Por: Adam Mickiewick
(1789 – 1855)
El seno de lo que nombramos Dios incluye la Universalidad de las
manifestaciones sobrenaturales, naturales y contrarias a la Naturaleza. Es imposible,
y por lo tanto no está permitido, saber lo que es Dios fuera de la Naturaleza; pero
la naturaleza de Dios no es Visible; hablamos del Invisible, del impalpable, y finalmente
de todo lo que está arriba y fuera de los sentimientos y sentidos humanos. Dios,
como Universalidad, comprende las tinieblas y la luz, los sufrimientos y la felicidad,
las profundidades y las alturas; ahora bien, como todo se manifestó en el hombre,
y como el hombre comunica con todos los elementos de acción divina, él mismo puede,
explorándose hasta el fondo, penetrar en los abismos de los sufrimientos que se
llama el Infierno, y elevarse en medio del centro más íntimo de su existencia que
se llama verdaderamente Dios.
El espíritu existe solo sin que exista nada
que esté fuera de él, o que sea otro espíritu fuera de la Creación. El espíritu
se concentra: esta concentración de sí mismo lo oprime, lo encierra, pesa sobre
sí mismo y excita en él el deseo de salir de esta gravedad, de este círculo que
se atrae hacia sí mismo y que se convierte en oscuridad; el Espíritu que se concentra
se obscurece, comienza a sufrir, a agriarse: se produce en el seno de esta incubación
del Espíritu, que se incuba a sí mismo, una tendencia a salir del estado de presión,
un movimiento que Böhme llama rotación, hasta que el aguijón interior del Espíritu,
que tiene una tendencia exterior y que se atrae hacia sí mismo, estalla en rayos
de llama y luz. Esta llama es el final, el objetivo, la extrema extremidad de la
Naturaleza (no olvidemos que se habla aquí del Espíritu de antes de la creación
física y manifiesta); de esta llama y este rayo nace una luz, una suavidad, una
alegría, un disfrute, finalmente nace lo que llamamos realmente Dios. Hay pues en
Dios en primer lugar la oscuridad infinita, y el choque caótico de la infinidad
de los elementos que producen por su concentración y presión una llama; hay en segundo
lugar esta llama que es el término extremo de lo que se llama la Naturaleza de Dios
y finalmente la luz que (es) el verdadero Dios. Böhme compara siempre este conjunto
divino a una luz terrestre cualquiera, en la cual se ve un fondo oscuro, un producto
inflamable que sale de un fondo también oscuro de la Naturaleza, que se convierte
a continuación en una llama o una hoguera, es decir, una llama natural que se rodea
de una aureola de luz. En cada luz, hay pues un fondo oscuro, frío, aspirando hacia
la luz, deseando y por lo tanto infeliz; luego una llama que manifiesta este impulso,
este deseo extremo; y finalmente una luz que lleva por todas partes el sentimiento
de la alegría y la felicidad y que se alimenta por tanto de tinieblas y choques
de elementos, los cuales sólo encuentran su unidad en la luz. Existió, en toda la
eternidad, en Dios, y existe y existirá siempre un fondo tenebroso, lo que se llama
el Caos, la Noche del tiempo, la Cólera de Dios, de donde sale, como fuentes oscuras
de la tierra, una fuente clara de la Vida, del Espíritu; existe también en Dios
y siempre ha existido este choque de elementos que salen de las tinieblas hacia
la luz; existe también y existirá siempre la manifestación verdadera, la vida íntima
de todos estos elementos como luz, como felicidad, lo que llamamos Cielo. Pero en
Dios todo eso existe como una perfecta armonía; no existe en Dios ningún sentimiento
de oscuridad o sufrimiento, como en un hombre bien no hay ningún sentimiento de
amargura, de ese jugo bilioso que existe en él, ni de la acidez de la bilis, ni
tampoco de ninguna de estas acciones inferiores y físicas que no obstante constituyen
su vida, que lo alimentan interiormente y cuyo trabajo oscuro produce estos rayos,
este calor suave que anima su corazón y que resplandece en mirada.
No había
pues en Dios ningún sufrimiento aunque hubo un centro oscuro, pleno de sufrimiento
y sufriendo continuamente, pero donde no tenía lugar, por decirlo así, la conciencia
de su sufrimiento, y que volvía a entrar en la armonía universal de la felicidad
divina. Pues Dios, sacando de estas profundidades infinitas e indeterminadas de
las fuerzas naturales una llama de vida, sacando del Infierno la Naturaleza visible,
sacando, se podría decir, de esta bilis universal e infinita y de la falta misteriosa
y del choque de los jugos interiores, una llama organizadora y una luz consciente
de su existencia, Dios existía en una individualidad incomprensible, similar a una
individualidad humana; esta existencia consistía en creaciones, producciones y disfrutes,
de lo que una individualidad humana normal nos podría dar alguna idea. Es la historia
del estado divino antes de la creación del mundo e incluso antes de la caída de
Lucifer, según Böhme.
En este estado divino, en cada momento, en cada parcela
insignificante de un momento, sacaba de la tiniebla infinita una infinidad de tendencias
a las cuales el Espíritu central daba una realidad: salía del Infinito de las cualidades
especiales, que se volvían existencias, individualidades; sacaba de este Vesubio
caótico una infinidad de fuentes de gas que se encendían y se volvían rayos; sacaba,
finalmente, de esta Universalidad, una creación angélica, continua e innumerable,
que se llama realmente Dios. Puesto que no se llama al hombre los intestinos del
hombre, así mismo el sufrimiento, y el deseo, y la cólera que existe en la universalidad,
no constituyen Dios y no se llaman Dios. El Hombre es el extracto, la llama, la
luz que sale de su fondo oscuro y su exterior material; Dios es esta existencia
que constituye el hogar hacia el cual tienden todas las fuerzas oscuras de la Universalidad
de la Naturaleza. Esta operación, de la que habla Böhme, no es sucesiva; es instantánea
y continua; las cualidades y las fuerzas que se retiran de la Naturaleza oscura
pasan a ser continuamente y en cada momento chispas y rayos; pero todo esto pasa
en los rayos, por decirlo de alguna forma, fuera de la Naturaleza material y visible.
Böhme, en sus intuiciones, supone que una de estas chispas que salían de las
tinieblas eternas y que se elevaban por una tendencia fácil y natural al estado
de llama, esta llama ya formaba una fuerte individualidad, una individualidad de
ángel o de arcángel (ya que todo lo que Böhme llama fuerza, llama, luz, trono, etc.,
son individualidades distintas, divinas, ciudadanos del reino).
Ahora bien,
una de estas individualidades que formaban parte integrante de la Divinidad, teniendo
por lo tanto una voluntad libre, llegada al estado de llama y por lo tanto al apogeo
de su fuerza, no quiso ascender a la suave luz; tal individualidad, por primera
vez, hizo acto de voluntad contrario a la Universalidad de la Creación; ella misma
quiso elevar su centro oscuro y convertirse en el centro de la Creación. Es lo que
Böhme llama la caída del Arcángel y el principio de la Creación material y visible.
Ya que, según él, todos los espíritus, todas estas chispas y todos estos rayos que
salían de las oscuridad de lo que los antiguos paganos, como Hesíodo, llamaban las
semillas de la Creación, entraban en la armonía general, se confundían con la luz
eterna; y hubo un Espíritu de los más potentes que, en el estado de su fuerza, sólo
quiso ejercer esta fuerza propia antes que llegar a ser la fuerza por excelencia,
que volver al calor, a la hoguera, sin tomarse la molestia de subir hacia la luz;
es este Espíritu el primero que tuvo conciencia de la fuerza, como el Prometeo de
Eschyle, sin someter esta fuerza a las necesidades de la Universalidad, que así
se volvió Satanás, un enemigo de la Universalidad. Para constituirse como una individualidad,
lanzó de todos los lados rayos oscuros y encendió todas las fuerzas de la naturaleza
tenebrosa. Para hacer comprender estas ideas no oscuras, sino elevadas, se podría
comparar a este Satanás invisible e inmaterial, rebelándose contra la Universalidad,
a un hombre que rompería una ley establecida y verdadera, recurriendo para triunfar
a sus fuerzas inferiores, es decir, a su bilis y a su sangre.
Desde este
momento, dice Böhme, la armonía de la Naturaleza divina es rota: las fuerzas que
salieron del centro de este espíritu satánico trastornaron lo que había llamado
más arriba la Naturaleza divina, es decir, esta indeterminada Universalidad de las
fuerzas de las semillas de creación. Satanás las llamó a la existencia antes del
tiempo fijado por la eterna Sabiduría; llamó así a la acción de los espíritus incompletos
y sufrientes; aceleró la generación verdadera, hizo abortar, por decirlo así, la
Naturaleza Divina. Cada una estas fuerzas, de estas inteligencias llamadas a la
acción, en fin, de estos ángeles, para constituirse individualmente, se concentran
fuera del calor y la luz divina. Así las esencias son de un golpe llamadas por las
tinieblas increadas que se han convertido en individualidades distintas sin ligarse
a la Unidad, entrando en movimientos de rotación individual y separándose las unas
de las otras, tomando formas distintas y produciendo así lo que llamamos el mundo
visible. Este mundo, pues, según Böhme, es el resultado de una acción anormal, de
una rebelión; teniendo también una tendencia continua al retorno hacia la Unidad,
este mundo es una existencia momentánea y que sólo se mantiene por los esfuerzos
continuos del Espíritu contrario a la Universalidad, es decir, por Satanás. Lo que
en el seno de la Universalidad era una tendencia hacia la concentración y que bajo
los rayos de la Unidad divina se volvía la constancia y producía ángeles de trono,
después de convulsiones universales, se volvió rocas y piedras: el movimiento que
del centro de la naturaleza oscura empujaba a la acción, y que debía producir ángeles
querubines, este movimiento produjo en la naturaleza podrida las impregnaciones
y las influencias nocivas, acciones corrompidas; las fuerzas de la Naturaleza, irrumpiendo
en el movimiento del tono, del sonido, de la armonía, pasaron a ser relámpagos y
truenos, así sucesivamente en los efluvios de la Naturaleza divina, creativa de
las individualidades paradisíacas, estando en el futuro condenadas a animar seres
que llamamos malignos, criminales, y finalmente el Diablo, los hijos de Satanás.
Dios, como luz, no sufrió en ningún caso; el Espíritu que no quiso subir hacia
él y que se obstinó en dominar la luz por el fuego y el calor, es decir, en dominar
el amor por la fuerza, este espíritu retrógrado volvió a entrar en los abismos de
las tinieblas, de estas semillas de la Creación, donde sigue actuando sin afectar
a la naturaleza luminosa de Dios; volvió a entrar en la hoguera que produce la llama
y la luz universal con esta diferencia con las fuerzas primitivas, que esas fuerzas,
saliendo al mismo tiempo de las tinieblas y de las presiones dolorosas, no tenían
el sentimiento que se transportaba regularmente hacia la luz, mientras que el espíritu
retrógrado de Satanás, vuelto a caer en el estado primitivo por su propia voluntad,
sufre al verse en una situación de la que habría podido y debido salir.
Así
pues, según el sistema de Böhme, la Naturaleza visible, palpable, es decir, sensible,
sólo existe por un hecho anormal de rebelión, o, mejor dicho, de uno de los Espíritus.
La región donde esta rebelión se realizó, y de la que diremos más tarde las consecuencias,
incluye nuestro sistema planetario, el cual, por lo tanto, es regulado por otras
leyes que las de todos los demás sistemas de la Universalidad.
Hemos descendido ya al momento en que comienzan el espacio y el
tiempo, la lucha cuyo teatro será la Materia. Nos acercamos al tiempo del Génesis
sobre el cual Moisés enunció verdades incompletas. Deberemos volver de nuevo a los
acontecimientos constitutivos de la Creación; deberemos aún explicar los movimientos
que separan definitivamente el mundo Satánico, el mundo de la Rebelión, de la Universalidad
divina. En este momento que Böhme llama la primera y la más grande de las tormentas
que hayan trastornado la Creación, el Satanás llamando a la existencia de los gérmenes
incompletos, el Espíritu central de Dios reaccionando contra él.
Es por el
fuego, por el calor, que Satanás suscitaba y hacía surgir del fondo de la Naturaleza
divina a los seres que inspiraba satánicamente; su influencia iba a convertirse
en universal; pero Dios hizo salir de su centro un relámpago de fuerza, un relámpago
de Cólera más potente que el de Satanás: Dios el Padre, en su calidad de Padre de
todo y por lo tanto de Padre de la Cólera, lanzó su relámpago de cólera en la profundidad
de la Naturaleza, más allá del círculo donde Satanás podía actuar. Encendió una
hoguera superior en fuerza a la que Satanás había encendido; la cólera de Dios llamó
a la existencia a los gérmenes que aún no fueron alcanzados por la influencia de
Satanás. En este momento de la lucha, las fuerzas divinas que reaccionaban contra
los esfuerzos de Satanás son llamadas Arcángeles y Serafines, Miguel y Gabriel.
Por las influencias de estas fuerzas, un mundo nuevo surgiría: fuera de la influencia
satánica comenzarían a vivir, a sentirse, a elevarse, pero privados ya de la potencia
de constituirse en individuos distintos privados de este grado de la potencia completa
que constituye un individuo divino. Esta nueva creación es llamada por Böhme el
Espíritu del Gran Mundo, es decir, del mundo material, spiritus mundi majoris. Decimos
centro, ya que Dios constituyó entonces un nuevo centro: es el centro de la Naturaleza
visible, del mundo actual. Dios el Padre llamó a los gérmenes de la nueva creación
a una existencia regular que tenía su centro gubernamental. Ya que antes de la gran
rebelión y la gran tormenta, Dios sólo creaba Espíritus y estos Espíritus tenían
un centro en la fuerza creativa del Padre y en la Luz (de los hijos) existiendo
pues dos centros: este por el cual la Naturaleza divina, es decir, la Inmensidad,
el Caos, el Incomprensible, el Imperceptible llegaba a la existencia, y otro centro
hacia el cual todo este Caos, todo el resultado del choque de los Espíritus Caóticos,
llegaba a una existencia superior, a la Luz; este segundo centro luminoso, enamorado
y muy poderoso, se llamaba propiamente Dios.
Ahora, después de la tormenta
y la rebelión, Dios Padre hace estallar un tercer centro en el cual actúan las dos
naturalezas divinas: la de la Cólera y la de la Luz; el centro de esta tercera existencia,
de estos reflejos de dos existencias superiores, es lo que llamamos el Sol. Dios,
evocando fuera de la influencia de Satanás nuevas existencias muy inferiores a las
que habían surgido en el tiempo de las creaciones divinas, les dio un centro de
influencia y acción, les creó el Sol. En cuanto estas nuevas creaciones llegaron
al sentimiento de existencia, hubo lo que el Génesis llama la separación de la Luz
y las tinieblas. En la armonía del Ser Universal, las tinieblas mantenían la Luz,
hacían el fondo de la Luz, el frío hacía el fondo del calor, la acidez constituía
el elemento de lo dulce; pero después del abuso del Espíritu del mal, fue necesario,
para privarle de la fuerza creativa y por lo tanto universal, separar estos dos
centros. Así, todos los Espíritus que llegaban a la existencia después de la rebelión
de Satanás, se encontraron ya separados en dos, incapaces de producir creaciones
Unitarias. El Espíritu, por ejemplo, el Espíritu del Fuego, se encontraba inmediatamente
detenido en su acción desordenada por su mitad separada de él, es decir, por el
Espíritu del Agua; el Espíritu del movimiento, de acidez, o como Böhme lo llama,
el Espíritu de ácido o de Mercurio, encontraba su contrapeso en el Espíritu de la
Gravedad, etc. Finalmente, los Espíritus llamados a la vida después de la gran rebelión
no tenían ya integridad, la Unidad, y por lo tanto la potencia semejante a la del
Dios de la Unidad.
Esta evocación de las existencias más nuevas y que tenían
un centro en ellas detenía la propagación del Espíritu satánico. Esta inmensa Existencia
que llamamos la Naturaleza (Material) en el seno de la cual vivimos, ha sido pues,
antes de la Creación del hombre, creada para detener el progreso del Mal. Lo que
en la Naturaleza divina constituía la acción, la resistencia, el movimiento, se
volvió, como ya dijimos más arriba, el rayo, la piedra de la creación inferior,
material, y por lo tanto inaccesible al Espíritu satánico. Para explicar en términos
vulgares estas grandes concepciones de un Espíritu místico, podemos representar
como ejemplo la rebelión de un gran Jefe (al que Böhme llama siempre Satanás el
Gran Duque) contra el poder central, recurriendo a él para resistirle a las existencias
inferiores, al populacho del jefe, un centro de acción que releve no a sus magistrados
decaídos, sino a la fuerza central. Satanás así se encuentra atrapado entre la fuerza
central que negó y la nueva fuerza que toma sus inspiraciones no de él, sino del
poder central.
Los nuevos gérmenes llamados a la existencia encontraron su
centro material en el Sol. Las fuerzas divinas se manifestaron en esta Creación
inferior como unidad en el Sol, como concentración en Saturno, como fuerza de movimiento
en Mercurio, etc. Estas existencias alejadas de la Unidad por el efecto de la rebelión
del Espíritu que habría debido servirles de vínculo con la Unidad, tendían con todo
y necesariamente a unirse a la fuerza de concentración, deseaban unirse a la fuerza
de expansión. La expansión espiritual se manifestaba en la región material, como
Fuego, la concentración como gravedad (pesadez), el movimiento como relámpago y
ácido, la suavidad como agua, etc. De esta separación proviene el deseo de reunirse
de nuevo para formar una Unidad; y aquí reside el principio de los dos sexos, las
tendencias de los dos sexos no es otra cosa que el deseo de volver a entrar a la
Unidad.
El Cielo, pues, y la Tierra, es decir, la Luz y las Tinieblas, producidos
ya ostensible y materialmente, comenzaron las manifestaciones del mundo exterior.
Más tarde vinieron las manifestaciones de la vida individualizada como plantas,
peces y animales, creaciones muy dependientes del tercer principio en el cual se
reflejaban, y la cólera de Dios el Padre y la Luz, es decir, el Verdadero Dios.
Estas creaciones que envolvían por todas partes a Satanás formaban, por decirlo
así, las murallas de su prisión.
Entonces Dios animó la imagen del Hombre.
Esta imagen de toda eternidad existió ante Dios como Idea; ya que todas las creaciones
sucesivas hasta el final de los tiempos existen ante Dios como Ideas. (Aquí Böhme
está perfectamente de acuerdo con Platón, es decir, con Sócrates).
Sin embargo,
estas imágenes ante Dios no tienen ninguna existencia real: son como reflejos de
una figura que se percibe en un espejo; vemos todas nuestras características perfectamente
reflejadas, no teniendo sin embargo ninguna existencia verdadera. Dios, es decir,
la Universalidad de todas las existencias, de todas las formas, vio a partir del
principio y ve y verá siempre los reflejos de todas estas existencias posibles;
pero estos reflejos, estas imágenes sólo entran en la vida por un movimiento del
que se hace reflejar en ellas, de la fuerza central de Dios.
El tiempo pues
había venido para que la Idea del hombre concebido de toda eternidad entrara a la
existencia real. Tal existencia, comenzando la vida, concentraba en ella todas las
fuerzas divinas; se volvía los Hijos de Dios, se volvía Dios, por decirlo así, para
las creaciones interiores. Entonces, un movimiento de la fuerza central divina le
creó. Se volvió el depositario de todas las fuerzas divinas, es el representante
de Dios, él mismo se vuelve Dios, Maestro Soberano de la Creación, más poderoso
que el mismo Satanás, ya que extraía su fuerza del Espíritu del Padre; tenía la
luz de Dios; conocido como Luz, como Hijo; y al mismo tiempo era maestro soberano
de la tercera nueva creación, de la creación material; su cuerpo se extraía de lo
que Böhme llama el elemento único, el elemento primordial, el elemento puro. Ese
elemento aún no estaba corrompido por la influencia de Satanás, pero el cuerpo del
hombre primitivo, formado por este elemento, no era en absoluto material. El primer
Hombre era, según Böhme, perfectamente angélico como sentimiento e inteligencia,
y más fuerte que los ángeles por la potencia que ejercía sobre el mundo inferior.
El hombre primitivo, según Böhme, muy espiritual y dotado de un
cuerpo inmaterial e invisible, sólo tenía órganos consustanciales a la vida espiritual;
extraía sus fuerzas de la naturaleza primitiva, de la fuente de la potencia; se
comunicaba así con el centro de la Cólera de Dios, era también poderoso y más poderoso
que Satanás. En cuanto a su vida divina, era succionada de la fuente de la Luz y
la gracia de Dios; sólo tenía los órganos que comunican con la vida superior, no
necesitaba nada de lo que corresponde a las necesidades materiales y físicas. Se
parecería por lo tanto en la Idea a un Ser que se asemeja mucho a las creaciones
de los pintores cristianos que representan las inteligencias celestiales.
Este nuevo ser, este Hijo de Dios, su Vicario en la Creación, poseía, según
supone Böhme, pero no afirma demasiado expresamente, el poder de continuarse, de
producir de su propio centro seguidamente nuevas creaciones: este ser era el Andrógino
de las antiguas tradiciones conservadas por Platón. Pero la fuerza creativa del
hombre dependía de su unión constante con el centro de la Unidad, con Dios. Fue
necesario que el hombre hiciera esfuerzos para sostenerse en este centro de la Unidad,
para que no saliera y no volviera a caer en el mal.
Aquí debemos abordar
una cuestión muy difícil y cuya explicación definitiva nos parece por el momento
absolutamente imposible: debemos sin embargo hablar, porque todos los hombres que
meditaron sobre las cosas divinas la meditaron, pretendieron solucionarla. Es la
cuestión de la Causa del Mal ¿Cómo los Espíritus que salieron todos de un mismo
seno, del mismo Dios, pudieron dividirse en su tendencia y su movimiento? ¿De dónde
tomaron la fuerza para separarse de Dios? Descendientes de la misma y única fuente,
¿de dónde pudieron obtener un elemento de movimiento que les lanzara fuera de esta
fuente? ¿Cómo Dios podría permitir una desviación de los seres creados por él, lanzados
por él a la existencia y conducidos por él hacia un objetivo o hacia el objeto que
debían necesariamente conocer? Cuestión capital de la fatalidad y la libertad, de
la providencia y el libre albedrío. Veamos cómo Böhme explica esta cuestión.
Es necesario remitirnos aquí a esos tiempos primitivos de la Creación o, por
decir mejor, al estado divino de antes de la Creación. Dios, entonces, como Unidad,
se reflejaba en el infinito de las ideas, de los gérmenes y creaciones. Cada rayo
salido de su centro, cada efluvio, llamaba a estas ideas a la vida. Ahora bien,
cada una de estas ideas, saliendo de los pozos sin fondo del Caos primitivo, animada
por el rayo de la Unidad, tenía necesariamente dos tendencias de las que una primera
era seguir el rayo que la llamaba a la vida, de unirse a este rayo, elevándose así,
tendiendo continuamente hacia el centro de la Creación, confundiéndose con Dios;
la segunda tendencia la retornaba hacia el Caos de donde acababa de salir, hacia
sus existencias pasadas, hacia estas fuerzas inconmensurables de las que formaba
parte y que deberían haber sido la causa de su elevación hasta el centro. Un Espíritu
salido así de las tinieblas que sintiéndose fuerte y convirtiéndose en luminoso,
recurre continuamente a la fuerza y cree que la Luz le es debida. Hay pues, en cada
Espíritu llamado a la existencia real, dos tendencias necesariamente, una de las
cuales lo dirige hacia el pasado de donde salió, y la otra hacia el futuro. Es sobre
este límite, dice Böhme, que comenzó la voluntad, o, dicho de otra forma, un nuevo
nacimiento, un acto independiente de un Espíritu que llega a la conciencia de sí
mismo. Cuando observa el pasado, se siente muy poderoso; ya que en el momento en
que sale del Caos es el Espíritu ciertamente más maduro y más poderoso de este Caos;
es maestro y soberano del Caos; la Naturaleza tenebrosa lo acepta y lo observa como
su jefe. Llegado al límite de la luz se siente anulado, desnudado de todas las fuerzas
de las que disponía en su parte inferior; ello le hace pues reconocer que el menor
de los Espíritus de luz que encuentra sobre el límite de una nueva existencia y
al que le parece nulo como fuerza, le es infinitamente superior. Una piedra lanzada
en el aire vuelve a caer con orgullo y toda seguridad de derechos adquiridos hacia
el centro de la tierra; pero todo lo que se eleva sobre la superficie de la tierra,
una planta o un pájaro, trabaja mucho tiempo en hacer esfuerzos dudosos para elevarse
hacia una esfera superior.
La individualidad humana, una vez colocada como
existencia hasta entonces desconocida en la Creación, cercana por su fuerza a la
Cólera de Dios en los Infiernos, ascendiendo a la Luz o al Amor de Dios y al mismo
tiempo amante de este nuevo principio que acababa de surgir del Caos, del principio
de la Naturaleza exterior, participando de los Espíritus y al mismo tiempo soberana
del Sol y de los Planetas, se volvió el objeto de las tentaciones, es decir, de
los esfuerzos de Satanás y de las existencias inferiores, o sea, de la naturaleza
visible y creada. Estas existencias inferiores, este mundo elemental y los Espíritus
elementales que presiden este mundo, que después de la caída de Satanás no tenían
comunicaciones directas con la Unidad y no podían comunicarse ya más que por el
Hombre, se esforzaron por acercarse él, por unirse con él, por entrar lo más posible
en Dios por su mediación; ya que por todas partes, dice Böhme, donde el Espíritu
de Dios reside, todos los Espíritus se agrupan para tener una parcela de este Espíritu
(y nuestra mística, Angelus Silesius, dice igualmente que en cada lugar donde el
Espíritu de Dios descansó todos los Espíritus se precipitan allí para calentarse).
Hubo pues, en torno al primer hombre, una tendencia universal de los Espíritus elementales
de unirse con él: estos Espíritus le ofrecían actos de sumisión completa; lo observaban
como su príncipe, como su Dios. ¿Qué necesidad tienes, le dicen ellos, por el órgano
de las inspiraciones instintivas, qué necesidad tienes de hacer esfuerzos para lanzarte
hacia la Unidad que no se manifiesta en ninguna parte en actos y creaciones? Nosotros
somos aquí actualidades, formas, cosas, que sólo piden obedecer, servirte; tú nos
ves, nos tocas, puedes dirigirnos una mirada, un gesto. ¿Has visto alguna vez al
Ser superior a ti, un Dios que tenga una mirada, un gesto que controle a los elementos?
Créenos, tú eres un verdadero Dios para nosotros, eres el verdadero maestro de la
Creación; únete a nosotros: tendremos la misma carne, la misma naturaleza, asociémonos.
Para entrar en esta asociación, fue necesario que el Hombre se uniera a estos
Espíritus inferiores, a esta jerarquía del tercer principio. Se unió a un Espíritu
abriendo su alma a sus inspiraciones; pero para unirse a los Espíritus inferiores,
fue necesario abrirles su organización, sus entrañas; era necesario morderlos, era
necesario comerlos. El hombre primitivo no tenía organización capaz de hacer este
acto; pero concibió un deseo muy vivo de hacerlo. Y para explicar de una manera
vulgar este deseo podríamos figurarnos a un joven hombre que querría reunir en él
una sociedad de hombres bajos y criminales, pero que no tenía el medio de hacerlo.
Es en este deseo contrario a la voluntad de la Idea de Dios, que el hombre primitivo
perdió su comunicación continua con Dios; es entonces que cayó en el sueño, es decir,
bajo la influencia de las fuerzas inferiores, o como dice el Génesis, Dios envió
el sueño a Adán y de este sueño ya debía despertarse como individuo que pertenecía
mitad a la Naturaleza visible, a los Espíritus inferiores, como su asociado, pero
no aún como su esclavo; de este sueño se despertaría ya envuelto en este cuerpo
terrestre y sometido en su mitad a la naturaleza física, al tercer principio: de
maestro soberano de los Espíritus de la Naturaleza visible se convirtió en su agente.
El hombre primitivo o ideal, que se ha convertido en agente de
un Espíritu, de toda una jerarquía de Espíritus inferiores, necesariamente habría
producido monstruosidades si hubiera actuado por sí mismo, poseyendo fuerza creativa
y poniéndose al servicio de los Espíritus caóticos e incompletos. Dios detuvo al
hombre en esta vía: dividió su fuerza central, separó al hombre en dos. Sus instintos
inferiores y su ideal extraído de sí mismo vinieron a la existencia en la idea de
la mujer: el deseo del hombre dio nacimiento a un nuevo ser separado de sí mismo
que apareció como mujer. Después del sueño de Adán, después de su unión íntima con
el tercer principio, con el mundo visible, hubo un despertar donde Adán se encontró
duplicado: reconoció en la nueva individualidad, en la mujer, una mitad de sí mismo;
no podía seguir ya una existencia real y creativa más que con esta mitad. La mujer
extraía su materia, su corporeización, no del elemento puro, sino de un elemento
ya influido por el tercer principio: este elemento se encontraba bajo la soberanía
del sol y del sistema planetario; pero hecha la mujer así, deteniendo el movimiento
espontáneo de la voluntad del hombre, le condujo de nuevo a la Unidad, haciéndole
sentir de nuevo la necesidad de dominar de manera legítima el mundo elemental que
adquiría en la mujer su más alta expresión. El hombre no podía crear seres satánicos,
y volvió a caer en la necesidad de no crear más que individuos que poseen mundo
espiritual y al mismo tiempo mundo material. El centro del mundo material, del mundo
planetario, detiene así lo que podría tener de malévolo la fuerza creativa, pero
corrompida, del Hombre.
¿Cómo manteniendo su Humanidad el Ideal del hombre
podría rehacerse, reconstituirse? Si se mantuviese en el estado donde se encontraba
después de la creación de la mujer, habría seguido una raza intermedia entre la
de los ángeles y la de los animales; raza pura y legítima según la Naturaleza, pero
que no era ya adecuada a la idea del Hombre, tal como existió en el espíritu de
Dios. Esta raza, con todo, habría podido, conservando la ley otorgada por Dios,
buscando las fuentes de su vida en Dios, extendiendo esta vida sobre las creaciones
inferiores, remontar laboriosamente hacia el centro del cual es resultante; pero
la condición esencial, impuesta entonces al hombre, era no obedecer a insinuaciones,
a consejos del mundo inferior, no comer del fruto de la tierra, del fruto del árbol
del conocimiento del bien y del mal. En este conocimiento residía la omnipotencia
divina: Dios no era celoso, pero veía que el hombre caído abusaría con seguridad,
ya que este conocimiento, cuando no es elevado hacia el centro de la luz, no puede
producir sino creaciones inferiores, es decir, creaciones malas, satánicas. Los
Espíritus caídos antes del Adán poseían el misterio de la ciencia del bien y del
mal: se imaginaron que este misterio bastaba para crear y por lo tanto para substituir
a Dios: reconociendo después del resplandor de una creación visible y plena de actualidad
su insuficiencia científica, se dirigieron al hombre al que veían poseer la fuerza
creativa de la que se les había privado. Estando dividido después de su caída el
hombre primitivo, el Espíritu del mal se dirigió a esta mitad del hombre más cercana
a su Naturaleza inferior, que representaba los instintos sensibles del hombre; fue
dirigido a la mujer. En el consejo de la mujer, el hombre oyó la llamada de la naturaleza
ya individualizada y que se expresaba en palabras; entendió que le explicaba de
nuevo su omnipotencia. Si reúnes, decía la voz de la mujer, esta fuerza que posees
en el mismo centro de donde sale la fuerza divina, a los instintos de la Naturaleza
universal, de la que yo como mujer soy depositaria, retornaremos a la Unidad completa,
constituiremos entre los dos un Dios completo; pero para eso debemos unirnos a la
Universalidad y por lo tanto hacer un acto de comunión íntimo con la naturaleza
inferior. Ya sólo restaba tener el deseo de comer del fruto de la tierra, deseo
que el hombre ya había concebido antes de su sueño, de coger esta fruta, hacerla
pasar a su organización, asimilarla en sí mismo, convertirse en uno con la Tierra:
es así cómo Böhme explica el acto por el cual el hombre comulga con el árbol de
la ciencia del bien y el mal.
La condición del hombre, después de su unión
íntima con el mundo visible influida por el Mal, se volvió peor de lo que era la
de los animales: el principio vital de los animales salía de la fuente oscura y
caótica encendida y formada por el tercer principio que, según Böhme, es perecedero,
no tenía otro objetivo en su existencia que manifestar las producciones completas
de la luz y las tinieblas. El mundo visible tiene por tanto una tendencia a constituirse,
a unirse a Dios: toda criatura, dice San Pablo, sufre y aspira a ser liberada de
la vanidad, por eso todas las criaturas del mundo visible convergen hacia el hombre,
esperando encontrar en él su complemento, su Dios. Pero como el hombre, después
de haber interrumpido sus comunicaciones directas con el mundo celestial, sólo aporta
sobre la tierra una chispa que no tiene ya el poder de reavivar por los rayos de
lo alto, esta chispa, envuelta por una masa de Espíritus inferiores que la atraen
para calentarse, no puede más que debilitarse y reducirse. Así, el mundo exterior
(sol, planetas), se lanza delante de cada hombre que viene al mundo; se pone a su
servicio; espera en cada momento en este hombre a su Dios, como la humanidad espera
a su Mesías; proporciona a cada niño todos los dones de que dispone: las fuerzas
nerviosas, musculares, conocimientos, ciencia, lo sirve como su Soberano mientras
brille en el hombre la chispa aportada por lo alto. Esta chispa acaba necesariamente
por debilitarse y el Espíritu del mundo exterior abandona a su preferido; busca
en otra parte su apoyo; aparta al hombre a quien había favorecido, sus fuerzas sanguíneas
y biliosas, su potencia brutal, y además el uso de sus sentidos y sus conocimientos,
su potencia astral: ¡el hombre favorecido cae en la disminución y la miseria, muere!
Hablaremos por otra parte de la muerte de los animales, los cuales, según
Böhme, sólo quedan en el mundo sobrenatural de las formas; en cuanto al hombre,
conserva al morir los restos de su chispa divina, de la que él salió, como hemos
dicho, así como todas las criaturas creadas del mundo caótico y tenebroso, pero
él tuvo comunicación con la luz divina y poseía todas las cualidades susceptibles
para comunicar con el mundo visible, con el tercer principio: cuando después de
la muerte este tercer principio le es retirado, no teniendo más comunicación con
la luz, su chispa sigue siendo solitaria y combatida por las fuerzas tenebrosas
sin poderlas vencer; vuelve a entrar en el caos conservando al mismo tiempo el recuerdo
de su estado paradisíaco.
Así el Espíritu del Hombre, después de su caída,
vuelve a ser el juguete de los Espíritus del mal, se siente un alma sufriente condenada;
ya que todo ser no sufre hasta que se encuentra bajo su ley constitutiva: las creaciones
caóticas y oscuras no sufren mientras no hayan alcanzado el límite de la luz y no
se hayan puesto en estado de apropiarse libremente de las parcelas de luz que les
serán debidas; si rechazan esta luz, esta gracia, comienzan entonces a sufrir. Satanás
sólo comenzó a sufrir en el momento de su rebelión. El Hombre comenzó a sufrir en
la Caída; no podía salir de este sufrimiento más que volviendo a entrar en su ley,
más que con una victoria sobre Satanás. Las fuerzas de las que tenía necesidad para
este combate no podía extraerlas después de su Caída más que de la Naturaleza exterior,
del tercer principio: debería agrupar en torno a él todos los elementos de este
carácter exterior, debía preservarla de los ataques del Mal, debía formarse una
fortaleza, un nuevo cuerpo; pero como estaba sometiendo a los Espíritus inferiores,
no tenía ya el poder de dominarlos, de dirigirlos, debía necesariamente tras su
salida al mundo exterior pasar a ser esclavo del mal, de Satanás.
Esta situación
del hombre caído causó una nueva manifestación de la misericordia divina; un rayo
salido del centro de la luz, que nunca hubo comunicado con el mundo material, cruzó
las capas tenebrosas donde se encerraba el Hombre y penetró en su alma; llevó un
nuevo calor, los gérmenes de una nueva fuerza, la esperanza del perdón, de una vuelta
hacia Dios. Este rayo no dejó de encender las almas de los primeros élus de la humanidad;
preparaba abundantemente en las almas una atmósfera pura; haría revivir lo que Böhme
llama el elemento único, el éter paradisíaco, el paraíso. Este elemento que adquiere
una consistencia querida por Dios creó a una nueva mujer, a una mujer paradisíaca,
la única mujer verdadera, destinada a convertirse en la madre del Ser de Luz del
Verbo divino, María, madre de Dios. Su creación excepcional la ponía corporalmente
sobre los ataques del Mal; sin embargo, como Espíritu, ha debido hacer esfuerzos
para mantenerse a la altura de su destino, pues habría podido caer, y siguió siendo
fiel a su ley, volviéndose así un ser excepcional, el reposo del Verbo de Dios.
Después del tiempo requerido, determinado por Dios, el pueblo de Israel, conducido
excepcionalmente por el Espíritu de la tierra bajo las órdenes de Dios Padre, habiendo
alcanzado por sus sacrificios el más alto grado de espiritualidad sobre la tierra,
ofreció un medio donde pudo nacer la mujer de Dios.
El tiempo era cumplido,
el rayo divino, este Emmanuel (Dios está en nosotros) que encendía y calentaba a
la humanidad entera, vino a corporeizarse, a unirse al elemento primitivo del mundo
visible, vino finalmente a personificarse. La más fuerte manera de actuar sobre
los hombres era convertirse en su similar, convertirse en hijo del hombre; no podía
existir otro medio de actuar sobre el hombre, a condición de conservarle su libre
albedrío; ya que un ser no puede unirse voluntariamente sino a su similar: Dios
debía, pues, convertirse en similar al hombre. Jesús-Cristo salió de la luz divina
que existe más allá de todas las creaciones; los ángeles así como los hombres salieron
de la Naturaleza oscura y llegan o pueden llegar por sus esfuerzos al centro de
la Luz; pero solo Jesús-Cristo salió de este centro mismo de la Luz; volvió a bajar
voluntariamente a los abismos donde reside el alma humana, se apropió de los elementos
en medio de los cuales luchaba, se formó en medio del tercer principio un cuerpo
que debía espiritualizarse semejante al que según el pensamiento de Dios el hombre
primitivo debía poseer.
Jesús-Cristo, revistiendo al mismo tiempo a la humanidad
entera, se afirmó no ya como agente, sino como dominación del mundo exterior; conservó
durante toda su vida el espíritu y el sentimiento angélicos y los hizo actuar en
un cuerpo muy potente sobre la naturaleza exterior; espiritualizó este cuerpo hasta
el punto de poder descender a los abismos satánicos sin dejarse reducir y constató
así la total potencia del hombre sobre toda la creación.
Jesús-Cristo realizó
sobre la tierra el ideal del hombre concebido en los cielos, traicionado por Adán;
lo elevó incluso a una nueva potencia, dejando a los hijos de Adán los medios para
salir del abismo donde habían caído, pero a condición de subir más arriba de lo
que Adán estuvo en el paraíso, subir hasta el cielo.
No es por la enseñanza,
ni por la ley otorgada al hombre, ni por la historia de sus hechos realizados, que
Jesús-Cristo ayudó a la humanidad; es por los efluvios de una fuerza viva que comunicó
a la naturaleza descendiendo hasta su centro, es por la respiración que salía, no
de la naturaleza invisible, sino del pecho humano del Hombre-Dios, es por las señales
que aparecen, no en sueños y visiones, sino en los gestos del Hombre-Dios, que Jesús-Cristo
se comunicó con sus discípulos, presentándoles el modelo de vida y comunicándoles
al mismo tiempo la fuerza de imitarlo.
Búsqueda en el
|
Copyright © 2018 - Todos los derechos reservados - Emilio Ruiz Figuerola
Template by OS Templates