Este escrito forma parte de un artículo escrito por el insigne
Rosacruz Alphonse Constant (Eliphas Levi) que, posteriormente, fue publicado como
parte de su obra póstuma «El Gran Arcano del Ocultismo Revelado». Su lenguaje es
rebuscado, muy propio de los escritores europeos de mediados del siglo XIX, pero
los conceptos que vierte son de gran interés para los lectores del Triángulo de
Luz, razón por la cual, lo publicamos para su deleite.
Sabiduría, moralidad,
virtud: palabras respetables, pero vagas, sobre las cuales se disputa desde hace
muchos siglos pero sin haber conseguido entenderlas.
Querría ser sabio, mas
¿tendré yo la certeza de mi sabiduría, mientras crea que los locos son más felices
y hasta más alegres que yo?.
Es preciso tener buenas costumbres, pero todos
somos algo niños: las moralidades nos adormecen. Y es que nos enseñan moralidades
tontas que no convienen a nuestra naturaleza. Hablamos de lo que no nos interesa
y pensamos en otra cosa.
Excelente cosa es la virtud: su nombre quiere decir
fuerza, poder. El mundo subsiste por la virtud de Dios. Mas ¿en qué consiste para
nosotros la virtud? ¿Será una virtud para enflaquecer la cabeza o suavizar el rostro?
¿Llamaremos virtud a la simplicidad del hombre de bien que se deja despojar por
los bellacos? ¿Será virtud abstenerse en el temor de abusar? ¿Qué pensaríamos de
un hombre que no anda por miedo de quebrarse una pierna? La virtud, en todas las
cosas, es lo opuesto de la nulidad, del sopor y de la impotencia.
La virtud
supone la acción; pues si ordinariamente oponemos la virtud a las pasiones es para
demostrar que ella nunca es pasiva.
La virtud no es solamente la fuerza,
es también la razón directora de la fuerza. Es el poder equilibrante de la vida.
El gran secreto de la virtud, de la virtualidad y de la vida, sea temporal,
sea eterna, puede formularse así:
El arte de balancear las fuerzas para equilibrar
el movimiento.
El equilibrio que se necesita alcanzar no es el que produce
la inmovilidad, sino el que realiza el movimiento. Pues la inmovilidad es muerte
y el movimiento es vida.
Este equilibrio motor es el de la propia Naturaleza.
La Naturaleza, equilibrando las fuerzas fatales, produce el mal físico y la destrucción
aparente del hombre mal equilibrado. El hombre se libera de los males de la Naturaleza
sabiendo sustraerse a la fatalidad de las circunstancias por el empleo inteligente
de su libertad. Empleamos aquí la palabra fatalidad, porque las fuerzas imprevistas
e incomprensibles para el hombre necesariamente le parecen fatales, lo que no indica
que realmente lo sean.
La Naturaleza ha previsto la conservación de los animales
dotados de instinto, pero también dispone todo para que el hombre imprudente perezca.
Los animales viven, por así decirlo, por sí mismos y sin esfuerzos. Sólo el
hombre debe aprender a vivir. La ciencia de la vida es la ciencia del equilibrio
moral.
Conciliar el saber y la religión, la razón y el sentimiento, la energía
y la dulzura es el fondo de ese equilibrio.
La verdadera fuerza invencible
es la fuerza sin violencia. Los hombres violentos son hombres débiles e imprudentes,
cuyos esfuerzos se vuelven siempre contra ellos mismos.
El afecto violento
se asemeja al odio y casi a la aversión.
La cólera hace que la persona se
entregue ciegamente a sus enemigos. Los héroes que describe el poeta griego Homero,
cuando combaten, tienen el cuidado de insultarse para entrar en furor recíprocamente,
sabiendo de antemano, con todas las probabilidades, que el más furioso de los dos
será vencido.
El fogoso Aquiles estaba predestinado a perecer desgraciadamente.
Era el más altivo y el más valeroso de los griegos y sólo causaba desastres a sus
conciudadanos.
El que hace tomar Troya es el prudente y paciente Ulises,
que sabe siempre contenerse y sólo hiere con golpe seguro. Aquiles es la pasión
y Ulises la virtud, y es desde este punto de vista que debemos tratar de comprender
el alto alcance filosófico y moral de los poemas de Homero.
Sin duda que
el autor de estos poemas era un iniciado de primer orden, pues el Gran Arcano de
la Alta Magia práctica está entero en la Odisea.
El Gran Arcano Mágico, el
Arcano único e incomunicable tiene por objeto poner, por así decirlo, el poder divino
al servicio de la voluntad del hombre.
Para llegar a la realización de este
Arcano es preciso SABER lo que se debe hacer, QUERER lo exacto, OSAR en lo que se
debe y CALLAR con discernimiento.
El Ulises de Homero tiene, en contra de
sí, a los dioses, los elementos, los cíclopes, las sirenas, Circe, etc., es decir,
a todas las dificultades y todos los peligros de la vida.
Su palacio es invadido,
su mujer es asediada, sus bienes son saqueados, su muerte es resuelta, pierde sus
compañeros, sus navíos son hundidos; en fin, queda solo en su lucha contra la noche
y el mal. Y así, solo, aplaca a los dioses, escapa del mal, ciega al cíclope, engaña
a las sirenas, domina a Circe, recupera su palacio, libera a su mujer, mata a los
que querían matarlo, y todo, porque quería volver a ver a Itaca y a Penélope, porque
sabía escapar siempre del peligro, porque se atrevía con decisión y porque callaba
siempre que fuera conveniente no hablar.
Pero, dirán contrariados los amantes
de los cuentos azules, esto no es magia. ¿No existen talismanes, yerbas y raíces
que hacen operar prodigios? ¿No hay fórmulas misteriosas que abren las puertas cerradas
y hacen aparecer los espíritus? Háblanos de esto y deja para otra ocasión tus comentarios
sobre la Odisea.
Si habéis leído mis obras precedentes, sabéis entonces que
reconozco la eficacia relativa de las fórmulas, de las yerbas y de los talismanes.
Pero éstos apenas son pequeños medios que se enlazan a los pequeños misterios. Os
hablo ahora de las grandes fuerzas morales y no de los instrumentos materiales.
Las fórmulas pertenecen a los ritos de la iniciación; los talismanes son auxiliares
magnéticos; las yerbas corresponden a la medicina oculta, y el propio Homero no
las desdeñaba. El Moly, el Lothos y el Nepenthes tienen su lugar en estos poemas,
pero son ornamentos muy accesorios. La copa de Circe nada puede sobre Ulises, que
conoce sus efectos funestos y sabe eludir el beberla. El iniciado en la alta ciencia
de los magos nada tiene que temer de los hechiceros.
Las personas que recorren
la magia ceremonial y van a consultar adivinos se asemejan a los que, multiplicando
las prácticas de devoción, quieren o esperan suplir con ello la religión verdadera.
Dichas personas nunca estarán satisfechas de vuestros sabios consejos. Todas esconden
un secreto que es bien fácil de adivinar, y que podría expresarse así: «Tengo una
pasión que la razón condena y que antepongo a la razón; es por eso que vengo a consultar
al oráculo del desvarío, a fin de que me haga esperar, que me ayude a engañar mi
conciencia y me de la paz del corazón».
Van así a beber en una fuente engañosa
que después de satisfacerles la sed la aumenta cada vez más. El charlatán suministra
oráculos oscuros y la gente encuentra en ellos lo que quiere encontrar y vuelve
a buscar más esclarecimientos. Regresa al día siguiente, vuelve siempre, y de ese
modo son los charlatanes los que hacen fortuna.
Los Gnósticos basilidianos
decían que Sophia, la sabiduría natural del hombre, habiéndose enamorado de sí misma,
como el Narciso de la mitología clásica, desvió la mirada de su principio y se lanzó
fuera del círculo trazado por la luz divina llamada pleroma. Abandonada entonces
a las tinieblas, hizo sacrilegios para dar a luz. Pero una hemorragia semejante
a la que alude el Evangelio, le hizo perder su sangre, que se iba transformando
en monstruos horribles. La más peligrosa de todas las locuras es la de la sabiduría
corrompida.
Los corazones corrompidos envenenan toda la naturaleza. Para
ellos el esplendor de los bellos días es apenas un ofuscante tedio y todos los goces
de la vida, muertos para estas almas muertas, se levantan delante de ellas para
maldecirlas, como los espectros de Ricardo III: «desespera y muere». Los grandes
entusiasmos les hacen sonreír y lanzar al amor y a la belleza, como para vengarse,
el desprecio insolente de Stenio y de Rollon. No debemos dejar caer los brazos acusando
a la fatalidad; debemos luchar contra ella y vencerla. Aquellos que sucumben en
ese combate son los que no supieron o no quisieron triunfar. No saber es una disculpa,
pero no una justificación, puesto que se puede aprender. «Padre, perdónales porque
no saben lo que hacen», dijo el Cristo al expirar. Si fuese permitido no saber la
oración del Salvador habría sido inexacta y el Padre nada hubiera tenido que perdonarles.
Cuando la gente no sabe, debe querer aprender. Mientras no se sabe es temerario
osar, pero siempre es bueno saber callar.