad espiritual. Si el
mero hecho de asociamos a algún grupo fuese garantía de la comprensión
espiritual, la cuestión de nuestra salvación sería mucho más sencilla de lo
que es. Desafortunadamente el problema resulta mucho más complejo.
Sociedades, iglesias, escuelas, conferencias y libros concurren para
proporcionamos un lienzo en el cual podamos representar nuestra vida
espiritual; pero el trabajo de hecho ha de hacerse en nuestra conciencia
íntima. Esperar demasiado de nuestro mundo exterior no es más que
superstición. Cuando llegue la hora de la prueba, si nos apoyamos en una
iglesia particular, o en nuestra devoción a un director espiritual, o bien
en un conocimiento de un libro que sabemos de memoria, la Voz de la Verdad
proclamará que nunca nos ha conocido; y tendremos que pasamos sin nuestra
demostración.
La vida del hombre y su personalidad son tan complejas que
la Biblia nos presenta cada problema desde varios puntos de vista. Así se
destaca de este pasaje del Sermón del Monte otra lección muy importante; a
saber, que la única manera de alcanzar cualquier cosa es practicar la
Presencia de Dios. Es el único método por el cual se pueden obtener
resultados permanentes. Se pueden obtener resultados temporales mediante el
ejercicio de la voluntad, pero no son sino transitorios y, tarde o temprano,
lo que parece ganarse de esa manera se pierde de nuevo, dejándolo todo peor
que antes. Una fortuna grande, por ejemplo, puede ser amontonada por la
voluntad misma de su dueño, pero algún día los bienes así adquiridos
adquieren alas y vuelan, dejando a la víctima más pobre que nunca. Si el
que amontona los bienes de este mundo no conoce la Verdad del Ser, la Verdad
no le conoce a él y entonces no puede ayudarle. Formulado a la manera
oriental, en términos dramáticos, la Biblia nos advierte de este peligro:
"Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad."
Cuando una
persona ha cometido tal error, el remedio consiste, evidentemente, en dejar
de tratar de obrar sin Dios. La falta será perdonada, como lo son todas las
faltas, en cuanto la corrijamos, así que nos arrepintamos de ella. Entonces
se debe enriquecer la vida espiritual, afirmando que Dios es la fuente
inagotable y siempre accesible de toda abundancia. Así se crea la conciencia
de la prosperidad verdadera, y, hecho esto, uno no puede nunca
empobrecerse.
Aquel, pues, que escucha mis palabras y las pone por
obra, será como el varón prudente que edifica su casa sobre roca.
Cayó la
lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la
casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca.
Pero el que me
escucha estas palabras y no las pone por obra, será semejante al necio que
edificó su casa sobre arena.
Cayó la lluvia, vinieron los torrentes,
soplaron los vientos y dieron sobre la casa, que se derrumbó
estrepitosamente.
(MT.7, 24-27)
El Sermón termina con una de esas
ilustraciones que por la sencillez gráfica y la fuerza directa no tienen
igual fuera de la enseñanza de Jesús. Nadie que haya leído esta parábola de
las dos casas puede olvidarla. Se nos advierte una vez más de la vanidad de
la teoría sin verificación en la práctica, y del peligro grave en que se
encuentran los que conocen la Verdad, o por lo menos están al corriente de
Ella, sin hacer todo lo posible para practicarla. Sería mejor, tal vez, no
haber oído hablar nunca de la Verdad, que conocerla sin practicarla.
Uno
de los símbolos más antiguos y más importantes para el alma humana es el de
un edificio —morada o templo— que el hombre está ocupado en construir. El
hombre que construye es un personaje de la tradición oculta tan común como
el pastor, o el pescador, o el rey —como lo hemos encontrado en una sección
anterior—. La primera preocupación de todo constructor es elegir unos
cimientos firmes, porque, sin éstos, por muy hábil y concienzudamente que
esté hecha la construcción, se derrumbará en la primera tormenta que venga.
Jesús, recordemos, fue educado en la casa y el taller de un carpintero,
quien, en esa época, hacía el papel de constructor, como lo hace hoy día
entre nosotros en remotos lugares rurales. En las cambiantes arenas del
desierto no es posible construir nada, y la gente tiene que vivir en
tiendas. Cuando el oriental desea construir un edificio permanente, busca
una roca y allí se levanta su casa. En la Biblia, la palabra roca quiere
decir el Cristo, y la intención es evidente. La Verdad del Cristo es la
única fundación sobre la cual es posible levantar con seguridad el templo
del alma regenerada. Esa Verdad es lo único en la vida que es absolutamente
real, que nunca cambia, que nunca se muda —la misma ayer, hoy y siempre—.
Asentados en este cimiento quedaremos seguros cuando los vientos, las
lluvias, las inundaciones del error, del temor, de la duda, del
remordimiento vengan a atacamos. ¡Que nos ataquen! Nosotros los
resistiremos, porque nos apoyamos en la Roca. Pero en cuanto contemos con
algo menos que esa Roca, con nuestra propia voluntad, con nuestra llamada
seguridad material, con la buena voluntad de otros, con nuestros propios
recursos personales —con todo menos con Dios— estamos construyendo sobre la
arena, y grande será nuestra ruina.
Cuando acabó Jesús estos
discursos, se maravillaban las muchedumbres de su doctrina, porque les
enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus doctores.
(mt. 7,
28-29)
Al terminar. Mateo nos dice sencillamente que la gente se
admiraba escuchando lo que le dijo Jesús. Siempre es así. El mensaje del
Cristo es completamente revolucionario. Trastorna todas las ideas y todos
los métodos, no solamente del mundo, sino también de la religión
convencional y ortodoxa, porque dirige nuestra atención desde el exterior
hasta el interior y desde el hombre y sus obras a Dios.
Enseñaba como
quien tiene autoridad, y no como los escribas. La ventaja más grande de la
Base Espiritual es que se comienza a saber. Cuando uno ha obtenido, gracias
a la Oración Científica, la demostración más mínima, ha experimentado algo
que ya no puede perder; tiene dentro de sí el testimonio (la prueba) de la
Verdad. No tiene por qué confiar más en la palabra de otra persona; lo sabe
para sí; y esta revelación es la única autoridad que vale. Jesús tenía esta
autoridad: la probaba por sus obras. Si leemos el siguiente capítulo del
Evangelio según Mateo, aprendemos que inmediatamente después de dar el
último discurso del Sermón del Monte, Jesús, volviendo al pueblo, curó
instantáneamente a un leproso. Así probó que sus preceptos no eran mera
teoría, y lo probó con creces.
Jesús vivía en contacto directo con Dios;
y, por eso, cuando hablaba, pronunciaba la Palabra de Poder.
El Padre
Nuestro
(Una interpretación)
Ora bien el que ama bien ya sea
hombre, pájaro o fiera.
Ora bien el que ama bien a todas las cosas, grandes
o pequeñas.
Porque el Dios amado que nos ama, lo hizo y amó todo.
COLERIDGE
Padre Nuestro que estás en los cielos,
santificado
sea tu nombre;
venga a nosotros tu reino.
hágase tu voluntad, como en
el cielo
así en la tierra.
El pan nuestro de cada día dánosle hoy
y
perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros perdonamos a
nuestros
deudores.
Y no nos pongas en tentación, mas
líbranos del mal;
Porque tuyo es el reino, el poder,
y la gloria, por todos los siglos.
Amén.
El Padre Nuestro
El Padre Nuestro es el más importante
de todos los documentos cristianos. Fue concebido cuidadosamente por Jesús
con ciertos fines muy precisos. Es por eso que el Padre Nuestro es la más
conocida y citada de todas sus enseñanzas. En efecto, es el denominador
común de todas las iglesias cristianas. Cada una, sin excepción, usa el
Padre Nuestro, siendo tal vez el único terreno en el que todas coinciden. A
cada niño cristiano se le enseña el Padre Nuestro, y cada cristiano que ora
lo dice casi todos los días. Es probable que su uso exceda al de casi todas
las oraciones juntas. El que trata de seguir el Camino trazado por Jesús
debe sin duda usar el Padre Nuestro todos los días, y usarlo
inteligentemente.
Para llevar a cabo esto, hemos de entender que el Padre
Nuestro es una totalidad orgánica cuidadosamente organizada. Muchas
personas la dicen rápidamente como loros, olvidando la advertencia de Jesús
de que no incurriésemos en repeticiones vanas; y, por supuesto, así no es
posible sacar ningún provecho de ella.
La Gran Oración es una fórmula
compacta para el desarrollo del alma. Fue compuesta con infinito cuidado
para ese fin, de manera que aquellos que la usen regularmente
comprendiéndola, experimenten un verdadero cambio en el alma. No hay más
progreso que este cambio, llamado en la Biblia "nacer de nuevo". Y es este
cambio en el alma la única cosa que importa. La mera adquisición por la vía
intelectual de conocimientos nuevos, no opera cambio alguno en el alma; el
Padre Nuestro está preparado especialmente para efectuar ese cambio, y
jamás deja de hacerlo cuando se usa regularmente.
Cuanto más se analiza
el Padre Nuestro, tanto más maravillosa parece su construcción. Responde a
la necesidad de cada persona en cualquier plano que se encuentre. No
solamente ofrece un rápido desarrollo espiritual a aquellos que han
avanzado lo bastante para captarlo, sino que también en su sentido
superficial provee a los más sencillos y hasta a los más materialistas, lo
que necesiten en el momento, con tal que usen la Oración sinceramente.
Esta oración, la más grande de todas, tiene aún otra finalidad no menos
importante. Jesús previo que, en el curso de los siglos, su enseñanza
sencilla y primitiva sería gradualmente cubierta por toda suerte de cosas
exteriores que nada tienen que ver con ella. Previo que hombres que no le
habían conocido, confiando, sinceramente sin duda, en su propia mente
limitada, construirían teologías y sistemas doctrinales, ofuscando la
simplicidad directa del mensaje espiritual, y en realidad levantando una
muralla entre Dios y el hombre. El compuso la Oración de tal manera que
pasaría a través de las edades sin sufrir alteración. La ordenó con acierto
perfecto, a fin de que no pudiese ser torcida o distorsionada, ni adaptada a
ningún sistema hecho por hombres; a fin de que llevase realmente dentro de
sí todo el mensaje cristiano, y que sin embargo no presentase en la
superficie nada que pudiera atraer la atención de los que tuvieran el hábito
de cambiarlo todo. Así, a través de todas las vicisitudes de los siglos de
historia cristiana, esta oración ha llegado hasta nosotros en toda su
prístina pureza.
La primera cosa que notamos es que la Oración se divide
naturalmente en siete cláusulas. Esto es muy característico de la tradición
oriental. El número siete simboliza la perfección del alma individual, así
como el número doce simboliza la armonía de todos los miembros de un grupo.
En el uso corriente encontramos muchas veces una octava cláusula añadida
—"Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria"— pero aunque ésta, es una
excelente afirmación, no es en verdad una parte de la Oración. Las siete
cláusulas están unidas con el mayor cuidado, en perfecto orden y secuencia,
y contienen todo lo que el alma necesita para su propia vida. Consideremos
la primera cláusula.
Padre Nuestro...
Estas dos palabras por sí
solas constituyen un sistema de teología completo y preciso. En ellas se
fija clara y distintamente la naturaleza y carácter de Dios. Resumen la
verdad del Ser. Nos dicen todo lo que el hombre necesita saber acerca de
Dios, acerca de sí mismo y acerca de su prójimo. Todo lo que a ellas se
añada puede ser sólo a guisa de comentario, pues muy bien podría oscurecerse
y complicarse el sentido verdadero del texto. Oliver Wendell Holmes dijo:
"Toda mi religión está contenida en las dos primeras palabras del Padre
Nuestro." Y la mayoría de nosotros nos encontramos en pleno acuerdo con él.
Notemos lo conciso y directo de la afirmación, Padre Nuestro. En esta
cláusula Jesús establece de una vez para siempre que la relación entre Dios
y el hombre es la de Padre e hijo. Esto quita toda posibilidad de que Dios
pueda ser ese tirano cruel e implacable que nos presenta a menudo la
teología, cual déspota oriental gobernando a esclavos serviles. Sabemos
bien que los padres, sean cuales fueren sus defectos en otro sentido, tratan
de hacer siempre todo lo mejor que pueden por sus hijos. Desgraciadamente,
existen padres crueles que proceden contra esta regla natural, pero son tan
excepcionales que los periódicos los estigmatizan. Hablando de la misma
verdad. Jesús dijo también? "Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar
cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los
cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!"; y por eso empieza su
Oración estableciendo el carácter del pacto de Dios como Padre perfecto con
sus hijos.
Notemos que esta cláusula, que fija la naturaleza de Dios,
establece al mismo tiempo la naturaleza del hombre; porque si el hombre es
hijo de Dios, necesariamente tiene que participar de Su naturaleza, ya que
la naturaleza de los hijos es invariablemente similar a la de los padres. Es
una ley cósmica que "de tal padre tal hijo". No es posible para un rosal
producir lirios o para una vaca dar a luz a un potrito. La prole, pues, es y
tiene que ser de la misma naturaleza que los padres; y, así como Dios es
Espíritu Divino, el hombre tiene que ser esencialmente Espíritu Divino
también, no importa si las apariencias dicen lo contrario.
Pero
detengámonos aquí un instante y tratemos de damos cuenta del progreso
inmenso que hemos realizado al comprender la enseñanza de Jesús a este
respecto. ¿No es evidente que así Él eliminó de un golpe el noventa por
ciento de la vieja teología, con su Dios vengativo, sus almas predestinadas,
su fuego eterno del infierno y todas las otras horribles creaciones
concebidas por imaginaciones enfermas y ator-mentadas? Dios existe. Y el
Eterno, el Todopoderoso, el Omnipresente, es el Padre misericordioso de la
hu-manidad.
Si meditásemos en este hecho lo bastante para comprender, aun
parcialmente, lo que en verdad significa, la mayoría de nuestras
dificultades se encontrarían resueltas y nuestras enfermedades
desaparecerían, porque sus raíces hallan sustento en el temor. Y la causa
fundamental de toda dificultad es el temor. Si pudiésemos entender, tan sólo
en parte, que esta
Sabiduría Divina es nuestro vivo y amante Padre, casi
todos nuestros temores desaparecerían. Y si pudiésemos comprenderlo
completamente, toda cosa negativa en nuestra vida se disiparía, y la
perfección de nuestra existencia sería una demostración de nuestra perfecta
condición espiritual. Así podemos ver cuál era el propósito de Jesús al
expresar esta cláusula en primer lugar.
Seguidamente vemos que la Oración
no dice "Padre Mío", sino "Padre Nuestro", lo cual significa, sin ningún
lugar a duda, el hecho verdadero de la fraternidad de los hombres. Ello
fuerza nuestra atención desde el principio a fijarse en el hecho de que
todos los hombres son ciertamente hermanos, hijos de un mismo Padre; y que
"No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay hombre o mujer",
(GAL. 3, 28); porque todos los hombres son hermanos. Aquí Jesús, al
establecer su segundo punto, pone fin a todos los disparates absurdos
tocantes a una raza elegida, o a la superioridad de un grupo sobre otro. El
disipa la ilusión de que los hombres de cierta nación, raza, color o clase
social sean superiores a otros. La creencia en la superioridad del grupo al
que uno pertenece, el "rebaño", como lo llaman los psicólogos, es una
ilusión a la que es muy dado el género humano, pero que no tiene lugar en
la doctrina de Jesús. Él establece que lo que señala la posición de un
hombre es la condición espiritual de su propia alma, y mientras esté
siguiendo el camino espiritual no existe diferencia alguna con respecto al
grupo al que pertenezca.
Como consecuencia final de estas palabras se
desprende el mandamiento de que debemos orar no solamente por nosotros
mismos, sino por toda la humanidad. Todo investigador de la Verdad debería
observar el pensamiento de la Verdad del Ser para toda la raza humana por lo
menos un momento cada día, porque ninguno de nosotros vive para sí mismo ni
para sí muere. Somos, en verdad —y en un sentido más literal de lo que
generalmente se cree— miembros de un solo cuerpo.
Así empezamos a ver que
es mucho más de lo que superficialmente aparece, el sentido que encierran
las simples palabras "Padre Nuestro". Simples —y aún podríamos decir
inocentes— Jesús ha escondido en ellas un explosivo espiritual capaz de
destruir todo sistema hecho por el hombre que mantenga esclavizada a la
humanidad.
Que estás en los Cielos...
Después de probar claramente
que Dios es el Padre de los hombres, y que todos los hombres son hermanos,
Jesús sigue explicando la naturaleza de Dios y describiendo los hechos
fundamentales de la existencia. Habiendo demostrado que Dios y el hombre son
Padre e hijo. Él expone sus funciones respectivas en el sistema del
universo. Explica que es propio de la naturaleza de Dios estar en los
cielos, y del hombre estar en la Tierra, porque Dios es Causa y el hombre es
manifestación. La expresión de una causa no puede ser la causa misma, y
contra tal confusión debemos mantenemos en guardia. Aquí la palabra
"cielos" —de acuerdo con la fraseología religiosa— significa Presencia de
Dios. En términos metafísicos Dios es lo Absoluto, porque su reino es el
reino del Ser Puro e Incondicionado, de las ideas arquetipos. La palabra
"Tierra" quiere decir manifestación, y es la función del hombre manifestar
o expresar a Dios. En otras palabras. Dios es lo Infinito y la Causa
Perfecta de todas las cosas; pero la Causa ha de ser expresada, y Dios se
expresa a si mismo por medio del hombre. El destino del hombre es expresar a
Dios por toda suerte de medios gloriosos y maravillosos. Vemos parte de
esta expresión en lo que le rodea; primero su cuerpo, que es sólo la parte
más íntima de su encamación; luego su casa, su trabajo, su recreación, en
suma, su expresión completa. Expresar quiere decir hacer salir, sacar a la
luz lo que ya existe implícitamente. Cada detalle o inci-dente de nuestra
vida es la manifestación o expresión de algo que ya existe en el alma.
Algunos de estos puntos pueden parecer un poco abstractos al principio; pero
como los conceptos falsos acerca de la relación entre Dios y el hombre son
precisamente la causa de todas nuestras dificultades, vale la pena que nos
tomemos la molestia de aprender bien la índole de tal relación. Vivir en la
manifestación sin preocupamos por la Causa, es ateísmo o materialismo, que
sabemos adónde conducen. Y tratar de tener la Causa sin la manifestación
hace al hombre suponerse un dios personal, y esto frecuentemente termina en
megalomanía o en la parálisis de la expresión. Lo que importa saber es que
Dios está en los cielos y el hombre en la Tierra, y que cada uno tiene su
propio papel en el orden universal. Aunque son Uno, no son idénticos. Jesús
establece cuidadosamente esta distinción cuando dice: "Padre Nuestro que
estás en los cielos".
En la Biblia, como en otras partes, el "nombre" de
una cosa significa al mismo tiempo su naturaleza esencial y su carácter;
por eso, cuando se nos dice lo que es el nombre de Dios, se nos dice lo que
es Su naturaleza, y Su nombre o naturaleza, dice Jesús, es "Santificado".
Pero, ¿qué significa la palabra "santificado"? Si seguimos su origen
etimológico vemos que pertenece al mismo grupo que "santo", "sano", "salud",
"saludable". De manera que la naturaleza de Dios se nos revela, no
solamente digna de nuestra veneración, sino completa y perfecta
—enteramente buena—. De aquí se derivan notables consecuencias. Estamos de
acuerdo en que un efecto es siempre de la misma naturaleza que la causa que
lo produce, por lo tanto, como quiera que Dios es santificado, todo lo que
de Él proceda no podrá ser menos que santificado también. Así como el rosal
no puede producir lirios, no puede venir de Dios más que el bien perfecto. O
como nos dice la Biblia, "Una misma fuente no puede hacer brotar aguas
dulces y saladas". De todo esto se desprende que Dios no puede, como la
gente piensa a veces, enviar la enfermedad, o la adversidad, o los
accidentes, ni mucho menos la muerte, porque esas cosas se contradicen con
Su naturaleza. "Santificado sea tu nombre" significa, "Tu naturaleza es
esencialmente buena y sólo Tú eres autor del bien perfecto". "Muy limpio
eres tú de ojos para contemplar el mal y no puedes soportar [la vista] de la
miseria." (HAB. 1, 13).
Si pensamos que nuestras dificultades han sido
enviadas por Dios, no importa cuán buena nos parezca la razón, estamos
dando poder a tales dificultades, y esto hará muy difícil que nos libremos
de ellas.
Venga a nosotros Tu Reino...
Hágase Tu voluntad como en
el cielo así también en la Tierra.
El hombre como manifestación o
expresión de Dios tiene un destino ilimitado. Su obra consiste en expresar
en forma concreta y definida las ideas abstractas que Dios le proporciona,
y para hacer esto necesita estar dotado de poder creador. Si el hombre
careciese de este poder creativo, sería solamente una máquina, un autómata
manejado por Dios. Pero el hombre no es un autómata; es una conciencia
individualizada. Dios se individualiza en un número infinito de puntos
focales de conciencia, cada uno diferente del otro; en consecuencia, cada
uno de esos puntos está dotado de una capacidad distinta de percepción, de
una manera individual de apreciar el universo. Notemos cuidadosamente que
la palabra "individuo" significa "indiviso". La conciencia de cada ser es
distinta de la de Dios y de la de los otros, y no obstante no pueden ser
separadas. ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo pueden dos cosas ser una sin ser
idénticas? La respuesta es que ello no es posible en el plano material, que
es limitado; pero sí en el reino del Espíritu, que es infinito. Con nuestra
conciencia presente, limitada y tridimensional, no podemos ver esto; pero
podemos comprenderlo intuitivamente a través de la oración.
Si Dios no se
individualizara, no habría más que una experiencia; pero es lo cierto que
existen tantos universos como individuos, quienes los conciben por el acto
de pensarlos.
"Venga tu Reino" significa que es nuestro deber estar
siempre ocupados en ayudar a establecer el Reino de Dios en la tierra, a
manifestar en el plano terrestre cada vez más y más las ideas de Dios. Tal
es nuestra misión aquí. El decir antiguo de que "Dios tiene un plan para
cada hombre, y tiene uno para tí", es perfectamente correcto. Para cada uno
de nosotros Dios tiene proyectos maravillosos; Él ha planeado una profesión
espléndida, llena de interés, vida y alegría, para cada uno, y si nuestras
vidas son insípidas, o limitadas, o mezquinas, no tiene Él la culpa, sino
nosotros.
Si solamente descubrimos este plan que Él nos ha trazado
individualmente, y lo llevamos a cabo, todas las puertas se abrirán ante
nosotros; todos los obstáculos en nuestro camino se desvanecerán;
disfrutaremos del éxito; no nos faltará el dinero que necesitemos, y
seremos gloriosamente felices.
Hay un verdadero lugar en la vida para
cada uno de nosotros, que nos dará la seguridad y la felicidad completas, si
sabemos hallarlo. Si no encontramos ese lugar, no conoceremos nunca la
felicidad ni la seguridad, no importan todos los demás bienes que poseamos.
Nuestro verdadero lugar es el único donde podemos poner de manifiesto el
Reino de Dios, y decir con verdad, "Venga tu Reino".
Nosotros hemos visto
cuán a menudo el hombre ejecuta su libre albedrío de una manera negativa. Se
permite a sí mismo pensar erróneamente, con egoísmo, y este pensar injusto
le acarrea toda suerte de dificultades. En lugar de comprender que su
función esencial es expresar a Dios, estar siempre ocupado en los asuntos de
Dios, él trata de dedicarse a sus propios asuntos. Todos nuestros males se
originan en esta insensatez. Abusamos de nuestro libre albedrío, tratando de
obrar sin Dios; y las consecuencias naturales son todos los males, como la
enfermedad, la pobreza, el pecado, las penas, y finalmente la muerte física.
Ni por un instante debemos tratar de vivir para nosotros mismos, o hacer
nuestros planes sin contar con Dios, o suponer que podemos ser felices o
alcanzar éxito en cualquier otro camino que no sea el de la Voluntad de
Dios. Sea cual fuere nuestro deseo, tanto si concierne a nuestro trabajo
diario, a nuestros deberes en el hogar, a nuestras relaciones con el
prójimo, o a nuestros proyectos personales, si buscamos nuestro bienestar
personal en vez de servir a Dios, estamos guardando para nosotros toda clase
de obstáculos, desilusiones e infelicidades, no obstante lo que las
apariencias muestren en ese momento. Mientras que si nos disponemos a obrar
conforme a lo que, mediante la oración, entendemos es Su Voluntad, entonces
nos estamos asegurando el éxito, la libertad, el gozo, por mucho sacrificio
y autodisciplina que ello pueda requerir temporalmente.
Lo que nos trae
cuenta es poner en armonía lo antes posible toda nuestra naturaleza con la
Voluntad de Dios, manteniendo una constante comunión espiritual con El y
observando una serena y continua vigilancia. "Nuestra voluntad es nuestra
para hacerla Tuya."
"En Su Voluntad está nuestra paz", dijo Dante, y La
Divina Comedia es en verdad un estudio de estados fundamentales de la
conciencia: el Infierno es la condición del alma que trata de vivir sin
Dios; el Paraíso, el alma que ha llegado a la unidad conciente con la
Voluntad Divina; y el Purgatorio, el alma que lucha para pasar de un estado
al otro. Fue este sublime conflicto del alma lo que arrancó del corazón del
gran Agustín este grito: "Tú nos has hecho para Ti y nuestros corazones
están inquietos hasta que no reposan en Ti."
El pan nuestro de cada
día dánosle hoy...
Porque somos los hijos de un Padre que nos ama,
podemos esperar de El todo lo que necesitamos. De manera natural y
espontánea los niños esperan recibir de sus padres todo lo que les falta, y
de igual manera debemos nosotros contar con Dios. Si con fe y conocimiento
lo hacemos así, jamás esperaremos en vano.
Es la voluntad de Dios que
nuestras vidas sean sanas, felices, abundantes en experiencias de dicha;
que progresemos libre y constantemente, día tras día y semana tras semana, a
medida que vamos adelante en el camino que conduce a la perfección. Para ese
fin hemos menester alimento, ropas, abrigo, medios de viajar, libros, etc;
sobre todo necesitamos libertad, y la Oración incluye todas estas cosas en
la palabra pan. El pan, es decir, no significa solamente el alimento, sino
todo lo que el hombre necesita para disfrutar una vida sana, feliz, libre y
armoniosa. Pero para obtener esos bienes tenemos que demandarlos, no
necesariamente en detalle, pero tenemos que pedirlos, reconociendo a Dios, y
sólo a Dios, como la fuente de todo nuestro bien. Toda privación será
siempre explicable por el hecho de que hemos buscado nuestros bienes en
alguna fuente secundaria, en vez de recurrir a Dios mismo, el Autor y
Dispensador de la vida.
Generalmente pensamos que nuestros recursos
financieros nos vienen de nuestras inversiones, o de ciertos negocios, o tal
vez de nuestro patrón; cuando en verdad éstos no son más que los canales por
los cuales nos viene lo que la Fuente Eterna provee. El número de canales es
infinito; la Fuente es Una. El medio particular por el cual recibimos
nuestros recursos de hoy, cambiará probablemente mañana, porque el cambio es
ley cósmica en la manifestación de la vida. El estancamiento es la muerte,
pero en tanto comprendamos que la Fuente de nuestras posesiones es el
Espíritu inmutable, todo va bien. Si un canal se obstruye, otro se abrirá
inmediatamente. Por otra parte, si creemos, como la mayoría, que ese medio
particular es la fuente de nuestra prosperidad, tan pronto como se obstruya,
lo cual ocurre a menudo, nos encontraremos en la pobreza porque creemos que
la fuente se ha secado —y los efectos en el plano físico son siempre tal y
como nos los imaginamos.
Tomemos el ejemplo de un hombre que considera
su profesión como la única fuente de sus recursos, y supongamos que, por una
u otra razón, pierde su puesto. Debido a que él cree que su posición es su
única fuente de ingresos, el perderla significará, naturalmente, que sus
ingresos cesan. De esta manera tiene que dedicarse a buscar nuevo trabajo, y
acaso transcurra un largo tiempo durante el cual se vea prácticamente en
la pobreza. Pues bien, si tal hombre, mediante la comunión espiritual
diaria, hubiese comprendido a Dios como el único dispensador de sus bienes
y a su puesto sólo como el camino particular por donde venían, entonces, al
cerrarse el que antes tenía, otro —y probablemente uno mucho mejor— se
habría abierto inmediatamente. Si su confianza hubiese estado en Dios como
fuente de sus recursos —en Dios, que es inmutable, infalible, eterno—,
entonces nueva ayuda le habría llegado de alguna parte, a través de
cualquier canal, de la manera más fácil posible.
En un caso precisamente
igual un hombre de negocios puede encontrarse obligado, por razones que
están fuera de su alcance, a cerrar su empresa; o aquél cuyos recursos
consisten en bonos y acciones puede encontrar un día que sus valores han
bajado a cero, debido a acontecimientos inesperados en la bolsa, o a alguna
catástrofe en una fábrica o una mina. Si este hombre considera su negocio o
sus inversiones como su fuente de recursos, creerá entonces que tal fuente
se ha secado, y lógicamente sufrirá las consecuencias; mientras que si su
confianza descansa en Dios, permanecerá en cierto modo indiferente al
canal por el cual recibe, que será fácilmente suplantado por uno nuevo. En
suma, debemos ejercitamos en considerar a Dios como la Causa o Fuente de
donde nos viene todo lo que necesitamos, que ya el canal —cosa enteramente
secundaria— vendrá por sí mismo.
En su sentido más importante y profundo,
nuestro pan de cada día significa la realización de la Presencia de Dios
—la íntima convicción de que Dios no es solamente un nombre, sino la Gran
Realidad—; la seguridad de que, porque Él es Dios, perfectamente bueno,
omnipotente, sabio y misericordioso, no tenemos nada que temer; que podemos
confiamos a Él porque Él se encargará de nosotros, que Él quiere proveemos
de todo lo que hemos menester, enseñarnos todo lo que necesitamos saber, y
guiar nuestros pasos de tal manera que no cometamos errores. Éste es el
sentido de Emmanuel, o Dios con nosotros; y sepamos que eso significa, sin
lugar a duda, cierto grado de actual realización, es decir, cierta
experiencia consciente, y no un mero reconocimiento teórico del hecho; no
simplemente hablar de Dios, por muy bellamente que lo hagamos, o pensar
acerca de Él, sino tener de El una experiencia real en algún sentido.
Cierto que debemos empezar por pensar en Dios, pero esto debe conducir a la
realización de su Presencia, que es el pan, o maná. He aquí el punto
esencial. La realización, o experiencia de Dios, es lo que importa. Ella es
lo que marca el progreso del alma, lo que asegura la demostración; o la
manifestación de Dios en nosotros. La realización, que nada tiene que ver
con elegantes teorizaciones de palabras, es "la sustancia de las cosas que
se esperan, la demos-tración de las cosas que no se ven". Tal es el Pan de
Vida, el maná oculto; cuando uno lo tiene, posee todas las cosas en verdad y
en hechos. Jesús se refiere varias veces a esta experiencia como pan,
porque es el alimento del alma, tal como el alimento material es para la
nutrición del cuerpo. Con esta sustancia el alma se desarrolla y se
fortalece; privada de ella se marchita y atrofia.
El más corriente error,
por supuesto, es pensar que basta un reconocimiento formal de Dios, o que
hablar de las cosas divinas, por más poéticamente que se haga, es lo mismo
que poseerlas; pero esto es exactamente lo mismo que suponer que mirar un
plato de alimento o discutir acerca de la composición química de sus
ingredientes, equivale a comérselo. Tal error es la explicación al hecho de
que mucha gente ora durante largos años sin resultados; porque si la oración
es una fuerza viva, es imposible orar sin que algún resultado se produzca.
La realización no se obtiene por mero deseo; ha de venir naturalmente como
resultado de la oración metódica diaria. Buscarla por el poder de la
voluntad es la vía más segura para no llegar a ella. Oremos con regularidad
serenamente, recordando que todo esfuerzo o agonía mental se frustra a sí
misma, y luego, tal vez cuando menos la esperemos, como ladrón en la noche,
la realización vendrá. Mientras tanto, es bueno saber que toda clase de
dificultades prácticas pueden ser vencidas por la oración sincera, aun sin
que ocurra una realización consciente. Hemos sabido de algunas personas que
han tenido sus mejores demostraciones con un grado mínimo de realización;
pero en general no logramos el sentimiento de seguridad y bienestar, al
cual tenemos derecho hasta que percibamos en nosotros mismos la Presencia
Divina.
Otra razón por la cual la Presencia de Dios es simbolizada por
un alimento, es que la acción de ingerir nuestro sustento material es
esencialmente algo que debe ser hecho por nosotros mismos. Nadie puede
asi-milar alimento por otro. Podemos emplear criados para que hagan toda
otra clase de menesteres; pero hay una cosa que tiene que ser realizada por
uno mismo: comer el propio alimento. De la misma manera, nadie puede
realizar por nosotros la Presencia de Dios. Podemos y debemos ayudar a otros
a sobrellevar determinadas dificultades: "Sobrellevad los unos las cargas
de los otros", pero nadie puede pensar ni sentir por nosotros, y el acto de
ver en espíritu la "sustancia" y la "demostración" de la Presencia Divina
no puede ser cumplido sino por el individuo mismo.
Hablando de este "pan
de vida". Jesús lo llama el "pan cotidiano". La razón de ello es muy
fundamental: nuestro contacto con Dios debe ser latente y vivo. Es nuestra
actitud real hacia Dios lo que gobierna nuestro ser. "He aquí ahora el
tiempo aceptable; he aquí ahora el día de la salvación." La cosa más fútil
del mundo es tratar de vivir un concepto que pertenece al pasado. La cosa
que tiene verdadero valor espiritual en nuestra vida es verificar la
Presencia de Dios aquí y ahora. Nuestra más débil realización de hoy tiene
infinitamente más poder de ayudamos que la más viva de ayer. Seamos
agradecidos por nuestras experiencias pasadas, sabiendo que ellas quedan
con nosotros para siempre en el cambio que han operado en nuestro ser, pero
no confiemos un ápice en ellas para nuestras necesidades de hoy. El Espíritu
Divino Es, y el flujo y reflujo de la aprehensión humana no lo hace
cambiar. El maná del desierto en el Antiguo Testamento, es el prototipo de
esto. Las tribus que vagaban por el desierto recibieron la promesa de que
les caería del cielo cada día una cantidad de maná suficiente para las
necesidades de cada uno de ellos, con la advertencia de que no guardasen
nada para el día siguiente. Bajo ningún concepto debían comer los alimentos
del día anterior, y los que desobedecían eran castigados con la pestilencia
o la muerte.
Así es con nosotros. En tanto tratemos de sustentamos en
nuestra realización de ayer, estamos tratando de vivir en el pasado; y
vivir en el pasado es morir. El arte de la vida es vivir en el presente, y
hacer cada momento actual tan perfecto como sea posible, cayendo en la
cuenta de que somos instrumentos y la expresión misma de Dios. La mejor
manera de preparamos para mañana es hacer que el día de hoy sea todo lo que
debe ser.
Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos
a nuestros deudores...
Esta cláusula es el centro de gravedad de la
Oración; la llave estratégica de todo el Tratamiento Espiritual. Notemos
que Jesús ha compuesto esta maravillosa Oración de tal manera que
corresponde perfectamente a los estados sucesivos del desarrollo del alma, y
del modo más conciso y eficaz. No omite nada que sea indispensable para
nuestra salvación, y, sin embargo, tan concisa es que no sobra ni un
pensamiento ni una palabra. Cada idea ocupa su lugar en un orden lógico y
armonioso. Algo más sería redundancia; algo menos la dejaría incompleta.
Este punto que tratamos ahora concierne al factor crítico de perdonar las
ofensas.
Habiéndonos dicho lo que es Dios, lo que es el hombre, cómo
funciona el universo, cómo hemos de hacer nuestra parte —la salvación de la
humanidad y de nuestras propias almas— nos explica cuál es nuestro verdadero
alimento o provisión, y la manera de obtenerlo; y ahora viene la cuestión
del perdón de los pecados.
El perdón de los pecados es el problema
central de la vida. El pecado es una sensación de estar separados de Dios,
y es la tragedia mayor en toda la experiencia humana. Por supuesto que sus
raíces están en el egoísmo; el pecado es un esfuerzo para obtener un bien al
cual no tenemos derecho en justicia. Es una sensación de una existencia
exclusivamente personal, aislada, egoísta, mientras que la Verdad del Ser
es que todo es Uno. Nuestro ser real es Uno con Dios, inseparable de Él,
expresando Sus ideas, testificando de Su naturaleza —el Pensamiento
dinámico del Espíritu. Y como todos somos Uno con el gran Todo del que somos
espiritualmente una parte, de esto se deduce que somos uno con todos los
hombres. Precisamente porque "en El vivimos y nos movemos y somos", todos,
en un sentido absoluto, somos esencialmente uno.
El mal, el pecado, la
caída del hombre, representan la negación de esta idea en nuestros
pensamientos. Tratamos de vivir sin Dios, de pasamos sin Él, como si
tuviésemos una vida independiente, un espíritu separado; como si nuestros
proyectos, nuestros fines, nuestros intereses fuesen distintos de los Suyos.
Si tal fuese la verdad, la vida del universo no sería coordinada y
armoniosa, sino un caos de rivalidades y de luchas; siendo separados de
nuestro prójimo, podríamos injuriarle, robarle, herirle, o hasta
destruirle, sin ningún perjuicio para nosotros mismos, más aún, cuanto más
quitáramos a los otros, tanto más tendríamos en nuestro provecho. Mientras
más pensásemos en nuestros propios intereses y más indiferentes fuésemos al
bienestar de los demás, tanto más poseeríamos. De ello se seguiría
naturalmente que nuestros prójimos tratarían de pagamos con la misma moneda,
y, de ser ello la verdad, el universo entero se regiría por la ley de la
jungla, y acabaría por destruirse a sí mismo en la anarquía creada por su
propia flaqueza. Afortunadamente, ése no es el caso, y ahí reside la alegría
de la vida.
No cabe duda que muchas personas se conducen como si creyesen
que la verdad es así, y muchas otras, que aparentemente no lo creen, tienen,
sin embargo, un sentimiento vago de que es así como están organizadas las
cosas, no obstante que su conducta no corresponda a tal noción. Y es aquí
precisamente donde se encuentra la verdadera base del pecado en todas sus
manifestaciones, resentimiento, condena, celos, remordimientos, y toda la
infinita gama del mal.
Esta creencia en una vida independiente y
separada es el pecado primitivo, y antes de esperar algún progreso en
nuestra vida espiritual, hemos de tomar el cuchillo y cortar esta cosa
maligna de una vez para siempre. Sabiendo esto. Jesús insertó en el punto
crítico de la oración una declaración cuidadosamente preparada, destinada a
dar cumplimiento a Su fin y al nuestro. Su cláusula con respecto al perdón
nos coloca en un trance definido, sin posibilidad alguna de escape,
evasión, reserva mental o subterfugio de ninguna clase, a llevar a cabo el
gran sacramento del perdón en toda su amplitud y poderoso alcance.
Cuando
repetimos inteligentemente la Gran Oración con reflexión y sinceridad, nos
encontramos de repente, por decirlo así, en un callejón sin salida, no
quedándonos más remedio que hacer frente al problema. Tenemos positiva y
definidamente que perdonar a todo aquél a quien de alguna manera debamos
perdón, principalmente a aquellos que nos han ofendido. Jesús no deja lugar
para ningún posible rodeo en este aspecto tan importante. Él compuso Su
oración con más habilidad que la que ningún abogado desplegaría jamás en
redactar un contrato. De tal manera la ha formulado que, una vez fija en
ella la atención, nos es preciso, o perdonar a nuestros enemigos con toda
sinceridad, o nunca jamás repetir tal oración. Si tratamos de recitarla sin
perdonar de todo corazón, es probable que no podamos terminarla. Este gran
precepto central se nos adherirá en la garganta.
Notemos cuidadosamente
que Jesús no dice, "Perdóname mis deudas y yo trataré de perdonar a los
otros". O "Veré si puedo hacerlo", o "Yo voy a perdonar en general, pero
reservándome ciertas excepciones". Él nos obliga a declarar que hemos
perdonado en verdad, y perdonado a todos, y es de este perdón que depende el
nuestro. ¿Quién es aquél que posee gracia suficiente para decir sus
oraciones, sin anhelar al mismo tiempo el perdón u olvido de sus propios
errores y faltas? ¿Quién sería tan insensato como para buscar el Reino de
Dios sin desear el verse redimido de su propio sentimiento de culpabilidad?
Nadie, sin duda. Pues de la misma manera nos encontramos cogidos en la
proposición ineludible de que no podemos demandar nuestra libertad, antes de
que hayamos liberado a nuestro hermano.
El perdón de las ofensas es el
vestíbulo del Cielo, y Jesús, sabiéndolo, nos ha conducido a la puerta.
Hemos de perdonar a todo aquél que nos haya ofendido de alguna manera, y
dejar fuera toda censura de la conducta de otros, si queremos entrar. Al
mismo tiempo —cosa no menos importante— hemos de liberamos de todo
sentimiento de propia condenación o remordimiento. Hemos de perdonar a los
otros, y, habiendo cesado de incurrir en nuestros pecados, nos es preciso
aceptar que Dios también los perdona a ellos, o no podremos alcanzar ningún
progreso espiritual. Uno tiene que perdonarse a sí mismo, pero no podrá
hacerlo sinceramente hasta que no haya perdonado a otros primero. Habiendo
perdonado a otros, uno debe estar listo para otorgarse su propio perdón,
porque rehusar hacerlo entraña solamente orgullo espiritual. Y por este
pecado cayeron los ángeles. Nunca se insistirá demasiado en este punto; es
necesario perdonar. Probablemente existe muy poca gente en el mundo que
alguna vez no haya sido ofendida, o maltratada, o despreciada, o injuriada,
o incomprendida, o tratada injustamente de alguna manera por alguien. Estas
heridas viejas se ocultan en la memoria formando abcesos supurantes, y no
hay más que un remedio, extirparlas y arrojarlas fuera. Y para eso no hay
más que un método: el perdón.
Desde luego, nada hay tan fácil en el mundo
como perdonar a quienes no nos han hecho mucho daño; nada es tan fácil como
olvidar las pérdidas insignificantes. Todo el mundo está dispuesto a hacer
esto. Pero la Ley del Ser nos exige no solamente el perdón de esas
bagatelas, sino también de aquellas cosas tan duras de perdonar que al
principio nos parece de todo punto imposible hacerlo. El corazón dolorido
exclama: "Eso es mucho pedir. Tal cosa me ha herido demasiado. Es imposible.
No puedo perdonarlo." Pero el Padre Nuestro pone como condición a nuestro
perdón, que es escape de limitación y de culpa, el perdón de los otros. No
hay alternativa para esto; tiene que haber perdón no importa cuán
hondamente hayamos sido ofendidos, o cuán terriblemente hayamos sufrido.
Tenemos que perdonar.
Si nuestras oraciones no obtienen respuesta,
indaguemos en nuestra conciencia y veamos si hay alguien a quien todavía no
hayamos perdonado. Tratemos de descubrir si no hay algún viejo motivo que
nos mantenga llenos de resentimiento. Busquemos, no sea que aún alberguemos
un sentimiento de hostilidad (tal vez escondido en la convicción íntima de
que es nuestro derecho) contra algún individuo, grupo, nación, raza, clase
social, determinado movimiento religioso que desaprobamos, un partido
político, etc. Si es así, entonces hay una acción de perdón que tenemos
que llevar a cabo, y cuando lo hagamos, probablemente podremos demostrar en
nuestra vida la Presencia de Dios. Si no podemos perdonar en el presente,
tendremos que aguardar hasta que podamos ver realizadas en nosotros las
obras de Dios, y también tendremos que posponer la recitación del Padre
Nuestro, so pena de colocamos en la posición de no desear el perdón de Dios.
Liberar a otros significa liberarse uno mismo, porque el resentimiento es en
realidad una forma de sujeción. Es una Verdad Cósmica que se necesitan dos
para hacer un prisionero —el propio prisionero y su guardián—. No se puede
ser prisionero de sí mismo; cada prisionero debe tener su carcelero, y éste
pierde la libertad tanto como su cautivo. Mientras alimentamos
resentimiento contra cierta persona, estamos atados a ella por un enlace
cósmico, por una verdadera cadena de carácter espiritual. Estamos
cósmicamente unidos a lo que odiamos. La única persona tal vez a quien
aborrecemos en el mundo, es la misma a quien nos unimos por una cadena más
fuerte que el acero. ¿Es eso lo que deseamos? ¿Es ésa la condición en la
que queremos seguir viviendo? Recordemos que pertenecemos a la cosa a la
cual estamos atados en pensamiento, y que, si ese enlace subsiste, tarde o
temprano el objeto de nuestro rencor intervendrá de nuevo en nuestra vida,
probablemente para causar nuevas calamidades. ¿Estamos dispuestos a
arrostrar tal contingencia? Sin duda que no. En ese caso la única manera de
liberamos es cortar los lazos que nos hacen vulnerables por un acto puro de
perdón. Desatemos el objeto de nuestro resentimiento, y dejémoslo ir.
Mediante el perdón nos libramos a nosotros mismos, y salvamos nuestra alma.
Y como la Ley del Amor es la misma para todos, ayudamos también a nuestro
ofensor a liberar la suya.
Pero ¿cómo, en el nombre de todo lo que es
sabio y bueno, se llevará a cabo el acto mágico del perdón, cuando hemos
sido tan profundamente lastimados que, aunque lo hemos deseado con todo el
corazón, nos ha sido completamente imposible perdonar, y habiéndolo
intentado una y otra vez hemos encontrado la tarea más allá de nuestras
fuerzas?
La técnica del perdón es suficientemente simple, y no difícil de
poner en práctica tan pronto la entendamos. La única cosa esencial es la
voluntad de perdonar. Una vez sentado que deseamos perdonar a nuestro
ofensor, la mayor parte de la obra está hecha ya. El acto de perdonar se
convierte para muchos en un fantasma porque mantienen la impresión errónea
de que perdonar a una persona implica al mismo tiempo, que tal persona nos
agrade. Felizmente no es éste en modo alguno el caso —no se trata de que nos
guste alguien por quien no sentimos espontánea simpatía, y en verdad no es
posible sentir agrado hacia otros por obligación—. Tratar de hacerlo
equivale a querer sujetar el viento en la mano cerrada, y si uno persiste en
forzarse a sí mismo a hacer tal, terminará por aborrecer a su ofensor en
grado aún mayor que antes. Muchos buenos cristianos solían pensar que,
cuando alguien los ofendía mucho, era su deber cultivar un sentimiento de
amistad y cariño hacia quien los maltrataba; y como tal cosa es de todo
punto imposible, resultaba que caían en tristes estados de abatimiento y
confusión, que terminaban necesariamente en una deplorable sensación de
fracaso y de pecado. No estamos obligados a sentir amistad por nadie, a no
ser espontáneamente; pero si estamos bajo la ineludible obligación de amar a
todos; amor o caridad, como lo llama la Biblia, que significa un
sentimiento activo e impersonal de buena voluntad. Esta actitud no tiene
directamente nada que ver con nuestras simpatías individuales, aunque va
siempre seguida, tarde o temprano, por una maravillosa sensación de paz y
felicidad.
Este es el método para llevar a cabo el perdón: Apartémonos a
donde podamos estar en quietud; repitamos una oración de nuestra
preferencia, o leamos un capítulo de la Biblia. Entonces repitamos
serenamente, "Yo perdono libre y totalmente a X; lo libero y lo dejo ir.
Perdono sin reservas todo lo tocante a este asunto. En todo lo que a mí me
concierne, está terminado para siempre. Dejo al Cristo que está en mí toda
mi carga. Ahora X está libre y yo también. Le deseo bien en cada fase de su
vida. Nuestro incidente ha terminado del todo. La Verdad de Cristo nos ha
hecho libres a los dos. Doy gracias a Dios". Entonces levantémonos y vayamos
a lo que nos interesa. Bajo ningún concepto repitamos esta operación de
perdonar, porque se entiende que lo hemos hecho de una vez para siempre, y
hacerlo una nueva vez significaría tácitamente que hemos repudiado lo hecho
con anterioridad. Después, siempre que el recuerdo del ofensor o de la
ofensa venga a nuestra mente, bendigámosle brevemente, y echemos fuera tal
pensamiento. Hagamos esto cuantas veces tal pensamiento nos inquiete.
Volverá cada vez con menos frecuencia, y terminaremos olvidándolo del todo.
Luego, es posible que tras un intervalo más o menos largo el viejo
incidente vuelva a la memoria una vez más, pero entonces comprobaremos que
toda la amargura y resentimiento han desaparecido, y que ambos estamos
libres, con esa libertad perfecta que conocen los hijos de Dios. El acto de
perdón ha sido completo, y una maravillosa experiencia de gozo inundará
nuestro ser como manifestación positiva de la Presencia de Dios en nuestra
vida.
Todo el mundo debería practicar el perdón general todos los días.
Cuando hagamos nuestras preces diarias decretemos una amnistía general,
perdonando a cada uno que pueda habernos herido de alguna manera, pero sin
particularizar en lo más mínimo. Simplemente digamos: "Con todo el corazón
perdono a todos." Luego, si durante el día viene el sentimiento de rencor
a nosotros, bendigamos brevemente al culpable, y fijemos la atención en
otra cosa. Tal actitud disipará todo resentimiento y toda condenación;
tendrá una influencia vivificante en nuestra salud y felicidad, y en verdad
efectuará en nosotros un cambio revolucionario.
Y no nos pongas en la
tentación, mas líbranos del mal...
Esta cláusula ha causado probablemente
más controversias que ninguna otra parte de esta oración. Para muchas
personas sinceras ha sido un verdadero tropiezo. Creen ellos, y con razón,
que Dios no podría conducir a nadie hacia tentación o mal de ninguna clase,
por lo cual el sentido de tales palabras no suena sincero.
Por este
motivo ha habido muchos intentos de modificar el contenido de esa frase,
pensando que Jesús no ha podido decir lo que tales palabras suponen que
dijo, y así se ha buscado cierta fraseología que viniera más en concordancia
con el tono general de Su enseñanza. Heroicos esfuerzos se han hecho para
variar el texto griego original; pero ha sido tiempo perdido. La cláusula
tal como está, expresa a la perfección el contenido íntimo del mensaje. No
olvidemos que el Padre Nuestro abarca todos los aspectos de la vida
espiritual. Bajo su forma condensada constituye un manual completo para el
desarrollo del alma, y Jesús conocía bastante bien los peligros sutiles y
las dificultades sin número que el alma encuentra en cuanto comienza a
avanzar en el camino de la perfección. Como los que se hallan todavía en
una etapa preliminar de ese desarrollo no encuentran tales dificultades,
concluyen que esta cláusula es innecesaria; pero se equivocan.
Cuanto más
meditamos, cuanto más tiempo dedicamos a la oración, tanto más se aumenta
nuestra sensibilidad. Y si consumimos un gran tiempo indagando acerca de
las cuestiones que atañen a nuestra alma, nos tomaremos extraordinariamente
sensitivos. Ello es excelente sin duda; pero como todo en este mundo, tiene
sus peligros. Cuanto más lejos se llega en el camino de la vida espiritual,
tanto más poder se gana en la oración; pero al mismo tiempo se hace uno más
vulnerable a nuevas tentaciones que son desconocidas a los novicios. Se
nota, además, que por faltas ordinarias, insignificantes a los ojos de la
mayoría, uno es castigado severamente; pero esto es bueno, porque nos obliga
a mantenemos en la línea recta, y en perenne vigilancia. Las transgresiones
aparentemente menores, "los zorros pequeños que echan a perder nuestras
viñas", malograrán todo nuestro poder espiritual si no las atendemos
prontamente.
Nadie que haya alcanzado este nivel espiritual será tentado
a meter la mano en la bolsa ajena, ni a robar una casa, pero ello no implica
que no tenga tentaciones, y las que se presenten serán cada vez más sutiles,
y por lo tanto más difíciles de vencer.
A medida que avanzamos en el
terreno espiritual, nuevas y poderosas tentaciones nos esperan en el camino,
siempre listas a derrotamos si no estamos vigilantes —la tentación de luchar
por la propia gloria en ensalzamiento en vez de por Dios; tentación de
buscar honores y distinciones, y aun ventajas, materiales; tentación de
permitir que las preferencias personales influyan en nuestros juicios cuando
es un deber sagrado tratar a todos los hombres con perfecta imparcialidad—.
Y más allá, y por encima de todos los pecados, está el pecado mortal del
orgullo espiritual, "la suprema flaqueza de un corazón noble", que se
embosca en este camino. Muchas almas elevadas que han pasado
victoriosamente todas las otras pruebas, han caído en una condición de
superioridad moral y propia justificación que ha venido a ser como una
cortina de acero entre ellos y Dios. El mucho saber comporta mucha
responsabilidad; y violar esa responsabilidad acarrea castigos terribles.
Noblesse oblige es una verdad primordial en las cosas espirituales. El
conocimiento que uno tiene de la verdad, por pequeño que sea, es un sagrado
depósito que nunca debe ser profanado. Así como es cierto que no debemos
"arrojar nuestras perlas a los cerdos", ni imponer por fuerza la verdad
allí donde no quieren recibirla, no es menos cierto que debemos sabiamente
diseminar el conocimiento de Dios entre la humanidad, a fin de que "ninguno
de estos pequeñitos tenga hambre" a causa de nuestro egoísmo o indiferencia.
"Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas".
Los viejos escritores
místicos estaban tan conscientes de estos peligros que, con su don de
alegoría, han representado al alma en el camino ascendente como un viajero
detenido en cada vuelta y sometido a diversas pruebas antes de poder seguir.
Si lograba pasar las pruebas satisfactoriamente, podía continuar adelante
con la bendición de quien lo había desafiado. Pero si, desafortunadamente,
fallaba, se le negaba el paso.
Ocurre que algunas almas con escasa
experiencia, ansiosas por un rápido progreso, desean imprudente-mente
someterse a toda clase de pruebas, y aun se ponen a buscar dificultades que
vencer, como si sus propios caracteres no les presentasen ya amplia ocasión
para ejercitarse. Olvidan la sabia réplica de nuestro Señor en el desierto:
"No tentarás al Señor tu Dios", como está escrito, y los resultados de obrar
en contra son siempre desastrosos. Es por eso que Jesús ha insertado esta
cláusula, en la cual pedimos que se nos libre de todo aquello que sea
demasiado para nosotros de acuerdo con nuestro nivel espiritual. Pero si
somos sensatos orando diariamente por sabiduría, inteligencia, pureza, y la
guía del Espíritu Santo, jamás nos veremos en presencia de ninguna
dificultad contra la cual no sean suficientes nuestros propios recursos para
vencerla. "Ninguna plaga tocará tu morada." "He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo."
Tuyo es el Reino y
el Poder y la Gloria, por todos los siglos.
He aquí una estupenda
cláusula sentenciosa en la que se resume la verdad esencial de la
Omnipresencia y la Totalidad de Dios. Significa en verdad que Dios es el
Todo en Todo; el hacedor, la acción y el hecho, y podríamos decir también
que el espectador. El reino en este caso significa toda la creación, en
todos los planos, porque eso es la Presencia de Dios —Dios como
manifestación o expresión.
El poder es evidentemente el poder de Dios.
Sabemos que Dios es el único poder; por eso cuando obramos u oramos, es
realmente Dios quien se expresa por medio de nosotros. Así como el pianista
expresa su música usando los dedos de su mano, aquellos que obedecen a Dios
vienen a ser como Sus dedos con los que El obra. Suyo es el poder. Si
cuando oramos mantenemos la idea de que es realmente Dios quien actúa por
medio de nosotros, nuestras oraciones ganarán inmensamente en eficiencia.
Digamos, "Es Dios quien me inspira". Antes de emprender una obra
cualquiera pensemos sinceramente, "La Divina Inteligencia está actuando
ahora a través de mí", y nos sorprenderemos de ver con qué extraordinario
éxito llevamos a cabo las tareas más difíciles.
El cambio maravilloso que
se opera en nosotros a medida que realizamos lo que la Presencia de Dios
realmente significa, trasforma cada fase de nuestra vida, volviendo la
tristeza en gozo, la vejez en juventud, las sombras en luz. Tal es la
gloria —y la gloria que nosotros recibimos es, por supuesto, la de Dios
también— y la felicidad que esa experiencia nos trae es, de nuevo. Dios
mismo, quien está consciente de esa felicidad a través de nosotros.
En años recientes, el Padre Nuestro se ha reescrito a menudo en la forma
afirmativa. Así, por ejemplo, la cláusula "Venga Tu reino, hágase tu
voluntad", viene a ser "Tu reino ha venido, tu voluntad se está cumpliendo".
Todas estas paráfrasis son interesantes y sugestivas, pero su importancia
no es vital. La forma afirmativa sería la más conveniente con el propósito
de curar, pero no es más que eso, una forma de oración. Jesús usaba la forma
invocatoria muy a menudo, aunque no siempre, y su uso frecuente es
indispensable para el desarrollo del alma. No se debe confundir con la forma
suplicatoria, en la cual se demanda gimiendo como un esclavo que suplica a
su dueño. Esa actitud es siempre falsa. La forma más elevada de oración es
la contemplación, en la cual el pensamiento y el pensador se vuelven uno.
Ésta es la Unidad de los místicos, la cual es rara vez experimentada en los
primeros estados del desarrollo espiritual. Rece Ud. de la manera que
encuentre más fácil, porque la manera más fácil es el mejor camino.
Ésta es la Unidad de los místicos, la cual es rara vez experimentada en los
primeros estados del desarrollo espiritual. Rece Ud. de la manera que
encuentre más fácil, porque la manera más fácil es el mejor camino.
Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados,
que yo os aliviaré.
El Señor es mi luz y mi salvación;
¿a quién temer?
El Señor es el baluarte
de mi vida;
¿ante quién temblar?
Aunque acampe contra mí un ejército,
no temerá mi corazón.
Aunque se alzare en guerra contra mí,
aun entonces
estaré tranquilo.
Porque si atraviesas las aguas,
yo seré contigo,
si
por los ríos,
no te anegarás.
Si pasas por el fuego,
no te quemarás;
las llamas no te consumirán.
Indice
Prefacio
Capítulo 1
¿Qué enseñó Jesús?
Capítulo 2
Las Bienaventuranzas
Capítulo 3
Como un hombre piensa
Capítulo 4
No resistáis al Mal
Capítulo 5
Tesoro en los Cielos
Capítulo 6
Con la medida con que midiereis
Capítulo 7
Por sus frutos
El Padre Nuestro (Una interpretación)
Padre Nuestro
Que estás en los Cielos
Santificado sea tu Nombre
Venga tu Reino
El pan nuestro de cada día dánoslo hoy
Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores
Y no nos pongas en la tentación mas líbranos del mal
Tuyo es el Reino y el Poder y la Gloria por todos los siglos
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