PORTAL MARTINISTA DEL GUAJIRO
"Purificaos, pedid, recibid y obrad.
Toda la Obra se halla en estos cuatro tiempos"
En el solsticio de verano, tal como nos revela el Ritual, “El
Sol resplandeciente da fuerza y esplendor espiritual”. El astro que nos proporciona
la luz y la energía necesarias para vivir alcanza el cénit de su ciclo anual, e
igualmente, por sincronía con nuestro sol interior, nuestra conciencia y nuestro
espíritu son exaltados para elevar los pensamientos y los deseos purificados a las
alturas celestes, atravesando las nubes de la ignorancia. Es el momento de fijar
una vez más “nuestro camino espiritual con perfecta Fe y confianza”, ahora que las
tinieblas han sido sometidas y el fuego consume las impurezas de la tierra: “Santos
son los fieles fuegos del verano encendidos en lo alto de las colinas del mundo
y profundos en nuestros corazones. Ellos queman por la gloria de Dios”. El solsticio
de verano celebra así la festividad del fuego, elemento que se corresponde con la
parte espiritual de nuestro ser y con la acción divina que recibimos de forma continua
y análoga a como los seres que habitan la tierra reciben la vivificante acción del
Sol.
Recordemos que Dios se manifestó como un fuego a Moisés (Éx. 3:2 y 19:18)
por medio de una zarza ardiente, y le habla. La palabra de Dios es como un “fuego
devorador” que abrasa el corazón de quien la escucha, y “una vez que el fuego del
espíritu se enciende, se debe pensar sólo en mantenerlo vivo”, nos dice Saint-Martin.
Cuando la palabra de Dios, semilla ígnea, es escuchada interiormente, este fuego
ejerce su acción purificadora sobre el corazón del hombre, permitiendo separar lo
impuro de lo puro y destruir lo impuro, convirtiéndose así en instrumento de la
punición del ser caído y de la justicia divina. Las consecuencias de la punición
que sigue a la caída dan a conocer el fuego del infierno a las potencias demoniacas
y a los seres perversos que las acompañan. He aquí el fuego que devora la corrupción,
produciendo un suplicio perpetuo. Pero el Fuego de Dios es un amor que abrasa el
corazón de quien va a su encuentro y lo limpia dándole vida, es esa “llama de amor
viva” a la que canta San Juan de la Cruz y que tiernamente hiere al alma en el más
profundo centro, pues “El fuego del amor es lo que fecunda el corazón depurado y
lo multiplica en la gloria de Dios”. Es a este fuego que invoca el ritual: “Quema
para siempre, Fuego de Amor que madura toda simiente espiritual”, y es a través
de esta simiente ígnea que el hombre “funda su edificio espiritual sobre la base
sólida de su corazón en perpetua purificación e inmolación por el fuego sagrado”.
He aquí la llave secreta que abre el sensorium interior redificando el ser y preparando
el corazón para ser susceptible de absorber la presencia divina, que lo penetra
en forma de bautismo de Fuego haciéndole renacer de nuevo de lo alto en espíritu
y en verdad (Jn 3:3-6).
Será pues por este Fuego que se consumirán totalmente
las impurezas que desfiguran nuestra semejanza divina para volver a ser reconocida
como fiel reflejo de su origen, separando lo puro de lo impuro por la intuición
espiritual, a la luz de la verdad y de acuerdo a la Ley. “Pusiste a prueba mi corazón,
y le has visitado durante la noche: me has acrisolado al fuego, y en mí no se ha
hallado iniquidad”, nos dice el salmista (Sal. 17:3). Ser probado y acrisolado a
quien es destinado el bautismo de Fuego del Espíritu Santo que está por venir (Mt.
3:11), al igual que los apóstoles lo recibieron en las lenguas de fuego de Pentecostés.
“El Señor fijará los ojos sobre esos nombres escogidos; serán vivificados con su
fuego y tomarán la palabra. Sobre estas almas purificadas, así como sobre un trono
divino, el Eterno establecerá su asiento. Él las verá como los fundamentos y las
columnas de su templo, y serán asociadas a su eternidad”.
Al igual que la
naturaleza ha florecido regalando a nuestros sentidos la belleza y el aroma de la
rosa, también nuestra rosa espiritual debe florecer en nuestro corazón, acrisolado
por el fuego, y entregar su aroma, que no es otro que el amor divino del que nos
hace partícipe nuestro Reparador. יהשוה verdadero Sol “que viene en medio de nosotros
como un fuego amigable”, iluminando y nutriendo nuestra esencia espiritual para
hacerla germinar en la profundidad de la tierra que la recubre: “Oh Tú, única fuente
de Luz y de Vida, cuyas simientes dispersas somos nosotros; nutridas por el Sol
en el jardín, crecemos y florecemos”.
Ni la rosa natural ni la rosa mística
son hechas por la mano del hombre, sino por la gracia de Dios que manifiesta en
ellas su misericordia y su amor sin límites. Su forma es un eco del Verbo creador,
su perfume alimenta el fuego en el corazón de los hombres igualando el color de
sus pétalos al de la sangre viva, el deseo que provoca se expande como una ola en
la inmensidad del océano. La rosa nació de la tierra para manifestar en la naturaleza
la belleza de la ley de Dios. El cuerpo del hombre fue sometido a la tierra para
regenerar su voluntad y permitir así conducir de nuevo a su gloria divina al ser
espiritual que lo habita.
A ello emplaza nuestra celebración solsticial de
verano con el fervoroso deseo de formular nuestros anhelos, auxiliados por los Maestros
Pasados, como emblemas de nuestras oraciones, operando un verdadero sacrificio en
el Altar del Templo del Hombre: “Aprende [que tu] Ser intelectual [es] el verdadero
templo; que las luminarias que le deben iluminar son las luces del pensamiento que
le rodean y le siguen en todas partes; que el sacrificador es la confianza en la
existencia necesaria del Principio del orden de la vida; es esta persuasión ardiente
y fecunda ante la que la muerte y las tinieblas desaparecen; que los perfumes y
las ofrendas es [tu] oración, es [tu] deseo y [tu] altar para el reino de la exclusiva
unidad”. Es desde Altar que nos atrevemos a decir: “Padre eterno de todos nosotros,
aquí estamos en este Templo, ofreciéndonos a nosotros mismos como oblación. Que
podamos ser aceptados en el espíritu que nos mueve para realizar esta verdadera
comunión. Que en él esté la luz que ninguna tiniebla pueda extinguir”.
Renovemos
pues, una vez más, los principios que profesamos como Martinistas y que están siempre
representados en nuestros símbolos y en nuestra vestimenta. Estos principios dan
sentido a nuestra Orden, nos iluminan en todo momento y derraman un bálsamo sanador
sobre todo aquél que los integra. “Permanezcamos firmes en nuestros trabajos, oh
Hombres de Deseo. Empeñémonos en el fin de trabajar juntos en nuestros campos de
conciencia que debemos cultivar y cuidar mientras permanezcamos aquí. La alegría
ha de ser encontrada en cada tipo de esfuerzo cuando aprendemos a ver correctamente”.
Y mitiguemos cualquier fatiga o desánimo “con la radiación que viene del inmortal
Sol del Espíritu [sumergiéndonos a menudo] en las aguas de la Paz Profunda”, para
ser iluminados por su luz y energizados por su radiación.
Al finalizar el
trabajo ritual, tengamos siempre presente una consigna sencilla y sabia: oremos,
prediquemos con el ejemplo y observemos el más profundo silencio.
¡Ante las Luminarias!
Sâr Amorifer, P.I.
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