PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
Corría el caballo a todo galope por colinas y llanos, hasta que llegó Ardjasp
a los montes de Albordj. Entre abruptas rocas vio de nuevo la senda que conducía
al valle de florido césped entre nevadas cimas.
Al aproximarse a las cabañas
de madera vio labradores hendiendo el surco con el arado del que tiraban
humeantes caballos. Y la tierra removida a lo largo de los surcos humeaba de
placer también bajo la reja del arado y las pezuñas de las caballerías.
Sobre
un altar de piedra en pleno campo, había un cuchillo y encima de él un manojo de
flores en forma de cruz. Su visión serenó el alma de Ardjasp.
Sentado bajo su
tienda, halló a Vahumano, el venerable patriarca, administrando justicia a su
tribu. Sus ojos semejaban un sol de plata salido de niveos cimales. Su barba, de
verdosa blancura, podía compararse a los liqúenes que recubrían los viejos
cedros, en los flancos del Albordj.
— ¿Qué quieres de mí? — preguntó el
patriarca al extranjero —. Tú estás enterado del rapto de Arduizur por el rey
Zohak, Ardjasp.
— He presenciado su suplicio en Baktra, convertida en presa
de los turianos. Tienes fama de noble y de sabio. Eres el último descendiente de
los sacerdotes del sol. Tú eres sapiente y poderoso por el favor de los altos
Dioses. A ti vengo en busca de luz y de verdad para mí; de liberación y de
justicia para mi pueblo.
— ¿Posees la paciencia que desafía al tiempo?. ¿Te
hallas presto a renunciar a todo en aras de tu obra?. Porque sólo te hallas al
comienzo de las pruebas y sufrirás durante toda tu vida.
— Toma mi cuerpo,
toma mi alma — dijo Ardjasp — si con ello puedes ofrecerme la lumbre que sacia y
la cuchilla que libera. Sí, dispuesto estoy a todo si puedo lograr por medio de
esa luz y esa cuchilla salvar a los arios y arrebatar a Arduizur de su verdugo.
— Entonces, puedo ayudarte — dijo Vahumano —. Habita entre nosotros durante un
tiempo. Vas a desaparecer a los ojos de los tuyos. Cuando te vean nuevamente
serás otro. A partir de este momento tu nombre no será ya Ardjasp, sino
Zarathustra que significa Dorada Estrella o Esplendor del Sol. (Zarathustra es
el nombre zenda del que tomaron los griegos la forma posterior de Zoroastro. Los
parsis dan al gran profeta ario el nombre de Zerduscht).
Te habrás convertido
en apóstol del Ahura-Mazda, aureola del Omnisciente, Viviente Espíritu del
Universo.
Así se convirtió Zoroastro en discípulo de Vahumano. (Ciertos
cabalistas judíos, algunos gnósticos y los rosacruces de la Edad Media,
confunden a Vahumano, el iniciador de Zoroastro, con Melquisedec, iniciador de
Abraham).
El patriarca, sacerdote del sol, conservador de una tradición que
se remontaba a la Atlántida, comunicó a su discípulo cuanto sabía de la ciencia
divina y del presente estado del mundo.
La electa raza de los arios — dijo
Vahumano — ha caído bajo el yugo fatal de los turanios, excepto algunas tribus
montaraces. Pero éstas lograrán salvar la raza entera. Los turanios adoran a
Arimán y viven supeditados a su influjo.
— ¿Quién es, pues, Arimán?.
—
Existen innumerables espíritus entre cielo y tierra — contestó el anciano —
Infinitas son sus formas, y como el ilimitado cielo, posee el insondable
infierno de sus grados. Éste a que te refieres es un poderoso arcángel llamado
Adar-Assur (Lo hallamos bajo tal denominación en la tradición asiria de Nínive y
la caldea de Babilonia) o Lucifer que se precipitó en el abismo para abrasar a
todas las criaturas con el fuego devorante de su antorcha. Es el más grande
sacrificado por el orgullo y el deseo, el que busca a Dios en sí mismo aun en el
fondo del precipicio. Caído, conserva todavía el divino recuerdo y algún día
hallará nuevamente su corona, su perdida estrella. Lucifer es el arcángel de la
luz. Pero Arimán (En zenda, Angra-Mayniú. He adoptado en este relato la mayor
parte de los nombres de la tradición greco-latina, porque consuenan mejor a
nuestro oído y evocan más recuerdos. El concepto de Mefistófeles en el Fausto de
Goethe, corresponde exactamente al de Arimán ton la adición del escepticismo y
la ironía modernos) no es Lucifer, sino su reverso y su sombra, príncipe de las
potestades tenebrosas. Frenéticamente adherido a la tierra, niega al cielo y no
se dedica más que a la destrucción. Ha profanado, los altares del fuego y
suscitado el culto a la serpiente, propagador de la envidia y del odio, de la
opresión y del vicio, del furor sanguinario. Reina sobre los turanios, atrayendo
su genio maléfico. Es preciso combatirlo y derribarlo para salvar la raza de los
puros y de los fuertes.
— Pero, ¿Cómo combatir al Invisible si urde su trama
en las tinieblas?.
— Volviéndote de cara al sol que se levanta tras la
montaña de Hara
Berezaiti. Asciende por el bosque de cedros hasta llegar a la gruta del águila,
suspendida sobre el abismo. Allí contemplarás todas las mañanas al sol naciente
al emerger de los enhiestos picos. Durante el día, ruega al Señor del Sol que se
manifieste en ti. En el transcurso de la noche aguárdale y eleva tu alma hacia
los astros, como una lira inmensa. Esperarás durante mucho tiempo a Dios, porque
Arimán tratará de interponerse en tu sendero. Pero una noche, en la paz de tu
alma, surgirá otro sol más brillante aún que el que inflama las cimas del monte
Berezaiti: el sol de Ahura-Mazda. Escucharás su voz y él te dictará la ley de
los arios.
Cuando hubo llegado la época de su retiro, dijo Zoroastro a su
maestro:
— Pero, ¿Dónde hallaré a la cautiva atada en Baktra, arrastrada bajo
la tienda del turanio, sangrando bajo su látigo?. ¿Cómo arrancarla de sus
garras?.
¿Cómo apartar de mis ojos aquel bello cuerpo atado, salpicado de
sangre, que sin cesar grita y me llama?. ¡Ay!, ¿No veré ya nunca a la hija de
los arios, la que recoge el agua luminosa bajo los pinos odorantes y cuyos ojos
dejaron en mi corazón sus flechas de oro y sus azules dardos?. ¿Cuándo veré otra
vez a Arduizur?.
Vahumano permaneció un instante sin decir palabra. Se
empañaron sus ojos fijos, embotados como las ramas heladas de los abetos
invernales. Una tristeza inmensa parecía pesar sobre el anciano semejante a la
que planea sobre las cumbres del Albordj, huido el sol.
Por fin,
solemnemente, tendió el brazo derecho murmurando:
— Lo ignoro, hijo mío.
Ahura-Mazda te lo dirá... ¡Vé a la montaña!.
El vellón del carnero por
abrigo, pasó Zoroastro diez años en el confín del gran bosque de cedros, bajo la
gruta, junto al abismo.
Nutríale la leche de los búfalos y el pan que los
pastores de Vahumano le llevaban de cuando en cuando. El águila que anidaba
entre las rocas, encima de su gruta, anunciaba la aurora con sus chillidos.
Cuando el astro de oro disipaba las nieblas del valle, llegaba con gran rumor de
alas al umbral de la caverna como para ver si el solitario dormía. Luego,
describía varios círculos sobre el abismo y partía, rauda, hacia el llano.
Pasaron años, según los libros persas, antes de que oyera Zoroastro la voz de
Ormuz y contemplara su gloria. Al principio, le acometía Arimán con sus legiones
furiosas.
Transcurrían los días tristes y desolados para el discípulo de
Vahumano. Terminadas sus meditaciones, los ejercicios espirituales y las
plegarias diurnas, pensaba en el destino de los arios opresos y corrompidos por
el enemigo. A menudo, veníale también al pensamiento la suerte de Arduizur.
¿Qué sería de la más hermosa ariana en manos del turanio odioso?. ¿Habría
anegado su angustia en la corriente de algún río o tolerado su afrentoso
destino?. Suicidio o degradación, no cabía otra alternativa. Tan horrible era
una como otra. Y Zoroastro vería sin cesar el bello cuerpo sangrante de Arduizur
estrujado por las cuerdas. Esta imagen surcaba las meditaciones del profeta
incipiente como un relámpago o como una antorcha.
Las noches eran peores que
los días. Los sueños nocturnos superaban en horror a los pensamientos de la
vigilia. Porque todos los demonios de Arimán, terrores y tentaciones, le
asaltaban bajo formas animálicas, terríficas y amenazantes. Un ejército de
chacales, murciélagos y serpientes aladas, invadieron la caverna. Sus graznidos,
silbidos y susurros le infundían la duda sobre sí mismo, haciéndole temer el
resultado de su misión.
Pero durante el día, evocaba Zoroastro los millares y
millares de arios nómadas oprimidos por los turanios, en secreta revuelta contra
su yugo; los altares profanados, las blasfemias y las invocaciones maléficas;
las mujeres raptadas y reducidas a esclavas, como Arduizur.
Y la indignación
devolvía los perdidos ímpetus. Antes de apuntar el alba, trepaba a veces a la
cima de su montaña cubierta por los cedros y oía el viento gemir entre sus ramas
tensas, como arpas elevadas al cielo. Desde su cima contemplaba el abismo, de
escarpadas pendientes verdes, las niveas cumbres erizadas de aguzados picos y a
lo lejos, bajo una bruma rosada, la llanura del Irán.
Si la tierra, decíase
Zoroastro, posee la fuerza para elevar con tal empuje su millar de senos hacia
el infinito, ¿Por qué no he de poseer yo el poder de sublevar a mi pueblo con
parecido impulso?. Y cuando el esplendor del astro rey doraba la nieve de los
cimales, disipando con un solo rayo semejante a hendiente lanza las brumas del
abismo, Zoroastro creía en Ormuz. Y rezaba todas las mañanas lo que Vahumano le
enseñara: “Levanta, ¡Oh rútilo sol!. ¡Asciende con tus caballos raudos sobre el
Hara-Berezaiti, y alumbra al mundo!”.
Pero Ormuz no llegaba. Los sueños
nocturnos devenían cada vez más espantosos. Asediábanle los más horribles
monstruos, y tras su inquieta oleada, una sombra aparecía vestida con largos
cendales negros, velado el rostro con oscuro manto, como su cuerpo. Permanecía
inmóvil y parecía contemplar al durmiente. ¿Era la sombra de una mujer?. No
podía ser Arduizur. La figura blanca que iba por agua a la fontana azul, no
tendría aquel siniestro aspecto. Aparecía y desaparecía, perpetuamente inmóvil,
siempre velada, fija la oscura máscara de su rostro sobre Zoroastro.
Durante un mes llegaba todas las noches sobre la agitada ola demoníaca; por fin
pareció que se aproximaba y se enardecía. Tras su velo oscuro, centelleaba con
fulgores fugitivos un cuerpo nacarado, de fosforescente hermosura. ¿Era una
tentadora enviada por Arimán, una de aquellas larvas que inducen a los hombres a
lúbricos amores entre las tumbas marmóreas, bajo los cipreses de los
cementerios?. No. Revelaba la velada sombra demasiada majestad y pesadumbre.
Una noche, sin embargo, inclinóse sobre ti y al través de su velo negro salió de
su boca un aliento cálido que recorrió las venas del vidente como un río de
fuego.
Y Zoroastro despertó sudoroso, lleno de angustia, en su lecho de
hojarasca, bajo su piel de búfalo. No percibía en la noche más que el aullar del
viento en el profundo abismo, al arremolinarse en ráfagas y torbellinos, del
viento desesperado que respondía a la voz áspera y salvaje del torrente.
Pero
poco a poco, mes tras mes, en sus visitas espaciadas, se aclaraba la sombra
femenina. De negra se convirtió en gris, luego devino blanquecina y parecía
traer con ella rayos y flores, porque entonces llegaba sola. Había logrado
expulsar a los demonios de su rosado nimbo.
Un día se mostró casi
transparente en la lumbre de un alba incierta y tendió los brazos hacia
Zoroastro como en un gesto de inefable despedida. Y permaneció así mucho tiempo,
silenciosa y velada. Luego, cambiando de expresión, señaló el sol naciente.
Volvióse después y se diluyó en su fulgor propio, como absorbida y embebida en
su radiación.
Despertó Zoroastro y anduvo hasta el extremo de la gruta que
bordeaba el abismo. Era pleno día. El sol lucía en lo alto del firmamento. En
aquel instante, aun sin distinguir en lo más mínimo las facciones de la Sombra,
tuvo el solitario el sentimiento irrecusable de que aquel fantasma era el alma
de Arduizur y que no volvería a verla en este mundo.
Permaneció largo tiempo
inmóvil. Un dolor agudo le punzaba y un caudal de lágrimas silentes corrió de
sus ojos, que el frío cuajaba entre su barba. Después ascendió a la cumbre. El
sol de primavera derretía las estalactitas de hielo pendientes de las ramas de
los viejos cedros. La nieve cristalizada centelleaba en las cimas de la
cordillera del Albordj como si llorara lágrimas de hielo.
Los tres días y las
tres noches siguientes representaron para Zoroastro la máxima hondura de su
desolación. Vivía la Muerte no suya, sino la de todos los seres. Vivía en Ella y
Ella en él. Nada esperaba ya. No invocaba a Ormuz y no hallaba reposo más que en
el desgarramiento de todo su ser, caminando hacia la inconsciencia.
Más he
aquí que durante la tercera noche, en lo más profundo de su sueño, oyó una voz
inmensa, semejante al retumbar del trueno, que acababa en melodioso murmullo.
Luego, se precipitó sobre él un huracán de luz con tal violencia, que creyó
desprendida el alma de su envoltura. Sentía que la cósmica potestad que le
frecuentaba desde su infancia, que le había como acogido en su valle, para
transportarle a la cima, que el Invisible, y el Innominado iban a manifestarse a
su inteligencia por medio del lenguaje con que hablan los dioses a los hombres.
El Señor de los espíritus, el rey de reyes, Ormuz, el verbo solar, se le
apareció en forma humana. Revestido de hermosura, potente y luminoso, fulguraba
sobre su ígneo trono. Un toro y un león alados soportaban por ambos lados el
sitial y un águila monstruosa tendía sus alas bajo su base. A su alrededor
resplandecían, formando tres semicírculos, siete querubines de alas de oro,
siete Elohim de azules alas y siete Arcángeles de alas purpurinas. (En el Zend
Avesta se llama a los Querubines Ameshas-pendas, a los Elohim Yzeds y a los
Arcángeles Feruers).
De vez en cuando, un relámpago partía de Ormuz,
penetrando en sus tres mundos de luz. Entonces los Querubines, los Elohim y los
Arcángeles relucían como el mismo Ormuz en su blanca fulguración para tomar
pronto de nuevo su color propio. Anegados en la gloria ele Ormuz, manifestaban
la unidad de Dios; lucientes como el oro, la púrpura y el azur, devenían su
prisma.
Y Zoroastro oyó una voz formidable, aunque melodiosa y vasta como el
universo, que decía:
— Soy Ahura-Mazda, el que te ha creado y elegido. Ahora
escucha mi voz,
¡Oh Zarathustra! el mejor de los hombres. Te hablaré día y
noche y te dictaré la palabra de Vida. (Zend Avesta significa, en lengua zenda,
“palabra de Vida”).
Entonces tuvo una cegadora fulguración de Ormuz con su
trino círculo de Arcángeles, de Elohim y Querubines. El grupo se hizo inmenso
llenando toda la amplitud del abismo y ocultando las puntiagudas cimas del
Albordj, palideciendo a medida que se alejaba para invadir todo el firmamento.
Durante breves instantes, cabrillearon las constelaciones al través de las alas
de los Querubines. Luego todo se diluyó en la inmensidad. Pero el eco de la voz
de Ahura-Mazda resonaba aún en la montaña como un trueno lejano que al apagarse
vibraba como broncíneo escudo. Zoroastro cayó de bruces. Cuando despertó se
hallaba de tal manera aniquilado, que se guareció en lo más oscuro de su gruta.
Entonces el águila que anidaba en su cima salió del abismo donde en vano oteó su
presa y se posó confiadamente a breves pasos del solitario, como si el ave real
de Ormuz reconociera al fin a su profeta.
Por el dorso del ave goteaba la
lluvia. Alisó con su pico las plumas ásperas. Luego, al reaparecer tras una nube
el astro del día, tendió a secar sus alas y miró fijamente al sol.
A partir
de aquel momento, cada día oyó Zoroastro la palabra de Ormuz.
Hablábale día y
noche como una voz interior por medio de imágenes ardientes, expresión de los
vivos pensamientos de su Dios. Mostróle Ormuz la creación del mundo y su propio
origen, es decir, la manifestación de la viviente palabra en el universo, (En la
religión de Zoroastro, dice Silvestre de Sacy) las jerarquías o potestades
cósmicas, la necesaria lucha contra Arimán, enemigo de la obra constructiva,
espíritu del mal y de la destrucción, y los medios de combatirlo por medio de la
plegaria y del culto del fuego.
Le enseñó a luchar contra los demonios por
medio del pensamiento vigilante y contra los impuros (los turanios) por medio de
las armas consagradas. Instruyóle en el amor del hombre por la tierra y en el
amor de la tierra por el hombre que la cultiva, su contribución en el esplendor
de las cosechas, su gozo de ser laborada y sus poderes secretos convertidos en
bendiciones para la familia del labrador.
Todo el Zend-Avesta no es más que
una larga plática entre Ormuz y Zoroastro: “¿Qué es lo más agradable de la
tierra?. Ahura-Mazda responde: Un hombre puro hollándola. Y en segundo lugar,
¿Qué de más bello hay en la tierra?. Un hombre puro construyendo una morada
provista de fuego, habitada por mujer e hijos con ganado y rebaños bellos.
Se
evidencia que, excepción hecha del tiempo, todo ha sido creado: el tiempo es el
creador, porque no tiene límites. Carece de dimensión y de principio; ha sido
siempre y eternamente será. A pesar de esas excelentes prerrogativas que posee
el tiempo, nadie le había concedido el atributo de creador. ¿Por qué?. Porque
nada ha creado. Después generó el fuego y el agua. Cuando los puso en contacto,
vino Ormuz a la existencia. Y desde entonces fue el tiempo señor y creador, por
la creación que acaba de ejecutar.
Porque existe en tal morada abundancia de
rectitud. (Tercer “fargard” del Vendidad-Sadé (1-17).
Y Zoroastro, por la voz
de Ormuz, oyó la respuesta que da la tierra al hombre que la respeta y labora:
“Hombre, te sostendré siempre y vendré a ti.
Y la tierra se le brinda don sus
olores buenos y su vaho benéfico y el brote naciente de trigo verde y la cosecha
espléndida.
Al contrario del pesimismo budista y de la doctrina de la
no-resistencia, hay en el Zend-Avesta (eco de las íntimas revelaciones de
Zoroastro) un optimismo sano y una combatividad enérgica. Ormuz condena la
violencia y la injusticia, pero impone el valor como la primordial virtud del
hombre.
En el pensamiento de Zoroastro se percibe la continua presencia del
mundo invisible, de las jerarquías cósmicas, pero toda la atención se concentra
en la actividad, en la conquista de la tierra, en la disciplina del alma y en la
energía de la voluntad.
El inspirado profeta del Albordj tenía la costumbre
de anotar sus internas revelaciones sobre una piel de cordero, con un estilete
de madera templado al fuego, en forma de caracteres sacros que le había enseñado
Vahumano.
Más tarde anotaron sus discípulos los ulteriores pensamientos como
prolongación de sus dictados, y aquello fue después el Zend-Avesta, escrito en
sus comienzos sobre piel de animales como debió escribirse el Koran de los
árabes y conservado en una especie de arca santa, de madera de cedro, guardaba
la cosmogonía, las oraciones y las leyes con las ceremonias del culto.
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